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3 de enero de 1951 - España |
Mi hombre
Me he casado con un
descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio es un fracaso.
Cuando conocí a mi marido yo tenía diecinueve años. Por entonces estaba
convencida de que el día más hermoso en la vida de una muchacha era el día de
su boda, y cada vez que veía una novia me ponía a moquear de emoción como una
tonta. Ahora tengo cuarenta y tres años y no me divorcio porque me da miedo
vivir sola.
Él es un hombre muy bueno. Es
decir, no me pega, no se gasta nuestros sueldos en el juego, no apedrea a los
gatos callejeros. Por lo demás, es de un egoísmo insoportable. Viene de la
oficina y se tumba en el sofá delante de la tele. Yo también vengo de mi
oficina, pero llego a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la
compra del hiper. Que me ayudes, le digo. Que ahora voy, responde. Nunca dice
que no directamente. Pero yo termino de subir todas las bolsas y él no ha
meneado aún el culo del asiento. Voy a la sala, le grito, le insulto, manoteo
en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en una silla
de la cocina y me pongo a llorar. Al ratito aparece él, en calcetines. “¿Qué
hay de cena?”, pregunta con su voz más inocente. Hago acopio de aire para
soltarle una parrafada venenosa, pero él me intercepta con una habilidad nacida
de años de práctica: “Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar
los dedos”, exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y
manzana que tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque
refunfuñando, le ayudo a sacar los platos, la fruta, los cuchillos, y le ato a
la espalda el delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente estirados
ante sí como si fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a
corazón abierto.
Entonces él empieza a pelar los
aguacates y yo, por hacer algo, lavo y corto la lechuga, pico la cebolla, casco
y parto las nueces, convierto dos manzanas en pequeños cubitos. Le miro por el
rabillo del ojo y él sigue pelando. De modo que saco las patatas, las mondo,
las lavo, las corto finitas, que es como a él le gustan; cojo la sartén, echo
el aceite, enciendo el fuego, frío primero las patatas bien doradas y luego
hago también un par de huevos. El aceite chisporrotea y salta, y, como no tengo
puesto el delantal, me mancho de grasa la pechera de la blusa. Le miro: él
continúa impertérrito, manipulando morosamente su aguacate. Tan torpe, tan
lento y tan inútil que más que cortar el fruto se diría que está haciéndole una
meticulosa autopsia. “No sirves para nada”, le gruño. Y él me mira con cara de
dignidad ofendida. “¡Y encima no me mires así!”, chillo exasperada. Él frunce
el ceño y se desanuda el delantal con parsimonia. Después se va a la sala y se
deja caer en el sofá, frente al televisor, mientras se chupa el pringoso verdín
que el aguacate ha dejado en sus dedos. Yo sé que ahora pondré la mesa como
todas las noches y cenaremos sin decirnos nada.
Lo más terrible es que, en
nuestro fracaso como pareja, apenas si hay batallas de mayor envergadura que
estos sórdidos conflictos domésticos. Y no es que me importe mucho hacerme
cargo de las labores de la casa. No me gustan, pero si hay que hacerlas, pues
se hacen. No, lo que me amarga la vida es su presencia. Porque me encanta
cocinar para mi hija, por ejemplo, aunque, por desgracia, viene muy poco a
vernos; pero servirle a él me desespera. Será que le odio. Hay momentos en los
que no soporto ni su manera de abrir el periódico: estira los brazos y sacude
el diario delante de sí, antes de darle la vuelta a la hoja, como quien orea
una pieza de tela. Hace muchos años ya que, si no es para discutir, apenas si
hablamos.
No siempre fue así. Al principio
todo era distinto. Él estudiaba dibujo lineal por las noches. Y soñaba con
hacerse arquitecto. Quería ser alguien. Es más, yo creía que él era alguien.
Pero nunca se atrevió a dejar la gestoría. No sé cuándo le perdí la confianza, pero
sé que me decepcionó hace ya mucho. No era ni más listo ni más trabajador ni
más capaz que yo. Tampoco era más fuerte, me refiero a más fuerte por dentro;
por ejemplo, no me sirvió de nada cuando creíamos que la niña tenía la
meningitis. Y yo, para estar enamorada, necesito admirar al que ha de ser mi
hombre. Me has decepcionado, le he dicho muchas veces. Y él se calla y se pone
a orear el periódico.
