El escritor uruguayo Alberto
Gallo vino a presentar la primera de una trilogía de «novelas japonesas»
“Si se juntan la magia y la
relojería, nace la literatura”
Gallo
explica que comenzó a escribir ‘Nunca acaricies a un perro en llamas’ como una
historia que empezaba en Japón, y se fue transformando en una novela
estrictamente japonesa».
«Hacer
en Montevideo literatura japonesa me permite tomar real distancia de cosas que
tiene que ver conmigo, con mi país, con nuestra región, con las que ya ajusté
cuenta en mis novelas anteriores». Así fundamenta el escritor Alberto Gallo la
trilogía que ha comenzado con el libro «Nunca acaricies a un perro en llamas»,
que acaba de publicar la editorial Norma, y que el laureado narrador
montevideano vino a presentar en Buenos Aires. Dialogamos con él.
Periodista:
¿Cómo se le ocurrió escribir una novela japonesa?
Alberto
Gallo: Es que como uruguayo, como diría Borges, soy oriental. Tengo una
infancia un poco ligada al mundo japonés. Mi papá, que vive, tiene 84 años,
cuando yo era chico era el Mago Jack en Canal 12 de Montevideo, un canal
importante de televisión abierta, conocía a Fú Manchú, y lo llamaban para que
actuara en los «Sábados Circulares de Mancera». Al mismo tiempo era relojero.
Eso de algún modo explica por qué yo soy escritor. Si se junta magia y
relojería, surge la literatura. El mecanismo de la escritura y la magia de la
ficción. Mi papá tenía todos los trucos de magia en cajas con letras japonesas,
que significaban cosas que fui preguntándole a lo largo del tiempo. El le
arreglaba los relojes a la Sociedad Japonesa del Uruguay, que estaba en Colón,
el barrio donde nací. Fue así como tuve amigos japoneses, íbamos a casamientos
y fiestas de japoneses, y una señora Nagasaki me solía contar historias de su
país y cómo habían venido corridos por la guerra. Me propuso aprender japonés,
pero a los 10 años me resultó imposible. Eso se enterró para siempre. Y por
esos misterios de la literatura, comienzan a surgir como ideas narrativas hace
unos cuatro años, de un modo que al comienzo titulé «japonés básico», por
aquello de que, cuando algo no se entiende, se dice que es «chino básico», y
que acaso tenía que ver con que no entendía qué estaba pasando en mi país, en
el Río de la Plata, en el mundo. Así comencé como un juego a escribir «Nunca
acaricies a un perro en llamas» como una historia que empezaba en Japón, y se
fue transformando en una novela estrictamente japonesa.
P.:
Que parte de la bomba a Hiroshima y entra en un mundo de muertos vivos cercano
al de Rulfo.
A.G.:
Nunca pude recuperarme de la lectura de «Pedro Páramo» y «El llano en llamas».
Pasa un tiempo, vuelvo a esos libros y vivo el mismo deslumbramiento, porque
Rulfo logró borrar las fronteras, y en «Pedro Páramo» no se sabe quién está
vivo y quién está muerto. A mí me
impresionó el atentado a Hiroshima, y que a los estadounidenses se los
catalogara de héroes porque tirando esa bomba terminaron la guerra. Después
supimos que no era todo tan así, había necesidad de experimentar la bomba para
ver qué ocurría. Evaluaron que hubiera muerto mucha más gente si seguía la
guerra. De cualquier modo murieron de un saque 140 mil civiles, a los que hay
que sumar los que se siguen muriendo hoy por contaminación genética.
P.: ¿Cuándo se le juntó el
mundo de Pedro Páramo con la bomba en Hiroshima?
A.G.: Cuando escuché a un
sobreviviente que le decía a un periodista: durante la primera hora después del
estallido no sabíamos si estábamos vivos o muertos. Y el periodista le dice:
¡Qué metáfora! Ninguna metáfora, nos pellizcábamos para ver si sentíamos algo,
nos sacábamos un pedazo de carne y tratábamos de ver si podíamos volver a
pegarla. Había gente muerta y gente que buscaba restos de su cuerpo para
intentar completar su figura lacerada.
P.:
A diferencia del escritor mexicano, usted parte de un contundente hecho
histórico.
A.G.:
Y que fue festejado. Eso visto desde afuera fue una catástrofe,
pero se terminó la guerra. Desde dentro, en Japón, hay dramas y tragedias y los
sobrevivientes de la bomba eran mal vistos. Ahí estaba el escenario por donde
andaban mis personajes.
P.:
¿Qué le sucede a sus personajes poco después de que cae la bomba?
