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9 de octubre de 1893 - Brasil |
EL VALIOSO TIEMPO DE LOS MADUROS
“…Conté mis años y descubrí, que
tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el que viví hasta
ahora...
Me siento como aquel chico que
ganó un paquete de golosinas: las primeras las comió con agrado, pero, cuando
percibió que quedaban pocas, comenzó a saborearlas profundamente.
Ya no tengo tiempo para reuniones
interminables, donde se discuten estatutos, normas, procedimientos y
reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada.
Ya no tengo tiempo para soportar
absurdas personas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.
Ya no tengo tiempo para lidiar
con mediocridades.
No quiero estar en reuniones
donde desfilan egos inflados.
No tolero a maniobreros y
ventajeros.
Me molestan los envidiosos, que
tratan de desacreditar a los más capaces, para apropiarse de sus lugares,
talentos y logros.
Detesto, si soy testigo, de los
defectos que genera la lucha por un majestuoso cargo.
Las personas no discuten
contenidos, apenas los títulos.
Mi tiempo es escaso como para
discutir títulos.
Quiero la esencia, mi alma tiene
prisa.........
Sin muchas golosinas en el
paquete...
Quiero vivir al lado de gente
humana, muy humana.
Que sepa reír de sus errores.
Que no se envanezca con sus
triunfos.
Que no se considere electa antes
de hora.
Que no huya de sus
responsabilidades.
Que defienda la dignidad humana.
Y que desee tan sólo andar del
lado de la verdad y la honradez.
Lo esencial es lo que hace que la
vida valga la pena.
Quiero rodearme de gente, que
sepa tocar el corazón de las personas…..
Gente a quien los golpes duros de
la vida, le enseñó a crecer con toques suaves en el alma.
Sí…. tengo prisa… por vivir con
la intensidad, que solo la madurez puede dar.
Pretendo no desperdiciar parte
alguna, de las golosinas que me quedan…
Estoy seguro que serán más
exquisitas, que las que hasta ahora he comido.
Mi meta es llegar al final
satisfecho y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia.
Espero que la tuya sea la misma,
porque de cualquier manera llegarás......"
Mario de Andrade (Poeta, novelista, ensayista y musicólogo
brasileño)
De: Unión Hispanomundial de Escritores.UHE
Belazarte me contó:
No creo en bichos malignos, pero
del cascarudo, no sé. Mire lo que sucedió con Rosa... Dieciocho años. Yo no
sabía que los tenía. Nadie había reparado en eso. Ni doña Carlotita ni doña
Ana, ya viejecitas y solteronas, ambas con cuarenta y muchos. Rosa había venido
para acompañarlas a los siete años cuando se le murió la madre. Murió o dio la
hija, que es lo mismo que morir. Rosa crecía. Su adorable tipo portugués se
pulía poco a poco de las vaguedades físicas de la infancia. Diez años, catorce
años, quince... Al final dieciocho en mayo pasado. Pero Rosa seguía con siete,
por lo menos en lo que respecta a nuestra alma. Servía siempre a las dos
solteronas con la misma fantasía caprichosa de la antigua Rosita. A veces
limpiaba bien la casa, a veces mal. En ocasiones se olvidaba del palillero al
poner la mesa para el almuerzo. Y en el cuarto acariciaba con la misma
ignorancia de madre a la misma muñeca que, ¡no sé cuánto tiempo hace!, le había
dado doña Carlotita con la intención de mostrarse simpática. Parece increíble,
¿no?, pero nuestro mundo está hecho de esos increíbles: Rosa, toda una muchacha
ya, era infantil y de pureza infantil. Que las purezas como las morales son
muchas y diferentes... cambian con los tiempos y con la edad... no debería ser
así, pero es así, y no hay nada que discutir. Pero con dieciocho años en 1923,
Rosa poseía la pureza de los niños de... allá por la batalla del Riachuelo1 más
o menos... Eso: de los niños de 1865. ¡Rosa... qué anacronismo!