Claro que quizá yo también he
cambiado. Antes la vida me parecía un lugar lleno de aventuras, y por las
noches, mientras me dormía, la cabeza se me llenaba de imágenes felices:
nosotros dos con nuestra hija pequeña, envidiados por todos; él trabajando en
un estudio de arquitectura y envidiado por todos; nosotros dos viajando en
avión por medio mundo y envidiados por todos. Eran estampas quietas, como las
de los álbumes de cromos de mi infancia. Después dejé de pensar en esas cosas,
porque estaba siempre tan cansada que me dormía nada más acostarme. Y luego se
me pas ó la juventud. Llega un día en el que te despiertas y te dices: así que
en esto consistía la vida. Poca cosa.
Le he engañado en dos ocasiones.
Con dos compañeros de la oficina. Fue un desastre. Yo buscaba el amor a través
de ellos y me temo que ellos sólo me buscaban a mí. Los dos estaban casados. Me
sentí ridícula. Entre unos y otros, entre estas cosas y todas las demás, se me
ha agriado el carácter. Yo de joven era muy alegre. Él me lo decía siempre: me
encanta tu vitalidad. Y de novios me llamaba Cascabelito. Ahora que lo pienso,
quizá para él también haya sido una decepción: últimamente no hago otra cosa
que gruñir, protestar y estar de morros todo el día.
A veces, sin embargo, me
despierto de madrugada sin saber dónde estoy. Me rodea la oscuridad, me acosa
el vértigo, me encuentro sola e indefensa en la inmensidad de un mundo hostil.
Entonces mi brazo tropieza con una espalda blanda y cálida. Y el rítmico sonido
de una respiración muy conocida cae en mis oídos como un bálsamo. Es él,
durmiendo a mi lado; reconozco su olor, su tacto, su tibieza. Poco a poco, las
tinieblas dejan de ser tinieblas y la habitación comienza a reconstruirse a mi
alrededor: la mesilla, el despertador, la pared del fondo, la blusa manchada de
grasa que me quité anoche y que descansa ahora sobre la silla. La cotidianidad
triunfa una vez más sobre el vacío. Me abrazo a su espalda y, medio dormida,
contemplo cómo el alba pone una línea de luz sobre el tejado de las casas
vecinas. Y entonces, sólo entonces, me digo: es mi hombre.
De: http://laetus.blogia.com
Amor Ciego
Tengo cuarenta años, soy muy fea
y estoy casada con un ciego.
Supongo que algunos se reirán al
leer esto; no sé por qué, pero la fealdad en la mujer suele despertar gran
chirigota. A otros la frase les parecerá incluso romántica: tal vez les traiga
memorias de la infancia, de cuando los cuentos nos hablaban de la hermosura
oculta de las almas. Y así, los sapos se convertían en príncipes al calor de
nuestros besos, la Bella se enamoraba de la Bestia, el Patito Feo guardaba en
su interior un deslumbrante cisne y hasta el monstruo del doctor Frankenstein
era apreciado en toda su dulce humanidad por el invidente que no se asustaba de
su aspecto. La ceguera, en fin, podía ser la llave hacia la auténtica belleza:
sin ver, Homero veía más que los demás mortales. Y yo, fea de solemnidad,
horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre
sustancial capaz de adorar mis virtudes profundas.
Pues bien, todo eso es pura
filfa. En primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí,
hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los
bares cuando entro (tengo dos Ojitos como dos botones a ambos lados de una
vasta cabezota; el pelo color rata, tan escaso que deja entrever la línea gris
del cráneo; la boca sin labios, diminuta, con unos dientecillos afilados de
tiburón pequeño, y la nariz aplastada, como de púgil), nadie deposita nunca en
ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es
bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es justamente
eso: un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro
al príncipe azul o la princesa rosa. Escogemos al prójimo como quien escoge una
percha, y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños. Y da la maldita
casualidad de que la gente siempre tiende a buscar perchas bonitas. Da la
cochina casualidad de que a las niñas lindas, por muy necias que sean, siempre
se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer
un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado
separados. A veces esta certidumbre que acompaña mi fealdad escuece como una
herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan.
En cuanto a mi marido, sin duda
se casó conmigo porque es ciego. Pero no porque su defecto le hubiera
enriquecido con una mayor sintonía espiritual, con una sensibilidad superior
para amarme y entenderme, sino porque su incapacidad le colocaba en desventaja
en el competitivo mercado conyugal. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso
siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan mal: es
listo, es capaz (trabaja como directivo de la ONCE) y cuando nos casamos, hace
ya siete años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber
tenido que cargar con una fea notoria por el simple hecho de ser invidente, y
ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también
sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la
situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea
cosa de mi sexo, del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo
inaguantable bajo el espejismo de un final feliz; o tal vez sea que él, en la
opacidad de su mirada, dejó desbocar su imaginación y me creyó aún más horrenda
de lo que en realidad soy, la Fealdad Suprema, la Fealdad Absoluta e Insufrible
retumbando de una manera ensordecedora en la oscuridad de su cerebro.
