martes, 11 de junio de 2013

"Yo me siento más contento de haberme hecho solo que protegido" - Salvador Garmendia

11 de junio de 1928 - Barquisimeto, Venezuela

Personaje II


Hacía tiempo que había perdido todo interés en escuchar las notas embrolladas del organito. Empezaban a sonar por la tarde, a eso de las cinco, hora en que la Madama le entraba de frente a su primer frasco de caña blanca. Dos horas después, en los días de semana, bajaba yo a la calle para ir a la imprenta a ocuparme de mis galeradas y a la mitad del foso, en lo más agudo de aquella fetidez mohosa desprendida de las paredes, la veía aparecer en el codo de la escalera. (Mis sonrisas anticipadas de los primeros días, el ademán de saludo que iba a quedarse amedrentado a mitad de camino, privando de destino a aquella mano levantada que serviría acaso para estrujarme tontamente la nariz o sacudir un polvo imaginario en la solapa, dejaron de tener lugar en cuanto me convencí de que la Madama no iba a reconocerme y que ni siquiera me dedicaría una mirada). Era ya un gran montón de trapos inflados de fatiga y vapores de alcohol. El pelo rizado, de un tono rubio desvaído (una cabellera y una boca menuda, encapullada, y unos ojos vidriados y redondos que la aproximaban a un doloroso parecido con las beldades del cuplé), se le venía a la cara formando crespos rígidos, que subían y bajaban a los impulsos de una ascensión deliberadamente agotadora. Tal vez hubiera podido ahorrarse la mitad de aquel esfuerzo, pero ella se obstinaba en demostrar una especie de furor penitente, trepando con celeridad frenética, más aparente que efectiva dado el escaso número de peldaños ganados entre bufidos y palabras truncas e incomprensibles, aunque llenas de furia.

