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9 de julio de 1834 |
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Opinan muchos críticos que fue un precursor de Franz Kafka. |
Era un inútil
Horácek ya no
estaba entre nosotros. Nadie lamentó su muerte a pesar de que todos le conocían
en la Kleinseite. En la Kleinseite, los vecinos se conocen muy bien,
precisamente porque no conocen a nadie más. Cuando Horácek murió, se decían
entre ellos que era bueno que estuviese muerto porque así su madre se ahorraría
mucho sufrimiento, ya que Horácek era un inútil. Murió de repente, a los
veinticinco años; así lo decía el registro funerario. Sobre su carácter, dicho
registro no daba información; ahí no habían anotado nada porque, a saber -como
comentaba muy chistosamente el boticario-, un inútil no tiene ningún carácter.
¡Claro que si hubiera muerto el señor boticario!... El cuerpo de Horácek fue
sacado de la capilla ardiente junto con otros muertos. «Así como es la vida,
así también es el final», dijo el señor boticario en la farmacia. Tras el
muerto desfilaba un pequeño grupo de mendigos más o menos endomingados, por lo
que resultaban todavía más llamativos. Sólo dos personas pertenecían al cortejo
de Horácek: su vieja madre y un hombre joven, vestido de manera muy elegante,
que la acompañaba. Estaba completamente pálido, su paso era inseguro y
tembloroso, de tanto en tanto parecía sacudido por la fiebre. Los habitantes de
la Kleinseite prestaban escasa atención a la madre, lo que al fin y al cabo era
un alivio para ella, y si lloraba, sólo lo hacía como madre y quién sabe si de
alegría; el joven provenía muy probablemente de otra parte de la ciudad, pues
no le conocía nadie. « ¡Pobre, si él mismo necesita dónde apoyarse. Seguro que
está aquí por la Horácková. ¿Cómo? ¿Su amigo? ¡Qué!, ¿quién iba a declararse
simpatizante de alguien proscrito por todos? Y, además, su hijo, Horácek, no
tuvo amigos ni siquiera de joven. ¡Fue siempre un inútil! ¡Pobre madre!»
Por el camino, la
madre iba llorando con un sentimiento que ablandaba el corazón; al joven le
rodaban las lágrimas por las mejillas, a pesar de que Horácek hubiese sido un
joven inútil.
Los padres de
Horácek tenían un colmado. No les iba mal, pues en general a los tenderos suele
irles bien, y en especial si tienen la tienda en un lugar donde vive mucha
gente pobre.
En un sitio así, el
tendero ve entrar el dinero lentamente en la caja, corona a corona y céntimo a
céntimo -por madera, mantequilla y manteca-, sobre todo cuando, además, tiene
que añadir una pizca de sal o de comino; pero, a cambio, siempre entra dinero,
aunque sea poco a poco, e incluso las deudas de dos céntimos se pagan
religiosamente.
La Horácková tenía
sus benefactoras, mujeres de funcionarios que alababan su exquisita
mantequilla. Compraban mucha y pagaban casi siempre el primero de mes.
El hijo de los
tenderos, Franz, tenía ya casi tres años y todavía llevaba vestidos de niña.
Las vecinas decían que era un niño feo. Los hijos de las vecinas eran casi
todos mayores, y Franz rara vez se atrevia a jugar con ellos. Una vez, en la
calle, los niños se burlaron de un judío. Franz estaba con ellos, pero no se
metió con él; el judío empezó a correr tras los chicos, enganchó a Franz, el
cual no albergaba la menor intención de salir corriendo y se lo llevó entre
insultos hasta donde se hallaban sus padres. Las vecinas estaban atónitas de
ver lo inútil que era ya el pequeño Franz.
Su madre se alarmó
y consultó con su marido.
- No le voy a
pegar. En casa, con los niños, se volvería aún más salvaje, y tampoco podemos
cuidar de él, así que lo enviaremos a la guardería.
Le pusieron
pantalones, y Franz tuvo que ir, llorando, a la escuela. Allí pasó dos años. El
primer año recibió un croissant en recompensa por su conducta tranquila; el
segundo año habría obtenido una estampita en el examen anual... si se hubiese
presentado.
El día antes del
examen se fue a casa al mediodía. Tenía que pasar por delante de donde vivía un
rico terrateniente. Ante la casa, en una calle bastante tranquila,
acostumbraban revolotear las aves, y Franz se quedaba a menudo embelesado con
ellas. Aquel día paseaban por allí algunos pavos que Franz no había visto en su
vida. Lleno de entusiasmo, se detuvo a contemplarlos. No transcurrió mucho
tiempo y ya estaba de cuclillas entre los pavos manteníendo importantes
conversaciones con ellos. Se olvidó de la comida y de la escuela, y cuando por
la tarde los niños se chivaron al maestro y le contaron que Franz estaba
jugando con los pavos en lugar de ir a la escuela, el profesor mandó a la
asistenta que fuera a buscarlo.