A decir verdad, con el tiempo yo
me había ido acostumbrando o quizá resignando a lo que soy. Me tengo por una
mujer inteligente, culta, profesionalmente competente. Soy abogada y imiembro
asociado en una compañía de seguros. Sé lo que mis compañeros dicen de mí a mis
espaldas, las burlas, las bromas, los apodos: señora Quitahipos, la Ogra
Mayor... Pero he tenido una carrera meteórica: que se fastidien. Empecé en el
mundo de las pólizas desde abajo, como vendedora a domicilio. Con mi cara,
nadie se atrevía a cerrarme la puerta en las narices: unos por conmiseración,
como quien se reprime de maltratar al jorobado o al paralítico; y otros por
fascinación, atrapados en la morbosa contemplación de un rostro tan difícil.
Estos últimos eran mis mejores clientes; yo hablaba y hablaba mientras ellos me
escrutaban mesmerizados, absortos en mis ojos pitarrosos (produzco más legañas
que el ciudadano medio), y al final siempre firmaban el contrato sin discutir:
la pura culpa que los corroía, culpa de mirarme y de disfrutarlo. Como si se
hubieran permitido un placer prohibido, como si la fealdad fuera algo obsceno.
0 sea que el ser así me ayudó de algún modo en mi carrera.
Además de las virtudes ya
mencionadas, tengo una comprensible mala leche que, bien manejada, pasa por ser
un sentido del humor agudo y negro. De manera que suelo caer bien a la gente y
tengo amigos. Siempre los tuve. Buenos amigos que me contaban, con los ojos en
blanco, cuánto amaban a la tonta de turno sólo porque era mona. Pero este
comportamiento lamentable es consustancial a los humanos: a decir verdad,
incluso yo misma lo he practicado. Yo también he sentido temblar mi corazón
ante un rostro hermoso, unas espaldas anchas, unas breves caderas. Y lo que más
me fastidia no es que los hombres guapos me parezcan físicamente atractivos
(esto sería una simple constatación objetiva), sino que al instante creo intuir
en ellos los más delicados valores morales y psíquicos. El que un abdomen
musculoso o unos labios sensuales te hagan deducir inmediatamente que su
propietario es un ser delicado, caballeroso, generoso, tierno, valiente e
inteligente, me resulta uno de los más grandes y estúpidos enigmas de la
creación. Mi marido tiene un abdomen de atleta, unos buenos labios. Pero me
besó con ellos y no me convertí en princesa, no dejé de ser sapo. Y él, en
quien imaginé todo tipo de virtudes, se fue revelando como un ser violento y
amargado.
No tengo espejos en mi casa. Mi
marido no los necesita y yo los odio. Sí hay espejos, claro, en los servicios
del despacho; y normalmente me lavo las manos con la cabeza gacha. He aprendido
a mirarme sin verme en los cristales de las ventanas, en los escaparates de las
tiendas, en los retrovisores de los coches, en los ojos de los demás. Vivimos
en una sociedad llena de reflejos: a poco que te descuidas, en cualquier
esquina te asalta tu propia imagen. En estas circunstancias, yo hice lo posible
por olvidarme de mí. No me las apañaba del todo mal. Tenía un buen trabajo,
buenos amigos, libros que leer, películas que ver. En cuanto a mi marido, nos
odiábamos tranquilamente. La vida transcurría así, fría, lenta y tenaz como un
río de mercurio. Sólo a veces, en algún atardecer particularmente hermoso, se
me llenaba la garganta de una congoja insoportable, del dolor de todas las
palabras nunca dichas, de toda la belleza nunca compartida, de todo el deseo de
amor nunca puesto en práctica. Entonces mi mente se decía: jamás, jamás, jamás.
Y en cada jamás me quería morir. Pero luego esas turbaciones agudas se pasaban,
de la misma manera que se pasa un ataque de tos, uno de esos ataques furiosos
que te ponen al borde de la asfixia, para desaparecer instantes después sin
dejar más recuerdo que una carraspera y una furtiva lágrima. Además, sé bien
que incluso a los guapos les entran ganas de morirse algunas veces.
Hace unos cuantos meses, sin
embargo, empecé a sentir una rara inquietud. Era como si me encontrara en la
antesala del dentista, y me hubiera llegado el turno, y estuviera esperando a
que en cualquier momento se abriera la fatídica puerta y apareciera la
enfermera diciendo: "Pase usted" (el símil viene al caso porque me
sangran las encías y mis dientecillos de tiburón pequeño siempre me han
planteado muchos problemas). Le hablé un día a Tomás de esta tribulación y esta
congoja, y él dictaminó: "Ésa es la crisis de los cuarenta". Tal vez
fuera eso, tal vez no. El caso es que a menudo me ponía a llorar por las noches
sin ton ni son, y empecé a pensar que tenía que separarme de mi marido. No sólo
me sentía fea, sino enferma.