A.G.:
Dudan. No saben si son en realidad un grupo de fantasmas confundidos. Descubren
que han muerto, pero que acaso no hayan muerto donde creen que murieron. Y no
voy a contar todo lo que pasa después. Acaso allí haya una metáfora de las
vidas que vivimos, los que a veces vivimos como si hubiéramos muerto. Los que
nos quedamos mirando a un chocolatero millonario en la tele dejando pasar
nuestro tiempo, y eso es una especie de muerte, según creo. A veces los vivos
no disfrutamos la vida y nos dejamos llevar por cosas que están contaminadas de
muerte.
P.:
¿Por qué el hilo conductor de su libro lo lleva el perro de la advertencia del
título?
A.G.:
Porque Cristo desde su animalidad podía cuestionar, reírse, hacer comentarios
irónicos sobre los seres humanos. Es un perro que piensa sobre las cosas que
hacen los hombres. Se llama Cristo porque es «un pobre Cristo», porque a ese
Cristo no se lo puede tocar porque tiene parte de su cuerpo en llamas. El perro
Cristo me permite jugar con la idea de si no habremos tomado un rumbo
equivocado. A través de ese perro se expresa lo lúdico de la literatura. La
importancia de este perro está balanceada por la de los otros personajes. Es el
que permite tomar distancia y mostrar el instante que cae la bomba sobre ese
conjunto de civiles. Era el día de la limpieza y estaban todos los niños en la
calle para salir. Está Kumiko que se prepara para ir al colegio, mientras el
padre riega los cerezos en el jardín. Está la pequeña Sumi, que me gusta
muchísimo. Es una niña muda, que espía a su madre y al amante, que escribe en
las cenizas con un palito permanentemente. Está Masato, un antiguo guerrero
samurai, con su perro Cristo, que los reagrupa a los sobrevivientes, si es que
lo son, tratando de salvarlos, de sacarlos de esa ciudad en ruinas, tratando de
saber qué es lo que pasa. Y soy yo, el escritor, quien quiere saber qué pasa,
quá me pasa, porque escribo para conocerme un poco más. Y las reflexiones de
los personajes me plantean mis desconciertos, mis oscuridades, me revelan cosas
mías y me acercan a mí mismo.
P.:
Al llegar a su quinta novela publicada, decide ir a Japón para contar una
historia.
A.G.:
En realidad, «Nunca acaricies a un perro en llamas» es la primera novela de una
trilogía japonesa, cada una dedicada a un elemento. Esta al fuego, que es el
lado oscuro del aire. La segunda, «No bajes a la playa con tus zapatos nuevos»,
al agua; y la tercera, con título provisorio, a la tierra. Ocurren en diversos
momentos y los personajes son todos japoneses. Si bien llevo escritas cinco
novelas, siento que «Nunca acaricies...» es la primera. En las otras cuatro, lo
que hice fue ajustar cuentas conmigo mismo, con mi vida, conocer historias de
mi país y de la región. La anterior, «Angeles entre nosotros» es una historia
chilena, uruguaya, argentina, donde cuento del viaje de Darwin por esta zona
del mundo y cómo comienza a surgir en él la Teoría de la Evolución de las
Especies. Fueron obras de aprendizaje. Esta «literatura japonesa» me permite
tomar una real distancia de cosas que tienen que ver conmigo, con las que ya
ajusté cuentas, trabajar con los personajes casi como si estuviera armando una
obra de teatro. Y la distancia, al no estar involucrado, suele dar mayor
profundidad, permite trabajar mejor la poesía. La lejanía, y hasta el exotismo,
me permite una libertad de creación enorme.
P.:
¿No le han dicho que en su relato se acerca a Murakami?
A.G.:
Peor, me han dicho «vos sos más japonés que Murakami». Lo que pasa es que
Murakami es un autor con ribetes muy occidentales, y por eso no gusta en Japón.
Por eso no es muy difícil ser más japonés que Murakami. Cuando comencé a
trabajar en mi literatura japonesa sabía que era un riesgo, y decidí afrontarlo
y escribir lo que tengo ganas de escribir. Por otra parte se está dando un
panorama muy raro en el mundo editorial. Las grandes editoriales rechazan
muchas cosas porque acaso no sean comerciales, y quedan muchas obras por el
camino. Ese rechazo da al escritor, a la vez, una amplia libertad. Deja de
estar pendiente de la comercialidad, de si puede gustar o no. Porque, en ese
sentido, el arte no deja de dar sorpresas.
P.:
En los últimos tiempos ha habido un creciente interés por algunos escritores
uruguayos nuevos y la revaloración de otros, como Mario Levrero. ¿A qué cree
que se debe?
A.G.:
Cuando salimos de la dictadura, que entre otras cosas nos hizo tanto mal
culturalmente, necesitamos hacer un ajuste de cuentas con el pasado y con
nosotros mismos. Hubo una necesidad de escribir novelas históricas sobre lo que
nos había pasado y lo que nos estaba pasando. Nos pasamos unos 15 años en eso.
