Con profunda alegría por el público reconocimiento nos adherimos todos/as las integrantes de Perras Negras a este homenaje al Dr. Carlos Blanc, nuestro querido Carlitos, el alquimista de la palabra, capaz de transformar recuerdos propios en escenografías emocionales para cualquier habitante de esta generosa tierra.
No es la primera vez que a él nos referimos en este espacio. Publicamos parte de su producción cuando presentamos nuestro Libro Colectivo del 2012 (en la foto, de brazos cruzados, junto a compañeros/as del Taller; o sea, determinado a la lucha porque le ha sido siempre natural, como dice Chaplin). En esa ocasión, también intentamos acercar algún testimonio de su otra casi escondida pasión: la actuación teatral.
Los invitamos a compartir el artículo que escribió con motivo de su retiro de la actividad docente en la Regional Norte de la UDELAR, recogido del diario CAMBIO de SALTO:
Sin adioses, sin despedidas
Locales | 16 Dic. Prof. Dr. Carlos Blanc
Apronto mi vieja valija por última vez este año y con ese
destino, ya no volveré a armarla. No hace mucho cumplí 70 años y supe que lo
que una vez empecé, en Montevideo en 1981, sin pensar jamás en este final,
después de todo cumple igualmente con un viejo refrán: "nada es para siempre".
Empezaba a correr el año 85 y alguien debía ir a Salto a
dictar clases como Profesor Encargado, cargo al que yo no podía acceder por
razones de grado pero sí el Prof. Dr. Sergio Rippe. No obstante, al año
siguiente, Rippe tuvo que suspender algunos viajes y acordándose de mi interés,
me solicitó que asumiera como suplente. Es increíble la claridad con que veo y
escucho al Prof. Esc. Cafaro, Director entonces de la Regional Norte:
"Sergio necesita un Ayudante pero yo no puedo proveerlo de Montevideo porque
no puedo pagarle los pasajes, pero como suplente de Encargado sí, venga
tranquilo". Cafaro empezó a venir en 1985, para dictar
"Obligaciones", siendo su primera clase post dictadura aquí en Salto,
lo que tiene un valor muy especial.
En la primera clase - La Dra. "Mara" Joubette fue
mi primer Ayudante, por poco tiempo ya que casi enseguida fue trasladada y la
Esc. Ana Silva, me acompañó muchos años-, que dicté, dejé constancia del
orgullo con el cual lo hacía: mi familia es de Salto y en esta ciudad me formé
intelectualmente desde la recién inaugurada Clase Jardinera de la Escuela 4,
año 1947, el Colegio Salesiano, la Escuela Pública, luego y finalmente el
Instituto Politécnico Osimani y Llerena. Que se me llamara Profesor me hacía
sentir algo incómodo pero a la vez orgulloso. Estaba en mi pueblo, algún día
salí de él para forjarme un destino y volvía como miembro integrante de la
comunidad universitaria del país y nada menos que a dictar clases de nivel
terciario. Demasiado para un gauchito de Mataperros.
Luego, sucesivamente fui suplente de los Profesores Xavier
de Mello y Holz, hasta que en el 90, se me nombró Encargado de Grupo. En 1997
accedería al cargo de Profesor Adjunto de Derecho Privado IV y V, con Grado
III, efectivo. Un título que lleva la firma nada menos que del Señor Decano de
la época, Prof. Dr. Américo Plá Rodríguez.
