jueves, 6 de febrero de 2014

“No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor cuando no lo hago” - Paul Auster











EL CUADERNO ROJO



2

Al año siguiente (1973) me ofrecieron un trabajo de guarda en una granja del sur de Francia. Los problemas legales de mi amiga eran agua pasada, y puesto que nuestro noviazgo intermitente parecía funcionar de nuevo, decidimos unir nuestras fuerzas y aceptar juntos el trabajo. Los dos andábamos mal de dinero por aquel en­tonces, y sin aquella oferta hubiéramos te­nido que volver a Estados Unidos, cosa que ninguno de los dos aún había previsto.

Fue un curioso año. Por una parte, el lugar era precioso: un caserón de piedra del siglo xviii, rodeado de viñas por uno de sus flancos y, por el otro, por un parque nacional. El pueblo más próximo estaba a dos kilómetros de distancia, y no lo habitaban más de cuarenta personas, ninguna de menos de sesenta o setenta años. Era un sitio ideal para que dos escritores jóvenes pasaran un año, y tanto L. como yo, traba­jando de verdad, sacamos en aquella casa mucho más fruto del que ninguno de los dos hubiera creído posible.

Por otra parte, vivíamos permanente­mente al borde de la catástrofe. Los dueños de la finca, una pareja estadounidense que vivía en París, nos enviaban un pequeño salario mensual (cincuenta dóla­res), dietas para la gasolina del coche, y dinero para la comida de los dos perros perdigueros que había en la casa. En con­junto, era un acuerdo generoso. No había que pagar alquiler, y aunque nuestro sala­rio nos viniera corto para vivir, cubría una parte de nuestros gastos mensuales. Nuestro plan era conseguir el resto haciendo traducciones. Antes de abandonar París e instalarnos en el campo habíamos acordado una serie de trabajos que nos ayudarían a pasar el año. Con lo que no había­mos contado era con que los editores suelen ser lentos a la hora de pagar sus deudas. Habíamos olvidado también que los cheques enviados de un país a otro pueden tardar semanas en cobrarse, y que, cuando los cobras, el banco te descuenta comisiones y gastos de cambio. Así que, al no haber dejado un margen para equivoca­ciones o errores de cálculo, L. y yo nos en­contramos frecuentemente en una situa­ción económica desesperada.

Recuerdo la feroz necesidad de nicotina, el cuerpo entumecido por la abstinencia, cuando registraba bajo los cojines del sofá y buscaba detrás de los armarios alguna moneda perdida. Con dieciocho céntimos (unos tres centavos y medio), po­días comprar cigarrillos de la marca Parisiennes, que vendían en paquetes de cua­tro. Recuerdo que les echaba de comer a los perros, y pensaba que comían mejor que yo. Me acuerdo de conversaciones con L., cuando nos planteábamos en serio abrir una lata de comida de perro para la cena.

Nuestra otra única fuente de ingresos aquel año procedía de un tal James Sugar. (No quiero insistir en los nombres metafó­ricos, pero las cosas son como son, qué va­mos a hacerle.) Sugar pertenecía al equipo de fotógrafos del National Geographic, y entró en nuestras vidas porque había colaborado con uno de los dueños de la casa en un artículo sobre la región. Hizo fotos durante meses, recorriendo Provenza en un coche alquilado que le proporcionó la revista, y, cada vez que se encontraba por nuestros pagos, pasaba la noche con noso­tros. Puesto que la revista le abonaba die­tas para sus gastos, nos daba muy amablemente el dinero que tenía asignado para gastos de hotel. Si recuerdo bien, la suma ascendía a cincuenta francos por noche. Así, L. y yo nos habíamos convertido en sus hoteleros particulares, y como además Sugar era un hombre encantador, siempre nos alegrábamos de verlo. El único pro­blema era que nunca sabíamos cuándo iba a aparecer. Nunca avisaba, y la mayoría de las veces transcurrían semanas entre visita y visita. Así que habíamos aprendido a no contar con el señor Sugar. Llegaba de repente como caído del cielo, aparcaba su deslumbrante coche azul, se quedaba una o dos noches, y volvía a desaparecer. Cada vez que se iba, estábamos seguros de que era la última vez que lo veíamos.

