martes, 22 de enero de 2013

..."Oyendo una voz que canta / y que tal vez es la mía..."

Francisco CASTILLO


Las personas comunes no somos conscientes del entramado de situaciones e historias que cotidianamente vivimos y compartimos, más allá incluso de los entornos en los que existimos, incluyendo las historias de familia. ¿Por qué entonces no compartirlas?
         Si como dice Alfredo, todo “...crece desde el pie..." y somos los que hacemos posible que la vida transcurra; si somos al fin y al cabo los intérpretes de nuestras peripecias; quiénes mejores  que nosotros mismos para compartirlas.


Francisco Castillo




La Ratonera







         Era una mujer demasiado ingenua aún, como para estar preparada para todo esto, y debería haberlo estado, considerando los tiempos que corrían, y sobretodo teniendo en cuenta en lo que se había metido poco después de la muerte de su marido, quien nunca habría admitido que se hubiera comprometido de lleno en actividades clandestinas (aunque él sí lo hacia desde tiempo atrás), menos aún con dos niños tan chicos.

         Ahora era libre de tomar decisiones, aunque no dejaba de sentir cierta culpabilidad, como si la muerte de su esposo hubiera sido necesaria para ganar su derecho a elegir libremente; sentía como si fuera culpable de alguna forma de traición hacia él, porque en el fondo, no dejaba de ser cierto que desde su muerte, experimentaba cierta libertad que antes nunca había percibido. Era un sentimiento injustificado, entre  otras cosas porque su relación matrimonial estaba en franco deterioro por causas que no tenían nada que ver con cuestiones políticas, pero siempre que el impacto de la muerte hace blanco en forma inesperada, deja ese tipo de sentimientos. No había sido nada fácil: al poco rato de salir a trabajar, le estaban avisando que había muerto en un accidente automovilístico; viajaba en el coche de un compañero que lo había recogido ocasionalmente cuando estaba en la parada del ómnibus.

         Tampoco era una verdad absoluta eso de tomar decisiones, porque en verdad, en esos tiempos muchas veces no se tomaban sino que ellas nos tomaban por asalto; bastaba con tener cierta consciencia de la necesidad y cuando se quería acordar, ya uno estaba enredado.

         Los golpes del oficial en la puerta la sacaron de sus pensamientos. Fueron duros y precisos, buscando el efecto de anticipar el terror. Ella observó por la mirilla de la puerta y solo atinó a correr hasta el ropero, meter el carné en el pañal de Sandra, y con ella en brazos, abrir la puerta, tratando de contener su agitación y el miedo que se le escapaba por los ojos. Mientras giraba la llave y quitaba el seguro, trataba de parecer natural preguntando qué pasaba. Abrió la puerta y a pesar de que era corajuda no pudo evitar un escalofrío desde la nuca hasta los talones. El que estaba al mando la empujó casi junto con la puerta, metiéndose casa adentro por el ancho pasillo del apartamento, pistola en mano; a Teresa se le escapaban los ojos de las órbitas; trató de no demostrar el terror, intentó tomar la delantera al sargento que estaba al mando del operativo, exigiendo respeto a su casa y consideración a sus hijos de 7 y 1 año, (todavía creía ingenuamente que eso les iba a importar a quienes estaban ya acostumbrados a irrumpir en hogares a cualquier hora y con cualquier costo, en nombre de una “pretendida y gloriosa defensa de la patria”). La empujaron, la obligaron a quedarse en un rincón apretada contra sus dos hijos, temblando; a la vez que protestaba tratando de aparentar no entender nada de los que estaba pasando  (era extraño, temblaba, pero sentía más impotencia y rabia que miedo...)