Tengo cuidado de que las cosas que ingreso a mi valija se
acomoden a la vieja lista confeccionada hace más de veinte años, cansado de
olvidarme de buzos, pantalones, pañuelos y calzoncillos. Nunca necesité ese
apunte para mis esquemas o resúmenes porque sabía que sin ellos, debería
balbucear alguna excusa para retirarme de clase o buscaría en mi mente un
montón de anécdotas semijurídicas, para rellenar esas horas. Que nunca fueron pocas,
porque en todos esos años, 26 en total en la Regional, 32 desde que ingresé
como Aspirante, jamás llegué tarde y puedo contar con los dedos de una mano,
las veces que falté a una clase, jamás tampoco sin avisar. La jornada de clase
por lo general, iniciada puntualmente a las 7 a.m. (iniciativa como alumna de
Sarita Ardaix, para poder cumplir bien todo el horario), siempre fue de 8 horas
por lo menos, divididas al mediodía. A veces durante dos días sucesivos, o
tres, cuando todavía no había dificultades para conseguir salones y tampoco los
muchachos tenían otras materias que interfirieran con mis horarios.
¿Los muchachos?, sí, los muchachos, me cuesta llamarlos
alumnos porque de hecho yo aprendí junto con ellos. Siempre traté de
estimularlos a preguntar, a plantear dudas, a generar ideas. Recuerdo algunos
planteos que me descolocaron (Marcela Panizza, en temas de sindicación,
Verónica Orihuela, con los interesados en dejar constancia en la negativa del
"período de reflexión" en un protesto, o las dificultades en las que
me ponían Gaitán y Ghibaudi, por ejemplo). No siempre les agradó que los
interrogara porque muchos traían aún la timidez o inhibición (muchísimos
también la cara, como Marcela Motta o Victoria Landoni, por nombrar algunas)
propia de liceales, pero poco a poco fueron asumiendo la necesidad de plantear
y equivocarse, descontando que una equivocación semejante puede ser grave en
clase pero se corrige, pero fatal y sin levante en el ejercicio profesional.
Alumnos pues, no, compañeros de viaje, sí.
Tuve el enorme placer de reencontrarme con viejos compañeros
de farras lejanas o ex compañeros de trabajo, ahora redimidos alumnos de
Derecho (Antonio Grisolia, Washington Santana, Maralberto Almeida, entre
otros), que buscaron la segunda oportunidad de sus vidas gracias a la Regional.
No fueron los únicos, yo mismo usufructué esa segunda chance, al ingresar a la
Facultad con 29 años y egresar a los 38.
Calculo las horas que me quedan antes de dirigirme a la
Terminal. Al principio, viajaba en avión, en la vieja TAMU, hasta que un día,
por razones climáticas, el avión decoló cinco horas tarde, sobrevoló Salto
alrededor de las 14 horas y, sin aterrizar por razones climáticas locales,
regresó a Montevideo. Xavier de Mello y yo, regresamos a nuestros hogares doce
horas después de haber salido de ellos, sin hacer otra cosa que repasar
nuestras respectivas y paralelas vidas de estudiantes, y calcular mentalmente,
sin referirnos a ello, cuánto combustible cargaría el avión. Desde entonces
preferí viajar en ómnibus. En este punto debo reconocer la puntualidad de las
compañías que hacen el trayecto. Habré tenido quizá, mucha suerte pero sólo
recuerdo una vez, en la que en la madrugada, en pleno viaje, un niño se
descompensó y, atendido por dos médicos que viajaban en el mismo ómnibus, se
guió por radio al conductor, desde Montevideo, mientras se coordinaba con el
Hospital de San José, para que al llegar a éste estuviera como así fue, un
equipo médico aguardándonos. Esa mañana llegué diez minutos tarde a clase.
En esos días los ómnibus en los que viajaba partían desde su
propia Sede, en la Av. Rondeau y nos dejaban en la Sede salteña, en la calle
Cerrito (hoy, pobre homenaje para tan gran hombre, "cuadra" Dr.
Carlos Bortagaray). Luego nos dejaban frente al Cementerio y por último en la
Av. Harriague y había que remontar por Misiones, caminando valija en mano,
esquivando charcos y ahuyentando perros, hasta la vieja Sede de la Regional en
calle Artigas.