(Yo había tomado posesión de aquella escalera, en la que me divertía practicar el juego del ciego, una de mis manías gratuitas. Era una manera de confiarme a las delicias del tacto y establecer por esa vía una relación personal con los objetos. Durante la acción, mis ojos continuaban abiertos, aunque en cierta forma paralizados; entre tanto, el poder de absorción de mi mente era alimentado a través de la mano y por allí se propagaba a todos los conductos de la percepción y el conocimiento; era un juego liviano -aunque a veces podía volverse terriblemente enmarañado-, que ponía en actividad mis más secretas reservas de memoria. Un roce cualquiera era capaz de despertar, sólo por una vez, sensaciones insospechadas, regresiones insólitas en el olfato o en los genitales. Golpes de miedo o de tristeza eran sentimientos diluidos que escapaban de sus celdas y repetían, por unos instantes, sus viejos cometidos. En la escalera, el juego tenía la ventaja de extenderse a un territorio inmenso, cuyos relieves y lastimaduras eran recorridos por las puntas de mis dedos. A la altura de los primeros peldaños, una pequeña zona virulenta y húmeda, escamosa un poco más abajo, el paso de una grieta, trozos fríos y resbaladizos, un hoyuelo tierno donde cabía la yema del dedo… mientras la memoria devolvía el tacto de otras superficies, que a su vez traían adheridos lugares y gentes, voces y emanaciones diferentes).
Con una mano se agarraba del muslo para impulsarse, la otra apretaba el frasco de relevo envuelto en un papel de estraza. A mi regreso, poco después de media noche, al pasar cerca de su puerta, la sentía moverse y tropezar entre los muebles como una ciega atarantada. La oía toda, de manera que los sonidos llegaban a formar en mi cabeza una imagen perfectamente delineada: el roce de los trapos, la voz quebrada que tosía o cantaba o ensartaba mitades de palabras, interjecciones salidas de la maraña del cerebro que no volvería a escucharse otra vez… y el frote de sus sandalias sobre el trozo de alfombra y el sonido doble y aspirado de sus narices en forma de una eñe acatarrada.
El organito ya había parado de sonar.
Lo escuché por primera vez cuando vine a alquilar el cuarto hace unos meses. Las notas rodaban por el aire acidulado del callejón que ya empezaba a ensombrecerse y pensé en unas bolitas livianas que se perseguían sin llegar a alinearse, tropezaban y se amontonaban, corrían de nuevo dando tumbos y apenas conseguían mantener el hilo de la melodía, que era, al parecer, un pasodoble viejo y desmadejado.   Prometí perfeccionar esta imagen, podarla de la mitad de las palabras y utilizarla a la primera oportunidad. Todo el callejón era en verdad un buen escenario de novela; tenía lo que me agradaba poner en palabras; palabras con sabor, con tacto, con emanaciones y asperezas.
Era un gran trozo del decorado viejo de la ciudad salvado del desbande general. (Sé que un día acabarán por derribar, moler y arrojar bien lejos, convertido en polvo y cascajos, lo poco que todavía permanece en pie de una albañilería marchita. Una ciudad habrá muerto y otra ocupará su lugar. Sus habitantes irán de un sitio a otro como en una trampa descomunal sin sosiego posible. El recuerdo, despojado de ese elemento, será humo de memoria). Los grandes edificios de la avenida, cuyo jadeo se volvía imperceptible a la mitad del estrecho canal, mostraban sólo sus espaldas lisas y blancas, detrás de un amontonamiento impenetrable de chatarra urbana: ladrillos desnudos, yacijas de madera y platabandas sin frisar con tendederos y despojos de muebles.
Mi caserón de cuatro pisos parecía estar allí para demostrar, por medio de una caligrafía minuciosa, lo que muchos años de intemperie son capaces de producir en una capa de pintura al óleo. Tenía hileras de balcones, con las barriguitas salientes como palcos de teatro, y destacaba de las otras edificaciones, todas de una sola planta, casas de tejado y cuerpo ático, de una misma edad. Mi cuarto, en el tercer piso, era de verdad inmenso, aunque nada sombrío. En las paredes no hubiera podido poner nada de mi parte: me entregaban una escritura heterogénea, llena de borrones y tachaduras, como si hubiesen vuelto muchas veces sobre ella hasta hacerla ilegible. Fue un desencanto encontrarme la puerta que daba al balcón condenada a punta de listones y clavos.
La Madama era otra persona en las mañanas. Se recorría el edificio entero, regando su olor a tintura de árnica, cacareando, riendo sin parar. Me llamaba “mijit” por mijito, y me hablaba de su hijo, un muchacho gordo y grosero que con frecuencia me adelantaba en la escalera, hediondo a sol y expeliendo un canto horrible a base de trompetillas. No puedo asegurar que le entendiera, pero su charla no era en modo alguno fastidiosa: por el contrario, me divertía escucharla, me hacía reír, me comunicaba un ánimo ligero y festivo. Pero si es que algo entendía en el momento, lo olvidaba todo apenas ella desaparecía de mi vista. Lo que mi memoria era capaz de reproducir después se reducía a un sonido confuso, indescifrable, pues ella debía expresarse en una lengua única, comunicable sólo en el momento de producirse, irrepetible, imposible de memorizar; era una sola pasta de gestos y sonidos, mezclada con sus ojitos rojos y parpadeantes, su cara hinchada de donde casi desaparecían los rasgos, sus trapos y su olor a árnica.
Su cuarto parecía mucho más pequeño que el mío, a causa de la multitud de objetos que lo cubrían: el moblaje completo de una casa comprimido entre aquellas cuatro paredes; completo, digo, si se le miraba en conjunto; pero en detalles descalabrado y maltrecho. El aire era denso, difícil de respirar al principio.
Toqué la manija del organito, aunque no me atreví a moverla. La Madama estaba de espaldas a mí, colocando la loza en el aparador. Tocaba cada pieza con primor entre las yemas de los dedos, la hacía dar vueltas, soplaba en las molduras para quitar un polvo inexistente y la devolvía a su lugar. El artefacto, aquel molinillo de música, no tenía gran cosa que ver: era un cajón oscuro, sin mayores resaltes, sostenido por una paticas labradas. Unos dibujos dorados luchaban por sobrevivir ahogados en la niebla que se hundía en la madera. La Madama no se daba punto de reposo cambiando de sitio floreros y figuras de pasta.
Hoy, como dije, la música del organito ha dejado de enternecerme. Estoy tratando de escribir un cuento con la Madama de personaje principal. Siento moverse en mi cabeza todo el asunto, percibo la textura de la pasta, el calor de esa masa con vida que palpita allá adentro y presiona con deseos de salir y, sin embargo, me resisto al intento. ¿Cómo empezar?… Diez años antes, su entrada a la casona seguida por una troupe fantástica como los personajes desterrados de una comedia de época: aquel mobiliario anacrónico que a duras penas pudo encontrar alojo en la habitación. La Madama en plena florescencia, madura y perfumada, posible todavía de reconstruir a partir de sus manos, que se conservaban rosadas y frescas. O salir de dentro de ella misma, aquí, ahora, en el momento en que abre los ojos en medio de sus ruinas; la fiebre de las mañanas que la lanza a una vertiginosa correría por todos los habitáculos del caserón, sin parar de hablar y de reír. El paso de las horas, que al término del día deben traerle algún momento de tregua antes de la caída: quizás el tránsito por alguna comarca apacible que la hace languidecer en medio de recuerdos tímidos, cosas vagas e insípidas, escenas que apenas sobrepasan el blanco como el color de las viñetas viejas. La música de organito. Ha empezado a sonar ahora. Abandono el papel donde aún no he acabado una línea. Quizás me venga bien un pequeño paseo. Salgo, paso frente a su puerta, me detengo un trecho más allá, regreso y llamo, llamo por dos veces sis recibir respuesta.   Abro, sólo lo suficiente para asomar la cara y al instante las bolitas de música me rebasan y salen trotando hacia el pasillo. La Madama aparece sentada en uno de sus sillones floreados, hundida en él más bien, las piernas extendidas y abiertas, el vestido sobre las rodillas, la barba encajada en la hinchazón del pecho. Un brazo que cuelga indolente la pone en contacto con el organito. Sin moverse, alza los ojos hacia mí y hace una contracción rabiosa como si quisiera escupirme.
-¡Sucio, vete de aquí, puegco!
Me siento descubierto y humillado, perseguido por una sensación de torpe vergüenza, como si una mano en la nuca me empujara escaleras abajo. Jamás he debido asomarme. Casi a saltos, vengo a dar a la acera. Salgo al aire fresco del atardecer y apenas he caminado una cuadra, siento que a mi alrededor todo es armonioso y distante. La casa, el callejón se hallan lejos, inmovilizados en un aire inviolable para ojos extraños. En este momento, la Madama es una figura de paja, un trasto relegado a un rincón entre otros muchos que puedo mover, colocar, disponer a mi antojo. Creo que mañana me decida finalmente a escribir.