Vivimos los peores momentos al final del invierno y al principio de la primavera. Los cheques dejaron de llegar, robaron uno de los perros, y poco a poco acabamos con toda la comida de la despensa. Sólo nos quedaba, por fin, una bolsa de cebollas, una botella de aceite y un paquete de masa para empanada que alguien había comprado antes de que nosotros nos mudáramos a la casa: un resto revenido del verano anterior. L. y yo aguantamos du­rante toda la mañana, pero hacia las dos y media el hambre pudo con nosotros. Nos metimos en la cocina a preparar nuestro último almuerzo: dada la escasez de ingredientes con que contábamos, un pastel de cebolla era el único plato posible.

Después de que nuestro invento permaneciera en el horno lo que nos parecía tiempo de sobra, lo sacamos, lo pusimos sobre la mesa y le hincamos el diente. En contra de todas nuestras expectativas, lo encontramos exquisito. Creo que incluso llegamos a decir que era la mejor comida que habíamos probado nunca, pero me temo que sólo era un ardid, un tímido intento de darnos animo. Pero, en cuanto comimos un poco más, vino la decepción. De mala gana -muy de mala gana- nos vi­mos obligados a admitir que el pastel no había cocido lo suficiente, que el centro aún estaba crudo, incomestible. No había más remedio que ponerlo en el horno otros diez o quince minutos. Considerando el hambre que teníamos, y considerando que nuestras glándulas salivares acababan de ser activadas, abandonar el pastel no fue fácil.

Para entretener nuestra impaciencia, salimos a dar un paseo, pensando que el tiempo pasaría más deprisa si nos alejába­mos del buen olor de la cocina. Me acuerdo de que dimos una vuelta a la casa, quizá dos. Quizá nos dejamos llevar por una profunda conversación sobre algo que he olvidado. Pero, hiciéramos lo que hiciéramos y tardáramos lo que tardáramos, cuando volvimos a la casa la cocina estaba llena de humo. Nos lanzamos hacia el horno y sacamos el pastel, pero era demasiado tarde. Nuestro almuerzo sólo era una ruina. Se había incinerado, reducido a una masa carbonizada y ennegrecida: no se podía salvar ni un trozo.

Ahora parece una historia divertida, pero entonces era cualquier cosa menos una historia divertida. Habíamos caído en un agujero negro y no sabíamos la manera de salir de él. En todos mis años de esfuerzo por convertirme en un hombre, dudo que haya existido un momento en el que me sintiera menos inclinado a reír o a bromear. Era realmente el fin, una situación terrible y espantosa.

Eran las cuatro de la tarde. Menos de una hora después, el imprevisible señor Sugar apareció inesperadamente. Llegó hasta la casa en medio de una nube de polvo: la tierra y la gravilla rechinaban bajo los neumáticos. Si me concentro, to­davía puedo ver la cara boba e ingenua con que bajó del coche y nos saludó. Era un milagro. Era un verdadero milagro. Y yo estaba allí para verlo con mis propios ojos, para vivirlo en mi propia carne. Hasta aquel momento, yo pensaba que co­sas así sólo ocurrían en los libros.

Sugar nos invitó a cenar aquella noche en un restaurante de dos tenedores. Comi­mos copiosamente y bien, nos bebimos va­rias botellas de vino, nos reímos como lo­cos. Y ahora, por exquisita que fuera, no puedo recordar nada de aquella comida. Pero no he olvidado nunca el sabor del pastel de cebolla.





3

No mucho después de mi regreso a Nueva York (julio de 1974) un amigo me contó la siguiente historia. Tiene lugar en Yugoslavia, durante lo que serían los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial.

El tío de S. era miembro de un grupo partisano serbio que luchaba contra la ocupación nazi. Un día, sus camaradas y él amanecieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían refugiado en una granja, en un lugar perdido del campo, y la nieve alcanzaba casi medio metro de altura: no tenían escapatoria. No sabiendo qué ha­cer, decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno, corriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De acuerdo con los resultados del sorteo, el tío de S. debía salir en tercer lugar.

Vio por la ventana cómo el primer hombre corría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga de ametralladora. El hombre cayó. Un instante después, el segundo hombre salió y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: cayó muerto en la nieve.

Entonces le llegó el turno al tío de mi amigo. No sé si vacilaría en la puerta. No sé qué pensamientos lo asaltarían en aquel momento. La única cosa que me han con­tado es que echó a correr, abriéndose paso a través de la nieve con todas sus fuerzas. Parecía que la carrera no tenía fin. Enton­ces sintió de repente dolor en una pierna. Un segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y un segundo después había perdido el conocimiento.

