martes, 31 de diciembre de 2013

"Estudia, aprende pero guarda un poco de ingenuidad" - Henri Matisse








































Matisse, más que la alegría de vivir

Manuel Calderón - Madrid

Detrás de  la «joie de vivre», de la alegría de vivir, que transmite la pintura de Matisse, de esa sencillez inocente y colores sofisticados, se escondía un pintor que vivía en permanente tensión, algo atormentado, con problemas de insomnio y comunicación y que meditaba obsesivamente sobre su pintura. No sólo pintaba –Picasso lo hacía incluso en mayores cantidades pero queda por ver quién fue más influyente–, sino que quería saber por qué había de hacerlo de una determinada manera y hasta dónde podía llegar con el pincel para expresarse con más pureza. Durante muchos años ocupó el lugar central del arte moderno plasmado por las grandes telas, como «La música» y «La danza», que se convirtieron en verdaderos estandartes de su pintura y del artista libre. Pero a partir de 1917, acabada la Primera Guerra Mundial, su obra empieza a cambiar y, con ella, él. Primero porque pierde a sus coleccionistas, rusos en su mayoría, arrastrados por una revolución bolchevique que lo ha arrasado todo, y deja de hacer las grandes pinturas por encargo que marcaron un modo de hacer. Segundo, porque aparece un nuevo cliente, un burgués moderno y anónimo para el que está hecha la pintura de pequeño formato. Fue en 1917 cuando decidió dejar París para instalarse en Niza, ciudad de la Riviera francesa donde encontró luz, buen clima y una sensualidad silenciosa para empezar esta nueva etapa.

Íntimas y sensuales

«Algunos especialistas sostienen que Matisse está en el origen de la abstracción basada en el color y lo sublime, como si fuera un precursor de Rothko. Esta es la imagen que ha prevalecido de él y que ha eclipsado el cuerpo central de su obra», comenta Tomás Llorens, comisario de la muestra que quiere explicar su pintura entre 1917 y 1941, periodo fundamental pero al que se ha prestado menos atención.
«Pero él no quiso nunca hacer pintura abstracta –añade–, por eso voy a contar esta historia desde el punto de vista del propio Matisse, de lo que el quiso hacer». Vive un largo periodo de aislamiento, alejado de su familia –de su mujer Amélie acaba separándose agriamente–, viviendo en un hotel, poco menos que acompañado por una modelo y, como en el caso de Lidia, una joven rusa a la que estuvo muy unido, su único asidero. Muchas tarde acude a la Academia de Bellas Artes de Niza a copiar yesos. Con Renoir fue con una de las pocas personas que mantuvo relación. Pero seguía siendo el «maestro», e incluso Picasso, más joven que él, también menos intelectual y con un carácter menos adusto, así lo reconocía. «Matisse fue un gran teórico de la pintura, mientras que Picasso se dejaba llevar», sostiene Llorens.
En estas pequeñas pinturas íntimas y sensuales resuena Vermeer y el cuadro como ventana; Miguel Ángel y la concepción de la perspectiva como una sucesión de planos de los que brotan las figuras; y las voces de Baudelaire y Mallarmé, los verdaderos inspiradores de la modernidad. Del primero está el «flâneur», esa actitud vital de pérdida del tiempo o de estar en el tiempo de una manera inconsciente y que tan presente está en las pinturas de esta época y que mantiene un paralelismo con la música de Debussy (él mismo tocaba el violín y se pinta haciéndolo). Son mujeres, sus fieles modelos, sentadas en estancias soleadas, con los visillos moviéndose por la brisa, algo alicaídas. Vuelve también a pintores como Manet, Courbet y Chardin. Esta intimidad coincide con la edición de «En busca del tiempo perdido», de Proust, cuyo primer volumen aparece en 1913 y el último en 1927, y con la lectura de Mallarmé (su poema «La siesta y el fauno» es una referencia), lo que añadirá a la pintura un «aspecto reflexivo». «La obra de arte prevalece matando al artista», dice al respecto Llorens.

Historia de un fracaso

¿Y cuál fue la gran aportación de Matisse en esos años? «Sustituir una teoría del arte que se basa en ver, como los impresionistas,  por la de mirar, que es un acto con intención», dice el comisario. Pero fue, añade, la historia de un fracaso. Si cuando se instala en Niza  firma un contrato con el galerista Bernheim-Jeune, diez años más tarde, en 1927, su obra se había ido reduciendo a lo mínimo. «Matisse quiere responder al cubismo y por esto tiene una concepción fenomenológica del volumen, del color, de la forma, como Cézanne. Es decir, es el hombre que mira quien construye la imagen y él pinta bajo la idea de que la pintura se completa con la mirada del hombre», explica Llorens, que ha conseguido que en el Museo Thyssen esté la pintura de Cézanne «Tres bañistas», que el propio Matisse había adquirido después de empeñar algunos bienes familiares –sobre todo de su mujer– para hacerse con él, y que en 1936 donó al Museo de Bellas Artes de París. Matisse está fascinado por el instante, por retener un momento  fugaz, de ahí que sus pinturas sean cada vez más evanescentes, de colores fuertes pero poco perfilados. «Él se da cuenta de que la pintura pierde corporeidad y siente que ha fracasado», explica Llorens.

