" En nuestra vieja casa de
Georgia teníamos dos cuartos de estar -uno detrás y otro delante- con puertas
plegables entre los dos. Era allí donde hacíamos la vida familiar y también
donde representábamos mis espectáculos. El cuarto delantero era el auditorio y
el trasero el escenario. Las puertas plegables el telón. En invierno, la luz
del hogar de la chimenea parpadeaba sombría y se reflejaba en las puertas de
nogal, y en los últimos tensos momentos antes de alzarse el telón se advertía
el tictac del reloj sobre la repisa de la chimenea, el viejo reloj de pie, con
el cristal en el que estaban pintados los cisnes. En verano el calor era
sofocante en las dos salas hasta el momento de alzar el telón, y al reloj lo
silenciaban los silbidos de los jardineros negros y de las radios lejanas. En
invierno, flores de escarcha brotaban en los cristales de las ventanas (los
inviernos de Georgia son muy fríos), y las habitaciones tenían corrientes y
estaban silenciosas. En verano las ventanas abiertas hacían que se agitaran las
cortinas con cada soplo de la brisa, llegaba el olor de las flores recalentadas
por el sol y, hacia el crepúsculo, también el del césped regado. En invierno tomábamos
cacao después de la función y en verano naranjada o limonada. En verano y en
invierno los bollos eran siempre los mismos. Los hacía Lucille, la cocinera que
teníamos por entonces, y nunca he probado otros tan deliciosos como aquéllos.
El secreto de su éxito residía, creo yo, en que nunca le salían bien. Se
trataba de magdalenas de pasas y chocolate que no subían como pide la receta,
de manera que carecían de abultamiento propiamente tal: lo que hacían era estar
húmedas, ser planas y tener las pasas muy juntas. El encanto de aquellas
magdalenas era por completo accidental.
Por mi condición de mayor de
los hermanos era la guardiana, la que contaba los bollos, la jefa de todas
nuestras funciones. El repertorio, ecléctico, iba desde refritos de películas
hasta Shakespeare, además de las piezas que yo inventaba y que a veces escribía
en mi libreta de anillas Big Chief que costaban cinco centavos. El reparto,
eternamente el mismo (mi hermano menor, mi hermana Baby y yo), nuestra mayor
desventaja. Baby era en aquellos días una criatura de diez años, altiva y
obstinada, terrible en las escenas de muerte, desmayos y otras cosas por el
estilo. Cuando Baby se desvanecía para morir de pronto, miraba prudentemente
alrededor y caía con mucho cuidado en un sillón o una silla. (En una ocasión,
lo recuerdo bien, una de esas caídas mortales rompió dos patas de una de las
sillas favoritas de mamá.)
Como directora de las
funciones yo aceptaba interpretaciones terribles, pero había una cosa que
sencillamente no soportaba. A veces, después de prepararlos y de ensayar media
tarde, los actores decidían abandonar el proyecto momentos antes de que
alzáramos el telón y se marchaban a jugar al jardín.
“Me esfuerzo y trabajo en una
función toda la tarde, y ahora me dejáis plantada”, gritaba yo, perdida por
completo la entereza ante la adversidad. “¡No sois más que niños! ¡Niños! No
sería mala idea fusilaros.”
Pero ellos se bebían a grandes
tragos el cacao o los refrescos y se iban corriendo con los bollos de pasas. La
utilería era improvisada, limitada sólo por las modestas prohibiciones de mamá.
El cajón de arriba del armario ropero quedaba excluido y en las obras que
requerían enfermeras, monjas y fantasmas teníamos que arreglárnoslas con
servilletas, manteles y sábanas de la clase inferior.
Las funciones en la sala de
estar terminaron cuando leí por primera vez a Eugene O’Neill. Fue el verano en
el que encontré sus obras en la biblioteca y coloqué su retrato en la repisa de
la chimenea del cuarto de estar que utilizábamos como escenario. En otoño ya
estaba escribiendo una pieza en tres actos sobre venganza e incesto: el telón
se alzaba en un cementerio y, después de escenas de sufrimientos variados,
volvía a caer sobre un catafalco. El reparto lo integraban un ciego, varios
débiles mentales y una vieja malévola de unos cien años. La obra no se podía
representar en las salas de estar. Hice lo que yo llamé una “lectura” a mis
pacientes progenitores y una tía que estaba de visita. A continuación, creo,
vinieron Nietzsche y una pieza llamada El fuego de la vida. La obra tenía dos
personajes -Jesucristo y Friedrich Nietzsche- y el aspecto que yo valoraba más
era que estaba escrita en verso. También hice una lectura de aquella obra, y
después entraron los niños, que estaban en el jardín, bebimos cacao junto al
fuego en la sala de estar de atrás y nos comimos los hundidos y deliciosos
bollos de pasas.
“¿Jesús?”, preguntó mi tía
cuando se lo contaron.
“Bueno, la religión siempre es
un buen tema.” Aquel invierno las habitaciones de la vida familiar, la ciudad
entera, parecían estrujarme y encogerme el corazón adolescente. Anhelaba
marcharme lejos. Me atraía Nueva York de manera especial. El reflejo del fuego
en las puertas plegables de nogal me entristecía, así como el tedioso sonido
del viejo reloj de los cisnes. Soñaba con la distante ciudad de los rascacielos
y con la nieve, y Nueva York fue el feliz escenario de aquella primera novela
que escribí cuando tenía quince años. Los detalles del libro eran extraños:
revisores de metro, patios delanteros de Nueva York; pero para entonces ya no
tenía importancia, porque había emprendido otro viaje. Fue el año de
Dostoyevski, Chejov y Tolstoi, y los primeros barruntos de la existencia de una
región insospechada, equidistante de Nueva York, de la Rusia de los zares y de
nuestras salas de Georgia: la maravillosa región solitaria de las historias
sencillas y del mundo interior".
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Lula
Carson Smith / Carson Mc Cullers Georgia (1917-1967)
Estudió
en clases nocturnas Escritura Creativa, en la Universidad de Columbia y en el
Washington Square College. Padeció una enfermedad crónica que, con el paso del tiempo, le atrajo otras. Pero nunca se rindió. Desde su escritura, militó socialmente por varias realidades: la marginación, el sexo, el racismo. |
“El viernes cayó una larga y
lenta lluvia de invierno. La pared se mojó; los mensajes se borraron hasta el
punto de no quedar una sola palabra legible. La lluvia continuó cayendo gris,
implacable y fría”.
De: El corazón es un cazador solitario”