Durante los siguientes 32 años, mis tres hijos crecieron
saludablemente y nacieron mis tres nietos, en jornadas felices. Por el lado
contrario, ocurrieron las despedidas finales a mis colegas y amigos: el propio
Cafaro, Valdéz Costa, María Celia Corral (con quien solía tomar mate a las 6 de
la mañana en la Plaza Artigas), Rafael de Paula, Nélida Montiel, Gustavo Puig,
Mabel Rassines, Rodríguez Villalba, María Elmira Duarte, Eduardo Pesce, Ricardo
Castell (¡cómo extraño las tertulias posteriores a las clases!) y las de varios
estudiantes, Silvani, Fleitas, Azurica, Urtarán y Camacho (fallecido en un
accidente poco después de recibido), entre otros, y también las de algunos
familiares queridos. Durante esos años asimismo, cumplí 40 exactos como
funcionario del Banco de la República, ingresado como Auxiliar en el 63,
retirado como Abogado Asesor, integrante de su Sala de Abogados, en el 2003.
Hoy todo eso me parece un fenómeno espacial que convalida el pensamiento de
Borges: la vida son sólo momentos, el pasado ya fue, el porvenir será o no, y
el presente se escurre mucho más rápido e intangible que el aire, en nuestras
manos, dejándonos apenas algo así como la sinopsis de una película llena de
drama, tragedia, comedia, lágrimas y carcajadas. Cincuenta años al servicio del
Estado, veinte de ellos superpuestos en ambas Instituciones, quedan atrás y me
dejan el sentimiento de haber cumplido.
Cierro mi valija, tomo mi portafolio, acomodo mis huesos lo
cual me insume un esfuerzo no menor, e inicio el camino a la Terminal, a pie
porque queda cerca, porque puedo repasar qué sucedió hoy, que voy a hacer o
decir mañana, qué clima me espera en Salto, siempre una sorpresa, y finalmente,
de qué diablos me olvidé a pesar de todos mis cuidados.
Debo agradecer haber podido vivir esos años. Agradecer
profundamente a los muchachos salteños, artiguenses, tacuaremboenses,
sanduceros, riverenses, fraybentinos, mercedarios, y aquellos orgullosos
"autonomistas" de ciudades como Bella Unión, Brum, Young, Quebracho,
Tomas Gomensoro, Palma Sola, Guichón (no distingamos ciudades de pueblos y localidades
porque tampoco les gustaría), y otros, que no siempre se sienten aludidos al
nombrar el genérico del departamento. A esta altura ya son cientos, cientos de
compañeros hoy profesionales. Ojalá haya podido aportarles algo de lo que yo
recibí de mis grandes maestros a los que invariablemente me limité, o al menos
intenté mediocramente, repetír en clase.
En especial, mi agradecimiento a todas las agrupaciones e
integrantes de las mismas, sacrificados militantes del Centro de Estudiantes de
Derecho, siempre pujando por mejorar las condiciones bajo las cuales todos
desarrollan sus carreras. Mientras fui Coordinador Docente me dieron un valioso
apoyo. Me declaro en eterna deuda con ellos y nunca los olvidaré.
Debo agradecer también a las autoridades universitarias, empezando
por los sucesivos Consejos y Decanos, desde aquella época y en especial a la
actual Sra. Decana, mi querida amiga la Esc. Dora Bagdassarian, a mi querido
amigo el Director de la Regional, Dr. Alejandro "Jano" Noboa, a los
sucesivos Coordinadores, puesto que alguna vez desempeñé y en especial al
actual, mi amigo "Palito" Rodríguez; a los compañeros integrantes de
la Comisión Asesora de Derecho, que alguna vez también integré; a todos los
compañeros docentes y alumnos de otras Facultades y Servicios que comparten con
Derecho, la sede de la Regional. A los funcionarios de la recargada y eficiente
Bedelía y a los muchachos de Intendencia, muchas gracias por su incondicional
afán de ayudarme, sin olvidar a muchos de ellos que se fueron definitivamente como
Lupi, y a otros que se retiraron por jubilación como Tana Portugal, Laura
Realini, Bandera y Don Ribas. Me despido con cariño y agradecimiento de mis
colegas docentes, de Derecho y otras disciplinas, con los que muchas veces
compartí desde salones a almuerzos, taxis a lluvias torrenciales, jornadas
bochornosas a fríos espantosos, enojados con nosotros mismos por no haber
venido con la ropa adecuada.