En la casita en la que vivían las
tres, camino de la Lapa2, su juventud se desarrolló sólo en el cuerpo. También
salía poco y la ciudad era para ella el viaje que uno hace una vez por año
cuando mucho, por algún finado. Entonces doña Ana y doña Carlotita se vestían
de seda negra, ¡sí señor! Se ponían toda esa seda negra haciendo barullo que
era una lástima. Rosa acompañaba a las patronas con su ropa fina más nuevita,
llevando los jarros de leche y las plantas de la huerta. Iban a Aratá3 donde
reposaba el recuerdo del capitán Fragoso Vale, padre de las dos tías. Junto al
mármol raso doña Carlotita y doña Ana lloraban. Rosa lloraba también para hacer
compañía. Notaba que las otras lloraban, se imaginaba que era necesario llorar
también, ¡enseguida!, llanto llanto... abría los pequeños grifos de los ojos
negros negros, que brillaban aun más. Después visitaban haciendo comentarios
las tumbas endomingadas. Aquel olor... Velas derretidas, familias descansando,
agitación dificultosa para tomar el ómnibus... ¡qué aturdimiento, Dios mío! ¡La
impresión llena de miedos era desagradable!
Anualmente ese viaje grande de
Rosa. No más: llegadas hasta la iglesia de la Lapa algún domingo suelto y en
Semana Santa. Rosa no soñaba ni maduraba. Siempre atendiendo la huerta y a doña
Carlotita. Atendiendo la cena y a doña Ana. Todo con la misma igualdad infantil
que no implica desamor, no. Ni era indiferencia, era no imaginar las
diferencias, eso sí. Uno pone diez dedos para hacer la comida, dos brazos para
barrer la casa, un pedacito de amistad para Fulano, tres pedacitos de amistad
para Zutano que es más simpático, una mirada a la bonita vista de al lado con el
campanario de Nuestra Señora de O4 en un embobamiento allá lejos, y de sopetón,
¡zás! se hace todo amor como en el truco5 para ver si toca una buena mano. Así
es como hacemos... Rosa no lo hacía. Era siempre el mismo pedazo de cuerpo que
ponía en todas las cosas: dedos, brazos, vista y boca. Lloraba con eso y con
eso mismo atendía a doña Carlotita.
Indistinta y bien barridita.
Vacía. Una hermanita. El mundo no existía para... ¡qué hermana!, santita de
iglesia perdida en los alrededores de Évora.6 Hablo de la santita
representativa que está en el altar, hecha de argamasa pintada. La otra, la
representada, usted bien sabe: está allá en el cielo sin interceder por
nosotros... Rosa, si se precisaba, intercedía. Pero sin saber por qué.
Intercedía con el mismo pedazo de cuerpo, dedos, brazos, vista y boca, sin nada
más. La pureza, la infantilidad, la pobreza de espíritu se empañaban en una
redoma que la separaba de la vida. ¿Vecindad? Sólo la casita de más allá, en la
misma calle sin vereda, barrio oscuro, verde de pasto libre. La callejuela era
engullida en un arrebato por la confusión civilizada de la calle de los
tranvías. Pero ya en la esquina el almacencito de don Costa le impedía a Rosa
entrar en la calle de los tranvías. Y don Costa pasaba de los cincuenta, viudo
sin hijos, pitando de su pipa maloliente. Rosa se detenía allí. El almacén
movía toda la dinámica alimenticia de la existencia de doña Ana, de doña
Carlotita y de ella. Y eso en las horas apuradas de la mañana, después de
hervir la leche que el lechero dejaba muy temprano en el portón.
Rosa saludaba a las vecinas de la
otra casa. De tanto en tanto se paraba un minuto para conversar con Ricardita.
Pero no tenía tema, ¿qué tenía que hacer? partir enseguida. Con esas
despreocupaciones de vivir y de disfrutar de la vida, ¡cómo podía reparar en su
propia juventud!, no podía. El único que reparó en eso fue Juan. Primero él
envolvía los dos panes en el papel ceniciento y tiraba el paquete en la
galería. Golpeaba para que supieran y se iba tlindliirim dlimdlrim, en su
triciclo.
Solamente cuando había lluvia y
viento, esperaba con el paquete en la mano.
-Buenos días.
-Buenos días.
-¡Qué lluvia!
-Un espanto.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
Pero una vez, cuando envolvía los
panes en el triciclo, vio que Rosa volvía del almacén. Esperó con toda
naturalidad, no era ningún maleducado. El sol daba de lleno en el cuerpo que
estaba llegando. Fue entonces que Juan reparó en el cambio de Rosa, era otra.
