(Fragmento)
(HELMER entra en su
despacho. La doncella introduce a la SEÑORA LINDE, en traje de viaje, y cierra
la puerta tras ella.)
SEÑORA LINDE.
Buenos días, Nora.
NORA. (Indecisa.)
Buenos días.
SEÑORA LINDE. Por
lo visto, no me reconoces.
NORA. No..., no
sé... ¡Ah!, sí, me parece... (De pronto, exclama:) ¡Cristina! ¿Eres tú?
SEÑORA LINDE. Sí,
yo soy.
NORA. ¡Cristina! ¡Y
yo que no te he reconocido! Pero ¡quién diría que...! (Más bajo.) ¡Cómo has
cambiado!
SEÑORA LINDE. Sí,
seguramente. Hace nueve años largos...
NORA. ¿Es posible
que haga tanto tiempo que no nos vemos? Sí, en efecto. ¡Ah! no puedes figurarte
qué felices han sido estos ocho años últimos. ¿Conque ya estás aquí, en la
ciudad? ¿Como has emprendido un viaje tan largo en pleno invierno? Has sido muy
valiente.
SEÑORA LINDE. Ya
ves; acabo de llegar esta mañana en el vapor.
NORA. Para festejar
las Navidades, naturalmente. ¡Qué bien! ¡Cuánto vamos a divertirnos! Pero
quítate el abrigo. ¡Ajajá! Ahora nos sentaremos aquí, con comodidad, al lado de
la estufa. No; mejor es que te sientes en el sillón. Yo me siento en la
mecedora. (Cogiéndole las manos.) ¿Ves? Ya tienes tu cara de antes; era sólo en
el primer momento... De todos modos, estás algo más pálida, Cristina... y quizá
un poco más delgada.
SEÑORA LINDE. Y muchísimo
más vieja, Nora.
NORA. Acaso un poco
más madura..., un poquito, no mucho. (Se para, repentinamente seria.) ¡Qué
distraída soy! ¡Sentada aquí, cotorreando! Mi buena Cristina, ¿puedes
perdonarme?
SEÑORA LINDE. ¿Qué
quieres decir, Nora?
NORA. (Bajando la
voz.) ¡Pobre Cristina! Te has quedado viuda, ¿no?
SEÑORA LINDE. Sí,
hace ya tres años.
NORA. Lo sabía; lo
leí en los periódicos. ¡Ay, Cristina! tienes que creerme: pensé muchas veces
escribirte; pero lo fui dejando de un día para otro, y por añadidura, siempre
había algo que lo impedía.
SEÑORA LINDE. Lo
comprendo perfectamente.
NORA. Sí, Cristina,
me he portado muy mal. ¡Pobrecita! ¡Cuánto habrás sufrido!... ¿No te ha dejado
nada para vivir?
SEÑORA LINDE. No.
NORA. ¿Y no tienes
hijos?
SEÑORA LINDE. No.
NORA. Así, pues,
¿nada?
SEÑORA LINDE. Ni
siquiera una pena..., ni una nostalgia.
NORA. (Mirándola,
incrédula.) Pero Cristina, ¿cómo es posible?
SEÑORA LINDE.
(Sonríe tristemente mientras le acaricia el cabello.) Son cosas que ocurren a
veces, Nora.
NORA. ¡Tan sola!
Debe de ser horriblemente triste para ti. Yo tengo tres niños encantadores. Por
el momento no puedes verlos; han salido con la niñera. Vamos, cuéntamelo todo.
SEÑORA LINDE. No,
no; primero, tú.
NORA. No; te
toca empezar a ti. Hoy no
quiero ser egoísta; sólo quiero pensar en tus asuntos. Únicamente voy a decirte
una cosa. ¿Te has enterado de la fortuna que nos ha sobrevenido estos días?
SEÑORA LINDE. No.
¿Qué es?
NORA. ¡Imagínate!
¡A mi marido le han nombrado director del Banco de Acciones!