En Difuntos, extraños y volátiles, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.


“Sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas de la hermosura”- Leopoldo Marechal

11 de junio de 1900 - Buenos Aires

















Credo a la vida


Creo en la vida todopoderosa,
en la vida que es luz, fuerza y calor;
porque sabe del yunque y de la rosa
creo en la vida todopoderosa
y en su sagrado hijo, el buen Amor.

Tal vez nació cual el vehemente sueño
del numen de un espíritu genial;
brusca la senda, el porvenir risueño,
nació tal vez cual el vehemente sueño
de un apóstol que busca un ideal.

Padeció, la titán, bajo los yugos
de una falsa y mezquina religión;
veinte siglos se hicieron sus verdugos
y aun padece, titán, bajo sus yugos
esperando la luz de la razón.

Fue en la humana estultez crucificada;
murió en el templo y resurgió en la luz...
¡Y, desde allí, vendrá como una espada,
contra esa Fe que germino en la nada,
contra ese dios que enmascaro la cruz!

Creo en la carne que pecando sube,
creo en la Vida que es el Mal y el Bien;
la gota de agua del pantano es nube.
Creo en la carne que pecando sube
y en el Amor que es Dios.
¡Por siempre amén!



Adán Buenosayres


Libro Quinto, Parte I


"Que a tan doloroso extremo lo conducía." "Que solía conducirlo a extremo tan doloroso." "Que a extremo tan doloroso. . ."

Adán Buenosayres despierta con aquel jirón de frase que lo ha perseguido, como un tábano imbécil, en toda la extensión de su sueño. Y al abrir los ojos ve a su lado la figura de Irma, cuyas manos industriosas van y vienen sobre la bandeja del desayuno.

—¿Qué hora es? —le pregunta con infinito desaliento.

—Las diez y media —responde Irma.

