Las instancias de los montañeses me hicieron permanecer con ellos
hasta las cuatro de la tarde, hora en que después de larguísimas despedidas, me
puse en camino con Braulio, que se empeñó en acompañarme. Habíame aliviado del
peso de la escopeta y colgado de uno de sus hombros una guambía.
Durante la marcha le hablé de su próximo matrimonio y de la
felicidad que le esperaba, amándolo Tránsito como lo dejaba ver. Me escuchaba
en silencio, pero sonriendo de manera que estaba por demás hacerlo hablar.
Habíamos pasado el río y salido de la última ceja de monte para
empezar a descender por las quiebras de la falda limpia, cuando Juan Ángel,
apareciéndose por entre unas moreras, se nos interpuso en el sendero,
diciéndome con las manos unidas en ademán de súplica:
-Yo vine, mi amo... yo iba..., pero no me haga nada su mercé... yo
no vuelvo a tener miedo.
-¿Qué has hecho? ¿qué es? -le interrumpí-. ¿Te han enviado de
casa?
-Sí, mi amo, sí, la niña; y como me dijo su mercé que volviera...
No me acordaba yo de la orden que le había dado.
-¿Conque no volviste de miedo? -le preguntó Braulio riendo.
-Eso fue, sí, eso fue... Pero como Mayo pasó por aquí asustao, y
luego ñor Lucas me encontró pasando el río y me dijo que el tigre había matao a
ñor Braulio...
Éste dio rienda suelta a una estrepitosa risotada, diciéndole al
fin al negrito aterrado:
-¡Y te estuviste todo el día metido entre estos matorrales como un
conejo!
-Como ñor José me gritó que volviera pronto, porque no debía andar
solo por allá arriba... -respondió Juan Ángel viéndose las uñas de las manos.
-¡Vaya! yo te mezquino -repuso Braulio-; pero es con la condición
de que en otra cacería has de ir pie con pie conmigo.
El negrito lo miró con ojos desconfiados, antes de resolverse a
aceptar así el perdón.
-¿Convienes? -le pregunté distraído.
-Sí, mi amo.
-Pues vamos andando. Tú, Braulio, no te incomodes en acompañarme
más; vuélvete.
-Si es que yo quería...
-No; ya ves que Tránsito está toda asustada hoy. Di allá mil cosas
en mi nombre.
-Y esta guambía que llevaba... Ah -continuó-, tómala tú, Juan
Ángel. ¿No irás a romper la escopeta del patrón por ahí? Mira que le debo la
vida a ese dije. Será lo mejor -observó al recibírsela yo.
Di un apretón de manos al valiente cazador, y nos separamos.
Distante ya de nosotros, gritó:
-Lo que va en la guambía es la muestra de mineral que le encargó
su papá a mi tío.
Y convencido de que se le había oído se internó en el bosque.
Detúveme a dos tiros de fusil de la casa a orillas del torrente
que descendía ruidoso hasta esconderse en el huerto.
Al continuar bajando busqué a Juan Ángel: había desaparecido, y
supuse que temeroso de mi enojo por su cobardía, habría resuelto solicitar
amparo mejor que el ofrecido por Braulio con tan inaceptables condiciones.
Tenía yo un cariño especial al negrito: él contaba a la sazón doce
años; era simpático y casi pudiera decirse que bello. Aunque inteligente, su
índole tenía algo de huraño. La vida que hasta entonces había llevado no era la
adecuada para dar suelta a su carácter, pues mediaban motivos para mimarlo.
Feliciana, su madre, criada que había desempeñado en la familia funciones de
aya y disfrutado de todas las consideraciones de tal, procuró siempre hacer de
su hijo un buen paje para mí. Mas fuera del servicio de mesa y de cámara y de
su habilidad para preparar café, en lo demás era desmañado y bisoño.
Fragmento
de Capítulo XXII
De:
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Jorge Isaacs 1º de abril de 1837 - Colombia |