Tomás era el auditor. Venía de
Barcelona, tenía treinta y seis años, era bajito y atractivo y, para colmo, se
acababa de divorciar. Su llegada revolucionó la oficina: era el más joven, el
más guapo. Mi linda secretaria (que se llama Linda) perdió enseguida las
entendederas por él. Empezó a quedarse en blanco durante horas, contemplando la
esquina de la habitación con fijeza de autista. Se le caían los papeles,
traspapelaba los contratos y dejaba las frases a medio musitar. Cuando Tomás
aparecía por mi despacho, sus mejillas enrojecían violentamente y no atinaba a
decir ni una palabra. Pero se ponía en pie y recorría atolondradamente la
habitación de acá para allá, mostrando su palmito y meneando las bonitas
caderas, la muy perra (toda bella, por muy tonta o tímida que sea, posee una
formidable intuición de su belleza, una habilidad innata para lucirse). Yo
asistía al espectáculo con curiosidad y cierto inevitable desagrado. No había
dejado de advertir que Tomás venía mucho a vernos; primero con excusas
relativas a su trabajo, después ya abiertamente, como si tan sólo quisiera
charlar un ratito conmigo. A mí no me engañaba, por supuesto: estaba convencida
de que Linda y él acabarían enroscados, desplomados el uno en el otro por la
inevitable fuerza de gravedad de la guapeza.
Y eso me fastidiaba un poco, he
de reconocerlo. Lo cual era un sentimiento absurdo, porque nunca aspiré a nada
con Tomás. Sí, era sensible a sus dientes blancos y a sus ojos azules
maliciosos y a los cortos rízos que se le amontonaban sobre el recio cogote y a
sus manos esbeltas de dedos largos y al lunar en la comisura izquierda de su
boca y a los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se
aflojaba la corbata y a sus sólidas nalgas y al antebrazo musculoso que un día
toqué inadvertidamente y a su olor de hombre y a sus ojeras y a sus orejas y a
la anchura de sus muñecas e incluso a la ternura de su calva incipiente (como
verán, me fijaba en él); era sensible a sus encantos, digo, pero nunca se me
ocurrió la desmesura de creerle a mi alcance. Los feos feísimos somos como
aquellos pobres que pueden admirar la belleza de un Rolls Royce aun a sabiendas
de que nunca se van a subir en un automóvil semejante. Los feos feísimos somos
como los mendigos de Dickens, que aplastaban las narices en las ventanas de las
casas felices para atisbar el fulgor de la vida ajena. Ya sé que me estoy
poniendo melodramática: antes no me permitía jamás la autoconmiseración y ahora
desbordo. Debo de haberme perdonado. 0 quizá sea lo de la crisis de los
cuarenta.
El caso es que un día Linda me
pidió por favor por favor por favor que la ayudara. Quería que yo le diera mi
opinión sobre el señor Vidaurra (o sea, sobre Tomás); porque como yo era tan
buena psicóloga y tan sabia, y como Vidaurra venía tan a menudo a mi despacho.
.. No necesité pedirle que se explicara: me bastó con poner una discreta cara
de atención para que Linda volcase su corazón sobre la plaza pública. Ah,
estaba muy enamoriscada de Tomás, y pensaba que a él le sucedía algo parecido;
pero el hombre debía de ser muy indeciso o muy tímido y no había manera de que
la cosa funcionara. Y qué cómo veía yo la situación y qué le aconsejaba...
Tal vez piensen ustedes que ésta
es una conversación insólita entre una secretaria y su jefa (recuerden que yo
tengo que ganarme amigos de otro modo: y un método muy eficaz es saber
escuchar), pero aún les va a parecer más rara mi respuesta. Porque le dije que
sí, que estaba claro que a Tomás le gustaba; que lo que tenía que hacer era
escribirle una carta de amor, una carta bonita; y que, como sabía que ella no
se las apañaba bien con lo literario, estaba dispuesta a redactarle la carta yo
misma. ¿Que cómo se me ocurrió tal barbaridad? Pues no sé, ya he dicho que soy
leída y culta e incluso sensible bajo mi cabezota. Y pensé en el Cyrano y en
probar a enamorar a un hombre con mis palabras. Quién sabe, quizá después de
todo pudiera paladear siquiera un bocado de la gloria romántica. Quizá al cabo
de los años Linda le dijera que fui yo. Así que me pasé dos días escribiendo
tres folios hermosos; y luego Linda los copió con su letra y se los dio.