Agradezco también a quienes me formaron, desde los curas
salesianos que me aportaron disciplina y método, a mis maestros y maestras de
la Escuela Pública -obligatoria, gratuita y laica, siempre-, que me embargaron
de felicidad el corazón con el sentimiento profundo de amor a la Libertad,
Democracia, Igualdad, Fraternidad y Legalidad, formación que continuó bajo el
recto ejercicio docente ejercido y tratado luego de continuar como preciado
legado, de mis profesores del Instituto Politécnico Osimani y Llerena y de los
encumbrados ejemplos universitarios, lista que inicio con mi entrañable amigo,
condición que me adjudicara expresamente en 1985, en ocasión de la primera
elección universitaria luego del siniestro período dictatorial, el Profesor
Emérito Dr. Jorge Gamarra, y que continúo con mis "mayores", colegas
comercialistas, Profesora Emérita Nuri Rodríguez y quienes ya no están,
Profesores Ferro Astray, Delfino Cazet, Gaggero y todos los miembros del
Instituto de Derecho Comercial. Sin olvidar, por supuesto, a los
comportamientos éticos de nuestros mártires que llevo como emblema, docentes
como el Esc. Fernando Miranda, José Arlas, Adela Reta (estos dos últimos
perseguidos), y estudiantes, como Liber Arce, Susana Pintos, Hugo de los
Santos, Heber Nieto y tantos otros, cuyas almas claman aún por Verdad y
Justicia, por las que sigo luchando y que sin duda algún día obtendremos.
Bajo esa evocación, un tanto emocionalmente turbadora, salgo
por calle Colonia, por última vez, camino a la Terminal, con destino final en
la Regional Norte. ¿Debería despedirme de ella? No, sé que no podría hacerlo,
me niego a intentar ese adiós, convencido como estoy que de alguna manera allí
me quedaré, no ya como los íconos docentes de otras épocas enmarcados en
merecidos cuadros y fotografías o recogidos en generosísimos trabajos
bibliográficos; me quedaré simplemente caminando por sus pasillos, tomando un
café en la cantina, leyendo algún libro en la Biblioteca, charlando con amigos
en alguno de sus espacios, evacuando la consulta o accediendo a dar un consejo
a algún alumno, y dándome el gusto enorme de asistir a alguna clase de Comercial
de vez en cuando o tal vez, por que no, el enorme placer de asistir a una de
Administrativo para escuchar a mi más viejo y querido amigo, el Dr. Carlitos
Rocca, que persistirá allí dictando clases, con la misma figura con la que lo
conocí en el lejanísimo 59, no ya con el mismo, quizá, pero sí siempre vestido
con un sobrio y severo traje oscuro.
Que ese sea el recuerdo final que pueda dejar: el de un
viejo profesor, amante del humanismo y de la generosidad intelectual propios de
la Universidad, de la ley escrita y de otras que no lo están pero que
igualmente rigen, un veterano ex docente que deambula por pasillos, salas y
salones de la Regional, reafirmando en todo instante que en la Universidad en
general y en la Regional, en particular, existe el ingreso, pero una vez allí,
jamás habrá ni adioses ni despedidas.