Enteramente mujer con piernas bien delineadas y dos senos agudos conteniéndose
en la lisura de la blusa, como el rubí del anillo dentro del guante. Así es...
Juan no vio nada de eso, estoy fantaseando la historia. Después del siglo
diecinueve los contadores parece que se sienten en la obligación de desmenuzar
con descaro esas cosas. Ni aquel color de manzana camesa7 amorenada limpia...
Ni aquellos ojos de esplendor solar... Juan reparó apenas en que tenía un
malestar por dentro y concluyó que el malestar provenía de Rosa. Era Rosa la
que le estaba causando eso, no tenía dudas. Derramó una risa perdida por la
cara. Se fue atontado, sin decir bien ni siquiera "buenos días". Pero
desde entonces no tiró más los panes desde la acera. Esperaba que Rosa viniera
a buscarlos de su mano.
-¡Buenos días!
-Buenos días. ¿Por qué no los
tiró?
-Es que... se pueden ensuciar.
-Hasta mañana.
-¡Hasta mañana, Rosa!
Sentía ese tal malestar y se iba.
Juan era casi una Rosa también.
Sólo que tenía padre y madre, eso le enseña a uno. Y tal vez a causa de los
veinte años... De verdad que había llegado a esa edad sin contacto con mujer,
pero los sueños lo atizaban, vivía mordido de impaciencias cortas. Pero hacía
pan, entregaba pan y se dormía temprano. Los domingos jugaba al fútbol en el
Lapa Atlético. Cuando descubrió que no podía más vivir sin Rosa, le confesó
todo al padre.
-Pues cásate, hijo. Es una
muchacha buena, ¿no es así?
-Sí, padre.
-¡Pues entonces cásate! La
panadería es tuya... no tengo más hijos... Y si la muchacha es buena...
Esa tarde doña Ana y doña
Carlotita recibían la visita avergonzada de Juan. ¡Cómo costaba hablar de eso!
Al final, cuando ellas adivinaron que ese muchacho, corto de palabras pero
sereno de gestos, les llevaba a Rosa, se emocionaron mucho. Se emocionaron
porque encontraron el asunto muy bonito, muy conmovedor. Y en un instante se
dieron cuenta de que la criadota estaba hecha toda una muchacha ya. Precisaba
casarse. ¡Qué maravilla, Rosa se casaba! ¡Iba a tener hijos! Ellas serían las
madrinas... Casi se desvirgaban del gozo de ser madres de los hijos de Rosita.
Se sentían abrazadas, apretadas y, ¡por la santa cruz!, cometían cada pecadote
en el inconsciente...
-¡Rosa!
-¿Señora?
-¡Ven acá!
-¡Ya voy, sí señora!
Aún no sabían si Juan era bueno,
pero parecía. Y querían disfrutar la turbación de Rosa y del joven, ¡qué
maravilla! Apretados contra los batientes de la puerta relumbraron dieciocho
años fresquitos.
-Rosa, fíjate. El joven vino a
pedirte en casamiento.
-¡Pedir qué!...
-El joven dice que quiere casarse
contigo.
Rosa hizo de la boca una rueda
roja. Los dientes regulares muy blancos. No se avergonzó. No bajó los ojos.
Rosa comenzó a llorar. Se escapó hacia adentro sollozando. Doña Carlotita la
encontró sentada en el banquito junto al fogón. Lloraba con grititos, sollozaba
encogiendo los hombros, desamparada.
-¡Rosa, qué es eso! ¿¡Entonces es
así que se hace!? ¡Si tú no quieres, dilo!
-¡No! Doña Carlotita, ¡no! ¡Cómo
puede ser! ¡Yo no quiero dejarla a usted!...
Doña Carlotita ponderó, disfrutó,
aconsejó... Rosa no sabía para dónde ir, si se casaba; Rosa sólo sabía atender
a doña Carlotita... Rosa se puso a llorar fuerte. Fue preciso taparle la boca,
¡alabado sea!, ¡para que el joven no escuchara, pobre! Al fin vino doña Ana
para saber lo que sucedía, muerta de curiosidad.
Juan se quedó solo en la sala, no
sabía lo que había pasado allá adentro, pero no obstante adivinando que le
parecía que Rosa no gustaba de él.
