domingo, 26 de enero de 2014

"¿Hay una movida cultural uruguaya?" - Horacio Cavallo



















Horacio Cavallo nació en Montevideo el 31 de diciembre de 1977.
Es narrador y poeta.

Integró el consejo editorial de la revista Milcuernos y el colectivo punto txt.
En poesía consiguió el 1° Premio en el Concurso anual de Literatura organizado por el Ministerio de Educación y Cultura.

En narrativa logró dos menciones en el Concurso Literario Municipal en los años 2004 y 2005.

En el año 2006 publicó su primer poemario llamado el “El revés asombrado de la ocarina”.

En el 2007 recibió una de las 10 becas que otorga la Intendencia Municipal de Montevideo para jóvenes creadores.

Ha publicado algunos de sus trabajos en la revista Versal (Holanda), El Parnaso (España), Desenredos y Antonio Miranda (Brasil), Viento en Vela (México) y Punto de partida (México, UNAM).

En 2008 fue premiado con los Fondos Concursables junto a Francisco Tomsich por “Sonetos a dos”, un libro de sonetos escrito a cuatro manos.

En el 2009 obtuvo los Fondos Concursables en la categoría narrativa con la novela “Fabril”.

Participó en  festivales de poesía en México (El Vértigo de los aires), Venezuela (Encuentro de Escritores por el ALBA, Filven 2008) y Brasil (Festlatino, 2009).




La biografía precedente circula en las redes desde hace tiempo.

Nuestra intención, por lo tanto, no es la de transvasar información al alcance de todos/as.

Nos anima el propósito de inducir a la todavía numerosa colectividad de lectores/as a acercarse -más o por vez primera- a la particular escritura de un uruguayo que, por su calidad, debería de transformarse en uno de nuestros escritores de cabecera (o de viaje en ómnibus, o de tarde de domingo o como quiera que cada uno/a pueda leer).

Nuestro argumento es muy simple, y como tal, esencial. No se asienta en una trayectoria de lectura profesional; está generado en las impresiones y actitudes y proyecciones  que dos grupos de alumnos/as de Secundaria expresaron después de trabajar, en el 2013, con diversos fragmentos de la novela Oso de Trapo, por la cual fue premiado en el año 2007. 

En nuestra sociedad se ha instalado el tópico de que nuestra juventud no lee. Cierto si se considerara en su total fenomenología y, en especial, referida a qué motivación recepciona el estudiante, sea cual fuera su bagaje cultural. 

Así que, en principio, nuestro agradecimiento a Horacio, a quien no conocemos personalmente pero que nos dejó ese regalo de "los amigos del alma", ese regalo que queda prendido en la vivencia colectiva de un manojito de gente leyendo sus vivencias, allá lejos, en un Liceo rural.

Quedate tranquilo, Horacio, tu Oso no duerme, tu Oso de trapo "mueve y mueve", dulce recompensa para un escritor que no puede vivir de su escritura, para un trabajador que no tiene más remedio que escribir los domingos, como en alguna entrevista te escuché afirmar. 

Arcaica tradición en nuestro país, por otra parte, donde todavía no hay una "movida" cultural promovida por las políticas de Estado. A los artistas uruguayos les aguardan aún muchos domingos a robar a la familia, muchas horas a negar al sueño, muchas masticadas de rabia, pero mucha más pasión capaz de encender la hierba seca.

Para quienes no han visto ni la tapa del libro, la tapa y un capitulito. Así se entusiasman y compran ahora esta preciosa novela; después, la seguridad de que no necesitarán recomendación alguna para acompañar a Horacio en su trayecto.


