miércoles, 17 de julio de 2013

“Pero te seguimos buscando, dicha, en la memoria de un gran latigazo y tras el escozor de la última patada” -- Reinaldo Arenas


16 de julio de 1943- Cuba


Niño viejo


Yo soy ese niño de cara redonda y sucia
que en cada esquina os molesta con su
can you spend one quarter.

Yo soy ese niño de cara sucia
-sin duda inoportuno –
que de lejos contempla los carruajes
donde otros niños emiten risas y saltos considerables.

Yo soy ese niño desagradable-sin duda inoportuno–
de cara redonda y sucia que ante los grandes faroles
o bajo las grandes damas también iluminadas
o ante las niñas que parecen levitar
proyecta el insulto de su cara redonda y sucia

Yo soy ese niño hosco, más bien gris,
Que envuelto en lamentables combinaciones
pone una nota oscura sobre la nieve
o sobre el césped tan cuidadosamente recortado
que nadie sino yo, porque no pago multas se atreve a pisotear.

Yo soy ese airado y solo niño de siempre
que os lanza el insulto del solo niño de siempre
y os advierte: si hipócritamente me acariciáis la cabeza
aprovecharé la ocasión para levantarles la cartera.

Yo soy ese niño de siempre
ante el panorama del inminente espanto.
Ese niño, ese niño,
ese niño que corrompe el poema con su nota naturalista.
Ese niño, ese niño,
ese niño que impone arduos y aburridos ensayos
y hasta novelas, aún más aburridas, sobre “los bajos fondos”.

Ese niño, ese niño,
ese niño de cara airada y sucia que impone arduas
y siniestras revoluciones
para luego seguir con su cara aún más airada y sucia.
Ese niño, ese niño
ese niño ante el panorama siempre inminente
(sólo inminente)
del inminente espanto, de la inminente lepra, del inminente
piojo,
del delito o del crimen inminentes.
Yo soy ese niño repulsivo que improvisa una cama
con cartones viejos y espera, seguro, que venga usted a
hacerle compañía.



 El mundo alucinante (fragmento)



" El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento.
El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan.
El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad.
El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo.
El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean.
El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar.
El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco.
El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos.
El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera.
(…)
Pero las revoluciones no se hacen en las cárceles, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso de derrumbe.
(…)
Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo.
Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer.
Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas.
Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas.
Las manos, que tocan las transparencias de la tierra.
Que se posan tímidas y breves.
Que no saben y presienten que no saben.
Que indican el límite del sueño.
Que planean la dimensión del futuro.
Estas manos, que conozco y sin embargo me confunden.
Estas manos, que me dijeron una vez: -tienta y escapa-.
Estas manos, que ya vuelven presurosas a la infancia.
Estas manos, que no se cansan de abofetear a las tinieblas.
Estas manos, que solamente han palpado cosas reales.
Estas manos, que ya casi no puedo dominar.
Estas manos, que la vejez ha vuelto de colores.
Estas manos, que marcan los límites del tiempo.
Que se levantan y de nuevo buscan el sitio.
Que señalan y quedan temblorosas.
Que saben que hay música aun entre sus dedos.
Estas manos, que ayudan ahora a sujetarse.
Estas manos, que se alargan y tocan el encuentro.
Estas manos, que me piden, cansadas, que ya muera. "


Sonetos desde el Infierno

Todo lo que pudo ser, aunque haya sido,
jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.
Otro sentido, nunca presentido,
cubre hasta el deseo realizado;
de modo que el placer aun disfrutado
jamás podrá igualar al inventado.
Cuando tu sueño se haya realizado
(difícil, muy difícil cometido)
no habrá la sensación de haber triunfado,
más bien queda en el cerebro fatigado
la oscura intuición de haber vivido
bajo perenne estafa sometido.

(La Habana, 1972)



Autoepitafio de Reinaldo Arenas

Mal poeta enamorado de la luna,
no tuvo más fortuna que el espanto;
y fue suficiente pues como no era un santo
sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
que toda gran ambición es gran demencia
y que el más sordido horror tiene su encanto.
Vivió para vivir que es ver la muerte
como algo cotidiano a la que apostamos
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
-precisamente porque nos marchamos-.
Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltí cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.




Antes que anochezca
Por Jorge Edwards

Edwards, quien vivió de cerca el Caso Padilla y la persecución a Arenas, como narra en Persona non grata, hace en este ensayo una valoración no sólo de la película de Julian Schnabel basada en las memorias de Reinaldo Arenas, sino también del sistema político responsable de esa tragedia vital.