Ahora sí, estaba realmente
aturdido. Se avergonzó de la sala, de estar solo, no sé, fue tomando el
sombrero y saliendo con paso de buey de carro. Abría los ojos espantado. Ahora
se daba cuenta de que verdaderamente gustaba de Rosa. ¡El rechazo le produjo un
dolor, pobre!...
Fue una tarde de silencio en su
casa. El padre condenó, ofendió a la chica. Después, dándose cuenta que eso le
hacía mal al hijo se calló.
Al día siguiente tiró el pan
junto a la puerta y se fue. Le daba de repente un cosa extraña por dentro,
venía de allá de debajo del cuerpo apretando, casi sofocaba, y la imagen de
Rosa le salía por los ojos discutiendo con la vida indiferente de la calle y de
la entrega del pan. ¡Gracias a Dios que llegó a casa! Pero le faltaban letras y
calle para cultivar la tristeza. Y Rosa no aparecía para cultivar el deseo...
Ese domingo él fue un zaguero estupendo. Gracias a él el Lapa Atlético venció.
Venció porque de repentemente8 ella aparecía en su cuerpo y le daba aquella
voluntad, es decir, dos voluntades: la... ya sabida, y la otra, de olvido y
continuar dominando la vida... Entonces él veía la pelota, adivinaba para qué
lado iba, se tiraba, ¡qué le importaba ahora recibir una patada en la cara!,
¡quebrarse la columna!, ¡qué reventara todo!, ¡que se muriese!, pero la pelota
no tenía que entrar en el arco. Juan naturalmente pensaba que era a causa de la
pelota.
Rosa, cuando vio que de verdad no
dejaba a doña Ana y a doña Carlotita, tuvo un alegrón. Cantó. Ahora es que el
cascarudo entra en escena... Rosa sintió una gran calma. Y no pensó más en
Juan.
-¡Te olvidaste del palillero otra
vez!
-¡Discúlpeme, doña Ana!
Continuó limpiando la casa unas
veces bien otras mal. Continuó arrullando a la muñeca de porcelana. Continuó.
Esa noche de mucho calor, quiso
dormir con la ventana abierta. Rodaba satisfecha el cuerpo desnudo dentro del
camisón, y después se durmió. Un cascarudo entró, zzz, zzz, zzzuuuuuummmm,
¡paf! Rosa dormida se estremeció con la sensación de esas patas metálicas en el
pecho. Abrió los ojos en la oscuridad. El cascarudo se paseaba lentamente.
Encontró el orificio del camisón y avanzaba por el valle ardiente entre montes.
Rosa imaginó una mordida horrible en el pecho, se sentó de un salto,
comprimiendo el pecho. Con el movimiento, el cascarudo se despegó de la
epidermis lisa y cayó en su barriga, zzz, tzzz... tic. Rosa lanzó un grito
agudísimo. Se tumbó en la cama retorciéndose. El bicho seguía descendiendo,
tzz... Al final se enmarañó tzz-tic, estaba preso. Rosa estiraba las piernas
con endurecimientos de ataque. Rodaba. Cayó.
Doña Ana y doña Carlotita la
encontraron así, espasmódica, con la espuma escurriéndose de un lado de la
boca. Los ojos desorbitados relampagueando como brasa. ¡Pero cómo saber qué
era! Rosa no hablaba, retorciéndose. Pero doña Ana, orientada por el gesto que
la pobre repetía, descubrió el bicho. Lo arrancó con aspereza, aspereza para
librar rápido a la joven. Y fue difícil calmarla... Se iba tranquilizando... de
repente volvía todo y era tal cual el ataque, tiraba las cobijas, gruñía,
retorciéndose, los ojos revirados, hum... Terror sin fundamento, bien se ve.
Nueva faena. La lavaron, doña Carlotita se tomó el trabajo de encender el fuego
para tener agua tibia que tranquiliza más, dicen. Le cambiaron el camisón,
mucha agua con azúcar...
-También, dejaste la ventana
abierta, Rosa...
Sólo dos horas después todo
dormía en la casa otra vez. Todo no. Dos ojos fijos en la oscuridad, atentos a
cualquier resabio perdido de luz y a las imágenes silenciosas de la oscuridad.