Pero un escritor siempre está volviendo; los "tópicos recurrentes" revelan su indeleble paisaje interior. Desde esta Casa, los invitamos a presenciar este
PARA UN ADIÓS
“Que reste-t-il des billets doux
Des mois d'avril, des rendez-vous
Un souvenir qui me poursuit
Sans cesse”. Charles Trenet. 1943
“La
cavalcade des heures”
No recordaba en qué momento preciso se le
había presentado la urgencia de hacerlo pero sí que había sido un instante,
surgido como un impulso a la vez sorpresivo y sorprendente que lo despertó y no
admitió ni réplicas ni dilaciones. Encendió el motor y a poco andar el poderoso
rugido del automóvil y las luces largas acariciando el trazo ancho y solitario
de la Ruta Uno acompasaron sus pensamientos. Eran las dos de la mañana. Se
había enfundado las botas, el jean gastado y un muy cómodo rompevientos negro.
Arriba sólo una campera de cuero. Manejando con la calefacción encendida y un
trago de café del termo que descansaba en el asiento del acompañante, se sintió
abrigado. Puso en el aparato de audio uno de los CD de Sinatra: “All the way” y
volvió mentalmente a la noche de primavera en que vió en el Ariel la película
“La Máscara del Dolor”, con ese tema de fondo. No le resultaba difícil sentir
en sus manos la calidez de la piel del brazo de aquella frágil muchachita
sentada a su lado; “la modelo”, le decían sus amigos y él se enorgullecía de
acompañarla. Alta, delgada, delicadísima en su modo de ser, de andar, de
conversar. Un precioso recuerdo cristalizado tal vez para siempre. De pronto
toda su vida actual parecía haberse poblado de recuerdos y añoranzas. ¿Qué
habría actuado de disparador para que surgieran tantas cosas? Intuía algo que
le había provocado aquella catarata de imágenes, sonidos, sabores y olores de
un pasado a cuyo encuentro decidió escaparse esa misma noche, pero no estaba
seguro. La hora no fue problema, el tránsito era escaso y al llegar a la Ruta
Tres disminuiría más aún. El auto era una cápsula acogedora y así pasó sin
detenerse por San José, Trinidad y Young. Apenas miró a la izquierda desde lo
más alto del “trébol”, al pasar por Paysandú. Allí habían estado en aquel
lejano 63 con “Quequín” Azambuja, el Flaco Bibbó, Carlitos Bottini, y habían
recorrido en motoneta la calle 18 de Julio, el Club Paysandú, el Social, el
Wanderers y finalmente el boliche “Berri”. Una larga y divertida noche.
Las luces
encendidas de las Termas del Daymán, como aguantando la helada, lo vieron pasar
sin que él les prestara atención. Estaba atento y concentrado en el ingreso a
la ciudad. Dejó atrás La Gaviota en homenaje al Arquitecto Dieste y desechando
ingresar por la Avda. Ferreira Aldunate,
siguió la vieja ruta de la Onda, hasta Barbieri y Leggire, que junto al
Cine Salto fueron las primeras ausencias que notó. Dobló a la izquierda por 8
de octubre hasta la Plazita sin reloj ahora, y tampoco encontró el boliche “El
Reloj”, uno de los tantos que visitara muchas noches con el Negro
Cacciavillani. Estuvo tentado de seguir hasta el Club Centenario como lo hacían
entonces pero finalmente se decidió a doblar a la izquierda para pasar frente a
la Sucursal Zona Este del Banco de Crédito, o al menos el local donde ésta
estaba y dobló luego por 19 de abril. El Cine Plaza y la Plaza de Deportes.
Aquél con la versión de “Les Amants” y los comentarios burlones de “Vitito”
Burdiat, un par de asientos más atrás; la Plaza con Sarli, Banfi, su mujer, Rito
Ibarra, el “Brasilero” De Cerqueira Leite, Ruly Gonzaga, en fin, todos.
Tomó Errandonea
pasando por frente a lo que debería ser y ya no era, la parrillada de Alfredito
y enfrente la heladería, al lado de la casa del Dr. Prinzo. Entró a Uruguay en
la esquina de la farmacia Vant Hoff. Desconoció la entrada de ésta. ¿Era la
Vant Hoff realmente?