         Eran como las 9 de la noche del viernes. Le extrañó descubrirse pensando en que por lo menos no tenía la preocupación de faltar a trabajar al otro día por ser sábado, y a lo mejor, ¿quién sabe? -como decían los “compañeros”, las contradicciones del capitalismo a veces  tienen resultados inesperados-, todo terminaba como si fuera una mala pesadilla, con una resaca horrible y nada más. ¡Cosa de locos, pensar en faltar a trabajar, en medio de aquella situación que sabía muy bien que podía terminar en una tragedia!; pero bueno, así somos, se dijo para sí misma.
         Rápidamente revisaron todo: el apartamento era chiquito y no les fue difícil dar vuelta 3 camas, un par de roperos y algunos trastos que hacían de muebles y decorado del humilde apartamento de la calle 4 de Julio. No encontraron nada, (lo último lo había entregado hacía dos días).
         Teresa creyó que la iban a llevar y también a sus hijos. Ya eran cerca de las 10 de la noche. El grupo de asalto estaba compuesto por el sargento y 5 soldados. Uno de ellos parecía o quería parecer como segundo y a cada instante se dirigía al sargento nombrándolo por su rango y reportando estúpidos informes tales como “¡Nada en este dormitorio, mi sargento!, ¡nada en la cocina, mi sargento!”; este, a la vez, parecía estar hastiado de lo que hacía, no por humanismo (que dudosamente podría tener), sino porque probablemente estaba convencido de estar llamado a cosas más importantes que montar una “ratonera” en la casa de un dudoso contacto de cuarta, de algún grupo de militantes sediciosos integrantes de alguna de las “direcciones” del partido que por esos días eran noticias cotidianas, acompañadas de las publicaciones de sus fotografías y demás datos verdaderos o falsos, pero siempre necesarios para las acusaciones que fundadas o no, ordenaba publicar la oficina del ESMACO.
         Casi sin explicaciones, se apostaron en el apartamento, a la espera de que “cayera” el o los posibles “subversivos” que esperaban llegaran al lugar en busca de contactos y quién sabe qué más, porque “con los sediciosos nunca se sabe, y por lo que les han enseñado son capaces de cualquier cosa, hasta aquellos que como esta mujer, con dos hijos pequeños, quién sabe de qué cosa es capaz”.
         La noche fue tensa. A oscuras los soldados esperaban que en cualquier momento apareciera ese alguien y trataban de vencer el sueño fumando o apenas intercambiando algún comentario en voz muy baja, levantándola solamente para hacer saber a sus prisioneros que estaban ahí, y eran ellos quienes mandaban.
         A Teresa le permitieron acostarse en la cama con Sandra, que estaba inquieta y lloraba, a Mario lo obligaron a dormir solo en su cama y aunque estaba muerto de miedo, al poco rato se durmió. El sargento pensaba que tal vez la niña lloraba por hambre o por cualquier otra cosa de niños; como fuera, era conveniente que dejara de hacerlo, por lo que le dijo a su madre que la calmara; ella sabía bien que más allá de la tensión que dudosamente pudiera captar un bebé, la molestia era muy otra, por lo que se apresuró a acostarse vestida y, en el mayor silencio posible, procurar extraer del pañal de Sandra el carné del Partido; lenta y parsimoniosamente comenzó a comérselo, pedacito a pedacito, tratando de no hacer ruido y no llamar la atención; el cartón duro le resultó interminable, le secaba la garganta y le exigía extraer más saliva de sus glándulas; al fin lo pudo terminar y hasta se dio el lujo de dormir un rato con la levedad que da el miedo y la tirante angustia , pensando o tal vez soñando que las “medidas se seguridad” funcionarían, que los códigos de señales serían respetados, y que finalmente, si alguien llegaba esa noche a la casa, observaría que en la puerta de calle  no estaba “la marca”, y por lo tanto siguiera de largo.
         La mañana llegó sin novedad. Teresa se apresuró a cambiar los pañales de Sandrita luego de haberlo pedido insistentemente; el sargento esperó la llegada del relevo, pero en cambio apareció un oficial, se presentó y después de escuchar el reporte vomitó unas órdenes y se fue tan rápido como había venido.
         Teresa pudo entrever que “levantaban la ratonera”, aunque no pudo entender por qué, pero sabía que estas cosas a veces ocurrían y que solo significaba que a lo sumo, esta vez se había salvado pero estarían “marcadas” tanto ella como la casa y ahora había que ingeniárselas para pasar a la etapa del “congelado”, por lo menos por un tiempo; un tiempo más complicado tal vez que la violencia plena, más doloroso que la agresión directa, un tiempo de incertidumbre donde lo que más pesaba era “el no saber lo que viene, lo que va a pasar”, y sobran los cuestionamientos sobre lo que se hizo mal o bien o dónde y por qué; y hasta lo peor: no saber cómo continuar la vida sin dar un paso en falso y a la vez no abandonar los sueños, ni aquello que los hiciera posibles.








