martes, 18 de agosto de 2015

El recuperador de historias suprimidas: V. S. Naipaul


17 de agosto de 1932- Isla Trinidad
Hijo de inmigrantes del norte de India.
Nacionalizado como británico

(...)  ya había empezado a tener mi propia idea de lo que era escribir. Era una idea privada, y curiosamente dignificante, separada de la escuela y separada de la vida desordenada y desintegrada de nuestra familia extendida hindú. Esa idea de escritura -que me daría la ambición de ser escritor- se había desarrollado a partir de las cositas que mi padre me leía de vez en cuando.

Mi padre era un autodidacta que se había hecho periodista. Leía a su modo. En esa época tenía poco más de treinta años; y seguía aprendiendo. Leía muchos libros al mismo tiempo, no terminaba ninguno, no buscaba la historia o el argumento en ningún libro sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Allí encontraba el placer, y podía saborear a los escritores sólo en pequeños fragmentos. A veces me llamaba para que escuchara dos o tres o cuatro páginas, rara vez más, de escritura, que disfrutaba especialmente. Leía y explicaba con entusiasmo y era fácil que me gustara lo que a él le gustaba. De esta manera insólita -considerando los antecedentes: la escuela colonial racialmente mixta, la introversión asiática en la casa- yo había empezado a reunir mi propia antología de literatura inglesa.

Mi antología privada y las enseñanzas de mi padre me habían dado una idea elevada de la escritura. Y aunque había empezado desde una esquina bastante diferente, y estaba a años de distancia de entender por qué sentía lo que sentía, mi actitud (como luego descubriría) era como la de Joseph Conrad -que en esa época acababa de empezar a publicar- cuando le enviaron la novela de un amigo. La novela claramente era una de mucha trama: Conrad la vio no como una revelación de corazones humanos sino como una invención de "sucesos que, propiamente hablando, son sólo accidentes". Al amigo le escribió: "Todo el encanto, toda la verdad, quedan eliminados por los... mecanismos (por así decir) de la historia que la hace parecer falsa."
Para Conrad, así como para el narrador de Bajo la mirada occidental, el descubrimiento de cada relato era moral. Para mí también lo era, sin saberlo. Ahí me habían llevado el Ramayana y Esopo y Andersen y mi antología privada (incluso Maupassant y O. Henry). Cuando Conrad conoció a H.G. Wells, a quien consideraba demasiado verboso, y que no contaba directamente la historia, Conrad dijo: "Mi querido Wells, ¿de qué se trata El amor y el señor Lewisham? ¿Qué es todo esto sobre Jane Austen? ¿De qué se trata todo esto?"
Así me había sentido yo en la escuela secundaria y también durante muchos años después; pero no se me había ocurrido decirlo, no sentía que tenía el derecho de hacerlo, no me sentí competente como lector hasta los veinticinco años de edad. Para ese entonces ya había pasado siete años en Inglaterra, cuatro de ellos en Oxford, y tenía un poco del conocimiento social que era necesario para comprender la ficción inglesa y la europea. También me había hecho escritor y, por lo tanto, podía ver la escritura desde el otro lado. Hasta entonces había leído ciegamente, sin criterio, sin saber realmente cómo valorar las historias inventadas.
Sin embargo, algunas cosas innegables se habían añadido a mi antología durante mi época en la escuela secundaria. Los más cercanos a mí eran los relatos de mi padre acerca de la vida de nuestra comunidad. Me encantaban como escritura, así como por el trabajo que se necesitaba para hacerlos. También me anclaban en el mundo; sin ellos no habría sabido nada de nuestros ancestros. Y, mediante el entusiasmo de un maestro, hubo tres experiencias literarias en el último año de preparatoria: Tartufo que era como un cuento de hadas que daba miedo, Cyrano de Bergerac, que evocaba la emoción más profunda, y Lazarillo de Tormes, la picaresca española de mediados del siglo XVI, primera de su tipo, animada e irónica, que me introdujo en un mundo como el que yo conocía.
Eso fue todo. Esa era mi provisión de lecturas al final de mi educación isleña. No podía considerarme un lector de verdad. Nunca había tenido la capacidad de perderme en un libro; al igual que mi padre, podía leer sólo pequeños fragmentos. Mis ensayos para la escuela no eran excepcionales; sólo eran el resultado de un estudio amontonado. A pesar del ejemplo de mi padre con sus relatos, no había empezado a reflexionar de manera concreta sobre qué podría escribir. Pero seguía pensando que yo era escritor.

De: Leer y escribir

En: Fractal n° 21