Cuando se despertó, se encontró tendido boca arriba en el carro de un campesino. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo lo habían salvado. Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un carro que un caballo o un mulo arras­traba por un camino rural, mirando la nuca de un campesino. Observó esa nuca durante algunos segundos, y entonces, pro­cedentes del bosque, se sucedieron violentas explosiones. Demasiado débil para moverse, continuó mirando la nuca, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, se separó del cuerpo del campesino, y, donde un momento antes había habido un hombre completo, ahora había un hombre sin cabeza.

Más ruido, más confusión. Si el caballo seguía tirando del carro o no, no lo puedo decir, pero, pocos minutos o pocos segun­dos después, un gran contingente de tro­pas rusas bajaba por la carretera. Jeeps, tanques, una multitud de soldados. Cuan­do el oficial al mando vio la pierna del tío de S., rápidamente lo envió al hospital de campaña que habían montado en los alrededores. Sólo era una choza tambaleante de madera: un gallinero, quizá el coberti­zo de una granja. Allí el médico del ejército ruso dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había que amputarla.

El tío de mi amigo empezó a gritar. “No me corte la pierna”, imploró. “Por fa­vor, se lo suplico, ¡no me corte la pierna!”, pero nadie lo escuchaba. Los enfermeros lo sujetaron con correas a la mesa de ope­raciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel cuando se produjo otra explosión. El techo del hospital se hundió, las paredes se derrumbaron, el local entero saltó hecho pedazos. Y una vez más, el tío de S. perdió el conocimiento.

Cuando despertó esta vez, estaba acotado en una cama. Las sábanas eran lim­pias y suaves, el olor de la habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento después, miraba la cara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un caldo a cucharadas. Sin saber qué había sucedido, de nuevo había sido salvado y trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parecía que a lo mejor había despertado en el paraíso.

Se quedó en la casa mientras se recu­peraba y se enamoró de la joven maravillosa, pero aquel amor no prosperó. Me gustaría decir por qué, pero S. nunca me contó más detalles. Lo que sé es que su tío conservó la pierna y, cuando terminó la guerra, se trasladó a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No sé cómo (no conozco bien los pormenores), acabó en Chicago de agente de seguros.


De: CuentosdelCarajo

3 de febrero de 1947- Nueva Jersey, Estados Unidos


                                                                                              




A la manera de Chéjov: “Nada se cierra de forma definitiva”- Soledad Puértolas

3 de febrero de 1047- Zaragoza























La indiferencia de Eva


Eva no era una mujer guapa. Nunca me llegó a gustar, pero en aquel primer momento, mientras atravesaba el umbral de la puerta de mi despacho y se dirigía hacia mí, me horrorizó. Cabello corto y mal cortado, rostro exageradamente pálido, inexpresivo, figura nada esbelta y, lo peor de todo para un hombre para quien las formas lo son todo: pésimo gusto en la ropa. Por si fuera poco, no fue capaz de percibir mi desaprobación. No hizo nada por ganarme. Se sentó al otro lado de la mesa sin dirigirme siquiera una leve sonrisa, sacó unas gafas del bolsillo de su chaqueta y me miró a través de los cristales con una expresión de miopía mucho mayor que antes de ponérselas.

Dos días antes, me había hablado por teléfono. En tono firme y a una respetable velocidad me había puesto al tanto de sus intenciones: pretendía llevarme a la radio, donde dirigía un programa cultural de, al parecer, gran audiencia. Me aturden las personas muy activas y, si son mujeres, me irritan. Si son atractivas, me gustan.

–¿Bien? –pregunté yo, más agresivo que impaciente.

Eva no se alteró. Suspiró profundamente, como invadida de un profundo desánimo. Dejó lentamente sobre la mesa un cuaderno de notas y me dirigió otra mirada con gran esfuerzo. Tal vez sus gafas no estaban graduadas adecuadamente y no me veía bien. Al fin, habló, pero su voz, tan terminante en el teléfono, se abría ahora paso tan arduamente como su mirada, rodeada de puntos suspensivos. No parecía saber con certeza por qué se encontraba allí ni lo que iba a preguntarme.

–Si a usted le parece –dijo al fin, después de una incoherente introducción que nos desorientó a los dos–, puede usted empezar a explicarme cómo surgió la idea de… –no pudo terminar la frase.