Coincidencia




         No sé si a todo el mundo le pasará igual, pero a mí me han ocurrido varias coincidencias, de esas que te hacen dudar tanto por lo extrañas como por lo frecuentes sobre si en verdad me pasaban por ser un desgraciado consuetudinario o si por el contrario, me las encuentro por buscármelas y después me ando quejando.
         La aventura comenzó un domingo de verano, algo así como a mediados de febrero. Salía de visitar al último de mis clientes de ese día; -siempre lo mismo, por más que intentaba, jamás terminaba antes de las dos de la tarde como mínimo-, pero bueno, era el último y significaba que entregaba los pedidos en “un vuelo” y rajaba para la playa a encontrarme con los amigotes y ver “cuerpitos con poca ropa” aunque más no fuera. Salí tarareando algo rumbo a la Yamaha, (algo así como por fin libre); en ese “preciso momento”, casi mágico, se cruza conmigo, me mira y dice “Eh”? Yo la había visto venir, estaba muy linda la chiquita, pero juro que no intenté decirle nada -no por falta de ganas, sino porque eso no iba conmigo-. Por suerte no me faltó velocidad para darme cuenta de que pensó que le había hablado a ella, confundiendo mi tarareo con un piropo o algo así; ni lerdo, la encaré y no sé muy bien cómo, pero la invité a pasear y aceptó casi de inmediato; fue bastante raro: yo no era lo que se dice precisamente un ganador aunque me revolvía, pero esto era un regalo del cielo.
         Contrariando la costumbre de ir a la playa del Cerro, arranqué rumbo a las del este; la ocasión lo ameritaba y además “me curaba en salud”, nunca se sabe, no fuera a ser que me encontrara con alguien “inconveniente”. Pasando Malvín se me ocurrió parar en una playita pequeña, (creo que era Playa Verde); me pareció indicada para la ocasión y nos bajamos. No sé si ya le había preguntado el nombre,  se llamaba Gabriela y tenia un lunar sobre el labio superior que le quedaba muy bien; aunque era bajita también era linda y graciosa. Al poco rato “estábamos apretando” hasta lo que es posible en una playa, a las 4 de la tarde de un domingo de verano: Los mimos fueron suficientes para darme cuenta que aquello no debía a terminar allí, pero no me dio el cuero y la dejé ir a no sé qué cosa que tenía que hacer.
         Quedamos en que de noche nos íbamos a bailar al Colón, que no era un baile de  mi estilo, pero la verdad que lo que estaba en mi cabeza era levantar a “la petisa” y para eso me daba igual cualquier música y lugar. La dejé cerca de donde la había conocido y me fui loco de contento a prepararme para la contienda nocturna.
         A todo esto, no he dicho aún que con la “Negra” las cosas no estaban ni regular, debido a “la existencia de sus problemas y a la ausencia de mis soluciones”, pero todavía nos sentíamos comprometidos. Como si fuera poco se había ido de la casa de sus viejos a vivir con una compañera de la fábrica y su familia, compuesta por su pequeña hija y un marido borrachín y peleador que me había tomado cariño, supongo que porque los dos éramos izquierdosos y además, a mí también me gustaba el trago y la parranda.
         ¡¡A esa altura todavía no había caído en la cuenta de que el almacén en que había conocido a Gabriela, el lugar en el que la había dejado, el boliche de la esquina que solía frecuentar, y la casa circunstancial de la “Negra”, estaban todos muy cercanos entre sí…!!
         Nos encontramos en la puerta del Colón, porque ella había ido con su hermana y las motos todavía eran para dos. De entrada me percaté de que no le había caído bien a su hermana; me dio la impresión de que por alguna razón yo sobraba en sus planes; entramos y al principio todo fue bien, pero al rato ya no me quedaba mucho más con qué divertirla, mi baile no era muy brillante y con desesperación notaba que se me iba alejando, tironeada por la hermana que andaba con ganas de aprovechar la escapada de su marido para conseguir un viaje y era obvio que a la petisa la tenía incluida en la oferta que manejaba. En fin, la luché pero no mejoró mucho la cosa: de sacarla del baile, ni hablar y cuando terminó, la hermana se le prendió como garrapata ¡¡ Cagaste, negrito!! pa’ casa y con ese sabor amargo que te deja el cigarro, la cerveza y el rechazo. Al final, y pagando yo, las arrimé en un taxi y con pocas ganas, quedamos en que la pasaba a visitar cuando estuviera libre porque trabajaba con cama. Cuando llegamos a la dirección indicada, ¡¡no lo podía creer!!: en la misma calle y a una casa de por medio donde estaba viviendo mi novia, como antes dije. Yo siempre fui salado para las coincidencias, pero esto si que era andar cagado: le dejé mi teléfono (casi por compromiso), que aceptó sin mucho entusiasmo, y me fui a dormir.
         El lunes ya estaba de vuelta en la oficina temprano, y por la tarde arrancaría otra vez con el corretaje, con el que complementaba un salario decoroso como para pagar las disipaciones de mi vida y las cuotas de la moto. Pasó la semana y ni noticias. Fui perdiendo interés, a la vez que fui recomponiendo con mi novia de todas las horas y por lo tanto visitándola por las noches.
         Así llegamos hasta el domingo fatídico en que me invitaron a almorzar en casa del Toto con su familia y mi novia. Llegué como a la dos de la tarde. Como siempre terminé en el último almacén, ¡el del gringo de la esquina!, o sea que recorrí una media cuadra y ya estuve en la casa; por más que busqué dónde, no la pude esconder, y no tuve más remedio que dejar la moto a la vista del que pasara porque la casa quedaba en un bajo y por la escalera no había forma de bajarla. Estuve todo el rato con la cola entre las patas y la comida me quedo en el gañote sin solución de continuidad y para colmo la sobremesa fue en el jardín de la casa, sentaditos en la escalera cercana a la moto estacionada, regalado como perejil de feria; sentía que estaba sentado arriba de un clavo, ¡¡y ahí nomás ocurrió la cosa!! Salieron de su casa la petisa y su hermanita mayor y casi lo primero que hicieron fue mirar para nuestro lado –lo sé muy bien porque yo no dejé de vigilar en ningún momento- y con sorpresa me reconocieron y desde lejos me saludaron con demasiada confianza y algo de extrañeza, viéndome en compañía de quien estaba, -estoy seguro de que aprovecharon con malicia- para dejarme en evidencia. ¡¡Entonces se armó el gorro!! Y de ahí al interrogatorio de quiénes eran, por que me saludaban tan alegres y otros etcéteras más los “apuntes” que sobre ambas hizo de inmediato la amiga de mi novia. Yo ya no supe qué más decir, apenas un balbuceo, pero el lío ya estaba en trámite, por pura coincidencia  nomás…