Convivio

Acaba de estrenarse en Chile Antes que anochezca, la película dirigida por Julian Schnabel, actuada en el papel principal por Javier Bardem y que se basa en las memorias de Reinaldo Arenas. Mucha gente, sobre todo entre los jóvenes, conocerá esta historia por primera vez a través de la película. Algunos, supongo que una minoría muy pequeña, tendrán la curiosidad de buscar los libros y de conocer a Reinaldo Arenas en su literatura, esto es, en su verdad última, la que determinó su vida y su destino. El caso es uno de los más negros en su género del siglo XX y no me parece mal que sea resucitado a través del cine. La Revolución Cubana, por razones que no son fáciles de explicar, todavía mantiene parte de su prestigio: más allá de eso, de lo que podríamos llamar su magia. Pero no se puede juzgar una situación y desconocer sus aspectos marginales, extremos. Sería, en las antípodas, como juzgar los resultados económicos del pinochetismo sin tomar en cuenta su terrible costo social y humano. Las revoluciones, claro está, siempre serán juzgadas con mayor benevolencia que las contrarrevoluciones. Hay razones sólidas para que esto sea así. En las revoluciones el horror puede coexistir con la grandeza. Recomiendo, a este respecto, la lectura de un ensayo reciente de Claudio Magris, texto basado en el año 93 de la Revolución Francesa y en la novela de Victor Hugo acerca de dicho periodo.

     La vida entera de Reinaldo Arenas, ejemplo perfecto de víctima de la represión revolucionaria, terminó por convertirse en una advertencia, un acta de acusación, además de un símbolo. ¿Tenemos que insistir en este símbolo, pese a la relativa justificación de una política defensiva y de una razón de Estado rigurosa representada por el bloqueo norteamericano? ¿Podría una visión humanista de un asunto tan complejo autorizar el olvido del caso de Reinaldo Arenas, o nos encontraríamos frente a una injusticia duplicada y a un asesinato de la memoria? El Lezama Lima de la película, caricatura bastante pobre del personaje real, dice sin embargo algo importante. Le advierte al joven Reinaldo que ninguna dictadura es capaz de tolerar a un verdadero artista, a un hombre entregado al culto de la belleza y no a la pura acción revolucionaria. En la película, Lezama, el gran autor de Paradiso, enfocado en su caserón oscuro de la calle de Trocadero, en La Habana vieja, parece un escritor del Readers Digest, pero su frase sobre la belleza y la gente del poder rescata la escena y le da sentido a toda la película. En apariencia, el drama de Arenas se debió a su declarada homosexualidad, pero hay homosexuales en Cuba y en todas partes y no les ocurre nada tan grave y tan definitivo. Lo grave, como lo explica con toda claridad el personaje en una entrevista del final, de la etapa de Nueva York, es la conjunción de factores: ser cubano, ser escritor, ser homosexual y ser anticastrista. Son elementos más que suficientes, declara el novelista a través de la actuación de Javier Bardem, para no ser publicado en ninguna parte. La declaración está tomada de una entrevista auténtica que concedió Arenas cerca de su final. Podría responderse que los hechos, el número de libros suyos publicados durante su vida y después de su muerte, demuestran precisamente lo contrario. Pero ocurre que la obra se salvó casi de milagro y gracias a la extraordinaria tenacidad y habilidad de su creador. Buena parte de la película, y para mí una de las más interesantes, es la narración del escritor acosado y que conseguía salvar sus manuscritos en última instancia y con recursos increíbles. Hasta la habilidad con que controlaba su cavidad rectal Bon Bon, uno de los residentes del patio de los homosexuales en la cárcel habanera del Morro, desempeña una función en este proceso secreto y lleno de riesgos mortales. Escribir, proteger lo que se escribe, sacarlo de la isla de contrabando, pasan a ser una ocupación de todas las horas del día y de todos los días del año. Son, como se demuestra en la película, el delito contrarrevolucionario por excelencia. Sacar los primeros capítulos de Antes que anochezca, el libro que narra la historia que estamos viendo en la pantalla, de la cárcel del Morro provoca la reclusión del narrador en una celda de castigo. Un par de días después de ver la película, me tocó escuchar poemas de apología de estas revoluciones, en medio de ovaciones juveniles y no tan juveniles, y me quedé pensativo. Celebrábamos la grandeza, cada día más erosionada, y el horror, en un pase no de manos pero sí de palabras, resultaba escamoteado.

