viernes, 18 de octubre de 2013

“La única curación contra la vanidad es la risa”- Henri Bergson

18 de octubre de 1859- Francia


He aquí el primer punto el cual he de llamar la atención: Fuera de lo que es propiamente humano, no hay nada cómico. Un paisaje podrá ser bello, sublime, insignificante o feo, pero nunca ridículo. Si reímos a la vista de un animal, será por haber sorprendido en él una actitud o una expresión humana. Nos reímos de un sombrero, no porque el fieltro o la paja de que se componen motiven por sí mismos nuestra risa, sino por la forma que los hombres le dieron, por el capricho humano en que se moldeó. No me explico que un hecho tan importante, dentro de su sencillez, no haya fijado más la atención de los filósofos. Muchos han definido al hombre como “un animal que ríe”.

Habrían podido definirle también como un animal que hace reír porque si algún otro animal o cualquier cosa inanimada produce la risa, es siempre por su semejanza con el hombre, por la marca impresa por el hombre o por el uso hecho por el hombre.

He de indicar ahora, como síntoma no menos notable, la insensibilidad que de ordinario acompaña a la risa. Dijérase que lo cómico sólo puede producirse cuando recae en una superficie espiritual lisa y tranquila. Su medio natural es la indiferencia. No hay mayor enemigo de la risa que la emoción. No quiero decir que no podamos reírnos de una persona que, por ejemplo, nos inspire piedad y hasta afecto; pero en este caso será preciso que por unos instantes olvidemos ese afecto y acallemos esa piedad. En una sociedad de inteligencias puras quizá no se llorase, pero probablemente se reiría, al paso que entre almas siempre sensibles, concertadas al unísono, en las que todo acontecimiento produjese una resonancia sentimental, no se conocería ni comprendería la risa. Probad por un momento a interesaros por cuanto se dice y cuanto se hace; obrad mentalmente con los que practican la acción; sentid con los que sienten; dad, en fin, a vuestra simpatía su más amplia expansión, y como al conjuro de una varita mágica, veréis que las cosas más frívolas se convierten en graves y que todo se reviste de matices severos. Desimpresionaos ahora, asistid a la vida como espectador indiferente, y tendréis muchos dramas trocados en comedia. Basta que cerremos nuestros oídos a los acordes de la música en un salón de baile, para que al punto nos parezcan ridículos los danzarines. ¿Cuántos hechos humanos resistirían a esta prueba? ¿Cuántas cosas no veríamos pasar de lo grave a lo cómico si las aislásemos de la música del sentimiento que las acompaña? Lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura.

Pero esta inteligencia ha de estar en contacto con otras inteligencias. Y he aquí el tercer hecho sobre el cual deseaba llamar la atención. No saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados.Diríase que la risa necesita de un eco. Escuchadlo bien: no es un sonido articulado, neto, definido; es algo que querría prolongarse y repercutir progresivamente; algo que rompe en un estallido y va retumbando como el trueno en la montaña. Y sin embargo, esta repercusión no puede llegar a lo infinito. Camina dentro de un círculo, todo lo amplio que se quiera, pero no por ello menos cerrado. Nuestra risa es siempre la risa de un grupo. Quizá os haya ocurrido en el coche de un tren o en una mesa de fonda oír a los viajeros referirse historias que debían tener para ellos un gran sabor cómico, puesto que reían con toda su alma. Si hubieseis estado en su compañía, seguramente también habríais reído. Pero como no lo estabais, no sentíais la menor gana de reír. Un hombre a quien le preguntaron por qué no lloraba al oír un sermón que a todo el auditorio movía a llanto, respondió: “No soy de esta parroquia”. Lo que este hombre pensaba de las lágrimas podría explicarse más exactamente de la risa. Por muy espontánea que se la crea, siempre oculta un prejuicio de asociación y hasta de complicidad con otros rientes efectivos o imaginarios. ¿No se ha dicho muchas veces que en un teatro es más frecuente la risa del espectador cuando más llena está la sala? ¿No se ha hecho notar reiteradamente que muchos efectos cómicos son intraducibles a otro idioma cuando se refieren a costumbres y a ideas de una sociedad particular? Por no advertir la importancia de este doble hecho, sólo se ha visto en lo cómico una simple curiosidad para divertir al espíritu, y en la risa misma un fenómeno extraño completamente aparte, sin relación alguna con el resto de la actividad humana. De ahí esas definiciones que tienden a hacer de lo cómico una relación abstracta, clasificada entre las ideas de “contraste intelectual”, “sensibilidad de lo absurdo”, etc., definiciones que, aun cuando realmente conviniesen a todas las formas de lo cómico, no explicarían en lo más mínimo por qué lo cómico nos hace reír. ¿A qué se debe que esa relación tan particularmente lógica nos contraiga no bien advertida, nos dilate y nos sacuda mientras todas las otras no dejan indiferentes? No afrontaremos el problema por este lado. Para comprender la risa hay que reintegrarla a su medio natural, que es la sociedad, hay que determinar ante todo su función útil, que es una función social. Ésta será, digámoslo desde ahora, la idea que ha de presidir a todas nuestras investigaciones. La risa debe responder a ciertas exigencias de la vida en común. La risa debe tener una significación social.”