Rosa no duerme en toda la noche. Finalmente escucha los ruidos de la casa
despertando. Doña Ana viene a ver. Rosa finge dormir, enojada sin razón. ¡Tiene
un odio de esa vieja! Tiene asco de doña Carlotita... Oye el estallido de la
leña en el fuego. Escucha el ruido del pan arrojado contra la puerta de calle.
Rosa se frota los dedos fuertemente por el cuerpo. Se despereza. Al final se
levantó.
Ahora camina más pausada. Trae
una seriedad aún nunca vista, en las comisuras de los labios. ¡Qué negruras en
los párpados! Piensa que va a trabajar y trabaja. Limpia con deber toda la
casa., poniendo diez dedos para hacer la comida, poniendo dos brazos para
barrer, poniendo los ojos en la mesa para no olvidar el palillero. Doña
Carlotita se resfrió. Entonces Rosa le da una porción de amistad. Le prepara
té. Se sienta en la cabecera de la cama, velando mucho, sin hablar. Las dos
viejas la miran desconfiadas. No la reconocen más y tienen miedo de la extraña.
En efecto, Rosa cambió, es otra Rosa. Es una rosa abierta. Imperativa,
enérgica. Se impone. Doña Carlotita tiene miedo de preguntarle si pasó bien la
noche. Doña Ana tiene miedo de aconsejarle que descanse más. Es sábado sin
embargo y podría limpiar la casa el lunes... Rosa limpia toda la casa como
nunca la limpió. Hace una limpieza completa en su propio cuarto. La muñeca...
Rosa le despega los últimos rizos de la cabeza, con gesto frío. Le hunde un
ojo, portuguesamente, a lo Camões.9 Pero piensa que doña Carlotita se va a
afligir. Uno nunca debe dar disgustos inútiles a los demás, la vida está ya tan
llena de ellos... piensa. Suspira. Esconde la muñeca en el fondo de la canasta.
Cuando fue a dormir tuvo un miedo
repentino: ¡dormir sola! ¡Y si se quedase soltera! No sé a qué hora la cama se
le tornó insoportablemente solitaria. Se levanta. Abre de par en par la
ventana, entra con el pecho en la noche, desesperadamente temeraria. Rosa
espera al cascarudo. No hay cascarudos esa noche. Terminó cansándose en esa
posición, a la espera. No sabía lo que estaba esperando. Nosotros sí que
sabemos, ¿no? Pero el cascarudo no llegó. Era una noche calurosa... La vida
palpitaba en un ardor de estrellas estallantes inmóviles. ¡Un silencio!... El
sueño de todos los hombres, durmiendo indiferentes, sin amoldarse con ella...
El olor de campo requemado endurecía el aire que dejó de circular, ¡no entraba
en el pecho! No había absolutamente nada en la noche vacía. Rosa espera un poquito
más... Desengañada, se acuesta después. Se adormece agitada. Sueña mezclas
imposibles. Sueña que se acabaron todos los cascarudos de este mundo y que un
grupo de muchachas se burla de ella zumbando: ¡Soltera!, a las carcajadas.
Llora en sueños.
Al otro día doña Ana piensa que
es necesario pasear a la joven. Van a misa. Rosa marcha adelante y va a
enamorar a todos los hombres que encuentra. Tiene que atrapar uno. Cualquiera.
Tiene que atrapar uno para no quedar soltera. En el almacén de don Costa, Pedro
Mulatón ya llegó a beber el primer aguardiente del día. Rosa tira una línea
para él que más parece de mujer de la vida. Pedro Mulatón siente un deseo fácil
de ese cuerpo, y la sigue. Rosa lo sabe. ¿Quién es ese hombre? Eso no lo sabe.
Aunque supiera que es vagabundo y borracho, es el primer hombre que encuentra,
es preciso agarrarlo, si no, muere soltera. Ahora no enamorará más a nadie. Se
finge inocente y virgen, riquezas que ya no tiene... Pero es artista y
representa. De vez en cuando se da vuelta para mirar. Mira a doña Ana. Ríe para
ella con esa risa provocante que llena los cuerpos de voluntad.