     Reinaldo Arenas fue siempre un narrador del yo y de la memoria. Perteneció a esa categoría propia de la literatura moderna, que comienza con Montaigne y sigue con Jean-Jacques Rousseau y tantos otros. Escribía ficción a la manera de las memorias y su memorialismo, a la vez, estaba teñido de elementos poéticos, ficticios. De hecho, las primeras páginas de Celestino antes del alba, el libro publicado en La Habana en 1967, cuando el autor sólo tenía 23 o 24 años, son muy parecidas a las memorias póstumas de Antes que anochezca: el mismo ambiente campesino, la misma exaltación de la naturaleza y de la fiesta cubana, los mismos personajes. Era un autor que se repetía con variaciones y con una visión poética siempre fresca, punzante, alegre, a pesar de sus insólitas peripecias y desgracias. El personaje real, el de la literatura, era, me parece, más afirmativo, más enérgico, menos monótono en el desastre, que el de la película de Schnabel. Por eso pudo sobrevivir y seguir escribiendo hasta el final. Ese título, referencia a una víspera prolongada y siempre postergada, es una definición perfecta. Toda la obra de Arenas fue un largo viaje hacia la noche, para aludir al título de otro maldito moderno, Céline, y fue un viaje, a pesar de todo, divertido, exaltado, gozoso, con algunos paréntesis de horror absoluto que no conseguían destruir al escritor y al ser humano.
     Estuve en alguna tertulia de escritores cubanos cerca de Reinaldo Arenas, durante mi primer viaje a La Habana de 1968. No lo recuerdo bien en aquellos días, pero conservo una larga y afectuosa dedicatoria en mi ejemplar de Celestino. Estaba invitado para participar en el jurado del premio de cuento de Casa de las Américas y me había encontrado con un manuscrito revelador e inconveniente: un conjunto de relatos sobre las UMAP. La sigla correspondía a Unidades Militares de Ayuda a la Producción, eufemismo para designar campos de concentración destinados a homosexuales, drogadictos y otras "lacras sociales". Mis compañeros de jurado preferían no referirse al manuscrito, pero había una sensación flotante de incomodidad. Los textos no estaban demasiado bien escritos y eso impidió que fueran considerados en forma seria para el premio, cosa que habría constituido un escándalo político mayor. El manuscrito premiado, en cambio, Condenados de Condado, sí creó problemas delicados. Su autor, José Norberto Fuentes, consiguió salir al exilio hace pocos años y publicó uno de los libros más críticos del castrismo: Dulces guerrilleros cubanos.
    
         Reinaldo Arenas ya estaba bajo la mira policial ese año de mi viaje, pero se convirtió en un marginado completo después del encarcelamiento y de la escandalosa sesión pública de autocrítica del poeta Heberto Padilla, sucesos ocurridos en marzo y abril de 1971. El episodio de Padilla fue una manera drástica, de neto corte estalinista, de poner en vereda a los intelectuales y artistas. Todas las revoluciones han pasado por esta etapa y han tenido que asumir estos controles, me dijo, con palabras muy parecidas, el comandante Fidel Castro en la víspera de mi salida de La Habana a Madrid. Aludía a una especie de revolución cultural que de hecho se dio en Cuba, de un modo menos estridente que en China, y una de cuyas víctimas principales fue justamente Reinaldo Arenas. La película muestra escenas de corte de caña con el sistema australiano, poniendo fuego primero a las plantaciones, realizadas por jóvenes detenidos de las UMAP, pero no lo explica bien. Parecen imágenes deshilvanadas, casi surrealistas. La realidad era más complicada y más interesante. El proceso a Padilla, presentado en la película con otro nombre, se produjo después del fracaso monumental de lo que habría debido ser una zafra gigante. Quemar la caña antes de cortarla, como por lo visto se hace o se hacía en Australia, fue uno de los experimentos destinados a alcanzar una producción más alta. El trabajo gratuito de las "lacras sociales" formaba parte de todo un plan estatal. Era un plan delirante, pero las autoridades de los años iniciales, entre ellas Ernesto Che Guevara, lo tomaron con la mayor seriedad durante algún tiempo.