"Que a tan doloroso extremo...”

—¿Llueve?

—Garúa.

"Y le dijo a Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá..." ¡Basta! Se incorpora violentamente, y sus ojos desorientados recorren la habitación desierta. ¿Irma se ha escurrido ya? Tanto mejor.

La primera noción que se le aclara en el entendimiento le trae un gusto de hiel: recuerda que a cierta hora de aquel nuevo día tendrá que cumplir una serie de gestos ineluctables; que su rostro deberá ocupar un sitio en cierta y determinada constelación de rostros; que su voz pertenece a un coro de voces que aguardan la suya para levantarse. Y al reflexionar en ello, tiene conciencia de que no podrá ese día, ya que no halla en su voluntad ni un solo átomo vivo.

Sequedad y amargura en su boca: sí, es claro, la borrachera de ayer. Con la mayor economía de gestos Adán Buenosayres alarga su mano hasta la bandeja, vierte café puro en el tazón cotidiano y lo bebe a grandes sorbos. Delicia. Luego, no sin embutirse antes en su vieja salida de baño, se dirige a la ventana y escudriña el exterior: una luz brumosa, la misma que llena su cuarto, gravita sobre la ciudad, moja los techos, aceita las calles y esfuma los horizontes; diríase que la pulverizada ceniza de un volcán flota en el aire y se asienta blandamente sobre las cosas. Adán estudia las ramas esqueléticas de los paraísos que, faltos ya de sus hojas, aún se aferran con uñas avaras al racimo de oro de las semillas. Imaginación. En una soga de tender, allá enfrente, hay dos sábanas húmedas que chicotean y un calzoncillo gris lleno de viento. Y el viento anda también entre las hojas muertas, llevándose a carradas —oro y bronce— la rica metalurgia del otoño. ¡Sí, otra metáfora! En la calle, hombres y bestias desafían la bruma y son devorados por ella sin rumor alguno; porque adentro y afuera el silencio se ha extendido como una obra de tapicería. ¡Bien!

Sustrayéndose a su contemplación y al desaforado juego de las imágenes, Adán se dirige a su mesa, carga una pipa de horno ancho y la enciende. Un vellón de humo sube al techo: "¡Gloria al Gran Manitú, porque ha dado a los hombres la delicia del oppavoc!" Luego vuelve a su cama y recobra la horizontal: "Mejor es estar sentado que de pie, acostado que sentado, muerto que acostado." ¡Alegre sentencia!

Restituido a su grata inmovilidad (y la inmovilidad es una virtud de Dios, motor inmóvil), Adán Buenosayres recuerda los episodios de la noche anterior y su conducta personal en cada uno. Se asombra entonces al evocarse a sí mismo en tan extraña multiplicidad de gestos: ¡cuántas posiciones ha tomado y cuántas formas asumido el alma bruja en el espacio de una noche! Y entre tantos disfraces, la cara verdadera de su alma... ¡No! Adán se resiste a entregarse tan pronto al dolor de las ideas: es demasiado acogedora la luz que llena su habitación, y demasiado hermoso el silencio que ha traído la lluvia: el silencio y la luz parecen hermanos en aquella hora de ceniza; y luz y silencio, con su grata hermandad, le hacen posible ahora un comienzo de beatitud. Habiéndose negado él al entendimiento y a la voluntad, le queda sólo el juego de la memoria: cuando lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo! Es una serie de Adanes muertos que se levantan de sus tumbas y le dicen ahora: ¿Te acuerdas? La pipa, fumada casi en ayunas, le produce una embriaguez gemela del silencio y la luz ("por eso la hoja seca es sagrada"). Y los Adanes gesticulan, allá en el fondo, y le dicen: ¿Te acuerdas?

...Y hubo cierta edad en que los días empezaban en una canción de tu madre:

Cuatro palomas blancas,
cuatro celestes:
Cuatro coloraditas
me dan la muerte.

Cruzabas por tus días y tus noches como por una serie de habitaciones blancas y negras. El petizo lobuno era un mañero del diablo: se arrancaba freno y bozal en un mojón del palenque, y abría las tranqueras con el hocico. ¡Y el pampa Casiano, que con tanto arte mataba perdices a tiro de rebenque!