 De: La Risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad. 




"No hay libros morales ni libros amorales. No hay más que libros bien escritos o mal escritos. Eso es todo." - Óscar Wilde


16 de octubre de 1856 -  Dublín, Irlanda





El Arte por el Arte
(Fragmentos)

DR. RODRIGO QUESADA MONGE (1952), historiador costarricense, Premio Nacional de Historia (1998) de la Academia de Geografía e Historia de su país.


(...)  Ni duda cabe de que Wilde con ese amor por la simulación anunciaba con mucho algunas de las tendencias más notables de la estética del siglo XX. Tanto así que, a veces sus tesis casi configuran un programa existencial, muy bien articulado en ciertos de sus más profundos ensayos, conferencias, diálogos y artículos, como lo veremos luego. Pero a Wilde le estaba reservado convertirse en la víctima propiciatoria que pusiera en evidencia toda la hipocresía pantagruelesca del reinado de Victoria. Pocas veces podemos encontrar una reina más consciente de su "misión civilizadora" como esta mujer. La magnificencia con que el totalitarismo victoriano fue construido, no sólo revela la incontrovertible vocación dictatorial de la mayor parte de las monarquías imperialistas de la época, sino que también permite explicar en gran parte algunas de las causas del cataclismo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Para Victoria y los ideólogos victorianos, los "súbditos" de su majestad no tenían vida privada. Todos y cada uno de los más ocultos resquicios de su cotidianidad estaban reglamentados, al extremo de que hasta las escaramuzas de alcoba debían sujetarse a cierto tipo de codificación.6 Pero es que le tocó en suerte a su reinado, definir los parámetros con que se construiría y se cimentaría el imperio. No se podía pedir moral, disciplina, civilización y otros principios a los pueblos de África, Asia o el Caribe, sino se era capaz de construir una moral igualmente efectiva en casa.

Resulta que Oscar Wilde, su persona, sus ideas, sus emociones, sus gustos y hasta sus gestos no encajaban en ese esquema. Dos cosas entonces, parecen aflorar aquí con una fuerza particular, si algo queremos entender de la saña y la brutalidad con que se le reprimió, y finalmente se le aniquiló. Su homosexualidad por un lado, y sus ideas socialistas por otro, eran dos ingredientes definitivos para que todo el peso del canon disciplinario victoriano le cayera encima. Al lado de estos elementos, todo el dispositivo caricaturesco que Wilde montó con su dramaturgia sobre la moralidad burguesa, le representó en todo momento serios problemas éticos, políticos, estéticos y sociales. Porque las críticas de Wilde son anti-burguesas, más que anti-victorianas. Tenía claro que la monarquía era el obediente instrumento de un todo más abrumador y destructivo: la civilización capitalista. La monarquía y el imperio eran sus dos puntas de lanza, a las cuales, un autor como Kipling, siempre rindió respeto y pleitesía. (...)

El hedonismo sincero de Wilde pudiera haber producido algún grado de acidez en los sectores más conservadores y vigilantes de la moral pública victoriana. Lo mismo que el lado oculto de su vida privada, atemperado por un matrimonio trágico y falaz, parecía atraer la curiosidad más morbosa del público británico de la época, porque rara vez alguien exponía su verdadera naturaleza sexual con tanta sinceridad como lo había hecho el escritor. Todavía estos ingredientes podían ser manejables en una corte de justicia. Pero que el arte por el arte fuera la excusa para promover sus verdaderas ideas políticas, hacían de nuestro poeta una presa fácil, como veremos más adelante, de los inveterados prejuicios políticos y culturales de la corona británica. (...)