     Arenas fue estrechamente vigilado, provocado por la policía secreta y acusado de corrupción de menores. Pasó a vivir largo tiempo en forma clandestina, escondido en un parque cercano a La Habana, el Parque Lenin. Personas piadosas le llevaban algo de comer y ayudaban a mantenerlo en su escondite. Pero nunca faltaban los personajes de la Seguridad del Estado infiltrados en las cercanías. Al final fue detenido y encerrado en la prisión del Morro. Cualquier conocedor de la literatura contemporánea ha leído muchas historias de cárceles, de campos de trabajo forzado, de mazmorras de todo orden y bajo regímenes de los signos ideológicos más diversos. Por desgracia para nosotros hay más de algún relato chileno para agregar a esta antología del horror en el siglo XX. En los sistemas plenamente totalitarios, la estólida buena conciencia de los carceleros hace que la pérdida de libertad sea todavía peor. En la película, los episodios de cárcel son brillantes, de gran riqueza de imágenes, pero no tienen la secuencia lenta, rítmica, terrible de los capítulos correspondientes en las memorias. La cámara de Schnabel es virtuosa y la actuación de Javier Bardem alcanza niveles notables. Pero la graduación del horror llega a la maestría en el libro. Los capítulos titulados escuetamente "La prisión", "Villa Marista" y "Otra vez el Morro" pertenecen a las páginas más negras y estremecedoras de cualquier literatura. En comparación, las cárceles francesas de un Jean Genet parecen hoteles de cinco estrellas. Sólo algunos episodios de La confesión, el libro del checo Artur London, comunista caído en desgracia, o algunas páginas de Nadejda Mandelstam o de Solyenitzin, alcanzan una dimensión parecida en lo siniestro. Pero lo peor en el caso de Reinaldo Arenas era el escenario: una cárcel tropical llena de bicharracos, en compañía de asesinos peligrosos, bajo el calor aplastante, sin forma ninguna de juicio, con esperanzas remotas.

     Reinaldo Arenas consiguió salir de Cuba por el puerto de Mariel, junto con miles de cubanos expulsados por el régimen y que pertenecían a los estratos más bajos de la sociedad. Tuvo que alterar su nombre en los papeles para que no lo detuvieran antes de salir. Vivió en Nueva York de trabajos literarios menores y de la publicación de sus libros. En Francia y en los países de habla española era un escritor de culto, admirado por sus colegas y seguido por una minoría creciente. Su obra narrativa se encuentra en la huella de Lezama Lima, de Virgilio Piñera, de Guillermo Cabrera Infante. Es una reiterada autobiografía con elementos poéticos y con huidas frecuentes hacia la poesía en verso o hacia la fantasía pura; un tema con variaciones estructurado alrededor de algunas imágenes persistentes: la del pozo, por ejemplo, o la del abuelo autoritario, o la del desfile. Todo comienza con una fiesta cubana, un carnaval político, erótico, de la naturaleza desbordada, y termina en la oscuridad. Es una metáfora de la historia y un notable invento verbal. Al cabo de algunos años en Nueva York, Reinaldo Arenas supo que había contraído el sida y optó por suicidarse. Las escenas son quizás las mejores de la película, por lo menos en lo que se refiere a la actuación de Javier Bardem, quien llega en ellas a un nivel de maestría superior.

     Las últimas noticias que tuve de Reinaldo Arenas me llegaron hacia fines de la década de los ochenta, en vísperas de su suicidio. Él y su amigo Jorge Camacho, pintor cubano radicado en París, estaban entusiasmados con la idea de exigirle a Fidel Castro un plebiscito parecido al de Pinochet en Chile. Me pidieron, uno desde París y el otro desde Nueva York, que firmara una carta de petición junto con otros escritores y artistas. Conozco el castrismo y conozco a Fidel Castro y no me hice, naturalmente, la menor ilusión. Pero comprendí que Reinaldo Arenas actuaba animado por el instinto de vida, por un deseo de libertad que todavía no lo abandonaba. Firmé, pues, a pesar de todo, contra toda esperanza, antes de que la noche de Reinaldo Arenas cayera y con la extraña sensación de que aquella oscuridad nos tocaba a todos. -

De: http://www.letraslibres.com/revista/convivio/antes-que-anochezca.


La claraboya del Morro

RAFAEL ROJAS | Ciudad de México | 27 Feb 2013


La primera escena de la literatura carcelaria cubana que viene a la mente es la de Reinaldo Arenas, en el castillo del Morro, aferrado a su ejemplar de La Ilíada, por miedo a que algún preso se la robe para torcer cigarrillos, y escribiendo cartas de amor a los criminales que lo rodean. Arenas narró su experiencia en la cárcel, en 1974, en un puñado de páginas estremecedoras de su autobiografía Antes que anochezca (1992), llevada al cine por Julian Schnabel. Por escalofriante que pueda resultar ese testimonio, no es excepcional en la literatura cubana.

