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20 de noviembre de 1923- Unión Sudafricana |
Un hallazgo
Que se las lleve el diablo.
Un hombre que había tenido mala
suerte con las mujeres decidió vivir solitario por un tiempo. Dos veces se
había casado por amor. Despejó la casa de cuanto de alguna manera se le había
escapado a su abnegada segunda esposa cuando se largó con las posesiones
favoritas que juntos habían coleccionado -cuadros, cristal fino, hasta los
mejores vinos sacados de la cava-; botó los libros en cuya guarda la primera
mujer había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se fue de
vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez, que pudiera
recordar.
Pero aquellas rameras y
vagabundas de quienes se creyó enamorado habían resultado tan infieles como las
honestas esposas que juraron quererlo eternamente.
Se fue solo a un balneario donde
las rocas lanzaban el mar hacia arriba en forma de abanicos ásperos y la marea
siseaba y se chupaba las charcas. No había arena. Sobre piedras, semejantes a
confites hirvientes, a rayas, punteadas o estriadas, la gente -las mujeres- se
acostaba en colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaba con aceites
aromáticos. Aquel año llevaban el cabello recogido y sujeto por gorros
elásticos de flores artificiales, o chorreaba suelto -al salir del agua con
cuentas cristalinas como joyas sobre sus brillantes miembros- y cogido por
hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con las candongas que
formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y sobre el pubis vestían
triángulos invertidos de tela fosforescente, asegurados por un cordón que subía
por la división entre las nalgas, para encontrarse con dos cordones que bajaban
del vientre y las caderas. En su línea de visión, mientras se alejaban hacia el
mar, parecían totalmente desnudas; cuando subían del mar, acezando de placer,
en dirección a su línea de visión, sus pechos danzaban y se colgaban al
agacharse; reían mientras recogían toallas, peines y bronceador. Los cuerpos de
algunas tenían diseños parecidos a telas estampadas: listones y parches blancos
o rojos donde la ropa había tapado algunos trozos de sus cuerpos de la
llameante inmersión en el sol. Otras tenían los pezones en carne viva, como
fresas, y se podía observar que a duras penas soportaban tocarlos con bálsamo.
Había hombres, pero él no los veía. Cuando cerraba los ojos y oía el mar
alcanzaba a oler a las mujeres -el aceite.
Nadaba mucho; adentrándose en la
serena bahía, entre surfistas crucificados contra sus vistosas velas, o más
cerca a la orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza bajo aludes de aguas
blancas. Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus infantes por las aguas
poco profundas. Desnudos, apoyados contra su carne blanda, los niños se
aferraban a ellas, tan recientemente separados de allí que parecían aún formar
parte de aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados por
varones como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su roce
duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus movimientos
hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte que las curvas de
su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen recibidas por ellas. Dormía, y
despertaba para ver piernas afeitadas pasar junto a su cabeza -mujeres-. Gotas
desprendidas de los cabellos mojados de aquellas caían sobre sus hombros
cálidos. A veces se encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su
cuerpo de piel áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.
Como suelen hacer los hombres
cuando están solos, echaba piedras al mar, recordando -recuperando- el arte de
lograr hacerlas besar la superficie saltando. Acostado boca abajo fuera del
alcance de los últimos arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el
mar, entresacaba algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han
dejado de ver: como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra,
siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las placas
de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o de rombo, pulida
por la mano aceitosa y acariciadora del mar.
No todas las piedras eran en
realidad piedras. Había óvalos ambarinos aplanados que el océano, tallador de
gemas, había pulido a partir de botellas de cerveza quebradas. Había cabujones
de vidrios azules y verdes (otra botella ahogada) que podrían haber pasado por
aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o en baldes. Y una
tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de estireno
-desechos de barcos de carga-, y con otras echazones que se arrojan al mar y
flotan de nuevo para ser botadas otra vez en las playas de todo el mundo,
encontró en las piedras con las que ocupaba una mano, como un monje que pasa
las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre los pedruscos de vidrio
de color había un anillo de diamante y zafiro. No estaba sobre la superficie de
la playa pedregosa, así que era evidente que ninguna mujer lo había dejado caer
aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre rico (o alguna esposa
oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con sus joyas puestas
mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes, debió sentir que uno
de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del agua. O no lo sintió,
solo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a buscar la póliza de
seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más hondo; y luego,
cansándose de él con el correr de los días, de los años, y empujándolo con
lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo hermoso. Un zafiro,
largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y a lado y lado de este
brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette que servía de
puente a un círculo grabado.