Justicia Divina




         ¡Laaa  puuuta  madre que lo parió!, gritó Carrara, comprobando con su olfato lo que en realidad ya sabía, pero no quería aceptar: lo que tenía en los dedos era mierda, sin ninguna duda; tan mierda como cualquier otra, tan asquerosa y jodida como cualquier mierda. Pero eso, no era lo peor, lo peor era que estaba desparramada como si fuera pintura, por encima del teclado de la antigua caja registradora; sí, esas mismas teclas que cuando eran oprimidas para dar el vuelto, producían el dulce sonido “cling, cling, cling”.

         Y siguió sintiendo olor a mierda aun después de lavarse las manos varias veces y tirar la caja registradora lo mas lejos que pudo en el patio del fondo de la carnicería. Y siguió puteando; furioso y desconcertado, (casi tan desconcertado como habíamos quedamos nosotros la noche anterior, cuando oímos el “cling cling cling”). Y así lo encontró su mujer cuando entró al negocio, una media hora más tarde (ella siempre llegaba, con el mate preparado y los bizcochos, un poco más tarde): limpiando salpicaduras de mierda y puteando sin poder creer lo que pasaba y mucho menos entender cómo había sido posible que alguien hubiera hecho eso, “la puta madre que los parió, hijos de puta, a mí hacerme esto, tiene que haber sido algún hijueputa muerto de hambre”, y su mujer que no entiende, y le dice “Negro, ¿qué pasó?, ¿dónde está la registradora?, ¿nos robaron?, y él  “que no, que estos hijueputas no nos robaron, nos cagaron que no es lo mismo” y sigue puteando y su mujer que entra y sale y mira hacia ambos lados de la calle y no entiende nada y vuelve a preguntar por la caja, y mientras su marido, colorado de rabia, repite  “Que no, que nos cagaron te dije, nos cagaron la caja registradora” y ella que lo mira y le dice “¿Y cómo cagaron la caja?, ¿y qué tenés en el hombro”?, (y con una mezcla de asco y estupidez), le dice … “Es mierda, pero ¿también te cagaron encima?” y el tipo más caliente todavía que se saca la blusa blanca de carnicero y la tira lejos y sigue puteando sin ton ni son y justo que llega una clienta, (“Y para peor esta vieja, que es terrible chusma”), y al ratito nomás ya se asoman otros vecinos curiosos y preguntones y esa bronca sorda que el tipo siente y de tan caliente que está no puede ni quiere explicar. Explicar qué, si ni siquiera él mismo entiende nada, y sigue limpiando y “Estos pedazos de revista rusa de colores brillantes ahora teñidos de color mierda”, y la bronca y la puteada y su mujer que lo consuela y le dice que no es nada, que qué mala suerte, que yo te ayudo; y los vecinos y los mirones y los rompehuevos, que preguntan, y esa puta revista comunista, y seguro que fueron ellos, y un gurí inocente y bobalicón que entra y pide un kilo de pulpa, y a punto está de decirle que “Un kilo de mierda te voy a dar” y que se atraganta con las ganas y le dice “No, nene, todavía no abrimos”.