Eso fue un jueves. El viernes
Tomás no vino, y el sábado por la tarde me llamó a mi casa: perdona que te
moleste en fin de semana, ayer estuve enfermo, tengo que hacerte una consulta
urgente de trabajo, me gustaría ir a verte. Era a principios de verano y nii
marido estaba escuchando música sentado en la terraza. Ese día no nos
hablábamos, no recuerdo ya por qué; le fui a decir que venía un compañero del
trabajo y no se dignó contestarme. Yo tengo una voz bonita; tengo una voz rica
y redonda, digna de otra garganta y otro cuello. Pero cuando me enfadaba con mi
marido, cuando nos esforzábamos en odiarnos todo el día, el tono se me ponía
pitudo y desagradable. Hasta eso me arrebataba por entonces el ciego: me robaba
mí voz, mi único tesoro.
Así que cuando llegó Tomás yo no
hacía más que carraspear. Nos sentamos en el sofá de la sala, saqué café y
pastas, hablamos de un par de naderías. Al cabo me dijo que Linda le había
mandado una carta muy especial y que no sabía qué hacer, que me pedía consejo.
Yo me esponjé de orgullo, descrucé las piernas, tosí un poco, me limpié una
legaña disimuladamente con la punta de la servilleta. ¿Una carta muy especial?,
repetí con rico paladeo. Sí, dijo él, una carta de amor, algo muy embarazoso,
una niñería, si vieras la pobre qué cosas decía, tan adolescentes, tan cursis,
tan idiotas; pero es que la pobre Linda tiene la mentalidad de una cría, es una
inocente, una panoli, no toda una mujer, como tú eres.
Me quedé sin aliento: ¿mi carta
una niñería? Enrojecí: cómo no me había imaginado que esto iba a pasar, cómo no
me había dado cuenta antes, medio monstrua de mí, tan poco vivida en ese
registro, tan poco amante, tan poco amada, virginal aún de corazón. La carta me
había delatado, había desvelado mi inmadurez y mi ridícula tragedia: porque el
dolor de amor suele resultar ridículo ante los ojos de los demás.
Pero no. Tomás no sabía que fui
yo, Tomás no me creía capaz de una puerilidad de tal calibre, Tomás me había
puesto una mano sobre el muslo y sonreía. Repito: Tomás me había puesto una
mano sobre el muslo.
Y sonreía, mirándome a los ojos
como nunca soñé con ser mirada. Su mano era seca, tibia, suave. La mantenía
abierta, con la palma hacia abajo, su carne sobre mi carne toda quieta. O más
bien su carne sobre mis medias de farmacia contra las varices (aunque eran unas
medias bastante bonitas, pese a todo). Entonces Tomás lanzó una Ojeada al
balcón: allí, al otro lado del cristal, pero apenas a cuatro metros de
distancia, estaba mi marido de frente hacia nosotros, contemplándonos fijamente
con sus ojos vacíos. Sin dejar de mirarle, Tomás arrastró suavemente su mano
hacia arriba: la punta de sus dedos se metió por debajo del ruedo de mi falda.
Yo era una tierra inexplorada de carne sensible. Me sorprendió descubrir el
ignorado protagonismo de mis ingles, la furia de mi abdomen, la extrema
voracidad de mi cintura. Por no hablar de esas suaves cavernas en donde todas
las mujeres somos iguales (allí yo no era fea).
Hicimos el amor en el sofá, en
silencio, sorbiendo los jadeos entre dientes. Sé bien que gran parte de su
excitación residía en la presencia de mi marido, en sus ojos que nos veían sin
ver, en el peligro y la perversidad de la situación. Todas las demás veces,
porque hubo muchas otras, Tomás siempre buscó que cayera sobre nosotros esa
mirada ciega; y cuando me ensartaba se volvía hacia él, hacia mi marido, y le
contemplaba con cara de loco (el placer es así, te pone una expresión
exorbitada). De modo que en sus brazos yo pasé en un santiamén de ser casi una
virgen a ser considerablemente depravada. A gozar de la morbosa paradoja de un
mirón que no mira.
Pero a decir verdad lo que a mí
más me encendía no era la presencia de mi marido, sino la de mi amante. La
palabra amante viene de amar, es el sujeto de la acción, aquel que ama y que
desea; y lo asombroso, lo soberbio, lo inconcebible, es que al fin era yo el
objeto de ese verbo extranjero, de esa palabra ajena en mi existencia. Yo era
la amada y la deseada, yo la reina de esos instantes de obcecación y gloria, yo
la dueña, durante la eternidad de unos minutos, de los dientes blancos de Tomás
y de sus Ojos azules maliciosos y de los cortos nizos que se le amontonaban
sobre el recio cogote y de sus manos esbeltas de dedos largos y del lunar en la
comisura izquierda de su boca y de los dos pelillos que asomaban por la borda
de la camisa cuando se aflojaba la corbata (cuando yo se la arrancaba) y de sus
sólidas nalgas y del antebrazo musculoso y de su olor de hombre y de sus ojeras
y sus orejas y la anchura de sus muñecas e incluso de la ternura de su calva
incipiente. Todo mío.