Ahora eso ha pasado, se ha hecho, estamos más grandes, y comienzan a salir las
obras. Se abre un panorama más que interesante. Así como hay un rock uruguayo,
una forma de cantar uruguaya que es reconocible, estoy convencido de que hay
una literatura uruguaya. Acá alguien podrá peguntarme qué tiene de uruguayo un
relato japonés, y le diría que muchas, que no están a la vista, pero están. No
está el decir uruguayo de Jaime Roos, pero hay una actitud uruguaya en el
planteo de esta historia, hasta en su sentimentalidad. Y está esa universalidad
de algo que nos cae de arriba y destruye a una multitud de personas, y son
bombas económicas, aviones convertidos en bombas contra las Torres Gemelas, la
capacidad de agresión y destrucción amoral que tiene un sector de nuestra
especie.
Entrevista de Máximo Soto
www.ambito.com
Alberto Gallo
Nunca
acaricies a un perro en llamas
Grupo Editorial
Norma, Buenos Aires, 2010.
De acuerdo, sí,
pero morir no es el problema, el asunto es morir y no darse cuenta. Y
la señorita Kumiko ha visto a muchos en ese estado intermedio, en
esa zona inestable generada por la brisa de la mañana, la que balancea
los pájaros sobre los cables de alta tensión. Sí sí, Kumiko
los ha visto en
ese instante en el que se hacen la pregunta fatal: ¿Acaso habré
muerto? Los ha visto arrastrar sus pies y mirar al cielo como si todo ese
azul que tienen sobre sus cabezas no fuera aire, sino mar, un mar
revuelto y lleno de olas y espuma y algas como pájaros verdes. Pero
luego la señorita Kumiko los ha visto, también, pellizcarse la piel hasta
arrancarla en pedazos para convencerse de que están vivos. Y los ha
visto hablar solos y buscar su mirada en la mirada de los otros y los
ha visto, al fin, irse sin ninguna respuesta a esa pregunta que ella misma se
ha hecho demasiadas veces desde esta mañana a las ocho quince, mientras
espera que pasen por su casa para llevarla al colegio. Es el día
de la limpieza y pronto se reunirá con sus amigos para asear las
aulas, el edificio y los patios de recreo, donde la brisa que mueve los
cables eléctricos, al mismo tiempo, levanta la pollera del uniforme y
deambula libremente entre las piernas de las chicas.
Ay, ese aire
fresco y suave, casi una caricia. Kumiko adora sentir el aire que se mete
bajo las faldas y le envuelve todo el cuerpo mientras le susurra, entre
el pelo suelto, esa canción infantil que ahora está cantando su
padre. Él, como cada mañana, lleva puesto el sombrero y los guantes de
jardinería. Está regando sus cerezos cuando, de pronto, ambos escuchan un
sonido en el cielo, un motor lejano, demasiado lejano para
preocuparse. Es curioso ver en qué medida la guerra disuelve los miedos para
que la vida cotidiana siga su curso. Que alguien siga empecinado
en regar los cerezos del jardín, por ejemplo, aun cuando acaba
de escuchar que se acerca un avión de guerra, vaya si eso es curioso.
El temblor apareció despacio, de forma sutil. Primero subió por los
pies de Kumiko, y luego por los de su padre, hasta alojarse en sus
cuerpos, en cada articulación, en cada fibra muscular, en cada célula de
sus huesos. Después, el silencio. Un silencio intenso y colorido que
llenó el aire como lo hace la lluvia o la aurora boreal. Aunque nadie
podía decir que se tratase de un silencio rojo o verde. No. Tampoco azul.
Por el contrario, era un silencio tan lleno de tonos, que anulaba los
colores. Era un silencio blanco. Una poderosa luz que atravesaba las
córneas igual que una piedra en el espejo de agua del estanque que, a
partir de ese momento, nunca volverá a ser el mismo.
En ese instante
Kumiko se volvió para ver a su padre pero él ya no estaba allí. Ni
su sombrero ni sus guantes ni su regadera. Por eso pensó que había quedado
ciega, pero pronto se dio cuenta de que el vacío no es ceguera y
de que ni siquiera el jardín estaba allí, ni las grandes plantaciones de
cerezos que empezaban al fondo de la casa y se extendían hasta el
horizonte, esa línea amarilla que ahora se ondulaba igual que una cuerda
floja. Tampoco estaba allí su casa de tres pisos ni la casa de los
vecinos de la otra la cuadra, porque allí no había cuadra ni vecinos ni
caminos a la vista, sino solamente el esqueleto expuesto de la ciudad. Fue
cuando Kumiko empezó a correr. Buscaba un lugar
donde guarecerse,
pero no avanzaba, como no se avanza en esas pesadillas en las que uno
corre sin poder moverse de su sitio. Sí, pensó, estoy soñando, y
por un instante una especie de paz surcó su columna vertebral y se
sintió aliviada. Al menos, hasta que llegó el viento y se vio rodeada de
cerezos derretidos, y un intenso calor se adhirió a su espalda antes de
que pudiera esconderse detrás de los restos de un viejo monumento,
donde permaneció con la cabeza entre las rodillas y los ojos
apretados. Fueron unos pocos segundos en los que comprendió lo que es la
eternidad y, al levantar la vista, lo que es el infierno.