OSCAR WILDE: EL ESTETA - Con frecuencia, la enigmática visión de la vida que tenía Oscar Wilde, evoca en nosotros una capacidad particular para llevar hasta sus últimas consecuencias aquello en lo que creemos y en lo que sentimos. El esteticismo de Óscar Wilde tiene el tono de la ficción, del puente que se establece entre el sueño y la realidad. Vivir la vida como una obra de arte puede plantearle problemas a quien la aborda con la cordura que da la perpetua racionalización a que nos obliga la vida cotidiana.

El arte por el arte, postulado central de algunos de los grandes teóricos de la estética pre-rafaelista como Walter Pater (1839-1894), y cuya influencia artística en Wilde fue decisiva, en apariencia, podía profundizar las contradicciones entre la amoralidad del arte y el supuesto compromiso que el artista debía tener con los problemas de su tiempo. Porque para Wilde no existían el libro pervertido o el libro virtuoso. Existían los libros bien o mal escritos. Y esta sola afirmación fue capaz de provocar un debate de grandes proporciones, que incluso se siente hoy día entre nosotros.

El esteticismo de Oscar Wilde, su dandysmo, pertenecen a la era del imperialismo, a los sobrecogedores umbrales del siglo XX. No es el dandysmo de Charles Baudelaire por ejemplo, todavía bajo los influjos de una revolución francesa que no acaba su tarea, aun cuando la comuna de París de 1871, supuestamente, debió de haber llevado al colmo una herencia que en el presente recordamos con nostalgia y gratitud. El arte por el arte, como patrón ideológico, en el caso más que concreto de Oscar Wilde, es una estrategia de evasión, ante las evidencias contundentes de la fealdad de la sociedad industrial. En estos casos jamás el arte podrá imitar la vida.

Si partimos de la base de que el arte por el arte es una actitud irresponsable, sometida a los vaivenes del gusto literario y artístico de la época, o metida de plano en los caprichos estéticos del artista, eso sería ponerle límites muy serios a un conjunto de ideas que no se agotan en el culto por el objeto de arte, sino que va más allá y abarca también el grado de inserción que tenga el artista en su realidad social, política y cultural específica. Cuando Wilde sostenía que el arte era inútil, se refería precisamente a su supuesta banalidad, predicada por años por una burguesía pragmática y estéril, que sólo confiaba en la industria para producir "cosas útiles". Se refería también a los despropósitos socio-económicos del mismo, puesto que los afectos, las emociones y la soledad creativa del artista no están diseñadas para producir cosas útiles según el criterio de la burguesía, sino objetos bellos, capaces de evocar en el espectador la posibilidad de tener acceso a un mundo mejor. En ese sentido el arte es subversivo, pero sigue siendo inútil. Aunque el artista y su creación serían muy útiles para la burguesía si defendieran y estuvieran al servicio de sus intereses.

La tesis del arte por el arte, no sólo como se expresó en la Inglaterra victoriana, sino también en la Francia del Segundo Imperio, generaba una serie de acaloradas discusiones sobre todo porque, si la revolución industrial había traído consigo una riqueza colosal para los poderosos, también se hizo acompañar por una pobreza aterradora. Tal tesis en este caso, era poco menos que frívola y superficial. Sin embargo, difícilmente el artista con sus creaciones podía modificar dicha situación. La pintura de los pre-rafaelistas no alteró un ápice los desmanes imperialistas británicos en la India, por ejemplo. O la humillante situación en la que se encontraba la mujer.

Sin embargo, en el ejemplo de Wilde como en el de muchos otros creadores de su época, el arte podía convertirse en un artefacto de poderosa influencia política y social, a partir de la fuerza y de la naturaleza del compromiso con que el artista se insertaba en la sociedad de su tiempo. De tal manera que, entre el buen decir de Wilde, y su verdadero hacer, la lógica dialéctica nos dice que son los resultados los que nos permiten medir la verdadera dimensión del impacto de sus creaciones, y los mismos son de tal magnitud que hoy podemos decir que existe una bibliografía cercana a los ocho mil títulos sobre su vida y su obra.