Al salir de misa, otra mirada más
canalla aún. Pedro Mulatón se detiene en el almacén. Bebe más y trama cosas
feas. Rosa imagina que falta azúcar, sólo para ir al almacén. Es Pedro quien le
trae el paquete, conversando. La invita para la noche. Ella se niega porque así
no se casará. Para él es indiferente: casarse o no casarse... Irá a pedirla.
Esta vez las dos tías ni llaman a
Rosa, hombre repugnante ¿no? ¡Cómo iban a casarla con esos treinta y cinco
años!... Por lo menos de treinta y cinco a cuarenta. Y mulato, amarillo pálido
ya descolorido... por el aguardiente, ¡Virgen Santa!... Disculpe, pero Rosa no
quería casarse. Entonces ella aparece y dice que quiere casarse con Pedro
Mulatón. Ellas no le pueden aconsejar nada delante de él, despiden a Pedro. Van
a recoger informaciones. Que vuelva el jueves.
Las informaciones son las que nos
imaginamos, pésimas.
Vagabundo, chupandín, de mal
carácter, no sirve. Rosa llora. Se va casar con Pedro Mulatón y si no la dejan,
huye. Doña Ana y doña Carlotita ceden con la muerte en el alma.
Cuando Juan supo que Rosa se iba
a casar, le vino una desesperación en la barriga. Salió atontado, para
distraerse. Se encontró con unos compañeros y se le dio por la bebida. Lo
dejaron por ahí, sentado en el cordón de la vereda, a la madrugada, totalmente
borracho. El vigilante hizo que se levantara.
-¡Muchacho, no puedes dormir en
este lugar! ¡Ve para tu casa!
Se fue, llorando, diciendo que no
tenía la culpa. Después se acostó en el césped de una calle lateral y se
durmió. El sol lo llamó. Dolor de cabeza, un gusto horrible en la boca... Y la
vergüenza. Ni sabe cómo entró en su casa. La rabia del padre es terrible. ¡Qué
insultos! Su hijo esto, su no sé qué más, palabras feas que dan escalofríos...
Nadie se imaginaría que un hombre tan bueno pudiese decir esas cosas. ¡Bien!,
todo hombre sabe palabrotas, basta tener un dolor desesperado para que salgan.
Porque el padre de Juan sufre de veras. Tanto como la madre que sólo llora.
Llora mucho. Juan tiene repugnancia de sí mismo. De repente, cuando vuelve del
reparto, Carmela lo llama desde la cerca. Dice que Juan no debe beber así,
porque la madre lloró mucho. Carmela llora también. Juan se da cuenta que si
vuelve a tomar se va a hacer más daño. Jura que no va a caer otra vez en eso.
Carmela y él suspiran mirándose. Quedándose allí.
Me estaba olvidando de Rosa...
Cuento el resto de lo que sucedió con Juan otro día. Le prepararon un ajuar apurado,
en menos de un mes. Aún en víspera del casamiento, doña Carlotita le insistió
que dejase al novio. Pedro Mulatón era un infame, hasta un ratero, ¡Dios me
perdone! Rosa no escuchó nada. Pateó el piso. Se quiso casar y se casó. Me dio
que sentía que estaba equivocada, pero no quería pensar y no pensaba. Las dos
solteronas lloraron mucho cuando ella partió casada y victoriosa, sin una
lágrima. Dura.
Rosa fue muy infeliz.
Mario de Andrade
Belazarte, 1934
NOTAS:
1. Riachuelo: decisiva batalla
naval que se libró al sur de la ciudad de Corrientes durante la guerra con el
Paraguay y en la cual resultaron victoriosas las armas brasileñas.
2. Lapa: barrio de Sao Paulo.
3. Aratá: cementerio de Sao Paulo.
4. Iglesia del barrio de la Lapa.
5. Campista: en el original,
juego de naipes.
6. Évora: ciudad del sur de
Portugal.
7. Manzana camesa: especie de
manzana.
8. Derrepentemente: en el
original, neologismo del autor que procuramos mantener.
9. Camoes: (1524-1580), escritor
portugués, autor de Los Lusíadas (1572), epopeya que narra el viaje de Vasco da
Gama a Oriente. Está considerado el gran poeta de la nacionalidad portuguesa y
su nombre es todo un símbolo de su país. Perdió su ojo derecho luchando en
África.
Traducción: Carlos Alberto Pasero
De: Biblioteca Digital CiudadSeva