Entonces, se
frotó los ojos y dijo no no no, estoy soñando, dijo, y las personas que la
rodeaban se volvieron para verla con esa mirada de qué afortunada
eres, muchacha, hoy es tu día de suerte. Pero esa gente no hablaba, no
gritaba, no se quejaba, solo la observaba con ojos de quien no entiende
nada y, a la vez, lo ha comprendido todo en una
mínima fracción
de tiempo. Estamos muertos. La frase no fue dicha por nadie, pero
sí pensada por todos, incluso por Kumiko, un instante antes de ser
atropellada por un hombre que la cargó bajo el brazo y, un poco más
adelante, la lanzó dentro del refugio. El mismo hombre que luego empujó a su
padre en ese agujero con puerta metálica al ras de la tierra. Su
padre. Un loco, según los vecinos. Un desquiciado que había hecho
construir este refugio contra toda aprobación, contra todo pronóstico y que,
ahora, al cerrar la tapa de hierro, no advertía que sus guantes de
jardinería se desintegraban por el calor y sus manos se asaban como dos
palomas. La espalda de Kumiko no estaba mejor y, de hecho, nadie
sabía con exactitud dónde empezaba su piel y dónde terminaba la tela
del uniforme del colegio. Todas las fronteras se habían esfumado y aunque
el dolor parecía venir desde afuera, desde el último límite con
la realidad, esa maldita alimaña cavaba y cavaba y
cavaba hasta el
hueso, y daba toda la sensación de que el dolor ya no venía desde
afuera, sino desde las profundidades más abismales de uno mismo. El
dolor era una larva primigenia y sedienta que se alimentaba del aire de los
cuerpos, del oxígeno de los vivos, que es lo que necesitan las
larvas y los gusanos para vivir. ¿Qué había sucedido ahí afuera?
¿Finalmente había atacado el enemigo? Su padre la miraba sin hablar porque
estaba acostumbrado a entenderse así con la gente, pero ella, la
señorita Kumiko, con apenas dieciocho años de edad, carecía de aquel
entrenamiento en el silencio. Mi niña, él colocó las manos de su hija
entre las suyas (entre lo que quedaba de ellas). Me duele, padre,
duele mucho la espalda, la voz de la joven se escuchaba resignada y es
curioso, también, ver en qué medida la guerra modifica el umbral de la
resignación. Hay que salir de aquí, aseguró su padre al fin, la mala
noticia es que la puerta está sellada por fuera, dijo. ¿Qué
hemos hecho,
padre, qué clase de castigo es este?, Kumiko hablaba mirando el piso,
pero de pronto alzó la vista para hacerle la pregunta más temida:
¿Estamos vivos, padre? En esa incertidumbre atroz se ocultaba el peor
de los miedos de la señorita Kumiko y, sin embargo, aun suponiendo
que su padre estuviese muerto, pues, difunto y todo, golpeaba la
puerta metálica con una piedra. Gong. Gong. Gong. Un golpe cada diez
segundos. Ella los contaba pacientemente como quien lleva la cuenta
de sus demonios antes de morir. Gong gong gong gong.