Durante su estadía en los Estados Unidos, en 1882, Wilde impartió conferencias sobre las distintas y variadas expresiones de la belleza, pero la sonoridad del recibimiento que le dieron no estuvo en proporción con los contenidos y las críticas que quiso hacer. La buena sociedad norteamericana parecía hacer derroche de su riqueza, pero no sucedía lo mismo en lo que respecta al buen gusto, la delicadeza, y el glamour en los distintos escenarios que ofrecía la vida cotidiana. Como les hizo ver con cínica franqueza sus limitaciones, algunos escritores y críticos del autor lo encontraron presuntuoso e infatuado, pero rara vez escrutaron a profundidad lo que Wilde entendía por belleza, sentido estético y sensibilidad artística.

Esta clase de desacuerdos, por más esfuerzos que él hubiera hecho para atemperarlos y no perder la paciencia con el mal gusto de la pretenciosa y arrogante nueva burguesía industrial norteamericana, le enseñaron mucho y lo ubicaron de frente a la gran polémica del siglo: ¿Dónde reside el verdadero valor de una obra de arte? ¿Quién decide lo que es una obra maestra? Dos preguntas que, como decía Wilde, habían recibido una riquísima gama de respuestas, pero sobre las cuales cada vez sabíamos menos.

Hoy, cuando el valor de una pieza artística se mide por su cotización en la bolsa, el esteticismo de Wilde tendría muy poco que añadir, pero es un resonante llamado de atención. Por eso, en gran medida continúa con nosotros, porque tuvo el coraje de sostener que la belleza tenía valor en sí misma, y que no era un medio para enriquecer a su poseedor. La economía política del gusto nos enseña a fin de cuentas que la belleza, el talento, el ingenio no se poseen, somos poseídos por ellos. Una cosa que la inveterada burricia maquinista de la burguesía no vislumbró jamás. Su mundo de objetos útiles, su insaciable necesidad de cosas, de mercancías, ha jugado el papel de una plataforma muy efectiva para dinamizar al mundo de los marchantes, pero ha dejado libres, aunque sufrientes y exangües, a los creadores, sobre todo aquellos que no se venden, así les vaya en ello la salud física y mental.

Por eso el esteticismo de Wilde, como decíamos arriba, no se puede comprender fuera de su proyecto vital, el cual incluye su homosexualidad, su condición de irlandés y de soñador socialista. (...)

Con el principio hegeliano en las manos, recogido en nuestros días y llevado hasta sus últimas consecuencias por un crítico como Lukács, de que la belleza de un objeto no es un tema de discusión ontológica necesariamente, autores como Sir Edward Arnold, John Ruskin y Walter Pater, a quien ya nos referimos, le prepararon el terreno a Wilde para que su estética esencialista fuera más allá del simple placer cotidiano o instantáneo que pudiera producir una obra de arte. Tal tensión entre la cotidianidad y la eternidad no se resolvía con el hedonismo de los pre-rafaelistas, aunque las propuestas de Rossetti o Morris eran dignas de tomar en cuenta, sino, según Wilde, de acuerdo con la capacidad que tuviera un determinado artista de minar el terreno de la estética burguesa desde adentro. Bien sabemos que dicha tensión le reventó en la cara. Sin embargo, encontró seguidores en autores posteriores como Gide, Auden, Nabokov, Beckett, Mann y otros que supieron plantarse de manera frontal ante una estética burguesa que aspiraba a la legitimación esencialista del objeto, en la medida en que éste tarde o temprano terminaría convertido en mercancía.

En ningún lugar, finalmente, podemos ver con más claridad la textura de dicha tensión que en los diálogos que sostienen sus personajes dramáticos. El dialogismo de Wilde, como diría Bakhtin, es un recurso mediante el cual el autor despliega a plenitud todas sus objeciones hacia la sociedad burguesa, pero tiene la fuerza particular, asumida con sutileza y elegancia, de revelar sus paradojas sin caer en la vulgaridad discursiva o panfletaria que sus temas pudieron haber provocado. Si el artista vive en los límites de la sociedad, y con regularidad puede ser confundido con un criminal, por su actitud rebelde y marginal, la burguesía hace lo mismo, sólo que se oculta tras una pasta de afeites a la cual hay que penetrar con el cincel de la crítica y la sensibilidad individuales. De aquí que el socialismo de Wilde apunte hacia el rescate del individuo antes que a cualquier masa social informe y primitiva. A continuación nos referiremos un poco al tema.

OSCAR WILDE: EL SOCIALISTA - "La principal ventaja que se obtendría del establecimiento del socialismo, sería indudablemente que el socialismo nos relevaría de la sórdida necesidad de trabajar para otros, la que, en el presente estado de cosas, presiona tanto sobre casi todo el mundo. De hecho, casi nadie escapa ".