SEÑORA LINDE. ¿A tu
marido? ¡Qué suerte!
NORA. ¡Sí,
grandísima! ¡Es tan insegura la posición de un abogado!... Sobre todo cuando no
quiere ocuparse más que de asuntos lícitos... Y como es lógico, así ha hecho
Torvaldo, en lo cual me hallo de completo acuerdo. No puedes figurarte lo
contentos que estamos. Para Año Nuevo tomará posesión, y percibirá un buen
sueldo, con muchos beneficios. Por fin podremos cambiar del todo esta manera de
vivir... enteramente a nuestro gusto. ¡Oh, Cristina, cuan feliz me siento! Es algo
maravilloso eso de poseer mucho dinero y verse libre de preocupaciones,
¿verdad?
SEÑORA LINDE. Sí;
al menos, debe de ser una tranquilidad poseer lo necesario.
NORA. No, no sólo
lo necesario, sino dinero en abundancia.
SEÑORA LINDE.
(Sonríe.) ¡Nora, Nora! ¿Todavía no tienes sentido común? En el colegio eras una
malgastadora.
NORA. (Sonríe a su
vez.) Sí, eso dice aún Torvaldo. (Amenazando con el dedo.) Pero "Nora,
Nora" no es tan loca como suponéis. Además, no hemos tenido mucho que
derrochar, realmente. Los dos nos hemos visto obligados a .trabajar.
SEÑORA LINDE.
¿También tú'?
NORA. Sí; nada,
pequeñeces: bordar, hacer ganchillo... (Sin darle importancia.) ¡Qué sé yo!...
No ignorarás que Torvaldo salió del ministerio cuando nos casamos. Tenía pocas
esperanzas de ascenso, y como había de ganar más que antes... Pero el primer
año se abrumó de trabajo. Debía buscarse toda clase de quehaceres, según
comprenderás, y trabajaba día y noche. Pero no pudo resistirlo y cayó
gravemente enfermo. Los médicos declararon indispensable que se marchara al
Mediodía.
SEÑORA LINDE. Es
cierto. Estuvisteis un año en Italia...
NORA. Sí, y no
creas que fue nada fácil marcharnos. Justamente acababa de nacer Ivar... Pero
había que partir. Fue un viaje encantador, y gracias a él, Torvaldo salvó la
vida. Eso sí, costó dinero en grande.
SEÑORA LINDE. Ya lo
presumo.
NORA. Unas cuatro
mil ochocientas coronas. Bastante, ¿eh?
SEÑORA LINDE. Sí;
pero, en casos como ése, es toda una chiripa poseerlo.
NORA. Porque nos lo
dio papá.
SEÑORA LINDE.
¡Ah!, sí. Fue poco
antes de morir, si mal no recuerdo.
NORA. Sí, Cristina,
exactamente. ¡Y pensar que se me hizo imposible ir a cuidarle! Estaba esperando
de un día a otro que naciera Ivar, y también debía preocuparme de mi pobre
Torvaldo moribundo. ¡Padre querido! No volví a verle, Cristina. Es lo más
penoso que hube de pasar desde que me casé.
SEÑORA LINDE. Ya sé
que le tenías mucho cariño. ¿De modo que os marchasteis a Italia?
NORA. Sí;
contábamos con el dinero, y los médicos nos apremiaban. Nos marchamos un mes
después.
SEÑORA LINDE. ¿Y
volvió tu marido radicalmente curado?
NORA. Radicalmente.
SEÑORA LINDE. Luego
¿ese médico...?
NORA. ¿Cómo dices?
SEÑORA LINDE. Me ha
parecido oír a la doncella que ese señor que entraba conmigo era un doctor...