O un revuelo de campanas locas te despertó al amanecer: ¡las romerías de Maipú! Era muy temprano aún, pero latía ya en la casa un acelerado pulso de fiesta: los hombres estaban algo duros en sus ropas de domingo; muy excitadas, las tías jóvenes desplegaban telas brillantes, removían frascos de olor, cuchicheaban entre sí o reían de pronto llenas de fuego; renegando en sonoras frases vascuenses, tío Francisco luchaba con una bota que se le resistía. Más tarde, al entrar en la iglesia, el abuelo Sebastián hundió en la pila toda su mano de cíclope; la sacó chorreando, tocaste aquellos dedos nudosos y te persignaste de rodillas. Después los hombres te llevaron al almacén de Olariaga, en cuyo palenque inmenso lucía ya una hilera de vistosos caballos: adentro, junto al mostrador, se cambiaban saludos fuertes y risas como detonaciones, entre un olor de vino priorato, de talabartería y de farmacia. Y la estudiantina española entró de súbito, rascando guitarras y violines: vestían trajes llenos de luces, calzón corto, medias blancas y sombreros con plumas, y los escoltaba un cardumen de chicos alborozados. Pero tus ojos no se demoraban en ello, sino en las tres o cuatro figuras inmóviles que sonreían vaso en mano, detrás del grupo y al margen de la batahola: como el abuelo Sebastián, aquellos paisanos eran, tal vez, del tiempo de Rosas, a juzgar por sus barbas de una blancura de vellón o sus rostros atezados y con más arrugas que un papel antiguo: llevaban todavía chiripá negro, botas de potro y desusadas nazarenas en los talones; y en tu asombro de niño los mirabas como si contemplases el mismo rostro de la aventura, pues no dejabas de vincularlos a los famosos arreos de hacienda rumbo al Chubut, a las travesías legendarias por médanos y tempestades, a toda la gesta del resero antiguo, cuyo elogio habías escuchado tantas veces en cocinas llenas de humo y en boca de forasteros que llegaban y se iban inexplicablemente, como el viento. Más tarde, a mediodía, los asados humeaban, tendidos ya sobre tizones, bajo una lluvia de salmuera. Y luego se armó el bailongo a cielo abierto, hasta que la noche austral cayó sobre músicos y bailarines.

Ahora te ves en el camino de Maipú a Las Armas, tra­zado en la llanura de horizonte a horizonte. Son los últi­mos días del verano y los primeros de tu adolescencia; y estás a caballo, detrás de cien novillos rojos, envuelto en la polvareda que levantan cuatrocientas pezuñas. Te han dejado calzar las botas negras que, con el poncho de vi­cuña y el facón de cabo de plata, constituyen la sola he­rencia que recibiste del abuelo Sebastián; y el uso de aquellas botas es, a tus ojos, un comienzo de la hombría. Montado en su pangaré memorable, tío Francisco, a tu derecha, mastica el tabaco negro "La Hija del Toro" que nunca faltó en su tabaquera de buche de avestruz; y al mirarlo ahora en calma, vuelve a tu imaginación aquella noche de tempestad en que tío Francisco, ante la tropi­lla de redomones que se le desbandaba por vez tercera, se tiró de su caballo al suelo, desenvainó su cuchillo, y levantando sus ojos a las alturas desafió al propio Dios, gritándole: "¡Bajá si sos hombre!" Al frente de la tropa van Justino y el pampa Casiano, uno a la derecha y el otro a la izquierda; todos llevan en el interior del chambergo una fresca rama de duraznillo blanco, porque ya es casi mediodía y el sol dispara sus rayos verticales, co­mo un arquero enfurecido. Y es verdad que el sudor cae de tu frente y deja en tus labios un gusto salobre, y que la polvareda enceguece tus ojos y reseca tus narices, y que se aturden tus oídos con el mugir de las bestias y el alalá de los arreadores. Pero tu corazón está repicando co­mo una campanita de fiesta, y no ambicionas otra suerte que la de avanzar por un camino trazado en la llanura de horizonte a horizonte, detrás de cien novillos rojos que arden como brasas a mediodía.