Pero Kumiko no lo
soportó más y, justo al taparse los oídos, vio que la puerta metálica
se abría y pensó que siempre, siempre es en el peor momento cuando
las puertas suelen abrirse. Entonces, apareció ante ellos un hombre
descalzo, que vestía a la antigua usanza y sostenía una espada entre
las manos, una hoja de acero fulgurante con un dragón cincelado en uno
de los lados y una flor de cerezo en el otro. Hermoso, pensó
Kumiko o quizá lo haya dicho en voz baja. El cuerpo maduro de ese
hombre que la observaba desde afuera del refugio era sencillamente
hermoso. Los rasgos angulosos de su rostro y su cuello estilizado y los
músculos redondeados de sus brazos y la firmeza de su cintura, pero
sobre todo, pensó la señorita Kumiko, sobre todo esa forma que se
marcaba entre aquellos muslos tensos, y sintió algo entre sus propios
muslos, cierto latido que se conectaba con los latidos de eso que tenía
justo enfrente. Hermoso, murmuró. Tal vez por eso mismo su padre
haya amenazado a ese hombre con una piedra, y ella no haya podido
evitar el recuerdo del colegio, aquella clase sobre los primates, porque
había algo animal en las posturas de esos dos hombres. Su padre le
gritaba al otro que se fuera, que se alejara de allí y los dejara en
paz, pero la espada de su adversario surcó el aire y se detuvo justo en
su cuello, donde apenas le hizo un pequeño corte, delicada
advertencia del lado del dragón. ¿En qué fecha estamos?, atinó a preguntar
su padre, claramente desorientado, y aquel hombre, sin mover su
espada, le contestó: Agosto del año veinte de Shoowa. Y,
como si hubiese
recordado todo de golpe, el padre de Kumiko dijo estamos en
guerra, ¿verdad?, y además hemos sido bombardeados... Y aquel hombre
asintió, entonces, con un leve movimiento de la cabeza, antes de
murmurar, con cierto desprecio: Hibakusha, porque eso es lo que eran todos,
los bombardeados de la guerra. En ese instante, el animal que
acompañaba al recién llegado, un perro flaco y rojizo, se asomó al refugio
sin curiosidad, más bien como un trámite, apenas para confirmar,
una vez más, la forma en que los hombres son capaces de humillarse a
sí mismos. Allí abajo, dentro del refugio, el padre de Kumiko estaba
arrodillado, suplicando por su hija y ofreciendo, a cambio, su propia
vida. ¡Ja!, pobre imbécil, parece decirle el perro con la mirada. Su
vida, repite el hombre de la espada, sin entusiasmo, porque esa ofrenda, para
él, carece de valor. Luego, envaina y extiende su mano para ayudar
a salir a la muchacha. Afuera, el calor es extremo,
la temperatura de
la extinción, y lo primero que ella ve al salir, además del perro y su
amo, es a esa niña delgada que permanece de pie al costado del
refugio, sin llorar, mirándolos a todos sin asombro, sin sorpresa. No hay
emoción en ella, no hay expresión, sólo hay vacío. Con una mano
sostiene su muñeca de trapo y con la otra una rama seca. Sus ojos
son amarillos y no tienen brillo ni pestañas ni cejas. El único movimiento
que se puede ver en todo su cuerpo es el de su boca, que no deja de
masticar, mientras un fino hilo de saliva verdosa se escurre por la
comisura de sus labios y cae junto a sus pies, sobre el charco humeante
en el que está parada. Kumiko puede oler en el aire el aroma de la
saliva, mezclado con el de la orina de la niña. ¿Y tus padres?, le
pregunta, pero no es la niña quien contesta, sino el hombre de la espada. No
ha quedado nada ni nadie en pie, señorita, dice, mi nombre es Masato,
agrega, antes de bajar levemente la cabeza, como
si hubiese
decidido tomarse un instante para repasar las últimas horas de su vida, o
quizá los primeros minutos de su muerte. Sentado junto a él, su perro
levanta los ojos y lo mira fijamente, increpándolo por haber dicho algo
que no debía. El cuerpo rojo del animal está casi totalmente
quemado, y carga dos pequeñas llamas del tamaño del fuego de una vela. Dos
llamas que se niegan a extinguirse y a las que, aunque el perro
intente ignorar, pican endiabladamente, pican como pulgas salvajes.
Con pereza, el animal estira una pata para apagar esa comezón que, sin
embargo, seguirá allí por mucho tiempo, sin prisas, porque ese
pequeño fuego ha hecho nido en su piel. El fuego es el
lado oscuro del aire, una implacable ausencia de oxígeno, un vacío
propagado por ese viento feroz que traía consigo lamentos, susurros y
gritos. Entre ellos, los del señor Masato. Cristo Cristo, gritaba, y
Cristo, rodeado de cientos de mariposas que se disputaban esas zonas donde
su piel exudaba un líquido vital para ellas, Cristo se arrastraba detrás
de su señor. Detrás, y un poco al costado, para evitar tragarse las
cenizas que el hombre levantaba al andar. ¡Ja! No saben caminar de otra
manera. No les importa quién viene detrás. Lo cierto es que su señor
dejaba un poco de sombra donde guarecerse y desde allí, desde esa
perspectiva, Cristo veía en Masato a un hombre alto, delgado y de
espalda ancha, de orejas pequeñas y afiladas como su arma: una espada
artesanal, tipo katana, fabricada a mano, al igual que
en la época
medieval. Era el arma más eficaz conocida por un guerrero y él, su señor
Masato, él la llevaba con orgullo, alineada a la columna vertebral. Era
ella, la espada (que no sus vértebras), la responsable de mantenerlo
equilibrado en esta vida. Vestía, además, una camisa azul de
media manga y unas amplias faldas de color gris que dejaban afuera
sus talones, y cuya tela iba barriendo las cenizas. Un pañuelo le cubría
la cabeza, y otro, la boca, mientras caminaba con la seguridad de
saber hacia dónde iba. ¡Ja! Cualquier día. Cristo hizo un gesto de
aburrimiento y miró hacia arriba, hasta dejar los ojos en blanco.