         Muchos días debieron pasar para que se tranquilizara la cosa. Para peor, era martes y hubo que aguantar toda la semana; recién el sábado, cerca de la hora de cerrar, se dignó dirigir su mirada a la caja registradora. Todavía estaba tirada en el mismo lugar al que había ido a dar cuando la lanzó, como si fuera una pelota y estuviera “sacando un outboll”, la movió con el pie izquierdo, todavía con asco, con rabia, pero era más grande aún su incredulidad cuando se puso a pensar en cómo mierda había sido que le cagaron las teclas de la caja registradora y de paso también la cortina de tirillas de plástico rojo y amarillo de la puerta de entrada y la propia cortina de hierro de enrollar que rigurosamente tenían todas las carnicerías de aquella época.
         Nosotros festejamos; pero en realidad fue un festejo sordo, una especie de victoria silenciosa: la verdad que no nos dio “el cuero” para sacar a luz el asunto, no fuera que el “negro Carrara” se enterara y nos devolviera el regalo a palos. Pero como fuera, habíamos hecho justicia, nos habían jodido y habíamos hecho justicia, (o eso pensábamos por lo menos con nuestras pequeñas cabecitas); apenas si nos animamos a contarle “al William” y “al Gaby” que habíamos vengado la terrible afrenta del carnicero jodedor que nos había vendido el asado lleno de queresa, aprovechándose de que éramos debutantes en cuestión de carnes y asados (para peor con el sacrificio que habíamos hecho para juntar la plata mediante la consabida colecta entre los integrantes de la barra). Seguramente mientras viva, cada vez que se acuerde se seguirá preguntando por qué le habrán hecho eso,  pero sobre todo, cómo habrá sido eso posible. Seguramente nunca pudo, ni podrá jamás develar el misterio.
         El obligado secreto seguramente impidió que sirviera de lección; para él solo fue un ataque anónimo, cobarde e injusto, porque nunca jamás podrá adivinar cuál fue la causa determinante para que su carnicería fuera objeto de un atentado de tal característica.
         Para nosotros; en cambio… fue “justicia divina”. Cierro los ojos y todavía me acuerdo: el Carlitos revoleando las hojas donde habíamos depositado nuestros proyectiles fecales, aquellas hojas bien duras -muy apropiadas para la ocasión- de aquella revista rusa a todo color y que en ese tiempo ya estaba prohibida-  y a los pocos segundos el “cling cling cling” de la registradora que escuchamos incrédulos; claro, no habíamos contado con que la puerta no tenía vidrios, ni imaginamos que la cortina de tirillas de plástico se abriría por la fuerza del mierdazo ni que éste fuese a  impactar, nada más y nada menos, que sobre la caja registradora.







       Francisco participó en el Concurso de Relatos "Entrelíneas", convocado por U.T.E., para funcionarios y familiares, en el marco de la conmemoración de sus 100 años (al 2012). 
       Su relato, alusivo a la historia de la Empresa (como requerían las bases), obtuvo el Premio Motivación (equivalente a  Primera Mención). 
        ¡Salú, Francisquito!