Aunque lo había sacado de una
profundidad de más de seis pulgadas mientras excavaba con sus dedos al azar,
miró a su alrededor, como si la dueña tuviera que estar allí, de pie, encima de
él.
Pero ellas se estaban
embadurnando, estaban secando a los infantes con las toallas, se depilaban las
cejas observándose en espejos diminutos, estaban sentadas con las piernas
cruzadas y los senos apoyados sobre las mesas bajas donde el mesero del
restaurante había colocado sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al
restaurante a llevar el anillo: tal vez alguien hubiese informado de una pérdida.
La administradora se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese estado
ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
La sospecha despierta la
atención; tal vez hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo para
sospechar, aun de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los
lugareños se lo embolsillaría. Así pues, qué importaba -y lo echó en su propio
bolsillo, o mejor, en la bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de
crédito, las llaves del carro y las gafas de sol. Y regresó a la playa, a
acostarse otra vez sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.
Puso un aviso en el periódico
local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el martes primero, junto con
el teléfono y el número de su habitación en el hotel. La administradora tenía
razón: hubo muchas llamadas.
Algunas de hombres que aducían
que, en efecto, sus esposas, madres o novias habían de veras perdido un anillo
en aquella playa. Cuando les pedía que lo describieran corrían el albur: un
anillo de diamante. Pero cuando los presionaba, pidiéndoles más detalles, solo
les quedaba la mentira. Si una voz de mujer era lisonjera, congraciadora
(incluso llorosa a veces), identificable como la de una estafadora de mediana
edad, colgaba en el momento en que ella intentaba describir su anillo perdido.
Pero si la voz era atractiva y a veces claramente juvenil, suave, aun vacilante
en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que viniera al hotel a reconocer el
anillo.
Descríbalo.
Las sentaba cómodamente frente al
balcón abierto para que la luz del mar indagara en sus rostros. Solo una lo
convenció de haber de veras perdido un anillo; lo describió en detalle y se
marchó, apesadumbrada por haberlo molestado. Otras -algunas bastante atractivas
o incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir- se habrían conformado con un
resultado diferente de la visita si no lograban salirse con la suya al inventar
su descripción del anillo. Parecían calcular que un anillo es un anillo: si es
valioso, debe tener diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio suficiente para
decir que sí, que llevaba otras piedras preciosas, pero era una herencia
(abuela, tía) y no sabían en realidad los nombres de las piedras.
¿Y el color? ¿La forma?
Se marchaban como ofendidas; o si
reían con nerviosismo culpable era que solo habían venido por aventurarse, para
divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de ellas de manera educada.
Pero hubo una cuya voz era
diferente a la de cualquiera de las demás llamadas, quizás la voz dominada de
una cantante o actriz, que expresaba timidez. Había perdido toda esperanza. De
encontrarlo... mi anillo. Había visto el aviso y pensado no, no, es inútil.
Pero ¿y si había una posibilidad en un millón...? Le pidió que viniera al
hotel.
Con seguridad tenía cuarenta
años, una belleza innata de grandes ojos serenos de un gris verdoso, que solo
necesitaba ayuda para conservar el color negro azabache de su cabello, que,
comenzando en un penacho de forma de pico que se elevaba sobre la frente curva,
se recogía en un bucle sobre la coronilla, brillante como plumas suavizadas. No
había huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos, firmemente
separados en el escote de su vestido, tan negro como el cabello. Tenía manos
hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas hacia
afuera: Y entonces se perdió; vio su reflejo por un instante en el agua.
Descríbalo.
Lo miró a los ojos, volvió la
cabeza para apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy trabajado, dijo, platino
y oro... Usted sabe, es difícil de precisar cuando se trata de un objeto que
uno ha usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande...
varios. Y esmeraldas, y piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído
antes... Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que
describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en
la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la
mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta hacia él,
como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en el dedo
del corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su movimiento
con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo anular, donde
se acomodó.
La llevó a cenar y no se hizo
alusión al tema. Nunca jamás. Ella se convirtió en su tercera esposa. Viven
juntos y no hay entre ambos más cosas no dichas que las que se dan en otras
parejas.
De: CiudadSeva.com