jueves, 3 de abril de 2014

Desde Japón en una cáscara de nuez



José Juan Tablada
Poeta, periodista, diplomático.
3 de abril de 1871- Méjico


Prólogo


Arte, con tu áureo alfiler
Las mariposas del instante
Quise clavar en el papel;

En breve verso hacer lucir,
Como en la gota de rocío,
Todas las rosas del jardín;

A la planta y el árbol
Guardar en estas páginas
Como las flores del herbario.

Taumaturgo grano de almizcle

Que en el teatro de tu aroma
El pasado de amor revives,

Parvo caracol del mar,
Invisible sobre la playa
Y sonoro de inmensidad!




















LAS ABEJAS

Sin cesar gotea
Miel el colmenar;

Cada gota es una abeja...





EL INSECTO

Breve insecto, vas de camino
Plegadas las alas a cuestas,
Como alforja de peregrino...














 LAS HORMIGAS

Breve cortejo nupcial,
Las hormigas arrastran
Pétalos de azahar...





UN DÍA... (Poemas sintéticos)
Caracas, 1919





LAS PROSTITUTAS...

Las prostitutas
Ángeles de la Guarda
de las tímidas vírgenes;
ellas detienen la embestida
de los demonios y sobre el burdel
se levantan las casas de cristal
donde sueñan las niñas...



IDENTIDAD

Lágrimas que vertía
la prostituta negra,
blancas..., ¡como las mías...!



DELVAUX


“Te prevengo que tengo el corazón duro, pero hay momentos en que me dejaría hacer pedazos por el primer desgraciado que se me cruza al paso”- Roberto Arlt

2 de abril de 1900 - Argentina
Escritor, periodista, inventor

El hombre corcho

El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más intere­sante de la fauna de los pilletes.
Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a ha­blaros de su asunto, os dice:
-Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os di­ga que “su buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso”, pónganse las manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más tarde.
Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la al­canzaba al compañero.
Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.
Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos enloquecían luego con la cantinela:
-Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maes­tro, pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos, en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muer­to, él se libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en se­milla, este malandrín en flor, por “a”, por “b” o por “c”, más profun­damente inmoral que todos los brutos de la clase juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su inocencia y de su bondad.
Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exáme­nes, aunque sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del corcho.
Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo increíble.
En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sin­tetizada en estas palabras:
El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor”.
Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no “los afec­tó”. Casi, casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico. Eso mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede pedir a un sinvergüenza de esta calaña?
Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí don­de otro pobre diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras, de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lus­trosos y temibles. El caso es que se salvó. Se salvó “sin que el proceso afectara su buen nombre ni su honor”. Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar lo que un hombre no tiene.
Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las “litis” comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos de quiebras, en los concordatos, verificaciones de crédi­tos, tomas de razón, y todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.
En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pe­dirá garantías al ministro y al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrar­le? Levantará más falsos testimonios que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela, es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere “acomodar”? Pues, a crearle al síndico complicacio­nes que lo sindicarán como mal síndico.
Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os li­bre!
Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni pun­tada en falso.
Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aun­que no supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable, este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pa­gar en la eternidad, cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara inteligencia.
¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!


Ventanas iluminadas


La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:

-¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene argumento para una nota curiosa.

Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L’Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la: mañana.

Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.

Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la no-1 che que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.

¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar ; un hombre?

¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfer­mos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?

En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.

Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cor­tinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa co­mo mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite con­tra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tran­vías retardados y crujientes.

Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pen­sión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos mucha­chos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.

Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la ma­drugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mien­tras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para pre­parar el agua para el mate.

Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.

Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profun­das, más deseadas las palabras.

Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la es­quina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resol­viendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.

Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.

En todos los bares “imitación Munich” un pintor humorista y ge­nial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torci­das, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abra­zados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un som­brerito jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacri­mosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraor­dinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.

La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable “frau”.

Pero la “frau” es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.

La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del po­bre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al ilu­minarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adi­vina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.

Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escri­bir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.


En: Aguafuertes porteñas

De: http://biblioteca.derechoaleer.org





En Roberto Arlt, siempre hay algo trastocado, como corrido del centro: un hueco, una “grieta”, una fisura privilegiada. Eso que se evidencia -la disrupción- en la superficie del discurso y que ningún policía discursivo puede atrapar. ¿Cómo entender eso que excede y que al mismo tiempo nos interpela? Esa grieta -graficada en la aguafuerte o protoficción arltiana “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, o en el relato “Escritor fracasado”- que se abre y provoca una fisura, se expone para producir un “escándalo espiritual” - si es lícito usar este eufemismo para hablar de la ficción de Arlt-. Intentar pensar en un análisis que cierre lo arltiano, implica, nuevamente, colocarse en un lugar inestable e inseguro. Las preguntas, como se sabe, obligan al movimiento y al desplazamiento. Tal vez, en ese desfasaje arltiano haya algún indicio de respuesta. O quizá se trate, entre otras cosas, de recuperar el lugar escénico del escritor moderno. El autor, en Roberto Arlt, entra en escena como una figura extranjera y, manteniendo esa mirada distante y exiliada a lo largo de su obra -una figura más o menos irónica, más o menos exaltada-, es habilitado a dar un golpe químicamente provocador. Lo arltiano, en este sentido, sería la transmisión de esa sensación expectante y fuera de foco que siempre nos enfrenta con nuestras propias condiciones de existencia, de una forma por demás sesgada y extrañada.

