domingo, 20 de octubre de 2013

De Montevideo para el mundo (1)






































"Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado" - Felisberto Hernández



20 de octubre de 1902 - Montevideo




Época de estos primeros textos
que vas a leer,
cuando los misterios de la realidad
le hacían señas...



La casa de Irene

“A Néstor Rosa Giffuni”

I

Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más.
En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún interés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesivamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el misterio blanco.
Cuando toma en sus manos un objeto, lo hace con una espontaneidad tal, que parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos.

II

Hoy volví a la casa de la joven que se llama Irene. Estaba tocando el piano. Dejó de tocar y me empezó a hablar mucho de algunos autores. Entonces vi otra cosa del misterio blanco. Primero, mientras conversaba, no podía dejar de mirar las formas tan libres y caprichosas que iban tomando los labios al salir las palabras.
Después se complicaba a esto el abre y cierre de la boca, y después los dientes muy blancos.
Cuando terminó de conversar, empezó a tocar el piano de nuevo, y las manos se movían tan libre y caprichosamente como los labios. Las manos eran también muy interesantes y llenas de movimientos graciosos y espontáneos. No tenía nada que ver con ninguna posición determinada y no se violentaban porque dejara de sonar una nota o sonara equivocada. Sin embargo, ella se entendía mejor que nadie con su piano, y parecía lo mismo del piano con ella.
Los dos estaban unidos por continuidad, se les importaba muy relativamente de los autores y eran interesantísimos. Después me senté yo a tocar y me parecía que el piano tenía personalidad y se me prestaba muy amablemente. Todas las composiciones que yo tocaba me parecían nuevas: tenían un colorido, una emoción y hasta un ritmo distinto. En ese momento me daba cuenta que a todo eso contribuían, Irene, todas las cosas de su casa, y especialmente un filete de paño verde que asomaba en la madera del piano donde terminan las teclas.

III

Hoy he vuelto a la casa de Irene porque hace un día lindo.
Me parece que Irene me ama; que a ella también le parece que yo la amo y que sufre porque no se lo digo. Yo también tengo angustia por no decírselo, pero no puedo romper la inercia de este estado de cosas. Además ella es muy interesante sufriendo, y es también interesante esperar a ver qué pasa, y cómo será.
Cuando llegué estaba sentada leyendo. Para esto había elegido un lugar muy sugestivo de su inmenso jardín.
Yo la vi desde el camino de tierra que pasa frente a su casa, me introduje sin pedir permiso y la sorprendí.
Ella tuvo mucha alegría al verme, pero en seguida me pidió permiso y salió corriendo.
Apenas se levantó de la silla apareció el misterio blanco. La silla era de la sala y tenía una fuerte personalidad. La curva del respaldo, las patas traseras y su forma general eran de mucho carácter. Tenía una posición seria, severa y concreta. Parecía que miraba para otro lado del que estaba yo y que no se le importaba de mí.
Irene me llamó de adentro porque decidió que tocáramos el piano. La silla que tomó para tocar era igual de forma a la que había visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo.

IV

Hoy encontré a Irene en el mismo lugar de su jardín. Pero esta vez me esperaba. Apenas se levantó de la silla casi suelto la risa. La silla en que estaba sentada la vi absolutamente distinta a la de ayer. Me pareció de lo más ridícula y servil. La pobre silla, a pesar del respeto y la seriedad que me había inspirado el día
antes, ahora me resultaba de lo más idiota y servil. Me parecía que esperaba el momento en que una persona hiciera una pequeña flexión y se sentara. ella con su forma, se subordinaba a una de las maneras cómodas de descanso y nada más. Irene la tomó del respaldo para llevarla a la sala. En ese momento el misterio blanco de Irene parecía que decía: “Pero no le haga caso, es una pobre silla y nada más” y la silla en sus manos parecía avergonzada de verdad, pero ella sin embargo la perdonaba y la quería. Al rato de estar en la sala me quedé solo un momento y me pareció que a pesar de todo, las sillas entre ellas se entendían. Entonces por reaccionar contra ellas y contra mí, me empecé a reír.
También me parecía entonces, que ellas se reían de mí, porque yo no me daba cuenta cuál era la que había visto primero, cuál era la que me miraba de reojo y cuál era la que yo me había reído de ella.