Pasaron las semanas y nosotros
nos seguimos amando día tras día mientras mi marido escuchaba su concierto
vespertino en la terraza. Al fin Tomás terminó su auditoría y tuvo que regresar
a Barcelona. Nos despedimos una tarde con una intensidad carnal rayana en lo
feroz, y luego, ya en la puerta, Tomás acarició mis insípidas mejillas y dijo
que me echaría de menos. Y yo sé que es verdad. Así que derramé unas cuantas
lágrimas y alguna que otra legaña mientras le veía bajar las escaleras, más por
entusiasmo melodramático ante la escena que por un dolor auténtico ante su
pérdida. Porque sé bien que la belleza es forzosamente efímera, y que teníamos
que acabar antes o después con nuestra relación para que se mantuviera siempre
hermosa. Aparte de que se acercaba el otoño y después vendría el invierno y mi
marido ya no podría seguir saliendo a la terraza: y siempre sospeché que, sin
su mirada, Tomás no me vería.
Tal vez piensen que soy una
criatura patética, lo cual no me importa lo más mínimo: es un prejuicio de
ignorantes al que ya estoy acostumbrada. Tal vez crean que mi historia de amor
con Tomás no fue hermosa, sino sórdida y siniestra. Pero yo no veo ninguna
diferencia entre nuestra pasión y la de los demás. ¿Que Tomás necesitaba para
amarme la presencia fantasmal de mi marido? Desde luego; pero ¿no acarrean
también los demás sus propios y secretos fantasmas a la cama? ¿Con quién nos
acostamos todos nosotros cuando nos acostamos con nuestra pareja? Admito, por
lo tanto, que Tomás me imagino; pero lo mismo hizo Romeo al imaginar a su
Julieta. Nunca podré agradecerle lo bastante a Tomás que se tomara el trabajo
de inventarme.
Desde esta historia clandestina,
mi vida conyugal marcha mucho mejor. Supongo que mi marido intuyó algo:
mientras vino Tomás siguió saliendo cada tarde a la terraza, aunque el verano
avanzaba y en el balcón hacía un calor achicharrante; y allí permanecía,
congestionado y sudoroso, mientras mi amante y yo nos devorábamos. Ahora mi
marido está moreno y guapo de ese sol implacable del balcón; y me trata con
deferencia, con interés, con coquetería, como si el deseo del otro (seguro que
lo sabe, seguro que lo supo) hubiera encendido su propio deseo y el
convencimiento de que yo valgo algo, y de que, por lo tanto, también lo vale
él. Y como ¿1 se siente valioso y piensa que vale la pena quererme, yo he
empezado a apreciar mí propia valía y por lo tanto a valorarlo a él. No sé si
me siguen: es un juego de espejos. Pero me parece que he desatado un viejo nudo.
Ahora sigo siendo igual de medio
monstrua, pero tengo recuerdos, memorias de la belleza que me amansan. Además,
ya no se me crispa el tono casi nunca, de modo que puedo alardear de mi buena
voz: el mejor atributo para que mi ciego me disfrute. ¿Quién habló de
perversión? Cuando me encontraba reflejada en los Ojos de Tomás, cuando me veía
construida en su deseo, yo era por completo inocente. Porque uno siempre es
inocente cuando ama, siempre regresa a la misma edad emocional, al umbral de la
eterna adolescencia. Pura y hermosa fui porque deseé y me desearon. El amor es
una mentira, pero funciona.
El puñal en la garganta
Tengo una foto en mis manos.
Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del
principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los
restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada
toma un miligramo más. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha
manchado la foto, de la misma manera que el sórdido presente mancha los
recuerdos hermosos del pasado. Están contaminados esos recuerdos, tan
envenenados como la copa de aguardiente. Miro ahora la foto y no le reconozco.
Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quién le
amaba, aunque ahora no atino a saber cómo ni por qué.
Hace seis meses que nos hicimos
este retrato, apretujados en un fotomatón de la estación de Atocha, cuando
llegamos a Madrid. Hace seis días que empecé a echarle los polvos en la copa.