Cuba posee una eminente y sombría tradición de literatura carcelaria. El presidio, lo mismo que el exilio y el suicidio, ha sido una constante en la historia insular. La sucesión de regímenes no democráticos, en los dos últimos siglos, puso tras las rejas a numerosos escritores. Poetas del siglo XIX, como Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) y Juan Clemente Zenea, o del XX, como Rubén Martínez Villena, Juan Marinello, Heberto Padilla y Raúl Rivero, además de narradores de ambas centurias, como Ramón de Palma, Cirilo Villaverde, Alejo Carpentier o Carlos Montenegro, pisaron en algún momento las cárceles de la Isla.

Cárceles que fueron, hasta fines del siglo XX, fortalezas coloniales como El Morro, El Príncipe y La Cabaña. La modernización del sistema penitenciario cubano ha sido lenta e inconclusa. Se inició durante el periodo republicano —el célebre panóptico del Presidio Modelo, en la Isla de Pinos, fue inaugurado en 1926— y se reformó en los años 70 y 80, bajo la hegemonía soviética. Todavía en los últimos años del siglo XX, algún que otro castillo, construido en la época de la dominación española para proteger las ciudades de piratas y corsarios, servía para confinar criminales cubanos.

El escritor Rafael Saumell, preso en la Isla y luego exiliado en Estados Unidos, ha reconstruido la historia de esa literatura cautiva en su reciente libro La cárcel letrada. Saumell inicia esta historia con el caso del poeta esclavo del siglo XIX, Juan Francisco Manzano, quien aunque fue siervo doméstico soportó encierros de castigo y torturas terribles, como el cepo, que narró en su Autobiografía. Luego se detiene en dos de las grandes memorias sobre la vida en cárceles cubanas, El presidio político en Cuba (1871) de José Martí y Presidio Modelo (1935) de Pablo de la Torriente Brau.

Con frecuencia se identifican estos dos textos, en una genealogía inverosímil, dada la diferencia sustancial entre ambos. Martí grita desde el dolor y la invocación de Dios y Dante, su denuncia contra la España autoritaria y colonial, que encarcela niños de 12 años como Lino Figueredo. De la Torriente, en cambio, dejó escrito en 1935, antes de su viaje de Nueva York a la España republicana, donde moriría al año siguiente, uma de las narraciones más estremecedoras de la literatura cubana. Martí y De la Torriente, como observa Ana Cairo, hablan de sistemas penitenciarios distintos —el colonial y el republicano—, con prosas también distintas: la romántica y la vanguardista.

Mezcla de ficción real, reportaje periodístico e investigación histórica, Presidio Modelo es un moderno ejercicio de prosa, que trastoca los géneros literarios. Todas las modalidades del infortunio de la vida en la cárcel, sus arquetipos y estrategias, sus terrores y sociabilidades están descritos ahí, con la frialdad de la estadística. De la Torriente produjo el inventario exhaustivo de personajes y técnicas de reclusión en aquella penitenciaría de la Isla de Pinos: los carceleros ("El Comandola", "El Capitán Castells"…), los presos ("El Ruso", "El Jorobado", "El Madrileño", "Cristalito"…), el castigo dentro del castigo (la incomunicación, el aislamiento, las torturas, el trabajo forzado).

Presidio Modelo explora la conjunción siniestra del dato y la fantasía dentro de la cárcel. De la Torriente contó los muertos en el reclusorio, durante la dictadura de Gerardo Machado: si en 1925 habían muerto unos 12, entre 1930 y 1933 morían más de 100 al año. Pero además, el escritor le puso nombre e imaginación a cada muerto y a cada preso: reprodujo las décimas que dedicaban a sus carceleros, las maneras de sentir el tiempo, el aprendizaje de la filosofía penal del régimen. Aquella radiografía del mundo carcelario cubano, hecha por Pablo de la Torriente Brau en 1935, se reeditó tres años después en la gran novela del escritor gallego-cubano, Carlos Montenegro, Hombres sin mujer (1938).