IV

Abuela subió a traerme el almuerzo. Se quedó esperando que limpiara el plato. Tiene miedo. Dice que si se va voy a tirar la comida por el espacio que hay entre las celosías, que más de una vez encontró gusanos cerca de la ventana.
Como sin ganas. Busco formas amontonando los granos de arroz. Ella espera, balanceándose al borde de la cama. Nunca deja los dedos quietos la abuela. A veces se tironea el índice con la ayuda del resto. Otras entrelaza ambas manos y hace girar los pulgares. Me entretiene observar esa especie de molinito que forma con los dedos.
–Dios te va a ayudar –dice, prácticamente dándome la espalda. Entonces interrumpe el molino y se persigna diciendo cosas que no alcanzo a oír del todo bien. Primero en la frente, luego en el rostro y al final en el pecho, hasta que se besa el pulgar.
Me tranquiliza un poco todo eso, aunque sigo sin hambre.
Desde que la abuela me contó que Dios es un hombre enorme que abarca el ancho y el largo del cielo dudo antes de hacer cada cosa. Sé que está ahí arriba, mirándonos, ideándonos un destino cualquiera a su antojo. También yo lo hago en cierta medida un ratito antes de ponerme a dibujar. Me entusiasma la idea de que puedo elegir absolutamente qué cosa dibujar y qué destino imponerle. Hay días que por miedo a estar siendo observado o porque son esos días en los que ando bondadoso y bien dormido dibujo a Selva, a la abuela y al abuelo juntos, sonriendo, sentados en el patio tomando el té. Pero otras veces miró hacia el techo desafiante y me largo a dibujar al abuelo sin ninguna de las dos piernas, en pedazos, con la boca abierta, bien abierta, como los ojos.
Selva dice que dios está muerto. Me pidió que jamás se lo diga a la abuela. Ella moriría del disgusto o la mataría a cinturonazos. Eso mismo, que dios está muerto, que apenas hizo al hombre se murió de tristeza. Lo cuenta apesadumbrada, con lágrimas en los ojos, como si ella misma le hubiera dado muerte, o como si lo hubiera amado hasta los huesos mientras vivía. Y tiene casi doce años Selva, y anda llorando a Dios por las esquinas, mientras vende empanadas.
–Tenés que comer –dice la abuela–, que ya lo dijo el médico. Estas piel y huesos.
Después me toma la fiebre. Cuando me lleva la palma a la frente siento muy claro su olor. Podría reconocerlo con los ojos vendados. Igual que el del abuelo o el de Selva. A menudo jugueteo y cierro los ojos cuando vienen subiendo la escalera. Hablo para mí mismo para no escuchar nada y poder descifrar de quién se trata a través del olfato.
En el olor de la abuela predomina la humareda de las frituras. El del abuelo es una olor ácido y dulzón. Selva huele a desinfectante porque pasa las mañanas fregando los pisos mientras abuela hace girar el dedo húmedo en el borde de la masa para empanadas.
Pienso en los olores mientras amontono los granos de arroz formando un barquito sencillo. Quiero saber a qué se parece el olor de Dios, esté vivo o muerto.
La abuela al final se cansó. Dijo que ya hacía rato que estaba papando moscas y que no probaba la comida, así que se me acercó, consiguió sacarme la cuchara y la llenó hasta el borde. Esperó que abriera la boca pero me opuse. Junté ambas hileras de dientes y esperé. Me golpeó la boca con la cuchara y los granos de arroz se desparramaron en la cama. Como abrí la boca para quejarme aprovechó para meterme un puñado de granos de arroz a la fuerza.
–Si no comés voy a llamar a tu abuelo.
El abuelo es el que se encarga de hacer cumplir las normas en el caserón. A la abuela, con mucho esmero se la puede convencer, es posible llegar a ese corazón del tamaño de una nuez que bombea alocado debajo de su escote y conseguir que desista. El abuelo tiene el corazón del tamaño de los carozos de aceituna, y es tan espesa la capa de piel y grasa que lo cubre que no hay nadie ni nada que pueda conmoverlo. Selva, por el contrario, tiene el corazón cosido a la piel del pecho y del tamaño de un pomelo. Cuelga el enorme corazón que golpea las costillas. Basta estornudar para llegar al corazón de Selva. Ella va a dar vuelta la casa hasta encontrar el más perfumado de los pañuelos.
Al final la abuela se sale de sí misma. Deja el plato en el piso y se acerca a la escalera. Llama al abuelo, lo llama sin gritar pero con un dejo de cansancio en la voz. Me cubro hasta la cabeza con la frazada. Oigo la pierna del abuelo trepando la escalera, siento como la abuela me mira con algo parecido a una sonrisa, a la victoria. Entonces me doy cuenta que nada de todo eso es nuevo. Que otras veces, que cada día, la abuela me sostiene las piernas y el abuelo me abre la boca a la fuerza, obligándome a tragar la comida que el médico asegura puedo comer, previamente pisada, por un tenedor que me entristece el resto del día, de solo verlo, ahí, sobre la mesa de luz.