Las mujeres somos buenas envenenadoras: es un arte final que nos es propio. A
los hombres les gusta matar con grandes exhibiciones de violencia, como si se
sirvieran del asesinato no sólo para librarse de un enemigo, sino también para
hacer una demostración de poderío. Y así, estrangulan, apalean, descoyuntan y
degüellan. Sobre todo aman las navajas, los cuchillos, las hojas afiladas. Los
temibles hierros penetrantes. Si me oyera el psiquiatra diría que estoy
obsesionada con los símbolos fálicos. En realidad era un psiquiatra muy malo.
Gratis, de la Comunidad. Sólo fui un par de veces, cuando empezaron a
sucedernos cosas raras.
Pero decía que los hombres gustan
de matar violentando los cuerpos desde fuera, mientras que las mujeres
preferimos la destrucción interior, que es más sutil. Somos especialistas en
este tipo de asesinatos y gozamos de una larga tradición intoxicadora: desde la
madrastra de Blancanieves a Lucrecia Borgia. A fin de cuentas, preparar una
pócima letal es muy parecido a preparar una sopa de gallinas, por ejemplo.
Quiero decir que es una cosa de nutrición, que todo se queda entre pucheros. El
envenenamiento como parte de la gastronomía.
A mí siempre me gustó cocinar. Y
a Diego tirar dardos. En eso, y sólo en eso, se nos anunciaba de algún modo el
destino. Nos conocimos precisamente así: yo cocinaba en un bar de la playa, en
La Carihuela, en Torremolinos, y él ganó el concurso de dardos del local. Era
muy bueno, yo nunca había visto nada semejante. Era capaza de clavar una flecha
en el culo de otra. Llevaba unos dardos especiales, de madera y plumas, en un
estuche de cuero despellejado. Había vivido en Londres durante mucho tiempo,
una vida nocturna de pubs, dianas de corcho y ocupaciones imprecisas y tal vez
inconfesables. A mí me gustaba que fuera así, aventurero, cosmopolita y
enigmático. Tampoco mi vida había sido lo que se dice ejemplar. Soy de la
generación del 68, he rodado mucho y no siempre por los sitios más adecuados.
Viví un par de años en la India, he sido yonqui, me detuvieron una vez en
Heatrow con unos gramos de opio. Cuando encontré a Diego hacía mucho que estaba
limpia, pero el mundo me parecía un lugar bastante triste. Él me dijo: “Te puedo
hacer daño, no te enamores de mí”. Y eso me bastó para quedar prendida. Tengo
cuarenta y cuatro años. Diego catorce menos. Pero hace seis meses apenas si se
notaba la diferencia de edad: yo todavía conservaba un buen aspecto. Lo que
siempre me ha fallado ha sido la sensatez, no el físico. Cuando nos vinimos a
Madrid llevábamos un mes viviendo en la gloria. Nuestra pasión era insaciable:
llegamos a la estación de Atocha y nos instalamos en el hotel Mediodía, justo
al otro lado de la plaza, porque cualquier
otro sitio parecía demasiado lejos
para nuestra urgencia. Le prendíamos fuego a la cama varias veces al día. Y no
era sólo el sexo: a través de tanta carne yo creía recuperar mi espíritu.
Queríamos querernos y empezar juntos una nueva vida. A veces se me saltaban las
lágrimas y pensaba que era de felicidad. Tenía que haber aprendido para
entonces que llorar siempre es malo.
El dinero se nos iba demasiado
deprisa y necesitábamos buscar algún trabajo. Pero pasaban los días y no
hacíamos nada. Una mañana de domingo, Diego llegó al hotel muy tarde y muy
excitado. Venía con un transportista y traían entre los dos un enorme baúl. “Lo
he comprado en el Rastro, en una tienda de antigüedades”, dijo mientras lo
abría. “Es auténtico y me ha costado baratísimo.” Dentro había tres vestidos
chinos de mujer, entallados, muy bellos, de satén bordado, y tres opulentos
p’ao, el traje chino de hombre en el que luego se inspiró el quimono japonés
(¿y por qué sé yo esto?, los tres negros y con el forro color fuego. Nunca
había visto antes una seda como aquella, tan densa, tan pesada. En el baúl
estaban además todos los complementos necesarios: pantalones, zapatos, flores
artificiales y agujas para el pelo, barras de maquillaje y joyas falsas. Había
también una gruesa plancha de madera revestida de corcho, compuesta de tres
paneles articulados; una vez montada sobre unos caballetes quedaba
perfectamente vertical y del tamaño de una puerta más bien ancha.