Wilde sostenía que en el socialismo el desarrollo del individuo, a la larga, devendría en un extraordinario beneficio para toda la comunidad. Pero era fundamental, ofrecerle a ese individuo las condiciones ideales para que su expansión y crecimiento como ser humano se dieran sin limitaciones de ninguna naturaleza. En su condición de irlandés católico, hijo de una mujer (Esperanza) dirigente dura y combativa del movimiento feminista, también líder lúcida y brillante de las tareas por la liberación de Irlanda, Wilde nunca separó su sueño de la posible construcción del socialismo de las luchas por la independencia de su país. Sostenía que la sensibilidad y profundidad de los celtas no tenían por qué estar sometidas a la frivolidad y al burdo sentido práctico de los teutones (sajones o ingleses). Estas ideas, desplegadas en varios de sus ensayos, pero notablemente en The soul of man under socialism (1891), le ocasionaron algunos problemas con la crítica literaria victoriana. A ésta, la Revolución Industrial le había creado el falso sentimiento de la infalibilidad del proyecto burgués de civilización, y por ello, el canon victoriano estaba lubricado de arriba a abajo con la húmeda creencia de que todos los pueblos del planeta le merecían incondicional entrega. Húmeda en la sangre, el sudor y las lágrimas, de los trabajadores de las colonias, quienes durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) empezarían a inmolarse por una causa que no era la suya.

La Inglaterra victoriana es la del apogeo de la industrialización, pero también la del crecimiento de la clase trabajadora, de sus luchas, sus avances, retrocesos y conquistas. En la era del imperialismo, cuando las utopías sociales florecen como hongos por todas partes, puesto que la miseria que ha traído consigo la expansión capitalista en pro del enriquecimiento colosal de unos cuantos, no pasa inadvertida para aquellos con suficiente sensibilidad y sentido común como para percatarse sobre quién se beneficia y cómo legitima esos privilegios.

Las reflexiones de Wilde sobre la sociedad de su tiempo son portadoras de esa orientación. Pocos autores del período hicieron tanto para promocionarse a sí mismos, pero también pocos lograron penetrar tan a fondo lo que en realidad era la Inglaterra victoriana. Sus viajes a los bajos fondos de Londres, una ciudad con dos millones de pobres al iniciarse los noventa, se completaban con su conocimiento práctico y teórico sobre los círculos sociales más distinguidos de aquella.

Consecuente con su hipótesis de que el carisma, el buen vestir, la prudencia en las comidas y la templanza en los placeres eran el resultado de un conocimiento adquirido en un mano a mano con los excesos, Wilde hizo lo que estuvo a su alcance para vender su imagen, y con ello estaba dando el primer paso hacia la venta de sí mismo como mercancía artística, producto de la publicidad, una de las grandes aspiraciones del hombre contemporáneo. Todos seremos famosos por lo menos durante quince minutos de nuestras vidas, decía Warhol. Y de esta manera, Wilde saldó sus deudas con su pasado en Oxford, con una pizca de notoriedad. Porque sostenía que los dos grandes cambios de su vida habían tenido lugar cuando sus padres lo enviaron a Oxford, y cuando la sociedad lo envió a prisión. (...)

Puede resultar difícil de negar la vertiginosa propensión totalitaria del reinado de Victoria; ahí están las brutalidades de su imperio para probarlo. Precisamente es contra esa tiranía victoriana que Wilde escribe sus ensayos, sus historias para niños y sus dramas. Pero no se le enfrenta de una manera abierta y exultante. Su lucha contra la mojigatería, la falsa espiritualidad, y la frivolidad volátil de los victorianos está planteada en términos estéticos, de manera que es también estética la noción de socialismo que cultiva Wilde.

Pero aquí no hablamos de un socialismo melifluo y azucarado, sino de un socialismo de catacumba, marginal, que sueña con un mundo mejor para los desheredados de la tierra, los minoritarios, los criminales, los desajustados y los irracionales. En gran parte ese es el tributo que Wilde le rinde a los chulitos de los barrios bajos de Londres: soñar sus sueños y traducirlos en poesía, prosa y pensamiento. Pero como buen pequeño burgués, citadino y acomodaticio, también se cobra su precio: acostarse con ellos, aunque después le devuelvan el zarpazo. (...)