Me miró para que yo lo hiciera, sin ningún matiz de súplica en sus ojos. Esperaba, sencillamente, que yo le resolviera la papeleta.

Me sentía tan ajeno y desinteresado como ella, pero hablé. Ella, que miraba de vez en cuando su cuaderno abierto, no tomó ninguna nota. Para terminar con aquella situación, propuse que realizáramos juntos un recorrido por la exposición, idea que, según me pareció apreciar, acogió con cierto alivio. Los visitantes de aquella mañana eran, en su mayor parte, extranjeros, hecho que comenté a Eva. Ella ni siquiera se tomó la molestia de asentir. Casi me pareció que mi observación le había incomodado. Lo miraba todo sin verlo. Posaba levemente su mirada sobre las vitrinas, los mapas colgados en la pared, algunos cuadros ilustrativos que yo había conseguido de importantes museos y alguna colección particular.

Por primera vez desde la inauguración, la exposición me gustó. Me sentí orgulloso de mi labor y la consideré útil. Mi voz fue adquiriendo un tono de entusiasmo creciente. Y conforme su indiferencia se consolidaba, más crecía mi entusiasmo. Se había establecido una lucha. Me sentía superior a ella y deseaba abrumarla con profusas explicaciones. Estaba decidido a que perdiese su precioso tiempo. El tiempo es siempre precioso para los periodistas. En realidad, así fue. La mañana había concluido y la hora prevista para la entrevista se había pasado. Lo advertí, satisfecho, pero Eva no se inmutó. Nunca se había inmutado. Con sus gafas de miope, a través de las cuales no debía de haberse filtrado ni una mínima parte de la información allí expuesta, me dijo, condescendiente y remota:

–Hoy ya no podremos realizar la entrevista. Será mejor que la dejemos para mañana. ¿Podría usted venir a la radio a la una?

En su tono de voz no se traslucía ningún rencor. Si acaso había algún desánimo, era el mismo con el que se había presentado, casi dos horas antes, en mi despacho. Su bloc de notas, abierto en sus manos, seguía en blanco. Las únicas y escasas preguntas que me había formulado no tenían respuesta. Preguntas que son al mismo tiempo una respuesta, que no esperan del interlocutor más que un desganado asentimiento.

Y, por supuesto, ni una palabra sobre mi faceta de novelista. Acaso ella, una periodista tan eficiente, lo ignoraba. Tal vez, incluso, pensaba que se trataba de una coincidencia. Mi nombre no es muy original y bien pudiera suceder que a ella no se le hubiese ocurrido relacionar mi persona con la del escritor que había publicado dos novelas de relativo éxito.

Cuando Eva desapareció, experimenté cierto alivio. En seguida fui víctima de un ataque de mal humor. Me había propuesto que ella perdiese su tiempo, pero era yo quien lo había perdido. Todavía conservaba parte del orgullo que me había invadido al contemplar de nuevo mi labor, pero ya lo sentía como un orgullo estéril, sin trascendencia. La exposición se desmontaría y mi pequeña gloria se esfumaría. Consideré la posibilidad de no acudir a la radio al día siguiente, pero, desgraciadamente, me cuesta evadir un compromiso.

Incluso llegué con puntualidad. Recorrí los pasillos laberínticos del edificio, pregunté varias veces por Eva y, al fin, di con ella. Por primera vez, sonrió. Su sonrisa no se dirigía a mí, sino a sí misma. No estaba contenta de verme, sino de verme allí. Se levantó de un salto, me tendió una mano que yo no recordaba haber estrechado nunca y me presentó a dos compañeros que me acogieron con la mayor cordialidad, como si Eva les hubiera hablado mucho de mí. Uno de ellos, cuando Eva se dispuso a llevarme a la sala de grabación, me golpeó la espalda y pronunció una frase de ánimo. Yo no me había quejado, pero todo iba a salir bien. Tal vez había en mi rostro señales de estupefacción y desconcierto. Seguí a Eva por un estrecho pasillo en el que nos cruzamos con gentes apresuradas y simpáticas, a las que Eva dedicó frases ingeniosas, y nos introdujimos al fin en la cabina. En la habitación de al lado, que veíamos a través de un

panel de cristal, cuatro técnicos, con los auriculares ajustados a la cabeza, estaban concentrados en su tarea. Al fin, todos nos miraron y uno de ellos habló a Eva. Había que probar la voz. Eva, ignorándome, hizo las pruebas y, también ignorándome, hizo que yo las hiciera. Desde el otro lado del panel, los técnicos asintieron. Me sentí tremendamente solo con Eva. Ignoraba cómo se las iba a arreglar.