Por Uruguay hacia
“abajo”. El corazón le latía intensamente mientras el agridulce sabor del
pasado se le instalaba en la boca al iniciar el añorado recorrido que solía
hacer en su motoneta Vespa 4780. Las luces de la calle, más altas que antes le
permitieron descubrir casas y cosas que le parecía no haber visto jamás. Allí
estaba sin embargo el local de ASA. Frenó por unos momentos y miró hacia la
primera ventana de la planta de arriba.....
Recuerdos e
imágenes pugnaban por salir. Intentó acallarlas en un esfuerzo inútil. Poco más
adelante a la derecha, un balcón demasiado conocido. Más allá la casa del
“Pope”; las primeras clases de banco las había tomado allí, con aquel ser tan
entrañable.
Tal como lo había
pensado, calle Uruguay estaba vacía, sin autos ni transeúntes. Todo se le
presentaba congelado, en temperatura e imagen, como una foto en blanco y negro
o mejor en sepia, descolorida y distante. Desde lejos distinguió el mirador de
la Barraca Amorim, el Hotel Salto, oscurecido, la Plaza Nueva; imaginó la
“bañadera” del verano, la Banda Municipal de Miño y Peruchena, los actos
patrios, los desfiles con el Colegio Nuestra Señora del Carmen con su batería
de tambores relucientes al frente, seguida de las escuadras de alumnos
ordenadas en dos filas cada una. Él mismo, como “Capitán” de la segunda
escuadra, la de Cuarto Año.
El edificio de
Doña Catalina, la farmacia Calero, la barraca Trindade, el local de Pluna, la
boca del Mercado 18 de Julio, los juguetes de Casa Peñalva, las botas de Casa
Roche, la Farmacia Central, el local de Onda, el salón San Miguel y la
peluquería de Fontes, la Confitería “18”. El primer traje, cruzado y azul, en
la Sastrería Stabilito, Andión y Meloni. El primer par de zapatos “de hombre”
comprados en Iurato y Bravo, desde cuya
vereda había visto pasar a Atilio Francois, tapado de barro en la Vuelta
Ciclista, del 49 o del 50, y al
“Gallego” Regueiro que trasmitía la llegada desde la esquina “haciendo cruz”,
de París Londres. Conocía de memoria cada una de las baldosas de esas cuadras.
La acumulación de
emociones iba en aumento. El Cine Ariel, el Salón Pinocho, la confitería Ideal,
la tienda Alaska de los Engelman, la Caja Nacional de Ahorro Postal, la
zapatería Castagno, el Bazar Lluveras, Tipperary, el Club Uruguay y sus bailes
en el amplio salón de parquet bien lustrado. El Galeón, donde solía recalar
Victor Lima, el Hotel Concordia que alojó a Gardel, las citas en el Sorocabana
del Negro Julio, la Cosechera, el reloj de Méndez Hnos. De soslayo miró hacia
el Cine Sarandi recordando la larga bajada en la alfombra estrenada en el
53. La Oriental, Marosa con un café y un
cigarrillo, charlando con Jorge Real; Juan Carlos Morgan y toda su troupe, El
Triunfo, la ferretería de los Solaro, el negocio del “Hincha” Invernizzi, la
Confitería París de la viuda de Borghetti, La Favorita, el Banco Comercial de
don Claudino, el Banco de Salto, sus muchos amigos de aquellos bancos, el
almacén de Soto....nada de eso estaba, demasiado, demasiado.
Frenó frente
adonde se suponía deberían estar la Cuna Encantada y el bazar La Semana. El
boliche del Flaco Borba y sus refuerzos de media mañana, de mediodía, de media
tarde, a cualquier hora, saliendo de la Sucursal del BROU, oficial o
solapadamente. La fila de “Servidores de la Patria” esperando afuera para
cobrar sus magras pensiones y adentro, esperándolos para pagarlas, el Niño
Simonelli, Policho Ripa, el Pope de nuevo, Chipío Arrigoni, el Flaco Villalba, Dondo,
Chargoñia, el Negro Corbo, el Rengo Ferreira, el Sapo, el Mono, el Truchita, el
Pocho,... rostros, nombres y sobrenombres que saltaron ante sus ojos en una
fila alocada, uno, tres, cinco, diez, veinte, cada uno con sus anécdotas bajo
el brazo.