V

Hoy le he tomado las manos a Irene. No puedo pensar en otra cosa que en ese momento. Ocurrió así: cuando las manos estaban realizando su danza en el teclado, empecé a pensar qué pasaría si yo de pronto las detuviera; qué haría ella y qué haría yo; cómo serían los momentos que improvisaríamos. Yo no quise traicionarla al pensar primero lo que haría, porque ella no lo tendría pensado. Y entonces zas. Y apareció una violencia absurda, inesperada, increíble. Ante mi zarpazo ella se asustó y en seguida se paró. A una gran velocidad ella reaccionó en contra y después a favor. En ese instante, en que la reacción fue a favor, en el segundo que le pareció agradable y que parecía que en seguida reaccionaría otra vez en contra, yo aproveché y la besé en los labios.
Ella salió corriendo. Yo tomé mi sombrero y ahora estoy aquí, en casa.
No me explico cómo cambié tan pronto e inesperadamente yo mismo; cómo se me ocurrió la idea de las manos y la realicé; cómo en vez de seguir recibiendo la impresión de todas las cosas, yo realicé una impresión como para que la recibieran los demás.

VI

Anoche no pude dormir: seguía pensando en lo ocurrido. Después que pasó muchísimo rato de haberme acostado y de pensar sobre el asunto, hacía un gran esfuerzo por acordarme de algunas cosas. Hubiera querido volver a ver cómo eran mis manos tomando las de ella. Al querer imaginarme las de ellas, su blancura no era igual, era de un blanco exagerado e insulso como el del papel. Tampoco podía recordar la forma exacta: me aparecían formas de manos feas. Respecto a las mías tampoco podía precisarlas. Me acordaba de haberme detenido a mirarlas sobre un papel, una vez que estaba distraído. Las había encontrado nudosas y negras y ahora pensaba que tomando las de ella, tendrían un contraste de color y de salvajismo que me enorgullecía. Pero tampoco podía concretar la forma de las mías porque el cuarto estaba oscuro. Además, me hubiera dado rabia prender la luz y mirarme las manos. Después quería acordarme del color de los ojos de Irene, pero el verde que yo imaginaba no era justo, parecía como si le hubieran pintado los ojos por dentro.
Esta mañana me acordé que en un pasaje del sueño, ella no vivía sola, sino que tenía una inmensa cantidad de hermanos y parientes.

VII

Hace muchos días que no escribo.
Con Irene me fue bien. Pero entonces, poco a poco, fue desapareciendo el misterio blanco.

De: Cuentosinfin – Biblioteca de cuentos y relatos




De: Obras completas- Tomo I- Arca Editorial- 1981

































































PRÓLOGO A LA EDICION DE EL CUENCO DE PLATA DE "LAS HORTENSIAS Y OTROS RELATOS", CON LA Autorización EXPRESA DE BIBLIOTECA AYACUCHO, QUE LO PUBLICÓ POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑOL EN SU Edición DE "NOVELAS Y CUENTOS", CARACAS, 1985.)

revistaenie.com.

De: http://www.carlosianni.com.ar/


Felisberto, tú sabés (no escribiré "tú sabías"; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes), tú sabés que los prólogos a las ediciones de obras completas o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras contará con los aportes críticos necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo que Antón Webern le decía a un discípulo: "Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música". Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense.
Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Gilardi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, vegeté allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la Pensión Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último número de Sur: Vos tocaste con tu Terceto en eso que llamás a secas "el club" y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el poker y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las "actividades culturales", los dirigentes accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un vulgar pot-pourri en el que se mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente La sinfonía inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que reproducir la música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos escuchado, a vos y al "mandolión" y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después, en el cuarenta y siete cuando Nadie encendía las lámparas. Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, partitas de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéramos hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría salido de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto.
Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar de donde yo había emigrado el año anterior después de enseñar geografía en el colegio nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona, Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos. Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína, donde yo había vivido dos años antes de mi pase a Chivilcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de tristeza provinciana. Y el nuevo propietario que se llamaba Musella, te acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un zaguán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginás, una amistad para la vida.
Porque fijate en esto que mucha gente no comprende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única fuente válida de la crítica literaria y de la literatura misma. Es cierto que a mí no me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras en Buenos Aires con El acomodador y Menos Julia y tantos otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente pedal de la primera persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubes sociales y deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada medianoche de París.
Porque además también viviste aquí, en el barrio latino, y como a mí te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis primeros años de París, tan poco tiempo después que vos; también yo escribí cartas afligidas por la falta de dinero, también yo esperé la llegada de esos cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros momentos de tus relatos que al fin y al cabo son cartas a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron en la vida.
Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Julia y de La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confesá que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo reír, y que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: "Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado". Ahora llega el otro sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti.

Te querrá siempre.