Repentinamente, empezó a hablar. Su voz sonó fuerte, segura, llena de matices. Invadió la cabina y, lo más sorprendente de todo: hablando de mí. Mencionó la exposición, pero en seguida añadió que era mi labor lo que ella deseaba destacar, aquel trabajo difícil, lento, apasionado. Un trabajo, dijo, que se correspondía con la forma en que yo construía mis novelas. Pues eso era yo, ante todo, un novelista excepcional. Fue tan calurosa, se mostró tan entendida, tan sensible, que mi voz, cuando ella formuló su primera pregunta, había quedado sepultada y me costó trabajo sacarla de su abismo. Había tenido la absurda esperanza, la seguridad, de que ella seguiría hablando, con su maravillosa voz y sus maravillosas ideas. Torpemente, me expresé y hablé de las dificultades con que me había encontrado al realizar la exposición, las dificultades de escribir una buena novela, las dificultades de compaginar un trabajo con otro. Las dificultades,

en fin, de todo. Me encontré lamentándome de mi vida entera, como si hubiera errado en mi camino y ya fuera tarde para todo y, sin embargo, necesitara pregonarlo. Mientras Eva, feliz, pletórica, me ensalzaba y convertía en un héroe. Abominable. No su tarea, sino mi papel. ¿Cómo se las había arreglado para que yo jugara su juego con tanta precisión? A través de su voz, mis dudas se magnificaban y yo era mucho menos aún de lo que era. Mediocre y quejumbroso. Pero la admiré. Había conocido a otros profesionales de la radio; ninguno como Eva. Hay casos en los que una persona nace con un destino determinado. Eva era uno de esos casos. La envidié. Si yo había nacido para algo, y algunas veces lo creía así, nunca con aquella certeza, esa entrega. Al fin, ella se despidió de sus oyentes, se despidió de mí, hizo una señal de agradecimiento a sus compañeros del otro lado del cristal y salimos fuera.

En aquella ocasión no nos cruzamos con nadie. Eva avanzaba delante de mí, como si me hubiera olvidado, y volvimos a su oficina. Los compañeros que antes me habían obsequiado con frases alentadoras se interesaron por el resultado de la entrevista. Eva no se explayó. Yo me encogí de hombros, poseído por mi papel de escritor insatisfecho. Me miraron desconcertados mientras ignoraban a Eva, que se había sentado detrás de su mesa y, con las gafas puestas y un bolígrafo en la mano, revolvía papeles. Inicié un gesto de despedida, aunque esperaba que me sugirieran una visita al bar como habitualmente sucede después de una entrevista. Yo necesitaba esa copa. Pero nadie me la ofreció, de forma que me despedí tratando de ocultar mi malestar.

Era un día magnífico. La primavera estaba próxima. Pensé que los almendros ya habrían florecido y sentí la nostalgia de un viaje. Avanzar por una carretera respirando aire puro, olvidar el legado del pasado que tan pacientemente yo había reunido y, al fin, permanecía demasiado remoto, dejar de preguntarme si yo ya había escrito cuanto tenía que escribir y si llegaría a escribir algo más. Y, sobre todo, mandar a paseo a Eva. La odiaba. El interés y ardor que mostraba no eran ciertos. Y ni siquiera tenía la seguridad de que fuese perfectamente estúpida o insensible. Era distinta a mí.

Crucé dos calles y recorrí dos manzanas hasta llegar a mi coche. Vi un bar a mi izquierda y decidí tomar la copa que no me habían ofrecido. El alcohol hace milagros en ocasiones así. Repentinamente, el mundo dio la vuelta. Yo era el único capaz de comprenderlo y de mostrarlo nuevamente a los ojos de los otros. Yo tenía las claves que los demás ignoraban. Habitualmente, eran una carga, pero de pronto cobraron esplendor. Yo no era el héroe que Eva, con tanto aplomo, había presentado a sus oyentes, pero la vida tenía, bajo aquel resplandor, un carácter heroico. Yo sería capaz de transmitirlo. Era mi ventaja sobre Eva. Miré la calle a través de la pared de cristal oscuro del bar. Aquellos transeúntes se beneficiarían alguna vez de mi existencia, aunque ahora pasaran de largo, ignorándome. Pagué mi consumición y me dirigí a la puerta.