Los hombres no
saben hacia dónde van. Los hombres, pequeños veleros a la
deriva, se dejan llevar por el viento. En cambio él, Cristo, vaya si él sabe
hacia dónde se dirigen los hombres. Lo percibe en el aire, en la
atmósfera, en aquella luz blanca y, por fin, en la lluvia negra que cae después.
Y lo percibe en el olor de los animales que han quedado al borde
del camino. Allí estaban las costillas resecas de un caballo y justo
en medio de ellas, enjaulada, una lagartija cuya única misión en esta
tierra consistía en cambiar los puntos de apoyo para no quemarse las
patitas. Primero, la pata delantera, que alternaba con la opuesta trasera;
después, las otras dos, también alternadas, unas y otras, unas y
otras, sin dejar de observarlos a todos ellos, a esas sombras que atravesaban
lentamente el paisaje. Cerca de la lagartija, algunos pájaros estaban
apostados sobre las ramas negras del único árbol de cerezos que se
mantenía en pie. Parecían frutos. Parecían piedras con forma de
pájaros, ya que en esos cuerpos desplumados no había nada; ni siquiera
había pesar en sus miradas y, por supuesto, no había en ellos ni una
pizca de carne para alimentarse. Esos pájaros eran un manojo de
huesillos secos y precariamente unidos por la tozudez de la vida que, algunas
veces, insiste en defender lo indefendible. ¿Por qué
permanecían allí?
¿Por qué esa larga espera, esa estúpida somnolencia, ese alerta de
centinelas? ¿Por qué la lagartija equilibrista no dejaba de mover sus
patitas? ¿Por qué él mismo, Cristo, se arrastraba sin protestar,
cobijado a la sombra de su señor? Sólo había una respuesta. Tal vez, porque
esa inexplicable fidelidad, esa enigmática sumisión, fuera su única
naturaleza. Cristo, susurró el señor Masato sin volverse, para asegurarse
de que su amigo estuviese allí. Pero Cristo no emitió otro sonido, más
que el del filo de sus propios huesos a punto de atravesarle la piel quemada,
roja, sin pelo. Quería terminar de una vez con ese asunto y
quedarse, también él, al borde del camino. ¿Por qué no?
Mandar todo al
infierno y echarse bajo los pájaros de piedra y junto a la pequeña
lagartija equilibrista. No sonaba nada, nada mal. De hecho, por un instante,
Cristo tuvo la sensación de que había muerto. Algo parecido a esa
duda existencial que deben sentir las gallinas, a las que el instinto de
salvarse las mantiene correteando sin rumbo, dándose de tumbos contra los
árboles, aun después de haber sido decapitadas. Los únicos seres
vivos en esta desolación parecen ser las mariposas que, atraídas por el
líquido viscoso de sus heridas, no dejan de asediarlo y lo rodean como
para cargarlo entre todas y sacarlo de allí. Entonces,
de pronto, la
sombra de su señor se detiene. Acaba de encontrar a una niña casi
desnuda, con los restos de la ropita escolar derretidos contra el cuerpo. Una
niña que se orina encima y parece empecinada en masticar algo que, por
momentos, asoma de su boca bajo formas diversas, mientras un hilo
de saliva verdosa cae por la comisura de sus labios y,
en un instante
sutil, queda suspendido en el aire. Suspendida en el
aire, pequeña y delgada y tan quemada como la niña, la muñeca de
trapo que colgaba de su mano parecía ella misma, sólita entre los últimos
vestigios del planeta. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó Masato, pero ella
no sólo no contestó sino que lo regañó con la mirada, quién era
él o quién se creía que era para interrogarla así.