NORA. ¡Ah, sí! Es
el doctor Rank; pero no viene como médico. Es nuestro mejor amigo, y nos hace,
cuando menos, una visita al día. No, Torvaldo no se ha sentido enfermo desde
entonces. Los niños también están muy sanos, igual que yo. (Se levanta de
repente, palmeteando.) ¡Dios mío! ¡Cristina, es una delicia vivir y ser
feliz!... Pero ¡qué torpeza!... No hago más que hablar de mis cosas. (Se sienta
en un taburete junto a CRISTINA, acodándose en sus propias rodillas.) ¡No te
enfades conmigo!... Dime, ¿es verdad que no querías a tu esposo? Pues ¿por qué
te casaste con él?
SEÑORA LINDE. En
aquel tiempo aún vivía mi madre; pero estaba enferma e inválida. Para colmo,
debía yo sostener a mis dos hermanitos. Por tanto, no juzgué oportuno rechazar
la oferta.
NORA. Puede que
tuvieses razón. ¿Luego era rico?
SEÑORA LINDE. Sí,
creo que gozaba de buena posición. Pero sus negocios eran inseguros, ¿sabes?
Cuando murió, se vino todo abajo y no quedó nada.
NORA. ¿Y qué
hiciste?
SEÑORA LINDE. Hube
de ingeniarme con una tiendecita, con un modesto colegio y con lo que pude
encontrar. Los tres últimos años han sido para mí como un largo día de trabajo
sin tregua. Pero se acabó todo, Nora. Mi pobre madre no me necesita ya, y los
chicos, tampoco; tienen sus empleos y pueden mantenerse por sí mismos muy bien.
NORA. ¡Qué alivio
debes de sentir!
SEÑORA LINDE. No,
Nora; lo que siento es un vacío inmenso. ¡No tener nadie a quien
consagrarse!... (Se levanta, intranquila.) Por eso no podía aguantar al cabo en
aquel rincón. Aquí debe de ser más fácil encontrar en qué ocuparse y distraer
los pensamientos. Si me cupiera la fortuna de conseguir un empleo; en una
oficina, por ejemplo...
NORA. Pero,
Cristina, ¡es tan fatigoso., y. tú pareces ya tan cansada! Sería mejor para ti
que fueses a un balneario.
SEÑORA LINDE.
(Acercándose a la ventana.) Yo no tengo ningún padre que me pague los gastos,
Nora.
NORA. (Se levanta.)
¡Mujer, no lo tomes a mal!
SEÑORA LINDE.
(Vuelve hacia ella.) No, Nora, todo lo contrario. Eres tú la que no debe
enfadarse conmigo. Lo peor de una situación como la mía es que se torna una tan
"agria... No se tiene a nadie por quien trabajar, y sin embargo, se ve una
obligada a valerse de todos. Hay que vivir, y eso nos hace egoístas... No
querrás creerme, pero cuando me has contado vuestro cambio de posición, me
alegraba más por mí que por ti.
NORA. ¡Cómo!...
¡Ah!, sí... comprendo; querrás decir que quizá Torvaldo pueda hacer algo por
ti.
SEÑORA LINDE. Sí,
eso he pensado.
NORA. Y lo hará.
Déjalo en mis manos. ¡Ya verás qué bien voy a prepararlo! Buscaré algo
agradable para predisponerle. ¡Tengo tantas ganas de serte útil!
SEÑORA LINDE. Eres
muy buena al tomarte ese interés por mí, Nora. Doblemente buena, pues
desconoces los sinsabores y las amarguras de la vida.
NORA. ¿Yo?... ¿Que
no conozco...?
SEÑORA LINDE.
(Sonriendo.) Sí, mujer... Bordar un poco y labores por el estilo... Eres una
niña, Nora.
NORA. (Con un gesto
de orgullo lastimado.) No debías decirlo en ese tono de superioridad.
SEÑORA LINDE. ¿Por
qué?
NORA. Eres lo mismo
que los demás. Todos estáis convencidos de que no valgo para nada serio...
SEÑORA LINDE.
¡Vamos, mujer!
NORA. ...de que no
he pasado por dificultades en este mundo.
SEÑORA LINDE.
Querida Nora,
acabas de contarme todos tus contratiempos...
NORA. ¡Bah!..., eso
son pequeñeces. (Baja la voz.) No te he contado lo principal.
