martes, 18 de julio de 2017

“Un libro que se escribe, o es papel vano, o es un alma que teje con su propia substancia su capullo”. - José Enrique Rodó







Leí Ariel y Motivos de Proteo desde los doce años… ¡Bah! Decir “leer” es reconocer que me entrego absolutamente a la atmósfera de candidez propia de ciertas evocaciones infantiles.

Se dormía siesta por aquel entonces o, por lo menos, había que respetar el ritual del silencio hasta las cuatro de la tarde, como mínimo. Y qué importaba. Mi caja de resonancia se complacía en desobedecer el mandato social y allí fulguraban decenas de imágenes impresionantes, como el viejo de la Pampa de Granito, y destellaban sonidos increíbles, como el que suponía desprendía la copa de cristal después de un tinguiñazo imaginario del niño en el jardín de la casa. Y había también un montón de palabras y frases que no entendía, pero esos blancos me resultaban inofensivos: el vocablo “utilitarismo” tenía el suficiente poder para envolverlos en una bolsa negra y maloliente; en ella estaban contenidos todos los males que mi inocencia proyectaba desterrar de los suburbios y de las más urbanizadas avenidas del mundo. Ése fue mi primer contacto con la sensación amenazante que el término “imperialismo” deslizó por mi columna vertebral durante décadas.

Recién desde los dieciocho, ya intentando asumir una actitud académica, la obra completa de Rodó se me transformó en una meta quimérica, aleteando aún en este horizonte inabarcable del conocimiento, nuestra versión prosaica y elemental de Sísifo.

A Rodó le debo, entonces, un profundo agradecimiento, a pesar de las contrastantes emociones que, en estado de “la más suave y persuasiva unción”, grabaron en mí sus palabras: le agradezco la energía con que su voz dotó de exuberancia a mi imaginación; le agradezco la severidad con que moldeó las primeras nervaduras para las hojas de mi árbol latinoamericano, bajo cuya sombra ya sólo es posible permanecer despiertos.