Wilde está más cerca de Tolstoi que de Bakhunin, y todavía más de los fabianos que de los marxistas. Pareciera feliz de estar al margen de las ruidosas discusiones que se suscitan al interior de la Segunda Internacional de los Trabajadores, definitivamente rasgada en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Aún así, la vida de Wilde se extiende a lo largo de un período rico en acontecimientos sociales, políticos y culturales, que no le pasaron desapercibidos en su gran mayoría, y en los cuales, cuando fue requerido, tuvo una participación importante, como el asunto de la cacería de brujas que provocó el caso Dreyfus. Su participación en el "affaire" no está clara por completo, pero sabemos que con Emile Zola y otros grandes escritores de la época, hizo lo necesario para mostrarle al mundo el racismo y la intolerancia que había detrás de la condena de Alfred Dreyfus (1859-1935) por supuesta alta traición al ejército francés en favor de los alemanes. Su gran delito fue ser judío.

El individualismo de Wilde, sustentado sobre la sólida idea de que si la persona humana no dispone de condiciones materiales y espirituales para desplegarse a cabalidad abre el paso a muchas variantes de la esclavitud, tiene una vigencia y una vitalidad en nuestros días, que asombra por su frescura y su inmediatez. No se trata del individualismo rampante y explotador que predican el liberalismo y el neoliberalismo actuales, sino más bien de aquél que sostiene que si los seres humanos no sacan todo lo que tienen dentro, la sociedad se verá invadida por todos los vicios y consecuencias nefastas que traen consigo la frustración, las inhibiciones, la amargura y la represión. La belleza, el cultivo del espíritu, la solidaridad, serían los vehículos mediante los cuales los hombres y mujeres de la nueva Utopía harán posible la recuperación del individuo. "El estado fue concebido entonces para hacer lo útil, el individuo para realizar lo bello" decía Wilde, en una frase que recoge a la perfección su criterio sobre los distintos terrenos en que deben moverse ambos sujetos. (...)


Uno quisiera pensar que el socialismo de Wilde es más sistemático, más y mejor articulado que muchas propuestas que circulaban por aquellos días, pero no pasa de ser una pose romántica, anti-colonialista y certeramente estética, nada más. Leerlo con los ojos de un marxista de nuestros días, puede llenarnos de frustraciones, pues podríamos ponerlo a decir cosas que nunca dijo, ni pensó remotamente. Casi nos inclinamos por argumentar que para Wilde el arte y la individualidad, esa noción específica que tiene del individualismo, son interdependientes. Ya decíamos páginas atrás, que él intuyó la diferencia operativa entre individuo e individualidad. Para fines estéticos tal distinción es central, pues la burguesía tiene una idea del individuo que en nada se parece a la que estuvo trabajando Wilde hasta su muerte en 1900.

Sonará formalista lo que vamos a señalar, pero a veces es útil este tipo de juegos semiológicos. Si separamos al sueño del soñador, nos daremos cuenta que en un ensayo como "The soul of man…" el contenido utopista del trabajo lleva la dirección de hacerle notar al lector que sin él, ningún progreso social o cultural es posible. Wilde no sistematiza su sueño, sólo piensa en los cambios que experimentará el soñador cuando esa nueva sociedad se vislumbre en el horizonte. Esto es perfectamente lógico, a partir del andamiaje estético que Wilde se ha construido. En sus "historias socialistas para niños" la belleza de las narraciones, de los temas, del lenguaje, de los personajes, nos impiden de primera entrada darnos cuenta que en casi todas ellas, se parte de postulados binarios: justo-injusto, bueno-malo, bello-feo, egoísta-generoso, y así en casi todos sus cuentos. No podía haber sido de otra manera, la lógica formal, de fuerte sabor aristótelico, es la plataforma sobre la que reposa la visión del mundo de la burguesía colonialista de los tiempos de Wilde, y él, para bien o para mal, fue educado por ella, a pesar de que su decadentismo esteticista le haya granjeado su mala voluntad. Con serias dificultades la burguesía tolera de nuevo en sus filas, a quienes la traicionan.

DR. RODRIGO QUESADA MONGE (1952), historiador costarricense, Premio Nacional de Historia (1998) de la Academia de Geografía e Historia de su país. Tiene publicaciones en diversas revistas del continente, y varios libros sobre historia económica y social de América Central y del Caribe.