La víspera de la
París-Marsella, en los medios ciclistas de la capital corrió el rumor de que
Martín reservaba al público una sorpresa impresionante, y cincuenta y tres
periodistas acudieron a entrevistarle.
- ¿Que qué pienso
del teatro? -respondió Martín-. Un día, de paso por Carcasona, se me ocurrió ir
a ver el Fausto en el Teatro Municipal, y me dio pena Margarita, Y digo que si
Fausto hubiera sabido lo que es una buena bici, habría tenido algo con que
entretenerse en su juventud y no se le habría ocurrido hacerle esas pillerías a
la pobre Margarita, y habría acabado casándose con ella. Bueno, eso me parece a
mí. Ahora, si me preguntan quién va a ser el primero en Marsella, a eso, digo
yo, sí puedo responder sin esconderme de nadie: voy a ser yo.
Y cuando los
periodistas se alejaban, recibió una carta perfumada, de una tal Liliane, que
le invitaba a tomar el té. Era una mujer de mala vida, como tantas, y que no
tenía ni educación ni principios, ni moral. Martín fue a su casa sin
desconfiar, al salir del velódromo, donde había ido a dar unas vueltas para
probar la máquina. Llevaba en la mano una maletita con sus cosas de ciclista.
Habló de las carreras,
de la mejor táctica, del cuidado que había que tener con la bici y con su
persona. La mala mujer le hacía preguntas pérfidas:
- ¿Y cómo se da un
masaje, señor Martín?
Y le tendía la
pierna para que él la cogiera. Y Martín cogía ingenuamente esta pierna de
perdición, sin más emoción que si fuera la de un compañero, y explicaba
tranquilamente:
- Se hace así,
hacia arriba. Con las mujeres, es difícil, porque tienen los músculos blandos.
- Y, en caso de
accidente, ¿cómo haría usted para llevarme?
Y le hacía otras
preguntas, pero no se puede repetir todo lo que esta mujer decía. Martín
respondía candorosamente, muy lejos de sospechar la maldad de sus intenciones.
Ella mostró curiosidad por lo que llevaba en la maletita, y él le mostró su
calzón, su maillot y sus sandalias de corredor.
- ¡Ah, señor
Martín! -dijo-. ¡Cómo me gustaría verle vestido de corredor! Jamás he visto uno
de tan cerca.
- Bueno -dijo él-.
Si le gusta...
Cuando volvió, la
encontró cubierta con un vestido más sucinto aún que el suyo, y del que es
mejor no hacer una detallada descripción. Pero Martín, ni bajó los ojos. Miró
sin pudor, con aire serio, y dijo:
- Veo que también a
usted le gustaría correr en bicicleta, pero le hablaré francamente: el oficio
de corredor ciclista, a mi ver, no les va a las mujeres. En cuestión de
piernas, las suyas podrían valer tanto como las mías. No es eso lo que quiero
decir, pero las mujeres tienen pechos y cuando uno rueda dos o trescientos
kilómetros, es pesado cargar con eso, señora. Sin contar con que está lo de los
niños. Además, eso.
Liliane, conmovida
por estas palabras de cordura y de inocencia, comprendió hasta qué punto es
amable la virtud y comenzó a detestar sus pecados -y tenía muchos - y luego le
dijo a Martín con lágrimas muy dulces:
- He sido una loca
pero, a partir de hoy, esto se ha acabado.
- No hay nada de
malo en esto -dijo Martín -. Ahora que usted me ha visto en maillot, voy ahí al
lado a vestirme. Es por el respeto ¿sabe? Mientras tanto, usted puede hacer lo
mismo, y ya verá como no piensa más en correr en bicicleta.
Así lo hicieron, y
Martín salió a la calle llevándose las bendiciones de esta pobre muchacha a
quien devolvía el honor y la alegría de vivir en paz con su conciencia. Los
periódicos de la noche publicaban su retrato, pero él no sintió el menor
placer, ni orgullo, pues no necesitaba todo este ruido para esperar. Al día
siguiente, desde la salida de París, se colocó en el último lugar y lo conservó
hasta el final. Al entrar en Arles, se enteró de que sus competidores habían
llegado ya a Marsella, pero no menguó su esfuerzo. Continuaba pedaleando con
todas sus fuerzas y, en el fondo de su corazón, y aunque la carrera hubiera
terminado para los otros, no desesperaba aún de poder quizá llegar el primero.
Los periódicos, furiosos por haberse visto engañados, lo trataron de fanfarrón
y le aconsejaron que corriera «el criterium de los asnos» (juego de palabras
incomprensible para quien no lea periódicos deportivos). Esto no le impidió a
Martín seguir esperando, y a Liliana abrir, en la rue de la Fidelité, una
lechería con la enseña del Buen Pedal, en la que los huevos se vendían unos
céntimos más baratos que en cualquier otro lugar.