¿Desde cuándo te hablaban así las formas resplandecientes de las criaturas? ¿Desde cuándo te hablaban ellas en aquel idioma que no entendías aún claramente, pero que te adelantaba la certidumbre de lo bello, lo verdadero y lo bueno, y hacía lagrimear tus ojos, y despertaba en tu lengua la dolorosa comezón de responder con el mismo lenguaje? Ciertamente, una mañana, leyendo tu trabajo de colegial, don Bruno había dicho en clase: "Adán Buenosayres es un poeta"; y los chicos te observaron a fondo, como si te desconocieran. Pero, ¿desde cuándo? Señor, un niño que se aparta de los juegos, furtivamente, para tejer en los rincones una urdimbre de palabras musicales: "¡­Oh, la rosa, la triste rosa, la descarnada rosa!"

Tienes ahora dieciocho años, allá, en los campos de Santa Marta, y estás junto a Liberato Farías el domador: abajo la tierra es un gran círculo de color de espiga, trazado en torno de tus pies; arriba el cielo muestra su tez de jacinto, cúpula o flor, ¿quién sabe? Liberato ha ceñido ya sus crenchas lacias con un pañuelo de colores, y ahora se ajusta las espuelas, alegre y juicioso como un luchador que se dispone a otro combate. Veinte pasos al frente, mordiendo el freno por vez primera, con el lazo todavía en el cogote y sujetas ya las patas nerviosas con el maneador, el potro negro se revuelve, inquieto y relampagueante como una gota de mercurio: Almirón, el capataz, le agarrota el belfo con la manija de su rebenque; tío Francisco, sin soltar el lazo, estudia con ojo atento las ondulaciones del animal. Y tus miradas elogiosas discurren entre aquellas imágenes, deteniéndose, ya en el domador que a tu lado se calza, rodilla en tierra, ya en el bruto ajustado y tenso como una máquina de furor, ya en el cielo de tez de jacinto, ya en la tierra de color de espiga. Liberato está de pie; y ahora, llevándose a cuestas el envoltorio de su apero, se dirige cachazudamente hacia el grupo que ya le aguarda: no bien llega, clasifica en orden las piezas de su recado; y luego, acercándose al potro, lo recorre con ancha mano desde el pescuezo hasta la cola, semejante al músico que, antes de tocar, acaricia y tantea el cordaje de su guitarra. Las prendas del recado se deslizan ahora sobre el animal: sudaderas, mandil, caronas, bastos, la cincha que se aprieta con uñas y dientes, el cojinillo y el cinchón; mientras el potro, que ha vacilado entre el estupor y la ira, se decide al fin y trata de romper sus ataduras. Concluida la operación, Liberato monta juiciosamente y afirmándose apenas en el estribo se acomoda sobre los cueros; y sólo entonces, con amistoso ademán, ha solicitado a sus padrinos que se retiren y lo dejen a solas con su batalla. Tío Francisco deshace la manea y el lazo; Almirón suelta el belfo del animal; y uno y otro requieren sus caballos, a fin de acompañar al domador según las leyes del apadrinamiento. Sin embargo, el potro no se mueve aún, como si tuviese los remos clavados en la tierra: entonces Liberato le pone su rebenque delante de los ojos, y el animal, encabritándose, mantiene un instante la posición vertical, se sienta de pronto sobre sus cuartos, recobra el equilibrio, gira violentamente hacia la izquierda y luego hacia la derecha, no sabe si huir o revolcarse en el suelo con su jinete y todo, mientras el domador, a bárbaros tirones de rienda, le hace doblar el pescuezo en uno y otro sentido. Al fin, amontañándose todo y puesto el hocico entre las patas delanteras, el animal inicia su corcoveo, luchando por librarse del jinete que se le ciñe con el doble arco de sus piernas. Y fracasado ya todo su juego de violencias y astucias, el potro inicia una carrera loca rumbo al horizonte, asistido por su jinete que le da o le quita rienda. Tus ojos lo acompañaron en aquella fuga, y tus oídos oyeron el redoblar de los cascos en la tierra sonora como un tambor. Y viste luego cómo jinete y caballo regresaban del horizonte, puestos ya en armonía; y cómo el domador, tras apearse y echar abajo los cueros, palmeaba la cabeza del animal, como sellando con él un pacto inquebrantable. Te habías acercado al potro vestido de sudor, y le mirabas los ollares dilatados en ruidoso jadeo, la boca llena de sangre y espuma, los ojos húmedos de gotas calientes que al resbalar fingían el curso humano de las lágrimas. Y cuando acariciaste su belfo dolorido, llegó a tus narices el aliento vegetal del potro: un dulce y puro aliento de inocencia. Después acompañabas a Liberato hasta el aljibe fresco de aguas y musgos: apoyado en el brocal, el domador tenía la placidez juiciosa del combatiente que se ha purificado en otra batalla. Y mientras apuraba él su jarro chorreante, advertiste cómo sus ojos azules, puestos en el cenit, se humedecían de delicia. Entonces te alejaste por una tierra de color de espiga y bajo un cielo de jacinto, rumiando en tu corazón lleno de alabanzas la promesa de un canto que todavía no escribiste.