SEÑORA LINDE. ¿Lo
principal?... ¿Qué quieres decir?
NORA. Me crees
demasiado insignificante, Cristina, y no debieras hacerlo. Te sientes orgullosa
de haber trabajado tanto por tu madre.
SEÑORA LINDE. Yo no
creo insignificante a nadie. Pero, eso sí, lo confieso..., me siento orgullosa
y satisfecha de haber conseguido que fuesen tranquilos, hasta cierto punto, los
últimos días de mi madre.
NORA. Y también te
sientes orgullosa pensando en lo que has hecho por tus hermanos.
SEÑORA LINDE. Creo
que estoy en mi derecho.
NORA. Lo mismo creo
yo. Pues ahora, Cristina, voy a decirte algo. Yo también tengo de qué sentirme
orgullosa y satisfecha.
SEÑORA LINDE. No lo
dudo. Pero ¿de qué se trata?
NORA. Habla más
bajo, no te vaya a oír Torvaldo. Por nada del mundo conviene que él... No debe
saberlo nadie más que tú.
SEÑORA LINDE. Pero,
criatura, ¿qué es ello?
NORA. Acércate
aquí. (Le hace sentarse a su lado, en el sofá.) Pues verás... También tengo de
qué estar orgullosa y satisfecha. Fui yo quien salvé la vida a Torvaldo.
SEÑORA LINDE. ¿Tú?...
¿Que tú le salvaste...?
NORA. Ya te he
contado lo del viaje a Italia. Torvaldo no viviría si no hubiera ido allá...
SEÑORA LINDE.
Sí, porque tu padre
te dio el dinero necesario...
NORA. (Sonriendo.) Sí,
eso es lo que creen Torvaldo y todo el mundo; pero...
SEÑORA LINDE.
Pero... ¿qué?
NORA. Papá no nos
dio nada. Fui yo la que busqué el dinero.
SEÑORA LINDE. ¿Tú?
¿Una suma tan grande?
NORA. Cuatro mil
ochocientas coronas. ¿Qué te parece?
SEÑORA LINDE. ¿Y
cómo te las arreglaste? ¿Te tocó la lotería?
NORA.
(Desdeñosamente.) ¡La lotería! (Hace un gesto despectivo.) De ser así, ¿qué
mérito habría tenido?
SEÑORA LINDE. En
ese caso, ¿de dónde las sacaste?
NORA. (Canturrea y
sonríe enigmáticamente.) ¡Ah!... ¡Trala... lalá!
SEÑORA LINDE. No
creo que lo consiguieras prestado.
NORA. ¡Ah! ¿No?...
¿Y por qué no?
SEÑORA LINDE. Porque
una mujer casada no puede pedir prestado sin el consentimiento de su marido.
NORA. (Con un
ademán de orgullo.) ¡Ah! ¿Y cuando se es una mujer casada que tiene algún
sentido de los negocios..., una mujer que sabe administrarse con un poco de
inteligencia?...
SEÑORA LINDE. Nora,
no me explico lo que quieres decir...
NORA. Ni es
menester. Nadie afirma que haya pedido el dinero prestado. Lo he podido
adquirir de otra manera. (Dejándose caer en el sofá.) He podido recibirlo de
algún admirador. Teniendo un aspecto tan atractivo como el mío...
SEÑORA LINDE. ¡Eres
una loca!
NORA. Ya no puedes
negar que sientes una curiosidad enorme, Cristina.
SEÑORA LINDE. Óyeme,
Nora: ¿no habrás obrado irreflexivamente?
NORA.
(Irguiéndose.) ¿Es irreflexivo salvar una la vida de su marido?
SEÑORA LINDE. Lo
que estimo irreflexivo es hacerlo sin que lo supiera él...
NORA. Pero si lo
que importaba era que no supiese nada. ¡Vamos!, ¿no comprendes?... No debía
enterarse de la gravedad de su estado. Fue a mí a quien vinieron los médicos
diciéndome que peligraba su vida, y que solamente una estancia en el Mediodía
podría salvarle. ¡No creas que al principio no intenté hablarle con diplomacia!