Aunque no hace más de cinco años que murió mi hermano, dejándome esta casita mugrienta, regularmente viajaba a Fraile Abdiel. Casi siempre en verano. El resto del año trabajaba de administrativo en la Universidad. Sellaba documentos, acomodaba libretas todo el santo día, echando humo y soñando como el personaje de La isla desiertacon un lugar alejado, una vida posible. Nunca fui muy dado a conocer gente. No conservo amigos prácticamente de aquella época, de ninguna si soy sincero. De seguro se deba al encierro, o a esta otra profesión, por llamarla de alguna forma, de secuestrar momentos en fotografías o en dibujos desprolijos.
Los círculos de artistas me dan náuseas. Conocí un grupo de intelectuales, hace ya de esto veinticinco o treinta años, que se reunían en el Bar Tasende. Debés conocerlo, casi llegando a la Ciudad Vieja.
En ese entonces había colocado un par de fotografías entre dos vidrios y pintaba seguido, colgando las imágenes en las paredes de una pieza que me alquilaba una familia en decadencia de la clase acomodada. Ni recuerdo donde conocí a la muchacha, ni si se llamaba Laura o Luisa. Creo que solo podría reconocerla por el olor. Siempre retuve el olor de las mujeres más que sus ojos o la forma de su pechos. Igual, hoy día, poco tendría que ver. No hay rostro, idea ni olor que el paso del tiempo no vuelva inservible.
Esta muchacha Luisa quería ser pintora, así como otras se resuelven a ser actrices o dactilógrafas. Pero mejor le hubiera ido de optar por otra cosa. Estudiaba Bella Artes y adoraba vestirse llamativa, citar a Bergman y a Jean Paul Sartre. No era del todo mala con la crítica de arte. Tenía una memoria envidiable y sabía elegir lo que repetía.
No puedo recordar del todo bien dónde nos conocimos. La cuestión es que una noche aparecimos por la pieza de Villa Muñoz, empapados, escapándole a una noche de tormenta.
Tenía una necesidad ferviente de conversar, de decir, fuera lo que fuera, y en cualquier momento. No sé si me engaño, si te estoy engañando a vos, Lucien, pero hasta tengo la impresión de que fue ella a la que sorprendí, volviendo del baño diminuto que habían construido en el centro del patio unos meses antes, conversando con las fotografías que colgaban de la pared.
Maravillas dijo en solitario, y apenas aparecí me apoyó la mano en el hombro, me arremolinó el pelo cariñosamente y sostuvo hasta entrada la noche que esas imágenes tenían que verlas los del grupo de los viernes.
Me negué a que las llevara pese a su insistencia. Al final fue convenciéndome de que la acompañara a ese grupito de desgraciados que se creían elegidos por los dioses por tomar como propias algunas técnicas de la vanguardia europea.
La mayoría tomaba café, desconfiaba del alcohol y la tristeza y apenas si habían pintado con acuarelas un velero entre las rocas. Llevaban boinas torcidas hacia cualquiera de los lados, pipas que apenas fumaban, y sin embargo pasaban horas discutiendo cuál era el tabaco que mejor cuadraba con el ambiente.
Hablaban unos sobre otros intentando cada uno en sobresalir, no por la calidad del comentario sino por el volumen con el que lo decían. Para entonces a mí se me había ocurrido empezar a trabajar con la serie de las vaginas y con una, extraviada más tarde, sobre fotografías de los inodoros de los baños públicos. Así que cuando Luisa los interrumpió para presentarme y todos me miraron de costado, preguntando a qué me dedicaba estrictamente, les dije que trabajaba en estas dos series. De los diez ocho se llevaron la mano al corazón cuando hablé de entrepiernas y baños públicos. Las mujeres se volvieron del color de las copas de campari y más de uno quiso que con uno o dos carraspeos la reunión se desvaneciera.
Siguió un silencio extendido y como ya no me interesaba ni la estupidez de Luisa ni la frivolidad de los comensales invité a las tres muchachas del grupo, Luisa incluida, a posar para la primera de las series.
Todo rompió en un murmullo desparejo del que me alejé, sonriente, dejando atrás el bar y volviendo al centro por la calle Soriano. No había llegado a la esquina cuando Luisa o Laura, quién sabe, me gritó que me detuviera, diciéndome que aceptaba la propuesta, mientras me entregaba una servilleta con su dirección anotada.
Iguales son los escritores. Peores, mucho peores, los actores. Viví diez años con una actriz de la Comedia Nacional que llenaba la casa de estos tipos repugnantes. Diez años que no me devuelve nadie y que no me perdona la conciencia.
Con mi mujer vinimos alguna vez a Fraile Abdiel a visitar a mi hermano. Pasábamos dos o tres días en el hotel donde te quedás vos. No más de tres días, un fin de semana con medio lunes. Al tercer día Eloisa encontraba pelos en la comida, cucarachas debajo de las camas y una soledad que según decía le daba un miedo enorme.
Voy hacia María, que sé que es lo que te interesa.
Una noche, por el setenta y tantos, bajamos del tren y caminamos las cinco cuadras largas hasta esta casa. Mi hermano había salido y lo más extraño era que había pasado llave a la puerta. Eloisa aprovechó para recriminarme el hecho de viajar sin haber avisado y toda una sarta de reproches que solo una mujer puede ir hilvanando en una asociación de ideas propias de un sicótico. Así que fuimos y vinimos, dando vueltas, de la casa a la estación, a la plaza.
Pasábamos frente a lo de Sonia cuando vimos que una camioneta blanca, demasiado moderna para el pueblo, se detenía. Bajó un hombre corpulento, vestido de civil, que cargaba una canasta. En el auto, frente al volante, aguardó otro, este sí, uniformado. Los dos tenían un bigotito muy prolijo y la espalda derecha.
El hombre de civil se detuvo en el portón, dejó la canasta en el piso y golpeó las manos un par de veces pero con golpes secos y cortos, como si no quisiera llamar del todo la atención. No apareció Sonia sino su marido, un hombre, ya viejo por entonces, que caminaba encorvado y hablaba a los gritos, flexionando la mano y colocándola detrás de la oreja.
Nosotros aprovechamos la sombra que daba un pino, aunque la luna menguaba detrás de unos nubarrones y no era fácil que fueran a vernos. Intuíamos algo extraño en todo el cuadro.
Y así fue. El hombre le dio al viejo la canasta y se despidió murmurando alguna cosa.
Cuando el marido de Sonia fue a entrar, tanto Eloisa como yo oímos una especie de gimoteo que venía desde la entrada de la casa. Podríamos haber creído que se trataba de un gato. Pero no. El viejo iba entrando una canasta de donde salía al llanto de un recién nacido. En esa canasta venía María.



