V
Yo no sé si las leyes
serán rectas,
yo no sé si serán
equivocadas;
todo lo que yo sé, es
que para quienes
yacen entre presidios
inhumanos,
el muro es fuerte, y
cada día, es como
un año cuyos días
fuesen muy largos.
Pero lo que sí se yo
es que toda Ley
que los hombres han
hecho para el hombre
desde que el primer
hombre de la tierra
arrebató la vida de
su hermano
y tuvo su principio
el triste mundo,
desecha el trigo, lo
convierte en paja,
o lo cierne en el
peor de los cedazos.
Y demasiado sé
también yo esto:
-¡ay, ojalá que lo
supiesen todos!-
que cada cárcel que
construye el hombre
hecha está con
ladrillos de vergüenza
y cegada por duros
enrejados,
para que el mismo
Cristo ver no pueda
cómo el hombre mutila
a sus hermanos.
Con barras manchan la
graciosa luna
y ciegan del buen sol
los resplandores,
y su Infierno hacen
bien en ocultar,
puesto que en la
prisión cosas son hechas
que ni el Hijo de
Dios ni el de los Hombres
no las debieran
contemplar jamás.
* * *
Las acciones más
viles, cual malezas
en la prisión
envenenadas crecen;
pues en la cárcel se
marchita y gasta
todo lo que en los
hombres hay de bueno.
Y la Pálida Angustia
es centinela
y guardián es también
el Desespero.
Y aun al pequeño y
temeroso niño
ellos lo matan con
torturas de hambre
hasta que el niño
llore noche y día;
y castigan al débil y
al idiota
y algunos
presidiarios se enloquecen
y se mofan del viejo
encanecido,
y al fin todos los
hombres se pervierten,
y un vocablo decir no
es permitido.
Y cada estrecha celda
que moramos,
es asquerosa y
lóbrega letrina,
y ahoga la enrejada
claraboya
el vaho hediondo de
la Muerte Viva;
todo, con excepción
de la Lujuria,
en polvo se convierte
sin piedad
en la máquina de la
Humanidad.
Y las aguas salobres
que bebemos
arrastran un pantano
repugnante,
y el pan amargo que
en balanza pesan
está lleno de tiza y
de cal blanca,
y el Sueño, sin bajar
hasta nosotros,
al Tiempo grita, y
con furor camina
mostrando siempre sus
salvajes ojos.
Mas aunque el Hambre
flaca y la Sed verde
luchen cual riña de
serpiente y áspid,
ya poco nos importan
las raciones,
pues lo que hiela y
mata de continuo
con toda libertad, es
que la piedra
que cada cual en su
labor levanta
en el curso del día,
se convierte,
¡ay! en el corazón de
cada uno
durante nuestras
noches de infortunio.
Siempre en el corazón
es media noche
y crepúsculo triste
en nuestras celdas;
volteábamos nosotros
el manubrio
o también
deshilábamos las cuerdas
y cada cual entre su
propio Infierno!
¡Siempre en el
corazón es media noche!
pero el Silencio es
mucho más terrible
que el repicar de un
esquilón de bronce!
Jamás humana voz se
nos acerca
una gentil palabra a
balbucirnos;
el ojo que en la
puerta está mirando
nunca tiene piedad y
es siempre duro;
nos podrimos, de
todos olvidados,
con el alma y el
cuerpo maniatados.
Y nosotros así,
enmohecemos
la cadena de hierro
de la vida
solos y depravados;
hombres hay
que lanzan
maldiciones y hay algunos
que lloran y otros
hay que no se quejan,
pues las leyes de
Dios son muy amables
y rompen siempre el
corazón de piedra.
* * *
El corazón humano que
se rompe
en celda de prisiones
o en el patio,
es como el recipiente
quebrantado
que lleva su tesoro a
Jesucristo,
y unge la sucia casa
del leproso
con su nardo más fino
y delicado.
¡Ah ! Bienaventurados
sean aquellos
cuyos sensibles corazones
pueden
quebrantarse y ganar
paz y perdones;
¿pues de qué otra
manera podría el hombre
seguir sus rectos
planes y limpiarse
el alma de pecado y
padecer?
¿Si no de esta
manera, de qué modo
puede Cristo Señor
entrar en él ?
* * *
Y aquel hombre de cuello
amoratado
y los ojos abiertos
siempre fijos,
espera para sí las
santas manos
que guiaron al ladrón
al paraíso,
pues un quebrado
corazón contrito
no lo despreciará el
Crucificado.
Aquel que lee la Ley,
vestido en rojo,
tres semanas no más
le dio de vida;
¡tres semanas no más
para sanarse
el alma de la lucha
de su alma,
y limpiarse la sangre
arrepentido
de esa su mano que
empuñó el cuchillo!
Y limpió con sus
lágrimas de sangre
aquella mano que
empuñó el acero,
pues las manchas de
sangre, únicamente
se borran
estregándolas con sangre,
y sólo el llanto nos
concede alivio:
la mancha roja de
Caín, tornóse
en el sello más
cándido de Cristo.
De: La Balada de la Cárcel de Reading
De: aMediaVoz.com
El gigante egoísta
Cada tarde, a la salida de la
escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio
y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí
y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había
doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores
color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos
aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y
cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus
trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se
decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó.
Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con
él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo
lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante
sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los
niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su
voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en
desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín
propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie
se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared
muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin
tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero
estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo
rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban
nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se
decían unos a otros.
Cuando la primavera volvió, toda
la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante
Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no
cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima
flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste
por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a
gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se olvidó de este
jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su
gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida
invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el
resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y
anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y
derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable!
-dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos
los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta
que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas
alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento
era como el hielo.
-No entiendo por qué la primavera
se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la
ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie
el tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca,
ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero
al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta
-decían los frutales.
De esta manera, el jardín del
Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte y el
Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en
la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera.
Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos
que pasaba por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando
frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar
ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del
mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir
y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin
llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la
ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un
espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los
niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los
árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían
cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas
infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los
pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un rincón el
invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba
un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol,
y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El
pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el
Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían
a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el
árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado
pequeño.
El Gigante sintió que el corazón
se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido!
-exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a
ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín
será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por
lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió
cautelosamente la puerta de la casa y entró en el jardín. Pero en cuanto lo
vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en
invierno otra vez. Solo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque
tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el
Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió
al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en
sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños,
cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente.
Con ellos la primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para
ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el
muro.
Al mediodía, cuando la gente se
dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el
jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el
día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más
pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a
los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los
niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo
el Gigante.
Pero los niños contestaron que no
sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy
triste.
Todas las tardes al salir de la
escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que
el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy
bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a
menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a
ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el
Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero,
sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se
decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, miró por
la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el
invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban
descansando.
Sin embargo, de pronto se
restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que
estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por
completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban
frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto
había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó
corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su
rostro enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte
daño?
Porque en la palma de las manos
del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus
pies.
-¿Pero, quién se atrevió a
herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas
son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño
niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas
ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al
Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en
tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa
tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba
entero cubierto de flores blancas.
"The Selfish Giant",
The Happy Prince and
Other Tales, 1888
De: Biblioteca de CiudadSEVA