En este relato, basado en la prisión de Montenegro en El Príncipe, reaparecían, bajo otros nombres, todos los personajes y suplicios descritos en Presidio Modelo. El "reclusorio nacional" de El Príncipe era un microcosmos de la sociedad cubana, despojado de naturaleza o paisaje. Los hombres y sus almas, desnudos, sin las mediaciones de la vida urbana, se colocaban frente a frente. Candela, La Morita, Pascacio, Cayohueso eran las personificaciones de sujetos populares, cuyos usos y costumbres se afianzaban en cautiverio.

El universo carcelario, descrito por De la Torriente y Montenegro, es radicalmente popular: no admite distinción de clases entre presos o entre guardias. Nada tiene que ver ese universo, como observa Saumell, con el presidio de élite que vivieron el joven abogado Fidel Castro y los asaltantes al cuartel Moncada, en el año y medio, entre 1953 y 1955, que fueron recluidos en el mismo Presidio Modelo, bajo la dictadura de Fulgencio Batista. Castro fue el preso político o letrado por antonomasia, tratado desde el proceso judicial, en el que se le respetó el derecho a autodefenderse, con todas las distinciones de su rango social y profesional.

La pérdida de fronteras entre el preso común y el preso político es distintiva de la literatura carcelaria cubana. Desde El presidio político en Cuba de Martí, los opositores cubanos encarcelados pierden, junto con su libertad, su lugar en la esfera pública. A excepción de Castro y otros presos políticos del periodo republicano, que llegaron a dar conferencias de prensa desde la cárcel, los intelectuales y políticos recluidos se confundieron dentro de la masa carcelaria. Esta es una de las señas de identidad de la copiosa literatura de presidio producida en el último medio siglo, bajo el sistema socialista cubano.

Perromundo (1972), la novela autobiográfica de Carlos Alberto Montaner, Donde estoy no hay luz y está enrejado(1970) y Veinte años y cuarenta días (1984) de Jorge Valls, Diary of a Survivor. Nineteen Years in a Cuban Women’s Prison (1995) de Ana Lázara Rodríguez o Cómo llegó la noche (2002) de Huber Matos son solo algunos de las decenas de testimonios de la reclusión de opositores en Cuba. Una escena recurrente, en estos relatos, es la resistencia del preso político a ser tratado como preso común, manifestada en el gesto de "los plantados", aquellos reclusos que prefieren vivir desnudos antes que vestir el uniforme que le imponen sus carceleros.

En la última de las grandes redadas de opositores cubanos, todos pacíficos, de la primavera de 2003, fueron arrestados y condenados varios escritores y periodistas independientes como Manuel Vázquez Portal, Regis Iglesias, Ricardo González Alfonso y Raúl Rivero. Hoy, los cuatro están libres, en el exilio, pero ahora mismo, en La Habana, está siendo condenado a cinco años de privación de libertad, por un delito "común", el narrador Ángel Santiesteban, autor del blog Los hijos que nadie quiso. El caso de Santiesteban viene a reeditar, en pleno siglo XXI, la pesadilla cubana de la crítica pública como acto vandálico.

La imagen de Reinaldo Arenas acurrucado contra la claraboya de El Morro, el castillo donde también estuvo preso su admirado Fray Servando Teresa de Mier, protagonista de la novela El mundo alucinante, resume la maldición de Cuba como país de escritores presos, de poetas en cautiverio. La claraboya es esa hendija de luz por la que ellos han podido, alguna vez, mirar al cielo. Pero es también, y ante todo, la grieta en las paredes del castillo por la que los libres nos asomamos a ese mundo de "bóvedas oscuras", a ese "cementerio de sombras vivas", de que hablaba José Martí.

Rafael E. Saumell, La cárcel letrada. Narrativa cubana carcelaria (Betania, Madrid, 2013)

Este texto apareció en la edición mexicana de Letras Libres. Se reproduce con autorización del autor.

De: Diario de Cuba




Castillo del Morro -
Prisión donde estuvo confinado Reinaldo Arenas.






Me pregunto si a esta altura de tu estadía en el mundo
habrá cruzado alguna vez por el campo de tu reflexión
la figura de ese "niño desagradable, repulsivo"
esperando vanamente que le hicieras compañía...
Ese "niño desagradable, repulsivo"
es símbolo de la permanente ignorancia
del ser humano sobre su propia naturaleza,
ignorancia de la que ni tú escapas.
Es hora de que medites, y te retractes o ratifiques
porque las "lacras sociales" son el índice
de los fracasos de cualquier régimen.