jueves, 20 de junio de 2013

"Me ven, luego soy"- Jean Paul Sartre

21 de junio de 1905



“Transformo para mí la frase imbécil y criminal del profeta de ustedes, ese “pienso, luego existo” que tanto me hizo sufrir, pues “mientras más pensaba menos me parecía ser”, y digo: “me ven, luego soy”. Ya no tengo que soportar la responsabilidad de mi transcurrir pastoso: “el que me ve me hace ser, soy como él me ve. Vuelvo hacia la noche mi faz nocturna y eterna, me erijo como un desafío y digo a Dios: aquí estoy. Aquí estoy tal y como tú me ves, tal como soy. ¿Qué puedo hacer yo? “Tú me conoces y yo no me conozco.” ¿Qué puedo hacer sino soportarme? Y tú, “cuya mirada me crea eternamente”, sopórtame. ¡Mateo, qué dicha y qué suplicio! Por fin me he transformado en mí mismo. Me odian, me desprecian, me soportan, “una presencia me sostiene en el ser para siempre”. Soy infinito e infinitamente culpable. Pero “yo soy”. Mateo “soy”. Ante Dios y ante los hombres, soy.”

“Los caminos de la libertad”, II        



Mi queridísima Françoise:

                                        Mira que me llega a gustar tu libro Buenos días, tristeza (qué título), tu primer libro, que fue uno de los raros milagros del siglo pasado. Recuerdo que en 1954 eras una niña de papá de dieciocho años (hoy se dice pija), en Carjarc, en el departamento del Lot. Cogiste un bolígrafo y escribiste en un cuaderno: "A este sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido horrorosa. No la conocía, tan solo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás." En efecto, toda la música, el encanto y la melancolía que irradian en ti ya están contenidos en este primer párrafo de tu primer libro. Durante el resto de tu vida, no has hecho más que ir declinando la suavidad de tu tristeza, el egoísmo del hastío, el temor a la soledad. Ay, amiga mía, la vida es una cosa ambigua, una nube flotante, algo que no es blanco ni negro, sino eternamente gris.

En realidad, te llamas Françoise Quoirez, pero tomaste prestado como seudónimo el nombre de un personaje de Albertine desaparecida, de Marcel Proust, porque a los dieciocho años ya te sentías horrorizada por el paso del tiempo. Tuyas son estas palabras: "Mi pensamiento favorito es dejar pasar el tiempo, tener tiempo, tomarme mi tiempo, perder el tiempo, vivir a contratiempo." Tú sí que sabes, estimada Françoise. Yo no puede decir lo mismo. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una desilusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro su aparente hoy, basta para desintegrarlo. ¿Será ésa la razón por lo que has vivido tan deprisa? Tampoco es casualidad que robaras el título de tu novela de un verso del poema de Paul Eluard titulado La vida inmediata.
  
¿Y qué cuentas en Buenos días, tristeza? La historia de Cécile, una infeliz niña bien (hoy se dice pija, o sea) que pasa sus vacaciones con su padre viudo y la amante de éste en la Costa Azul. Todo transcurre a las mil maravillas hasta que, un día decide casarse con su amante, Anne, una mujer bastante seria y equilibrada que corre el riesgo de quebrantar esa indolente existencia. Entonces Cécile trama un complot en el más puro estilo Pierre Choderlos de Laclos para que el proyecto fracase. Se sale con la suya, pero el vodevil acaba en tragedia porque la fiesta ya no podrá disimular la desesperación, las risas no harán olvidar que el amor es imposible, la felicidad espantosa, el placer vano, y la frivolidad grave... "Mi padre era frívolo, de una irremediable frivolidad." Una vez dijiste: "Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender." El amor, querida Françoise, es todo lo que no se tiene.
  
En treinta y tres días, tú captaste tu época. Raramente en el siglo pasado habríamos tenido la certeza tan instantánea de un estado de gracia semejante. "Sabía muy poco del amor: citas, besos, hastíos." Y eso que sabías poco, hija; citas, besos, hastíos. Hoy las escritoras para llegar a esto necesitan cientos de páginas. Aunque la hayas pifiado en algunas de tus novelas posteriores, seguiré siendo eternamente fiel a Cécile, la narradora de esa maravilla que es Buenos días, tristeza: esa loca frívola y sin remedio, una Zelda Fitgerald francesa, que ganó su finca normanda en el casino de Deauvulle y estuvo a punto de morir como Nimier en un accidente de Austin Martin, una niña mimada (o sea, pija), una mujer tan generosa que acaba totalmente arruinada y enferma, atrapada por el fisco, enganchada a la coca, y abandonada por su corte.