Julio Cortázar











“Antes de que la primera cuerda de magüey fuera trenzada, se trenzaron el pelo las mujeres”- Hombres de Maíz: Miguel Ángel Asturias








Leyendas de Guatemala



Los brujos de la tormenta primaveral

1


Más allá de los peces el mar se quedó solo. Las raíces habían asistido al entierro de los cometas en la planicie inmensa de lo que ya no tiene sangre, y estaban fatigadas y sin sueño. Imposible prever el asalto. Evitar el asalto. Cayendo las hojas y brincando los peces. Se acortó el ritmo de la respiración vegetal y se enfrió la savia al entrar en contacto con la sangre helada de los asaltantes elásticos.

Un río de pájaros desembocaba en cada fruta. Los peces amanecieron en la mirada de las ramas luminosas. Las raíces seguían despiertas bajo la tierra. Las raíces. Las más viejas. Las más pequeñas. A veces encontraban en aquel mar de humus, un fragmento de estrella o una ciudad de escarabajos. Y las raíces viejas explicaban: En este aerolito llegaron del cielo las hormigas. Los gusanos pueden decirlo, no han perdido la cuenta de la oscuridad.

Juan Poyé buscó bajo las hojas el brazo que le faltaba, se lo acababan de quitar y qué cosquilla pasarse los movimientos al cristalino brazo de la cerbatana. El temblor lo despertó medio soterrado, aturdido por el olor de la noche. Pensó restregarse las narices con el brazo-mano que le faltaba. ¡Hum!, dijo, y se pasó el movimiento al otro brazo, al cristalino brazo de la cerbatana. Hedía a hervor de agua, a cacho quemado, a pelo quemado, a carne quemada, a árbol quemado. Se oyeron los coyotes. Pensó agarrar el machete con el brazo-mano que le faltaba. ¡Hum!, dijo, y se pasó el movimiento al otro brazo. Tras los coyotes fluía el catarro de la tierra, lodo con viruela caliente, algo que no se veía bien. Su mujer dormía. Los senos sobre las cañas del tapexco, bulto de tecomates6, y el cachete aplastado contra la paja que le servía de almohada. La Poyé despertó a los enviones de su marido, abrió los ojos de agua nacida en el fondo de un matorral y dijo, cuando pudo hablar: ¡Masca copal, tiembla copal! El reflejo se iba afilando, como cuando el cometa. Poyé reculó ante la luz, seguido de su mujer, como cuando el cometa. Los árboles ardían sin alboroto, como cuando el cometa.

Algo pasó. Por poco se les caen los árboles de las manos. Las raíces no saben lo que pasó por sus dedos. Si sería parte de su sueño. Sacudida brusca acompañada de ruidos subterráneos. Y todo hueco en derredor del mar. Si sería parte de su sueño. Y todo profundo alrededor del mar.

¡Hum!, dijo Juan Poyé. No pudo mover el brazo que le faltaba y se pasó el movimiento al cristalino brazo de la cerbatana. El incendio abarcaba los montes más lejanos. Se pasó el movimiento al brazo por donde el agua de su cuerpo iba a todo correr al cristalino brazo de la cerbatana. Se oían sus dientes, piedras de río, entrechocar de miedo, la arena movediza de sus pies a rastras y sus reflejos al tronchar el monte con las uñas. Y con él iba su mujer, la Juana Poyé, que de él no se diferenciaba en nada, era de tan buena agua nacida.

Algo pasó. Por poco se les caen los árboles de las manos. Las raíces no supieron lo que pasó por sus dedos. Y de la contracción de las raíces en el temblor, nacieron los telares. Si sería parte de su sueño. El incendio no alcanzaba a las raíces de las ceibas, hinchadas en la fresca negrura de los terrenos en hamaca. Y así nacieron los telares. El mar se lamía y relamía del gusto de sentirse sin peces. Si sería parte de su sueño. Los árboles se hicieron humo. Si sería parte de su sueño. El temblor primaveral enseñaba a las raíces el teje y maneje de la florescencia en lanzadera por los hilos del telar, y como anclaban libres los copales preciosos, platino, oro, plata, los mascarían para bordar con saliva de meteoro los oscuros güipiles7 de la tierra.

Juan Poyé sacó sus ramas al follaje de todos los ríos. El mar es el follaje de todos los ríos. ¡Hum!, le dijo su mujer, volvamos atrás. Y Juan Poyé hubiera querido volver atrás. ¡Cuereá de regreso!, le gritó su mujer. Y Juan Poyé hubiera querido cuerear de regreso. Se desangraba en lo inestable. ¡Qué gusto el de sus aguas con sabor de montaña! ¡Qué color el de sus aguas, como azúcar azul!