Y ahora te hallas en Buenos Aires, forastero y estudioso de la gran ciudad, a la que acabas de llegar, portador de un mensaje de frescura que no sabes manifestar aún, como no sea en exclamación o balbuceo:

En el corimbo rojo de la mañana zumban
tus abejorros, Maravilla.

Fragmento extraído de El Cartonero Cultural



Yasunari Kawabata

11 de junio de 1899- Osaka, Japón
Premio Nobel 1968





«Muchos escritores, en su juventud, escriben poesía: yo, en lugar de poesía, escribí los relatos que caben en la palma de una mano. Entre ellos hay piezas irracionalmente construidas, pero hay varios buenos que fluyeron naturalmente de mi pluma, con espontaneidad… El espíritu poético de mi juventud vive en ellos".







Canarios

Señora:
Me veo obligado a romper mi promesa y una vez más le escribo una carta.
Ya no puedo tener conmigo por más tiempo los canarios que recibí de usted el año pasado. Era mi mujer la que siempre los cuidaba. Yo me limitaba a mirarlos, a pensar en usted cuando los observaba.
Fue usted quien dijo, ¿no fue así?: "Usted tiene una mujer y yo un marido. Dejemos de vernos. Si por lo menos usted no tuviera mujer. Le entrego estos canarios para que me recuerde. Obsérvelos. Ellos son ahora una pareja, pero el vendedor simplemente tomó un macho y una hembra al azar y los metió en una jaula. Los canarios en sí no tuvieron nada que ver. De todos modos, por favor recuérdeme a través de estos pájaros. Tal vez sea desagradable entregar criaturas vivas como recuerdo, pero nuestra memoria también está viva. Algún día los canarios se morirán. Y, cuando llegue el momento de que mueran nuestros mutuos recuerdos, dejémoslos morir".
Ahora los canarios parecen estar al borde de la muerte. La que los cuidaba ya no está. Un pintor como yo, negligente y pobre, es incapaz de hacerse cargo de estos frágiles pájaros. Lo diré claramente. Mi mujer se ocupaba de los pájaros, y ahora está muerta. Y como ella ha muerto, me pregunto si también los pájaros morirán. Y si así es, ¿era mi mujer la que me traía recuerdos de usted?
Hasta se me ocurrió dejarlos libres pero, desde la muerte de mi mujer, sus alas parecen haberse debilitado repentinamente. Además, estos pájaros no saben lo que es el cielo. Este par no tiene otra compañía en la ciudad ni en los bosques cercanos donde reunirse con otros. Y si acaso uno se fuera volando por su cuenta, morirían separados. En aquel entonces, usted aseguró que el hombre del negocio de mascotas simplemente había tomado un macho y una hembra al azar y los había metido en una jaula.
Y a propósito, no quiero vendérselos a un pajarero pues usted me los dio a mí. Y tampoco quiero regresárselos a usted, pues fue mi mujer la que los cuidaba. Por otra parte, estos pájaros —de los que probablemente ya se haya olvidado— serían una molestia para usted.
Lo diré de nuevo. Fue porque mi mujer estaba aquí que los pájaros han vivido hasta el día de hoy sirviendo como recuerdo suyo. Por eso, señora, deseo que estos canarios la sigan a ella en la muerte. Mantener su memoria viva no fue lo único que hizo mi mujer. ¿Cómo pude amar a una mujer como usted? ¿No fue acaso porque mi mujer permaneció conmigo? Mi mujer me hizo olvidar todo el sufrimiento. Ella evitaba mirar la otra mitad de mi vida. Si ella no lo hubiera hecho, seguramente yo habría desviado mis ojos o habría desalentado mi mirada ante una mujer como usted.
Señora, ¿no es correcto, entonces, que mate a los canarios y los entierre en la tumba de mi mujer?".