Buenos días, tristeza constituyó primero un escándalo, ¿lo recuerdas? y luego un fenómeno social, pero hoy el estruendo ya está olvidado, como tantas cosas, ¿qué queda de todo aquello? Una breve novela perfecta, rebosante de una frágil emoción, un libro de esos que uno lee muy pocas veces a lo largo de su vida, una misteriosa obra maestra, imposible de analizar, que te hace sentirte menos solo y más solo al mismo tiempo. Mauriac tenía razón, querida Françoise, al calificarte de "monstruo encantador." Hay que ser un monstruo para tener la humildad de fingir ser una juerguista toda tu vida cuando en realidad eras un genio.

Solo me queda decirte, querida Françoise, que la extensión de la soledad hace apenas visible la presa que huye, porque las cosas nunca desertan: estar solo, como hoy, como siempre, es estar solo de ti mismo y el tiempo nos trata despiadadamente, no le importa nuestra tristeza.

Besos y un fuerte abrazo

Jean-Paul Sastre

DE: fmaesteban.blogspot.com


Ese amor














La escucho parpadear y me despierta
con la garganta seca y la mente revuelta.
Se vuelve rock and roll en mis canciones,
cuchillo y flores de amor bajo la tela de mis pantalones.
Es azúcar quemada, ave de mil colores
que no canta y se espanta de escuchar mis dolores.
Día por medio la pienso, día por medio la olvido.
Hay días que se pasa entre suspiros.
Arroyo de conciencia y cigarrillos.
Humo junto al mar, su cuerpo sobre el mío
tratando de encontrar ese amor
que hemos perdido.

Raúl Trindade


Ejerciendo mi derecho a réplica

En estos últimos días, arreció sobre los educadores uruguayos la protesta de distintos agentes sociales: políticos de las más variadas posturas, diferentes periodistas al servicio de similares poderes, ciudadanos de todos los status, en fin, todo el mundo ejerciendo un derecho de opinión legalizado, la forma más pura de la “doxa” de Parménides quien, con la solvencia que gesta el conocimiento, la distinguía rotundamente de “la vía de la verdad”.

Como docente vocacional que me siento para mi fuero íntimo y que no tengo ningún reparo en reconocer públicamente porque mi accionar diario me avala desde hace unos veinticinco años aproximadamente, voy a sumarme a la defensa que el sabio griego practicaba en relación a “la vía de la verdad”. Sí, mis argumentos no proceden del acomodaticio voceo que convenientemente rueda por emisoras y calles sino que provienen del mundo científico, del mundo sensible y de esa facultad superior del pensamiento -la deducción- que cualquier ser medianamente comprometido verazmente con la realidad puede establecer.

En principio, recorriendo todo el arsenal intelectual emanado de las más diversas disciplinas actuales, el gran denominador común es que la educación incide en todos los órdenes de la vida humana en forma directa, indirecta, inmediata y mediatamente; atañe a la economía (por mencionar al más poderoso e impersonal), a la salud, a la industria, a la seguridad, al desarrollo intelectual, a la cultura en general, a la integridad humana, en síntesis.

Si así lo es -y no en vano se escriben toneladas de tesis y discursos que lo acreditan y disposiciones políticas que aparentar implementarlos-, cómo es posible que no se haya percibido hasta ahora -20 de junio de 2013- que:

a)  Por Educación es imprescindible reconocer la imperiosa necesidad de empezar a trabajar en una línea de “Educación Permanente”, y dentro de ese concepto, en primer lugar, la decisión irrevocable de considerar A LOS PADRES COMO LOS PRIMERÍSIMOS EDUCANDOS.
Aquí en Uruguay está aún vigente en el imaginario una figura de “madres y padres” que no se corresponde con la idea tradicional. En principio, porque han cambiado las estructuras familiares: en general, las madres trabajan, los padres han abandonado a sus hijos (como si el divorcio o la separación habilitara a ello), los y las abuelas se encargan de sobrellevar la situación como pueden. En suma, aunque duela, nuestros niños y niñas y adolescentes se sienten desolados, perdidos, a la intemperie.
El tiempo no me lo permite así que sólo mis oídos y mi corazón registran desde hace muchos años los comentarios de jovencitos y jovencitas de liceos en contextos críticos -en los que por opción me he desempeñado siempre (y de hombres y mujeres, porque también ejerzo en Establecimientos Penitenciarios) hermanados por una historia similar: la soledad (ya sea porque están efectivamente sin compañía, porque están con sus mayores pero a ninguno le importa lo que ocurre adentro de esa frágil cascarita o porque desatan sobre ellos la violencia verbal y física).
¿Alguien medianamente coherente puede suponer que un joven puede aprender matemáticas, geografía, etc., etc., en esas condiciones? ¿Y acaso, es la única sustancia esa para la formación de una persona?

¿Qué ocurre cuando además de esa desprotección, un grupo “inclusivo” (que es la bandera que blandimos últimamente en Seminarios y Congresos) está integrado por nueve o diez jovencitos que presentan las más diversas patologías psiquiátricas, y su maestro o su profesor apenas si recibió formación sobre el abc de la Psicología infantil imperante hace 40 o 50 años, y el Liceo sólo cuenta con una Psicóloga que debe fragmentarse en segundos para repartir su magra carga horaria entre 1500 alumnos? ¿Han tomado medidas congruentes en algún escalón jerárquico para siquiera paliar esta terrible situación? ¿Qué se pretende de nosotros? Demasiado fieles hemos sido a nuestra vocación, irreversiblemente apegados a los más indefensos (tal cual el legado recibido del mejor de los Orientales), al lidiar en la vanguardia de todas las crisis habidas -las reconocidas y las disfrazadas-.-
Tampoco los docentes pertenecientes a Contextos de Encierro hemos recibido formación específica (y hace más de ocho años que está en funcionamiento esta presencia); parece que hay una excesiva confianza en nuestro “mester”, parece que hay una gran indiferencia hacia los más básicos postulados éticos y jurídicos.

¿A qué rendimiento están refiriéndose? Al pan, pan: se pretende "magia" ¿Sabe el público todo esto? Tal vez lo ignore, porque ni los gobernantes, ni las autoridades lo han declarado en ningún momento y, por supuesto, cómo podría recogerlo entonces la prensa? Claro, yo pertenezco a una generación donde los periodistas cumplían a carta cabal su misión de investigar; aún creo en los códigos, en las convicciones.

De un hecho, en cambio, tengo la certeza de su conocimiento general: todo el mundo sabe el estado desastroso de los locales educativos. Las cámaras los han mostrado. Pero todavía es posible agregar un dato no verificado por la tecnología de los medios: la temperatura. ¿Saben ustedes que trabajamos, juntitos con los chiquilines, a ocho o diez grados en invierno? Por supuesto, todo deja una experiencia: antes, yo no podía pensar con ese abrumante frío; ahora, estoy curtida y cada vez pienso mejor.

Por último, y presumiendo que no sea un dato tan extraño, me pregunto si la opinión pública conoce el tiempo reloj que insume la corrección de un trabajo escrito en una materia como Literatura, por ejemplo. Cronometrado: entre cuatro y cuatro horas y media para un grupo de treinta alumnos. Ni hablar de las planificaciones diarias, el registro de las libretas, etc., etc., porque no me quiero alejar de esa circunstancia de la evaluación ya que, como también se sabe, en general la mayoría de los y las docentes trabajamos dos turnos; es decir que, los escritos quedan para el fin de semana: sábados y domingos.
La remuneración de un docente de cualquier grado abarca, exclusivamente, las horas de clase. Hasta el momento no conozco otra profesión que implique la donación encubierta del dignificante trabajo. ¿Se entiende ahora por qué hay tantos docentes “burn out”, por nombrar la más reciente de las enfermedades profesionales?

En suma, y por “la vía de la verdad”: la deuda con la Educación sigue sin ser saldada y el concepto de Educación que reclama la realidad está muy distante de la práctica de este Estado; estamos tan solos y solas como nuestros/as alumnos/as.



Profa. Ana Milán