Escala en Nueva York

En 1930 deja de pintar y en ese momento de crisis Matisse decide emprender un largo viaje a Tahití, solo, un lugar escogido también para rememorar a Gaugin. Poco antes había recibido el encargo de realizar un mural para Alfred Barnes, un hombre de negocios norteamericano, pero aun así decide emprender la travesía, aunque primero hace escala en Nueva York para visitar a su hijo Pierre y luego cruza todo EEUU para embarcarse en San Francisco. Su vuelta a la pintura coincide con un momento político agitado que desembocará pronto en la Guerra Civil española y en la Segunda Guerra Mundial, lo que supuso en su caso la pérdida de clientes porque, según Llorens, el «mercado moderno del arte había sido barrido». Durante la ocupación alemana, vivió refugiado en Niza, no quiso dejar Francia. A pesar de que su esposa y uno de sus hijos estaban en la Resistencia, Matisse nunca fue molestado.
En esos momentos, centró una buena parte de su trabajo en el dibujo y edita el libro «Thémes et variations», que se publicó en 1943 con texto de Louis Aragon. Son 17 variaciones al carboncillo que «casi pudo dibujar sin mirar, sólo inspirándose». Una edición de este libro la ha comprado el Thyssen y se expone en la muestra.


Dibujar hasta  en la cama

Henri Emile Benoît Matisse nació en 1869 y murió con casi 85 años en 1954, pero casi hasta el final de su vida estuvo pintando, a pesar de dos graves operaciones a las que fue sometido y que le obligó a dibujar en la cama. En 1950 pintó los frescos para la iglesia de los dominicos de Vence, su última obra de gran tamaño. El hotel donde vivió en Niza es ahora un museo dedicado al artista. La exposición «Matisse: 1917-1941» se compone de 41 pinturas, nueve esculturas y relieves y dibujos, entre ellos la serie de «Thèmes et Variations».

De: La Razón.es


31 de diciembre - Cambrésis, Francia


Jano, el dios de los comienzos y los finales, el dios de las puertas...

Querid@s Amig@s:
  
Haciendo un balance del año y por qué no, de vida, se me ha ocurrido escribir sobre algo que pienso y me es muy caro.  Aquí va:


Las personas podemos, actuar sabiamente unas veces, y otras de forma estúpida.  Podemos hacerlo con buena intención y otras, ni tanto.  Eso no nos descalifica como seres humanos, ni como amigos. Coloquemos una dosis de modestia y otra de comprensión para con los otros y nosotros mismos.  Seamos complacientes con el yo y con el tu, pues estamos hechos de las mismas contradicciones, como muy bien lo entendió la filósofa judía alemana, Hanna Arendt.  El mal es banal y está dentro de cada uno de nosotros.  Somos capaces de los actos más sublimes, pero también de los más abyectos y degradantes. Y no olvidemos, que tanto el infierno como el paraíso, son apenas proyecciones de nuestra propia mente.

Un gran abrazo,  
Sonia
Taller de Narrativa de Pasiones Literarias













A todas/os


Gracias por tu presencia singular 
en esta Casa de Todos/as.

Un abrazo afectuoso.



Horacio Quiroga: el homo sapiens y el homo faber

“Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en un cuento”

























El infierno artificial


Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.

Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.

...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!

El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.

Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...

-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!

¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.

Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?

El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.

-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.

La voz de adentro sonó con inefable encanto.

-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo?

-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.

La voz sonó un poco burlona.

-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.

-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.

Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.

-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.

Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...

Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.

-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.

-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.

El hombre se compadeció.

-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.

Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.

Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!

Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.

Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.

¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.

Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.

La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.

-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.

La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.

Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.

En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.

Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.

Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!

Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.

Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!

Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.

-Sí... -murmuré.

-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.

Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.

¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.

Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!

Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.

-Matémonos -le dije.

Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:

-Matémonos -murmuró.

Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.

-Aquí no -agregó.

Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.

Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados...

La voz se quebró de golpe.

-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!


Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917














Alfonsina y Horacio habían mantenido un romance
que no se consolidó en pareja formal,
según algunos estudiosos debido a las reticencias
de la poeta en mudarse al interior,
aunque otros sostienen que
el pintor Quinquela Martín previno a Alfonsina
sobre el carácter díscolo de Horacio.
La inesperada muerte del escritor
provocó este poema-despedida de Storni.


A Horacio Quiroga

Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como siempre en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria ...
Allá dirán.
No se vive en la selva impunemente,
ni cara al Paraná.
Bien por tu mano firme, gran Horacio ...
Allá dirán.
“No hiere cada hora –queda escrito-,
nos mata la final.”
Unos minutos menos ... ¿quién te acusa?
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio que la muerte
que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreías ...
Allá dirán.
Sé que la mano obrera te estrecharon,
mas no si Alguno o simplemente Pan,
que no es de fuertes renegar su obra ...
(Más que tú mismo es fuerte quien dirá.)

Alfonsina Storni, Poesías Completas,
Soc. Editora Latino Americana, Bs. As., 1968.
De: Prof. Cristina González- Facebook