Kanariya, 1924
















Lugar soleado


En el otoño de mis veinticuatro años, conocí a una muchacha en una posada a orillas del mar. Fue el comienzo del amor.
De repente la joven irguió la cabeza y se tapó la cara con la manga de su kimono. Ante su gesto, me dije: la he disgustado con mi mal hábito. Me avergoncé y mi pesadumbre se hizo evidente.
—Fijé la vista en ti, ¿no?
—Sí, pero no es para tanto.
Su voz sonaba gentil y sus palabras, cálidas. Me sentí aliviado.
—¿Te molesta, no es cierto?
—No, de verdad, está bien.
Bajó el brazo. En su expresión se notaba el esfuerzo que hacía para aceptar mi mirada. Miré hacia otro lado, y fijé la vista en el océano.
Desde hacía mucho tenía ese hábito de fijar la vista en quien estuviera a mi lado, para su disgusto. Muchas veces me había propuesto corregirme, pero sufría si no observaba los rostros de quienes estaban cerca. Me aborrecía al darme cuenta de que lo estaba haciendo. Tal vez el hábito venía de haber pasado mucho tiempo interpretando los rostros ajenos, luego de perder a mis padres y mi hogar cuando era un niño, y verme obligado a vivir con otros. Tal vez por eso me volví así, pensaba.
En cierto momento, con desesperación traté de definir si había desarrollado esta costumbre después de haber sido adoptado o si ya existía antes, cuando tenía mi hogar. Pero no encontraba recuerdos que pudieran aclarármelo.
Fue entonces, al apartar los ojos de la muchacha, que vi un lugar en la playa bañado por el sol del otoño. Y ese lugar soleado despertó un recuerdo por largo tiempo enterrado.
Tras la muerte de mis padres, viví solo con mi abuelo durante casi diez años en una casa en el campo. Mi abuelo era ciego. Años y años se sentó en la misma habitación ante un brasero de carbón, en el mismo rincón, vuelto hacia el este. Cada tanto volvía la cabeza hacia el sur, pero nunca al norte. Una vez que me di cuenta de este hábito suyo de volver la cara sólo en una dirección, me sentí tremendamente perturbado. A veces me sentaba durante un rato largo frente a él observando su rostro, preguntándome si se volvería hacia el norte al menos una vez. Pero mi abuelo volvía la cabeza hacia la derecha cada cinco minutos como una muñeca mecánica, fijando la vista sólo en el sur. Eso me provocaba malestar. Me parecía misterioso. Al sur había lugares soleados, y me pregunté si, aun siendo ciego, podría percibir esa dirección como algo un poco más luminoso.
Ahora, mirando la playa, recordaba ese otro lugar soleado que tenía olvidado.
Por aquellos días, fijaba la mirada en mi abuelo esperando que se volviera hacia el norte. Como era ciego, podía observarlo fijamente. Y me daba cuenta ahora de que así se había desarrollado mi costumbre de estudiar los rostros. Y que este hábito ya existía en mi vida de hogar, y que no era un vestigio de servilismo. Ya podía tranquilizarme en mi autocompasión por esta costumbre. Aclarar la cuestión me provocó el deseo de saltar de alegría, tanto más porque mi corazón estaba colmado por la aspiración de purificarme en honor de la muchacha.
La joven volvió a hablar.
—Me voy acostumbrando, aunque todavía me intimida un poco.
Esto significaba que podía volver a mirarla. Seguramente había juzgado rudo mi comportamiento. La observé con expresión radiante. Se sonrojó y me lanzó una mirada disimulada.
—Mi cara dejará de ser interesante con el paso de los días y las noches. Pero no me preocupa.
Hablaba como una criatura. Me sonreí. Me pareció que repentinamente nuestra relación había adquirido otra intimidad. Y quise llegar hasta ese lugar soleado de la playa, con ella y con el recuerdo de mi abuelo.

Hinata, 1923
Traducción de Amalia Sato. Emecé