Mientras tanto,
intentaba limpiar la muñeca con una mano, con un movimiento
provocado más por el instinto que por un afán de higiene. Era como si
hubiese estado haciendo ese gesto durante cientos, miles de años, pero sin
saber el porqué. De pronto, hizo un alto en la limpieza y, con la rama
que tenía en la otra mano, escribió algo en la ceniza: ¿Están vivos? Supongo que sí, dijo Masato y en voz baja,
casi en un susurro, con el
aire justo para articular los sonidos sin atemorizarla, agregó: Me llamo
Masato y este es Cristo, mi perro. Ella los miró a los dos con los
ojitos entrecerrados. Le costaba entender aquellas palabras
y definir la
forma de esos cuerpos. Sumi, escribió ahora y, casi enseguida, con la misma rama,
señaló a una muchacha que, un poco más allá, caminaba
sin rumbo junto a un hombre que buscaba algo entre las cenizas,
cavando con los pies y con las manos, como un mono. En ese momento, el
perro aulló largamente. ¡Ja! Si supieran estos infelices que algo terrible
está por ocurrir. Pero nadie quiere escucharlo. Salvo su señor,
claro, el señor Masato, quien, tras el aullido de Cristo, agarró a Sumi con
fuerza y la colocó bajo el brazo y corrió y corrió perseguido por el
viento. Corrió hasta donde se encontraba aquella
muchacha a quien
cargó bajo el otro brazo, hasta llegar al sitio donde el hombre acababa
de encontrar lo que buscaba al ras de la tierra: la puerta de un
pequeño refugio. Una puerta metálica que los esperaba con la boca
abierta de par en par, de modo que Masato no lo dudó ni un instante, y
lanzó a la más pesada primero y luego empujó al hombre
adentro y cuando
él mismo quiso saltar con la niña, el viento los alcanzó por
detrás. Fue un duro golpe. Un empujón apocalíptico que los dejó a veinte
metros de allí, de boca en el piso de una casa con el techo caído y,
justo en el centro, llenos de escombros sobre sus cabezas, dos ancianos muy
arrugados, un hombre y una mujer que lo observaban con
desaprobación, porque él cubría, con su propio cuerpo, el cuerpo de la
niña. ¿Están ustedes muertos?, les preguntó Masato con desconfianza.
Y la anciana le sonrió. El anciano, en cambio, lo miró seriamente y
dijo está loco, rematadamente loco. Está aterrado,
dijo ella, y luego continuó murmurando cosas incomprensibles y
mientras ellos susurraban, Cristo removió los escombros con la
poca fuerza que le quedaba, hasta que Masato y la niña
pudieron ponerse de pie y salir de allí y dejar los restos de la casa y los
de sus habitantes. Afuera, los rodeó un grupo de gente que les
pidió ayuda sin hablar, con la mirada amarilla, con los brazos
extendidos y la boca abierta. Un poco más adelante, un perro que
tenía quemadas las órbitas de los ojos, se plantó ante Cristo y lo
miró desde esos agujeros resecos. Y le mostró los dientes.
Estaba furioso. Había algo humano en ese odio animal. Pero al ver el
fuego encendido en el lomo y en la oreja de su adversario,
aquel perro salió corriendo lo más dignamente que puede escapar
un perro de otro. Para entonces, el señor Masato había encontrado
la tapa metálica del refugio. Uno de los
extremos está
sellado, pero el otro le permite introducir la espada y hacer fuerza,
hasta abrirla. Aléjese de nosotros, grita desde abajo, con una
piedra en alto, el hombre al que él mismo había lanzado allí
adentro un momento antes. Se lo advierto, dice ahora Masato aferrado a
su espada. Fuera de aquí, insiste el otro, fuera he dicho. Y
entonces, con un movimiento rápido y certero, Masato desenvaina
y da un paso hacia delante y, girando sobre su eje, baila en
el aire y la falda se abre al viento, se despliega como un
paracaídas mientras la espada lo envuelve con un recorrido metálico que va
dejando su rastro en el aire. De un lado, la ferocidad del
dragón, y del otro, el aroma de los cerezos. Pero la hoja se detiene
lentamente, apenas apoyada en la superficie de la piel, a
milímetros de la yugular de aquel insensato, y allí le hace un corte
superficial, una línea pequeña y rosada que intenta, en vano, sangrar. El
hombre se toca, entonces, la cabeza, y al comprobar
que aún se
encuentra en su lugar, se arrodilla ante el señor Masato y le
ofrece su vida. Su vida, repite Masato mientras el perro lo mira
de reojo, sentado junto a él, rascándose distraídamente el lomo y la
oreja y quemándose la pata con esas pequeñas llamas que no se apagan.
Después, se lame con indiferencia. ¡Ja! Cobardes. Al
final, entre los hombres, todo termina de rodillas. Luego,
lame la tierra humedecida por la saliva y por la orina de la
niña que, sin dejar de masticar, lo mira impasible. La muñeca que
cuelga de su mano apenas toca la ceniza con la punta de sus pies
de trapo y un cielo violeta se apoya, suavemente, sobre sus hombros
quemados. Estamos muertos, piensa la pequeña Sumi. Sí. Estamos
todos muertos.
Para sentirse vivo
Juan de Marsilio
UNA
EXPLOSIÓN tan fuerte que conmueve a los muertos. Un amor tan profundo que
recién se consuma tras la muerte. Una mañana clara de verano que empieza
tranquila, porque la gente ya se ha acostumbrado a la guerra. Hiroshima, 6 de
agosto de 1945.