No pudo más, dejó
deslizar el auto por la bajada desde la Plaza Vieja hasta el fondo de Uruguay.
Atrás quedaron el Club Salto Uruguay que conoció en los 40, cuando en él jugaba
su amigo el “Gallego” Ramiro, y la esquina del viejo local de Zudaire. El
amanecer aún no despuntaba sobre Concordia. De enfrente le llegaban luces
verdes, amarillas y blancas que atravesaban a duras penas la neblina de la
mañana. Extrañas columnas nubosas se elevaban humeantes desde el río. Dobló
hasta 19 de abril y estacionó en una plazita desconocida. Ya no cantaba
Sinatra. Rodeado de silencios y fantasmas apagó el motor del auto y descendió.
El frío lo penetró de inmediato, tomó un buzo de refuerzo, se lo puso y rodeó
su cuello con una bufanda. Agregó un gorro bien ceñido pero igual se sintió
indefenso ante un clima que por esperado no era menos intenso.
Aspiró lo más
profundamente que pudo aquel aire helado y comenzó a caminar con lentitud hacia
su objetivo: el viejo muelle del Ferrocarril Midland del Norte. Siguió las vías
de trenes que hacía mucho habían dejado de transitar por ellas y poco a poco se
fue alejando de la tierra firme. Sentía abajo el suave golpetear del agua
contra la costa y los pilotes del muelle. Caminaba con precaución pero con la
tranquilidad de recorrer un sendero conocido. Lentamente llegó hasta la punta.
Allí se sentó.
Era una tarde de
verano, esplendorosa, radiante pero el asfixiante calor de enero parecía
envolverlo todo. Vacaciones, allí estaba, sentado, mirando el río. No había
lugar de la costa que le pareciera más personal, secreto y misterioso. A veces
invadido por algún pescador, pero no ese mediodía de fuego. Sin duda el agua
estaría tibia, así que luego iría caminando por las piedras hacia el Remeros y
Las Cavas, y mucho más allá al Salto Chico. Por ahora, simplemente disfrutaba.
Había culminado su cuarto año en el Liceo Osimani y el año próximo debería irse
a la Capital. Desde el 40 en adelante casi toda su familia había emigrado al
Sur. Demasiadas despedidas, demasiados adioses, demasiados vacíos. Pensar en
vivir en otro lugar que no fuera Salto era una idea que le provocaba un duro
agarrotamiento en la garganta. Pero no tenía alternativas, se iría, cargado de
recuerdos de infancia y adolescencia.
Cuando regresó,
solo, a principios de los 60, Salto parecía haber eclosionado. Como si la
ciudad hubiera adoptado otro ritmo. No se dio cuenta de que quien en realidad
había cambiado era él, él el que ingresaba a una etapa diferente, llena de
juventud, de ganas de vivir, sin muchos límites. Fueron sus mejores años.
Amistades reconstituidas y relaciones nuevas acentuaron su arraigo a una ciudad
y a una gente que llevaba en la sangre. Había alquilado con otros compañeros un
apartamento frente al río y amaneceres y crepúsculos lo encontraron en el
balcón, extasiado ante imágenes que se le antojaban irrepetibles en cualquier
otro lugar. Recorría la costa casi a diario, renovando sus momentos de
intimidad en el extremo del muelle, como antes y creyó entonces que sería para
siempre. A veces con mucho sol, a veces con mucho frío, soleado o nublado el
río era el río y no recordaba otra cosa que sintiera tan intensamente metido en
sus genes como aquella cinta de agua torrentosa que le regalaba momentos de
soledad y reflexión.