Le hice ver lo delicioso que sería para mí viajar por el extranjero, ni más ni
menos que tantas otras mujeres; con súplicas y lloros, le dije que debía tener
en cuenta las circunstancias en que me encontraba, que había de ser comprensivo
y ceder... Entonces fue cuando insinué que podía pedir un préstamo. Pero al
oírme casi se enfadó, Cristina. Me replicó que era una insensata, y que su
deber de esposo le dictaba no someterse a mis caprichos, como él los llamaba.
"Bueno, bueno—pensé—; de todos modos, hay que salvarte." Y a la
postre busqué otra salida...
SEÑORA LINDE. ¿Y
por tu padre no se enteró tu marido de que el dinero no procedía de él?
NORA. No, nunca.
Papá murió por aquellas mismas fechas. Yo había pensado hacerle cómplice en el
asunto y rogarle que no revelara nada. Pero ¡estaba tan enfermo!... Por
desgracia, no hubo necesidad.
SEÑORA LINDE. ¿Y
después?... ¿Nunca te has confiado a tu marido?
NORA. ¡No lo quiera
Dios! ¿Cómo se te ocurre tal idea? ¡A él, tan severo para estas cosas! Por lo
demás, a Torvaldo, con su amor propio de hombre, se le haría muy penoso y
humillante saber que me debía algo. Se habrían echado a perder todas nuestras
relaciones, y la felicidad de nuestro hogar terminaría para siempre.
SEÑORA LINDE. ¿No
piensas decírselo jamás?
NORA. (Pensativa,
inicia una sonrisa.) Sí, acaso alguna vez..., después de muchos años, cuando no
sea yo tan bonita como ahora. ¡No te rías! Quiero decir que cuando ya no guste
tanto a Torvaldo, cuando ya no se divierta viéndome bailar y disfrazarme y
declamar... Entonces sería bueno tener un cable al que asirme...
(Interrumpiéndose.) ¡Bah, qué tonterías! Ese día no llegará nunca. Vamos a ver,
Cristina, ¿qué opinas de mi gran secreto? ¿No entiendes que yo también sirvo
para algo?... Puedes creer que el asunto me ha ocasionado serias
preocupaciones. No ha sido nada fácil para mí cumplir mi compromiso a tiempo.
Porque te advierto que en este mundo de los negocios hay lo que se llaman
vencimientos y lo que se llama amortización. ¡Y todo eso es tan difícil de
solucionar! De manera que he tenido que ahorrar un poco de aquí y otro poco de
allí..., de donde he podido, ¿sabes? Del dinero de la casa no podía economizar
mucho, porque Torvaldo tenía que comer bien. Tampoco podía dejar que los niños
fuesen mal vestidos, porque todo lo que me daba para ellos me parecía
intangible, como cosa suya. ¡Angelitos míos!
SEÑORA LINDE. ¡Pobre
Nora! Por ende, tus necesidades personales han debido de pagar las
consecuencias.
NORA. Efectivamente.
Era algo que me correspondía. Cada vez que Torvaldo me daba dinero para mi
adorno, sólo gastaba la mitad. Siempre compraba de lo más barato y corriente.
Era una ventaja que todo me sentara a maravilla; de modo que Torvaldo no ha
notado nada. Pero muchas veces se me hacía demasiado cuesta arriba, Cristina.
¡Es tan agradable ir bien vestida! ¿Verdad?
SEÑORA LINDE. ¡Y
tanto!
NORA. Asimismo he
tenido otras fuentes de ingresos. El invierno pasado pude encontrar un trabajo
de copias. Me encerraba y escribía todas las noches hasta muy tarde. ¡Oh!, con
frecuencia me sentía muy cansada. A pesar de todo, era un placer trabajar y
ganar dinero. Parecía casi como si fuese un hombre.