Eva, abstraída, se acercaba por la calzada. En unos segundos se habría de cruzar conmigo. Hubiera podido detenerla, pero no lo hice. La miré cuando estuvo a mi altura. No estaba abstraída, estaba triste. Era una tristeza tremenda. La seguí. Ella también se dirigía hacia su coche, que, curiosamente, estaba aparcado a unos metros por delante del mío. Se introdujo en él. Estaba ya decidido a abordarla, pero ella, nada más sentarse frente al volante, se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Era un llanto destemplado. Tenía que haberle sucedido algo horrible. Tal vez la habían amonestado y, dado el entusiasmo que ponía en su profesión, estaba rabiosa. No podía acercarme mientras ella continuara llorando, pero sentía una extraordinaria curiosidad y esperé. Eva dejó de llorar. Se sonó estrepitosamente la nariz, sacudió su cabeza y puso en marcha el motor del coche. Miró hacia atrás, levantó los ojos, me vio.

Fui hacia ella. Tenía que haberme reconocido, porque ni siquiera había transcurrido una hora desde nuestro paso por la cabina, pero sus ojos permanecieron vacíos unos segundos. Al fin, reaccionó:

–¿No tiene usted coche? –preguntó, como si ésa fuera la explicación de mi presencia allí.

Negué. Quería prolongar el encuentro.

–Yo puedo acercarle a su casa –se ofreció, en un tono que no era del todo amable.

Pero yo acepté. Pasé por delante de su coche y me acomodé a su lado. Otra vez estábamos muy juntos, como en la cabina. Me preguntó dónde vivía y emprendió la marcha. Como si el asunto le interesara, razonó en alta voz sobre cuál sería el itinerario más conveniente. Tal vez era otra de sus vocaciones. Le hice una sugerencia, que ella desechó.

–¿Le ha sucedido algo? –irrumpí con malignidad–. Hace un momento estaba usted llorando.

Me lanzó una mirada de odio. Estábamos detenidos frente a un semáforo rojo. Con el freno echado, pisó el acelerador.

–Ha estado usted magnífica –seguí– Es una entrevistadora excepcional. Parece saberlo todo. Para usted no hay secretos.

La luz roja dio paso a la luz verde y el coche arrancó. Fue una verdadera arrancada, que nos sacudió a los dos. Sin embargo, no me perdí su suspiro, largo y desesperado.

–Trazó usted un panorama tan completo y perfecto que yo no tenía nada que añadir.

–En ese caso –replicó suavemente, sin irritación y sin interés–, lo hice muy mal. Es el entrevistado quien debe hablar.

Era, pues, más inteligente de lo que parecía. A lo mejor, hasta era más inteligente que yo. Todo era posible. En aquel momento no me importaba. Deseaba otra copa. Cuando el coche enfiló mi calle, se lo propuse. Ella aceptó acompañarme como quien se doblega a un insoslayable deber. Dijo:

–Ustedes, los novelistas, son todos iguales.

La frase no me gustó, pero tuvo la virtud de remitir a Eva al punto de partida. Debía de haber entrevistado a muchos novelistas. Todos ellos bebían, todos le proponían tomar una copa juntos. Si ésa era su conclusión, tampoco me importaba. Cruzamos el umbral del bar y nos acercamos a la barra. Era la hora del almuerzo y estaba despoblado. El camarero me saludó y echó una ojeada a Eva, decepcionado. No era mi tipo, ni seguramente el suyo.

Eva se sentó en el taburete y se llevó a los labios su vaso, que consumió con rapidez, como si deseara concluir aquel compromiso cuanto antes. Pero mi segunda copa me hizo mucho más feliz que la primera y ya tenía un objetivo ante el que no podía detenerme.

–¿Cómo se enteró usted de todo eso? –pregunté–. Tuve la sensación de que cuando me visitó en la Biblioteca no me escuchaba.

A decir verdad, la locutora brillante e inteligente de hacía una hora me resultaba antipática y no me atraía en absoluto, pero aquella mujer que se había paseado entre los manuscritos que documentaban las empresas heroicas del siglo XVII con la misma atención con que hubiese examinado un campo yermo, me impresionaba.

–Soy una profesional –dijo, en el tono en que deben decirse esas cosas.

–Lo sé –admití–. Dígame, ¿por qué lloraba?