© Rodrigo Quesada Monge 2000
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

De: pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo











En esta Cárcel escribió Wilde
su Balada de la Cárcel de Reading,
originalmente firmada con el seudónimo C.3.3.
(en que encriptaba números de pabellón, de piso y de celda)


V

Yo no sé si las leyes serán rectas,
yo no sé si serán equivocadas;
todo lo que yo sé, es que para quienes
yacen entre presidios inhumanos,
el muro es fuerte, y cada día, es como
un año cuyos días fuesen muy largos.

Pero lo que sí se yo es que toda Ley
que los hombres han hecho para el hombre
desde que el primer hombre de la tierra
arrebató la vida de su hermano
y tuvo su principio el triste mundo,
desecha el trigo, lo convierte en paja,
o lo cierne en el peor de los cedazos.

Y demasiado sé también yo esto:
-¡ay, ojalá que lo supiesen todos!-
que cada cárcel que construye el hombre
hecha está con ladrillos de vergüenza
y cegada por duros enrejados,
para que el mismo Cristo ver no pueda
cómo el hombre mutila a sus hermanos.

Con barras manchan la graciosa luna
y ciegan del buen sol los resplandores,
y su Infierno hacen bien en ocultar,
puesto que en la prisión cosas son hechas
que ni el Hijo de Dios ni el de los Hombres
no las debieran contemplar jamás.

* * *

Las acciones más viles, cual malezas
en la prisión envenenadas crecen;
pues en la cárcel se marchita y gasta
todo lo que en los hombres hay de bueno.
Y la Pálida Angustia es centinela
y guardián es también el Desespero.

Y aun al pequeño y temeroso niño
ellos lo matan con torturas de hambre
hasta que el niño llore noche y día;
y castigan al débil y al idiota
y algunos presidiarios se enloquecen
y se mofan del viejo encanecido,
y al fin todos los hombres se pervierten,
y un vocablo decir no es permitido.

Y cada estrecha celda que moramos,
es asquerosa y lóbrega letrina,
y ahoga la enrejada claraboya
el vaho hediondo de la Muerte Viva;
todo, con excepción de la Lujuria,
en polvo se convierte sin piedad
en la máquina de la Humanidad.

Y las aguas salobres que bebemos
arrastran un pantano repugnante,
y el pan amargo que en balanza pesan
está lleno de tiza y de cal blanca,
y el Sueño, sin bajar hasta nosotros,
al Tiempo grita, y con furor camina
mostrando siempre sus salvajes ojos.

Mas aunque el Hambre flaca y la Sed verde
luchen cual riña de serpiente y áspid,
ya poco nos importan las raciones,
pues lo que hiela y mata de continuo
con toda libertad, es que la piedra
que cada cual en su labor levanta
en el curso del día, se convierte,
¡ay! en el corazón de cada uno
durante nuestras noches de infortunio.

Siempre en el corazón es media noche
y crepúsculo triste en nuestras celdas;
volteábamos nosotros el manubrio
o también deshilábamos las cuerdas
y cada cual entre su propio Infierno!
¡Siempre en el corazón es media noche!
pero el Silencio es mucho más terrible
que el repicar de un esquilón de bronce!

Jamás humana voz se nos acerca
una gentil palabra a balbucirnos;
el ojo que en la puerta está mirando
nunca tiene piedad y es siempre duro;
nos podrimos, de todos olvidados,
con el alma y el cuerpo maniatados.

Y nosotros así, enmohecemos
la cadena de hierro de la vida
solos y depravados; hombres hay
que lanzan maldiciones y hay algunos
que lloran y otros hay que no se quejan,
pues las leyes de Dios son muy amables
y rompen siempre el corazón de piedra.

* * *

El corazón humano que se rompe
en celda de prisiones o en el patio,
es como el recipiente quebrantado
que lleva su tesoro a Jesucristo,
y unge la sucia casa del leproso
con su nardo más fino y delicado.

¡Ah ! Bienaventurados sean aquellos
cuyos sensibles corazones pueden
quebrantarse y ganar paz y perdones;
¿pues de qué otra manera podría el hombre
seguir sus rectos planes y limpiarse
el alma de pecado y padecer?
¿Si no de esta manera, de qué modo
puede Cristo Señor entrar en él ?

* * *

Y aquel hombre de cuello amoratado
y los ojos abiertos siempre fijos,
espera para sí las santas manos
que guiaron al ladrón al paraíso,
pues un quebrado corazón contrito
no lo despreciará el Crucificado.