SEÑORA LINDE. ¿Y
cuánto has podido devolver así?
NORA. No sabría
decírtelo al detalle. Es muy difícil llevar cuentas en esta clase de negocios.
Sólo sé que he pagado cuanto me ha sido posible reunir. Muchas veces no se me
ocurría ya qué hacer. (Sonríe.) Entonces me quedaba aquí sentada, ideando que
un señor viejo y rico se había enamorado de mí...
SEÑORA LINDE. ¡Cómo!...
¿Quién?
NORA. ...que se
había muerto, y que, al abrir su testamento, se leía en letras muy grandes:
"Todo mi dinero será pagado al contado inmediatamente a la encantadora
señora Nora Helmer."
SEÑORA LINDE. Pero,
Nora, ¿qué dices?... ¿De quién estás hablando?
NORA. ¿No te das
cuenta?... No existe tal señor; es una cosa que me imaginaba siempre cuando no
sabía qué hacer para encontrar dinero. Pero ¡qué más da! Por mí, ese dichoso
señor viejo puede estar donde le plazca.: no me importan nada él ni su
testamento; ya se acabaron las preocupaciones. (Irguiéndose de repente.) ¡Dios
mío! ¡Qué gusto poder pensarlo, Cristina! ¡Sin preocupaciones! ¡Poder sentirse
tranquila, absolutamente tranquila; jugar y alborotar con los niños; tener la
casa preciosa, todo como le gusta a Torvaldo! ¡Y calcular que ya se acerca la
primavera con su cielo azul! Para entonces quizá podamos viajar un poco, volver
a ver el mar. ¡De veras es magnífico vivir y ser feliz!
(Se oye la
campanilla en la antesala.)
SEÑORA LINDE. (Levantándose.)
Llaman; será mejor que me vaya.
NORA. No, quédate.
No aguardo a nadie; de fijo, es para Torvaldo...
ELENA. (Desde la
puerta.) Perdón, señora; hay un caballero que desea hablar con el señor
abogado...
NORA. Con el señor
director, querrás decir...
ELENA. Sí, señora,
con el señor director. Pero como el señor doctor está ahí dentro... no sabía
si...
NORA. ¿Quién es ese
caballero?
KROGSTAD. (En la
antesala.) Soy yo, señora.
(La SEÑORA LINDE,
turbada, se vuelve, estremeciéndose, hacia la ventana.)
NORA. (Avanza un
paso hacia él, intrigada y dice a media voz:) ¿Usted? ¿Qué hay? ¿Qué quiere
hablar con mi marido?
KROGSTAD. Nada;
asuntos bancarios... Tengo un modesto empleo en el Banco, y he oído decir que
su esposo ha sido nombrado director...
NORA. Pero ¿es
que...?
KROGSTAD. Negocios
a secas, señora, y nada más.
NORA. Pues haga el
favor de entrar por la puerta del despacho. (Saluda con indiferencia y cierra
la puerta de la antesala; luego se acerca a ver el fuego de la estufa.)
SEÑORA LINDE.
Nora... ¿quién es ese hombre?
NORA. Es un tal
Krogstad..., procurador.
SEÑORA LINDE. ¡Ah!,
¿es él?
NORA. ¿Le conoces?
SEÑORA LINDE. Le conocí... hace
años. Fue pasante de procurador de nuestro distrito.
NORA. ¡Ah, sí! Ya
recuerdo.
SEÑORA LINDE. ¡Qué
cambiado está!
NORA. Creo que ha
sido desdichado en su matrimonio.
SEÑORA LINDE. Y
ahora es viudo, ¿no?
NORA. Sí, con una
caterva de hijos. ¡Ya se anima el fuego! (Cierra la portezuela de la estufa y
retira un poco la mecedora.)
SEÑORA LINDE. Dicen
que se dedica a toda clase de negocios.
NORA. ¡Ah! ¿Sí?...
Puede ser; no sé... Pero no pensemos en negocios; es una cosa tan aburrida...