Una gran mancha verde empezó a rodearlo. Excrescencia de civilizaciones remotas y salóbregas. Baba de sargazos en llanuras tan extensas como no las había recorrido en tierra. Otra mancha empezó a formarse a distancia insituable, horizonte desconsolado de los jades elásticos del mar. Poyé no esperó. Al pintar más lejos una tercera mancha de agua jadeante, recorrida por ramazones de estrellas en queda explosión de nácar, echó atrás, cuereó de regreso, mas no pudo remontar sus propias aguas y se ahogó, espumarajo de iguana, después de flotar flojo y helado en la superficie mucho tiempo.

Ni Juan Poyé ni la Juana Poyé. Pero si mañana llueve en la montaña, si se apaga el incendio y el humo se queda quieto, infinitamente quieto como en el carbón, el amor propio hondo de las piedras juntará gotitas de agresiva dulzura y aparecerá nuevo el cristalino brazo de la cerbatana. Sólo las raíces. Las raíces profundas. El aire lo quemaba todo en la igualdad de la sombra limpia. Fuego celeste al sur. Ni una mosca verde. Ni un cocodrilo con caca de pájaro en la faltriquera. Ni un eco. Ni un sonido. Sueño vidrioso de lo que carece de sueño, del cuarzo, de la piedra pómez más ligera que el agua, del mármol insomne bajo sábanas de tierra. Sólo las raíces profundas seguían pegadas a sus telares. Ave caída era descuartizada por las raíces de los mangles, antes que la devoraran los ojos del incendio, cazador en la marisma, y las raíces de los cacahuatales, olorosas a chocolate, atrapaban a los reptiles ampollados ya por el calor. La vida se salvaba en los terrenos vegetales, por obra de las raíces tejedoras, regadas por el cristalino brazo de la cerbatana. Pero ahora ni en invierno venía Juan Poyé-Juana Poyé. Años. Siglos.

Diecinueve mil leguas de aire sobre el mar. Y toda la impecable geometría de las pizarras de escama navegante, de los pórfidos verdes bajo alambores de astros centelleantes, de las porcelanas de granitos colados en natas de leche, de los espejos escamosos de azogue sobre arenas móviles, de sombras de aguafuerte en terrenos veteados de naranjas y ocres. Crecimiento exacto de un silencio desesperante, residuo de alguna nebulosa. Y la vida de dos reinos acabando en los terrenos vegetales acartonados por la sequedad de la atmósfera y la sed en rama del incendio.

Sonoridad de los vestidos estelares en la mudez vaciante del espacio. Catástrofe de luna sobre rebaños inmóviles de sal. Frenos de mareas muertas entre dientes de olas congeladas, afiladas, acuchillantes. Afuera. Adentro.

Hasta donde los minerales sacudían su tiniebla mansa, volvió su presencia fluida a turbar el sueño de la tierra. Reinaba humedad de estancia oscura y todo era y se veía luminoso. Un como sueño entre paredes de manzana-rosa, contiguo a los intestinos de los peces. Una como necesidad fecal del aire, en el aire enteramente limpio, sin el olor a moho ni el frío de cáscara de papa que fue tomado al acercarse la noche y comprender los minerales que no obstante la destrucción de todo por el fuego, las raíces habían seguido trabajando para la vida en sus telares, nutridas en secreto por un río manco.

¡Hum!, dijo Juan Poyé Una montaña se le vino encima. Y por defenderse con el brazo que le faltaba perdió tiempo y ya fue de mover el otro brazo en el declive, para escapar maltrecho. Pedazos de culebra macheteada. Chayes de espejo. Olor a lluvia en el mar. De no ser el instinto se queda allí tendido, entre cerros que lo atacaban con espolones se piedras hablantes. Sólo su cabeza, ya sólo su cabeza rodaba entre espumarajos de cabellos largos y fluviales. Sólo su cabeza. Las raíces llenaban de savia los troncos, las hojas, las flores, los frutos. Por todas partes se respiraba un aire vivo, fácil, vegetal, y pequeñas babosidades con músculos de musgo tierno entraban y salían de agujeros secretos, ocultos en la pedriza quemante de la sed.

Juan Poyé reapareció en sus nietos. Una gota de su inmenso caudal en el vientre de la Juana Poyé engendró las lluvias, de quienes nacieron los ríos navegables. Sus nietos.

19 de octubre de 1899 - Guatemala