Eva sonrió a su vaso vacío. Volvió a ser la mujer de la Biblioteca.

–A veces lloro –dijo, como si aquello no tuviera ninguna importancia–. Ha sido por algo insignificante. Ya se me ha pasado.

–No parece usted muy contenta –dije, aunque ella empezaba a estarlo.

Se encogió de hombros.

–Tome usted otra copa –sugerí, y llamé al camarero, que, con una seriedad desacostumbrada, me atendió.

Eva tomó su segunda copa más lentamente. Se apoyó en la barra con indolencia y sus ojos miopes se pusieron melancólicos. Me miró, al cabo de una pausa.

–¿Qué quieres? –dijo.

–¿No lo sabes? –pregunté.

–Todos los novelistas… –empezó, y extendió su mano.

Fue una caricia breve, casi maternal. Era imposible saber si Eva me deseaba. Era imposible saber nada de Eva. Pero cogí la mano que me había acariciado y ella no la apartó. El camarero me dedicó una mirada de censura. Cada vez me entendía menos. Pero Eva seguía siendo un enigma. Durante aquellos minutos –el bar vacío, las copas de nuevo llenas, nuestros cuerpos anhelantes– mi importante papel en el mundo se desvaneció. El resto de la historia fue vulgar.





Primer día de colegio



Quizá para que yo no estuviera en casa mucho tiempo sola, ya que mi hermana, que me llevaba dos años, iba ya al colegio, mi madre decidió enviarme al jardín de infancia cuando yo apenas tenía cuatro años. Hoy día es más normal, pero en aquella época resultaba un poco prematuro y tengo la impresión de haber escuchado a mí alrededor, a lo largo del curso, algunos comentarios sobre el asunto.

El jardín de infancia se encontraba en el sótano del enorme edificio del colegio, pero no era un sótano lúgubre, sino luminoso. Cuando caía la tarde, se encendían las luces y el aula cobraba una vida distinta, casi agresiva. La luz eléctrica era mucho más invasora que la del sol. Y siempre era igual. La tarde se detenía. En lugar de avanzar, la hora de la salida parecía más y más lejana.

Me impresionó tanto ese día al que había llegado un poco engañada porque nadie me había explicado qué se hacía en el colegio ni cuánto tiempo debía permanecer en él, que cuando, ya en casa, oí decir que había que prepararlo todo para el día siguiente, me quedé paralizada. ¿Tenía que volver mañana?, pregunté, incrédula. Todos los días, me dijeron. Todos los días. ¡Qué tres palabras más terribles bajo su aparente inocencia! Resultaba incomprensible y abrumador. Me parece que fue en ese mismo momento cuando la conciencia del tiempo se instaló dentro de mí de una forma terrible y angustiosa, como si esas palabras —todos los días— hubieran sido una maldición. Y, a partir de ese momento, también, arraigó en mi interior una obsesión: huir de ese tiempo monótono y obstinado que se empeñaba a repetirse día a día, exacto, imperturbable, eliminando toda posibilidad de avanzar, de cambiar.

Ese es el recuerdo que todavía hoy puedo reproducir: echada en la cama, con los ojos abiertos, me estoy diciendo a mí misma que mañana volveré a pasar el día en el colegio, codo con codo con niñas de mi edad, y rodeada de monjas.

Mañana y al día siguiente y al otro. ¿No volvería a tener tiempo para mí?, ¿tendría que estar siempre ahí, observada, empujada, incluida en un grupo? No sé ahora para qué quería yo ese tiempo que me parecía me estaban hurtando. Quizá buena parte de la culpa la tenía la potente luz eléctrica que, después de comer, invadía el sótano. Puede que me asustara demasiado y creyese de verdad que la tarde nunca se iba a terminar.

Pero esa sensación se guardó tan celosamente en mi interior que aún concibo el futuro, ante todo, como una liberación. Las dificultades, penas e inconvenientes que, como es lógico, aguardan dentro de ese tiempo desconocido, aún empalidecen cuando considero su latido. En este mismo momento, el tiempo transcurre. Se oye llover, si llueve, y cada gota cae del cielo adonde vaya a caer, la tierra, un tejado, un paraguas. O hace calor, y son las gotas de sudor las que se deslizan por la piel. Ese caer, ese deslizar, ese avanzar, aún me parece extraordinario.


De: Mi primera vez

De: Pálidopuntodeluz.blogspot.com