Empezó a estudiar
derecho porque estaba de moda y porque el padre quería que se hiciese funcionario.
Así que Horácek tuvo todavía más tiempo para leer y, como por la misma época se
enamoró felizmente, también empezó a escribir. Sus primeros ensayos salieron
publicados en revistas, y toda la Kleinseite estaba enormemente indignada de
que se hubiera convertido en literato, escribiera en periódicos y, por si fuera
poco, además en lengua checa.
Le profetizaron un
descenso en picado, y cuando su padre murió poco tiempo después, todos
afirmaron con seguridad que había sido la aflicción a causa del inútil de su
hijo lo que le había llevado a la muerte.
La madre dejó el
colmado. Al cabo de poco tiempo ya le iba muy mal, y Horácek tuvo que mirar de
ganar algún dinero. Habría buscado gustoso un trabajo, pero eso era algo que no
podía decidir inmediatamente. No había perdido del todo las ganas de seguir
estudiando, si bien la carrera de derecho le resultaba una bazofia de difícil
aceptación, y sólo iba a la facultad cuando se aburría. El gran impedimento,
sin embargo, era su amor. Una bella muchacha, realmente cariñosa, estaba
encendida de amor por él, y tampoco sus padres la obligaban a decidirse por
ningún otro, a pesar de que le presentaban suficientes pretendientes. La
muchacha quería esperar a Horácek hasta que pasara el examen y obtuviese con él
un puesto decente. El empleo que le habían ofrecido a Horácek traía consigo un
sueldo inmediato, pero sin expectativas para el futuro. Horácek comprendió bien
que, a su lado, la muchacha no tendría un futuro próspero, y a la miseria
tampoco quería entregarla. Creyó que estaba menos enamorado de ella de lo que
en realidad estaba, y tomó la decisión de decirle adiós. Sin embargo, no tenía
corazón para hacerlo de forma abierta: quería ser repudiado, arrojado; tal era
el inconsciente anhelo de regocijarse en un sufrimiento inmerecido. Pronto se
le ocurrió la manera. Cambiando su letra, escribió una carta anónima contando
las cosas más insultantes sobre él mismo y la envió a los padres de la novia.
La hijita no creyó al denunciante. Pero el padre era más precavido, preguntó
entre los vecinos de Horácek y ellos le informaron de que el muchacho era un
inútil desde la infancia. Cuando Horácek fue de visita unos días más tarde, la
muchacha salió llorando de la habitación y él fue despedido de la casa de
manera cortés.
La muchacha se casó
poco después, y por toda la Kleinseite se extendió el rumor de que habían
echado a Horácek de la casa a causa de su inutilidad.
Fue entonces cuando
a Horácek se le rompió el corazón, pues había perdido a la única persona que le
amaba, sin oder ignorar su propia culpa en todo ello.
Perdió su presencia
de ánimo, el nuevo oficio se le volvió detestable, se moría de pesar y se
consumía abiertamente. A sus vecinos no les extrañaba nada todo eso, ya que no
era -decían- sino la consecuencia de una vida llevada tan a la ligera.
Su nueva ocupación
le obligaba a estar en un despacho privado. A pesar de su aversión, trabajaba
con ahínco, y su superior pronto le depositó toda su confianza; cuando había
que transportar dinero, se lo confiaba a él. Horácek también tuvo ocasión de
mostrarse agradecido con el hijo del jefe. Una vez, éste le esperó a la salida.
- Señor Horácek, si
usted no me ayuda, no tendré más remedio que arrojarme al agua, y, por escapar
a mi propia verguenza, sere una vergüenza para mi padre. Tengo deudas que debo
pagar hoy a toda costa, pero no recibiré mi dinero hasta pasado mañana, y ahora
me encuentro perdido. Usted lleva dinero para mi tío; confíemelo de forma
provisional; pasado mañana lo repondré. ¡Mi tío no le preguntará a mi padre por
el dinero!
Pero el tío sí que
preguntó, y al día siguiente se leía en el periódico: «Ruego a todos aquellos
relacionados con mi empresa no le confíen ningún dinero a F. Horácek. Le he
despedido sin previo aviso, por deslealtad.»
Ni siquiera la noticia
de que otro barrio de la ciudad ardía en llamas habría despertado tanto interés
entre los habitantes de la Kleinseite.
Horácek no delató
al hijo del señor director: se fue a su casa, y, pretextando dolor de cabeza,
se acostó.
El médico del
distrito, a la hora de costumbre y claramente sumido en sus pensamientos, fue
unos días más tarde a la farmacia.
- ¿Así que el
inútil se ha muerto? -preguntó sonriendo el señor boticario.
- ¿Horácek? ¡Pues
sí!
- ¿Y de qué ha
muerto?
- ¡Bah? Por mí,
diré que de un ataque al corazón.
- ¡Vaya! Menos mal
que no ha dejado deudas de medicamentos, ese inútil.