Sentado allí solía
repasar su vida en un rito de secuencia única, para encontrarse de nuevo con
las mismas sensaciones y sentimientos de antaño. Repensaba situaciones,
reacomodaba imágenes, culminaba etapas y forjaba nuevos planes, para celebrar
nuevos encuentros o para llorar recientes pérdidas.
Un día todo su
mundo se desmoronó y de nuevo se fue. Recordaba que al pasar el Daymán, umbral
y frontera de su hogar, con poco más que su cuerpo como equipaje pues todo lo
demás se negaba a traspasar ese límite último, tenía la convicción de que nunca
volvería a ser el mismo y no se había equivocado.
Fueron muchos
años. Ahora estaba de vuelta, sólo para una breve recorrida, con una única
misión, con la ciudad vacía, a propósito, porque quería poblarla con sus
propios personajes, reandar sus pasos sin sentir invadida esa remembranza con
personas o cosas irreconocibles. En un solitario paseo, tan ineludible como
final, reclamado en cada molécula de su ser. Había vuelto a despedirse, esta
vez definitivamente, sin palabras, sin abrazos, sin besos ni adioses;
demasiados habían habido en el pasado como para volver a afrontarlos ahora.
Alcanzaba con haber bajado morosamente por la calle principal y regalarse esos
personales momentos que quiso prolongar con una mirada última hacia la otra
costa.
El sol debería
aparecer en pocos minutos más. Se levantó, subió al auto, puso en la compactera
una vieja canción francesa y tomó de nuevo por la costa mirando hacia el
puerto. Pasó por debajo del Muelle Nuevo y desde allí le pareció ver la lancha
“Tiburón” de Sancristóbal ¿la misma de siempre? Sorprendido por la flecha, tuvo
que doblar varias veces para tomar por Artigas, insólitamente hacia “abajo” y
sin ómnibus de Forti. Casi se detuvo en la Plaza Vieja, y desde ella le
llegaron la voces de Mafalda Pascale y Mimosa Llama, la risa de Graciela
Castellini y la picardía de Pablo Catalogne. De la Parroquia parecía emerger la
voz cascada del Cura Merlino en un Kirie desafinado. Haciendo eses por calles
archiconocidas llegó hasta el Palacio de Oficinas Públicas y volvió a detenerse.
Desde allí, imposible no hacerlo, miró hacia el Círculo Sportivo y su vieja
casa, sus manos se tensaron en el volante. Contuvo sus deseos de descender
porque algo o alguien en su fuero íntimo prudentemente le ordenó que no lo
hiciera. Siguió por Artigas, pasó el Colegio Inmaculada Concepción, el de las
kermesses, y la Escuela Uno, pero se negó siquiera a echar una mirada a los
lugares que deberían haber pertenecido para siempre a la Maná y a la vieja
Escuela “López”, del Maestro Crescionini, Ada Balmas y Aura Lisasola.
Con la piel y los
ojos casi sangrantes, dobló por Lavalleja para disfrutar de su empedrado, tomó
Rivera extrañado por encontrarla
flechada hacia “arriba”, a más alta velocidad, y sólo se detuvo en la Ruta. Una
leve neblina se posaba sobre el bitumen. “Que queda ya de nuestros amores, que
queda ya de aquellos hermosos días, una foto, una vieja foto de mi
juventud...”, la canción parecía interrogarlo con cada estrofa. Sintió algo de
frío, levantó la temperatura del coche y tomó un trago de café. Miró hacia
delante y el toldo de nubes lo convenció de que ese día el sol no saldría. Sin
mirar atrás, aceleró y se perdió rumbo al Sur.
Dr.
Carlos Blanc
Gracias, Carlitos, por tu entrega a la Vida. Grano a grano, siempre con el mismo amor, con la misma humildad, con la misma fe; siempre para el Otro.