Novela
OSO DE TRAPO, de Horacio Cavallo. Editorial Trilce, Montevideo, 2008. Distribuye Gussi, 133 págs.

HAY TRES HISTORIAS que se entrelazan en esta novela, la primera de Cavallo (Montevideo, 1977). Una es la de tres personajes (una joven, su abuela y dos hombres) que viven en un pueblo perdido del interior uruguayo llamado Fraile Abdiel. Otra, la de un niño enfermo, cuidado por sus abuelos y su hermana. Y la tercera, la del escritor de la novela Oso de trapo, que alude a las otras dos en el proceso de su creación. Las tres numeran sus capítulos de manera diferente (con números, con números latinos, con letras) como para que no se mezclen, para que cada una pueda organizar su trama por su lado.
Esa estructuración, así como la novela dentro de la novela, no son gestos decorativos ni alardes formales, sino procedimientos que el texto pide, y que explican las variantes de tonalidad y de lenguaje que caracterizan a cada historia. En la primera, la sensualidad de la joven, la obsesión del viejo pintor por retratarla, la incertidumbre del joven acerca de su pasado, circulan en medio de una atmósfera quieta, desolada, de pueblo muerto, a lo Onetti. En la segunda, el relato del niño en primera persona, como un diario, va dando cuenta del mundo desde su mirada, e inserta lo imaginario en la realidad sin la intervención de narrador alguno. En la tercera, el relato de la redacción de Oso de trapo por encargo funciona como una puerta que se abre a las ficciones de las historias y vuelve al presente que las inspira y prepara. El movimiento, el cambio (de diálogos a descripciones y de ahí a narración) son las claves de la estructuración, y a la vez lo que le quita frialdad.
Por la escritura, Cavallo (que también es poeta) genera un universo ficcional en el que puede creerse. No sólo las historias interesan al lector, ni la presencia de un oso de trapo en las tres, sino la tensión poética que sostiene, sin debilitarse, el texto entero. Como si la pérdida de sentido del mundo a que se alude en la novela pudiera compensarse con el sentido de la forma, Cavallo trabaja el lenguaje con tiempo y precisión. También con la discreción necesaria para que el relato no resbale a lo "poético". Ese trato con el material, esa mano firme para sujetar la invención, así como la conciencia de escritura, son las razones del premio de la IMM de 2007. Por una vez, ese premio no es un reconocimiento relativo sino la constatación de un valor literario real.