Una
de las mejores características de la uruguayez es su universalidad. Pese a
vivir en este rinconcito provinciano en el que recalaron -casi de rebote-
tantos inmigrantes (o acaso por eso mismo) los uruguayos cultos pueden hacer
cuestión personal no sólo del universo en abstracto sino de cualquier comarca
en concreto, porque en todas a los seres humanos les ocurre lo mismo: vivir,
amar y morirse. Por eso es uruguayísima esta novela japonesa de Alberto Gallo,
triste y hermosa.
Es
una novela en que se rinde homenaje explícito a Juan Rulfo, sin que el tributo
empañe para nada el carácter genuino, personal del texto, y permitiendo
instalar en personajes y lector, como subrayado a los hechos de la mañana, la
obsesiva pregunta de si están vivos o muertos, y la tenaz voluntad de vivir,
incluso tras la muerte. Lo mismo puede decirse sobre las historias zen que el
autor intercala en el relato, que cumplen además una potente función simbólica,
en el sentido de marcar que en la fugacidad de la vida humana un instante puede
significar tanto que se vuelve eterno y definitivo. Es el cuento del hombre
perseguido por un tigre hasta un acantilado, que se aferra a un cerezo que
crece en la pared del risco y, al comprender que sus opciones son caer o ser
devorado, toma una flor y se arroja al vacío, al tiempo que declara que nunca
una flor de cerezo ha sido tan bella.
Este
libro conjuga violencia, horror y pena con sensualidad y ternura, dándole a
ciertos pasajes un tono poético y fantasmagórico. Gallo extrae belleza incluso
de la descripción del desastre, las llagas, los cadáveres, el paisaje
destruido, sin por ello menguar un ápice el dolor y la injusticia de los
hechos, antes bien, subrayándolos. Vaya como ejemplo: "Era un silencio
blanco. Una poderosa luz que atravesaba las córneas igual que una piedra en el
espejo de agua en el estanque que, a partir de ese momento, nunca volverá a ser
el mismo". Y lo que se está describiendo es la primera explosión nuclear
sobre un centro poblado. Pero la imagen más bella en su horror son las nubes de
mariposas que vienen a posarse en las secreciones de la piel llagada de las víctimas.
Los
personajes son construidos en base a la técnica del flashback, que permite ver
quiénes eran y qué sentían antes de la mañana terrible en que comienza el
relato. Son entrañables la señorita Kumiko, con su sensualidad adolescente y
sabia, el monje Masato, enamorado de ella con amor absoluto, pudoroso y
delicado. Pudor y delicadeza que no se pierden siquiera en el momento de la
consumación amorosa (ese momento en que Masato se convierte, sin dejar de ser
él, "en todos los hombres que alguna vez han penetrado a una mujer por
amor"). Pero buena parte de la densidad filosófica del texto la aportan
-sin parrafada alguna, por su modo de ser y sentir- Sumi, una niñita, y Cristo,
el perro de Masato, tan querible en su desgracia (es el perro en llamas aludido
en el título) que el nombre que el autor le elige no suena para nada sacrílego.
Como
escribe Gallo, "morir no es el problema, el asunto es morir y no darse
cuenta". Esta novela ayuda a sentirse vivo.
NUNCA ACARICIES A UN PERRO EN LLAMAS, de
Alberto Gallo. Norma, 2010. Bs. As, 150 págs. Distribuye América Latina.
De: SUPLEMENTO
CULTURAL EL PAÍS
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La Belleza no cuenta con ningún sitial privilegiado; puede estar, Y ESTÁ, en cualquier parte...Quizás por eso ni se compra ni se vende. |
Escritor y periodista cultural.
Ha publicado las
novelas: Las palomas no matan (premiada en la Feria de Libros y Grabados de
Montevideo en 1985), Juegos de altillo (1993), Los Pelagatos (1996, Premio
Municipal de Narrativa en Montevideo y finalista del Premio Planeta Argentina
de Novela) y Ángeles entre nosotros (2005, finalista del Premio Bartolomé
Hidalgo). En 1989 moderó el Primer Coloquio de Escritores y Artistas Plásticos
Latinoamericanos residentes en Nueva York, llevado a cabo en aquella ciudad. Al
año siguiente coordinó para Uruguay el proyecto franco-uruguayo "Julio
Cortázar de la A a la Z", iniciado en París en homenaje al escritor
argentino. Paralelamente se ha desempeñado como columnista de libros en radio y
televisión. Ha escrito cuentos para diarios y semanarios y su obra figura en
varias antologías y diccionarios de literatura uruguaya. En 2009 recibió el
Premio Legión del Libro por su aporte a la lectura y a la cultura nacional.”