Roberto Arlt era un artista del desplazamiento y en el desplazamiento residía su fuerza de interpelación social. La naturaleza ilusoria del arte nos hace pensar en la sinceridad del testimonio literario; sin embargo, por fuera del relato-confesión que nos cuenta Arlt, en series, se insinúa los gérmenes de otra biografía ausente y no contada que adquiere la fuerza de una leyenda o de un mito personal. Arlt construye en las “aguafuertes”, en algunos relatos y autoretratos cómicos, o en el prólogo de Los lanzallamas (1931), su propia figura de escritor y deviene en actor de una escena autobiográfica: poeta de barrio, oveja negra, enfant terrible, outsider, escritor fracasado o reportero extravagante y exitoso son las múltiples caras que se refractan en un mismo espejo. En realidad, la razón de esta escena es, más bien, la de alguien que debe lidiar creativamente con su propia identidad: el artista se forja entonces, una segunda cicatriz de extranjería.

La contrapropuesta arltiana al problema de los orígenes no es sino una transmutación de todos los valores, un desnudamiento escénico y un arte de la provocación. Arlt se transforma entonces, en un escritor “marginal” que comienza a pensar las relaciones entre literatura y mercado -escribir es hacerse pagar nos dice Arlt y narra, en su “autobiografía cómica”, la historia de un niño de ocho años que escribe un cuento para vendérselo a un vecino de Flores- , entre el hacer creer y las formas de legitimación de la institución literaria, entre el éxito y el valor de uso de la literatura. En este sentido, Arlt forja un nuevo contrato de lectura a través de modalidades no tradicionales que incluyen el periodismo, los géneros menores de la literatura popular y las versiones de segunda mano de la alta cultura.

La historia personal o la autobiografía literaria que Arlt cuenta en escenas fragmentadas se convierte en un mito del lenguaje que esconde una intriga genealógica, donde la identidad de un nombre es a todas luces una lucha por el poder simbólico de la palabra. Se trata de un acto replicante contra la sociedad de “socorros mutuos” que configuran los escritores oficiales, un combate verbal al status quo imperante. Como sabemos, la construcción de esa figura pública y la de un escritor siempre postergado no corresponden necesariamente a la real, como lo demuestran las revistas de época y el temprano reconocimiento de sus pares. Entonces, el autor regresa como matriz simbólica en la consistencia de una figura y toma cuerpo en las escenas y mitos forjado por él. Hablar sobre el propio yo, escenificar una historia de vida o una autobiografía literaria, es una forma estratégica de devorar al lector en el propio aparato ficcional y hacer confundir el yo textual con el sujeto empírico. En ese intercambio engañoso entre el sujeto que enuncia y los lectores virtuales, las historias personales que cuenta Arlt se convierten en un mito del lenguaje: siempre hay algo secreto que queda afuera de la circulación de las palabras. La historia - la historia personal, la historia de un escritor, la historia de una militancia política- es absorbida por el relato de un personaje que proyecta sus deseos imaginarios y sus luchas en el mercado salvaje de las cofradías literarias. Las vacilaciones de un nombre propio, sea Roberto Arlt -acta civil y jurídica- o Roberto Godofredo Christophersen Arlt -acta imaginaria o ficcional-, la exhibición de los estudios primarios incompletos -“a los nueve años me habían expulsado de tres escuelas” o “he cursado las escuelas primarias hasta tercer grado; luego me echaron por inútil’- , o las fechas de nacimiento cambiadas o alteradas -el 26 de Abril de 1900 o el 7 de Abril de 1900- traman una intriga genealógica que se constituye en un acto desafiante contra el “gallinero literario” -el chismorreo vigilante que escucha Arlt y que sostienen los actores y protagonistas en los entreactos del teatro oficial de la cultura-: deglutirlo en trozos será el acto totémico privilegiado del “puchero” arltiano.

¿Cómo legitimar una voz extranjera? ¿Cómo inscribirse en la cadena onomástica de la literatura argentina, si se tiene un apellido casi impronunciable?

Ese folletín moderno Arlt que cuenta en series, desde sus ‘”Aguafuertes” hasta los prólogos de sus novelas, es un no lugar que se afirma en la promesa futura. La autobiografía falsa en este sentido, apuesta a dos operaciones de índole ideológica: por un lado, a completar un vacío -un linaje o un abolengo que no es patricio- y, por otro lado, a colocar en la falta otro mundo: el mundo marginal de la subliteratura, los saberes populares de los manuales técnicos y los escritos pornográficos, las historias rusas contadas en ediciones piratas.

Fragmentos de Roberto Arlt: un autor en escena de Edgardo H. Berg

Centro de Letras Hispanoamericanas
Universidad Nacional de Mar del Plata


De: https://pendientedemigracion.ucm.es