Roberto Apratto, El País, Suplemento Cultural, 17 de octubre de 2008

De: horaciocavallo.blogspot.com


Horacio Cavallo - Escritor
Escrito por Mauricio Conde        


1-¿QUÉ TE MUEVE O TE INSPIRA A LA HORA DE ESCRIBIR?
Lo que me mueve, supongo, es la necesidad. La comunión que encuentro haciendo durante un rato una de las cosas que más disfruto. No creo en la inspiración, pero si tengo mis rituales (tabaco, bebida blanca) que favorecen ese estado de intensidad productiva, de alerta, de introspección.


2- NOMBRAME AL MENOS 3 REFERENTES ARTISTICOS INEVITABLES PARA TU CARRERA

Henry Trujillo, Álvaro Ojeda, Jorge Meretta.



3- ¿CÓMO SE MANEJA UN ARTISTA PARA NO REPETIRSE Y SIEMPRE IRSE RENOVANDO?

No tengo idea. Supongo que hay un trabajo subterráneo, a nivel inconciente, un “otro” que se encarga de eso. Concientemente no me propongo innovar. Intento mejorar cada día en lo que hago. Con eso me alcanza.



4- UNA  MEDIDA CONCRETA QUE AL ESTADO LE FALTA PARA APOYAR LA CULTURA…

Más plata, evidentemente. Más plata para la cultura, repartida con criterio y sin que ninguna disciplina artística prime sobre las otras.



5-¿NOS RECOMENDAS UNA PELICULA, UN DISCO Y UN LIBRO?

Delicatessen, de Marc Caro y Jean Pierre Jeunet.

Reunión Cumbre, de Astor Piazzolla y Gerry Mulligan

Cuentos Completos, de Haroldo Conti



6-¿VOLVES SOBRE TUS PROPIAS CREACIONES? TE INTERESA CORREGIRLAS? RECREARLAS?

Mientras están inéditas vuelvo, naturalmente. No, de cualquier forma, con la misma asiduidad que otros colegas mucho más “correctores”. No me gusta mucho corregir. Prefiero ponerme a crear algo nuevo que retocar lo anterior.



7- EN URUGUAY ¿SOBRAN ARTISTAS O FALTA PÚBLICO?

Un poco las dos cosas. Hay un aspirante a artista debajo de cada piedra y somos un país muy chico (y primitivo). En lo literario, y en los ciclos de poesía en particular, por lo general son más los que leen que los que escuchan.



8-¿CÓMO POTENCIARIAS LA GESTIÓN CULTURAL EN EL URUGUAY?

Ni idea, si supiera no vendería mangueras de radiador diez horas diarias.



9-¿CONSIDERAS QUE ACÁ LA CULTURA ESTÁ ADECUADAMENTE DIFUNDIDA?

No, siempre se puede más. Creo que en los últimos años se han dado grandes cambios pero con eso no alcanza. Hay que seguir incorporando proyectos y darle a la cultura la importancia que merece.



10-¿QUÉ LE AGREGARÍAS A LA MOVIDA CULTURAL URUGUAYA?

¿Hay una movida cultural uruguaya?


De: COOLTIVARTE