Aquel que lee la Ley, vestido en rojo,
tres semanas no más le dio de vida;
¡tres semanas no más para sanarse
el alma de la lucha de su alma,
y limpiarse la sangre arrepentido
de esa su mano que empuñó el cuchillo!

Y limpió con sus lágrimas de sangre
aquella mano que empuñó el acero,
pues las manchas de sangre, únicamente
se borran estregándolas con sangre,
y sólo el llanto nos concede alivio:
la mancha roja de Caín, tornóse
en el sello más cándido de Cristo.

De: La Balada de la Cárcel de Reading

De: aMediaVoz.com
































El gigante egoísta


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta...

Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.

-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.

-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.

-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.

-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.

Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo:

-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.

-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.

-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.

-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.



"The Selfish Giant",
The Happy Prince and Other Tales, 1888

De: Biblioteca de CiudadSEVA




“Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y que aún nadie sabe qué será” - Ítalo Calvino

15 de octubre de 1923-  Cuba
























Las ciudades y el deseo

I

Hacia allá, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como en ovillo. Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, de espalda, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehizo el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los muros de modo que no pudiera escapársele más.

Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca más a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacia tiempo.

Nuevos hombres llegaron de otros países, que habían tenido un sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar.

Los recién llegados no entendían qué era lo que atraía a esa gente de Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.


De: Las Ciudades Invisibles



Para escritores de ficción breve

Las seis cualidades de la literatura que Ítalo Calvino proponía conservar más allá del año 2000
"Seis propuestas para el próximo milenio" (1985)


Levedad
El "aligeramiento del lenguaje mediante el cual los significados son canalizados por un tejido verbal como sin peso", el uso de "elementos sutiles e imperceptibles", de recursos que "se imponen a la memoria más por su sugestión verbal que por las palabras". Levedad es delicadeza, movimiento. No vaguedad ni azar, sino precisión y determinación.

Rapidez
Economía expresiva, "agilidad, movilidad, desenvoltura", trabajo riguroso en búsqueda de "ajustes pacientes y meticulosos". Hacer brillar lo esencial, batallar contra el tiempo, penetrar en los secretos del ritmo, "mantener vivo el deseo de escuchar la continuación", dejando espacio a la imaginación. Los textos breves son los más eficaces y se vuelven tanto más indispensables en los "tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan".

Exactitud
La exactitud está en el "diseño de la obra bien definido y calculado; la evocación de imágenes nítidas, incisivas, memorables; el lenguaje más preciso posible como léxico y como expresión de los matices del pensamiento y de la imagina­ción". "Tengo la impresión de que el lenguaje es usado cada vez más de manera aproximativa, casual, negligente, y eso me causa un disgusto intolerable". Y describe como características de esta "peste del lenguaje" el "automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas expresivas, a apagar cualquier chispa que brote del encuentro de las palabras con nuevas expresiones".

Visibilidad
"Capacidad para ver", "capacidad para imaginar". Advertir el "peligro que nos acecha de perder una facultad humana fundamental: la capacidad de enfocar las imágenes visuales con los ojos cerrados, de pensar con imágenes". El peligro, en suma, del entierro de la imaginación.

Multiplicidad
"Entre los valores que quisiera se transmitiesen al próximo milenio figura sobre todo éste: el de una literatura que haya hecho suyo el gusto por el orden mental y la exactitud, la inteligencia de la poesía y al mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía". El desafío de la "explotación del potencial semántico de las palabras, de toda la variedad de formas verbales y sintácticas con sus connotaciones y coloridos". El desafío de la literatura "como enciclopedia, como método de conocimiento, y sobre todo como red de conexiones entre los hechos, entre las personas, entre las cosas del mundo". El desafío de "ver el mundo como un sistema de sistemas en el que cada sistema singular condiciona a los otros y es condicionado por ellos", de lograr la "presencia simultánea de los elementos más heterogéneos que concurren a determinar cualquier acontecimiento. Cualquiera que sea el punto de partida, el discurso se ensancha para abarcar horizontes cada vez más vastos, y si pudiera seguir desarrollándose en todas direcciones llegaría a abarcar el universo entero".

Consistencia
Calvino no llegó a escribir sobre esta sexta cua­lidad anunciada. Murió en 1985, antes de desarrollarla y a punto de viajar a Estados Unidos, donde debía presentar sus seis conferencias magistrales en la Universidad de Harvard.

De: otra-educacion.blogspot.com