“Y ahora viene lo mejor”, dijo
entonces Diego. Y sacó una caja lacada color musgo. Cuchillos. Estaba llena de
cuchillos. Finos, delicados, de doble filo, la hoja larga y punzante, el mango
de plata labrada con incrustaciones de nácar. Relampagueaban como joyas en su
lecho de terciopelo verde oscuro. Recuerdo
haberme extrañado de que la plata
no estuviera ennegrecida, pero no dije nada. “Uno solo de estos puñales debe de
costar lo que me han cobrado por todo el baúl, ha sido una ganga”. Nos probamos
la ropa: nos quedaba perfecta. Empecé a sentirme yo también feliz. Era una
felicidad extraña, un poco intoxicante, como el burbujeo que te sube por la
nariz cuando tomas champán. “Ya verás, montaremos un número de variedades,
seremos un éxito”, dijo Diego. El aliento le olía un poco a alcohol. Eso
hubiera debido hacerme sospechar algo malo, o al menos algo raro, porque él
jamás bebía ni una sóla gota. Pero me sentía tan contenta y tan poderosa dentro
de mi bello traje de china que ignoré los avisos. Suave suave el satén sobre mi
piel, una caricia. Despojé a Diego de su quimono e hicimos el amor ahí mismo,
en el suelo, entre cuchillos.
Los primeros cambios fueron tan
sutiles que fui incapaz de percibirlos.
Pensando ahora, desde el
conocimiento de lo que después vino, me doy cuenta de que, tras la entrada del
baúl en nuestras vidas, nada volvió a ser igual. Diego empezó a entrenarse:
montó el panel de corcho en un rincón del cuarto, chinchetó en él una silueta
de papel y se puso a lanzar los cuchillos. Al principio, hasta que cogió el
pulso de la forma y el peso de las armas, las puntas de acero rasgaron alguna
vez el borde del patrón. Pero enseguida, y para mi sorpresa, porque los puñales
exigían una técnica muy distinta a la de los dardos, adquirió una precisión y
una seguridad admirables. “Dentro de poco empezaremos los ensayos de verdad”,
dijo una tarde. “¿Cómo de verdad?”, le pregunté, aunque sabía. “Contigo. Los
ensayos contigo, en el panel”. Me dejé caer sobre una silla. “Ni lo sueñes. No
lo voy a hacer. No pienso hacerlo”. Diego se volvió bruscamente hacia mí: tenía
un cuchillo en cada mano y por primera vez le tuve miedo. Pero fue un
sentimiento tan fugaz como un escalofrío. Sonrió. “No seas tonta: eso es lo que
nos va a hacer famosos, eso es lo que dará a nuestro número su categoría. Sin
eso no nos contrataría nadie. No tendrás miedo, ¿verdad? Si no estuviera seguro
de que no te va a pasar nada no te pediría que lo hicieras, cariño. Ya ves que
no fallo nunca”.
Era cierto, no fallaba jamás. Me
estremecí. Me acababa de dar cuenta de que hacía mucho que no me llamaba
“cariño” y que no me trataba tan dulcemente. Hacía varios días que no nos
amábamos. Cada vez empleaba más horas en sus entrenamientos: incluso se vestía
desde por la mañana con el p’ao, decía que necesitaba acostumbrarse a las
amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel había ido
saliendo de su rincón del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitación. Me
ponía nerviosa la visión omnipresente y protagonista de esa estúpida plancha de
corcho y madera. O quizá me ponía nerviosa el progresivo ensimismamiento de
Diego. En cualquier caso, yo salía cada día más. Me levantaba temprano y me iba
del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limón granizado en los chiringuitos,
me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me metía en un cine.
Incluso fui una vez al Museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego
seguía clavando puñales en el corcho. En la penumbra, porque la habitación
estaba cada día más a oscuras. Empezó corriendo las cortinas, luego bajando las
persianas más y más. “No soporto este sol, el verano en Madrid es inaguantable.”
Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le había cambiado el carácter. Lo cual
no era extraño, porque bebía. Bebía cada vez más y desde más temprano. Comenzó
con cervezas, luego se pasó al whisky. Esos días fueron mi última oportunidad,
ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaza de
abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi
propia pasión. Sin la ilusión de que la existencia podía ser un lugar mejor,
sin ese centelleo entre las tinieblas.
Una tarde regresé al hotel y me
encontré con que Diego me estaba esperando. Me arrojó uno de los vestidos
chinos. “Póntelo. Vamos a empezar los ensayos.” “Te dije que no pensaba
hacerlo”, contesté cruzándome de brazos. Fue un desafío que duró muy poco: de
inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas.
Nunca me había pegado. “Póntelo.” No estaba en absoluto furioso: su fría
determinación era lo que le hacía más terrible. Aturdida, me quité los
vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos,
tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerme al
amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño. Me puse el
traje; algo se revolvió en mi estómago: era un espasmo de odio. Me dirigí hacia
el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me
importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la
furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoyé la
espalda contra el corcho, extendí los brazos y me agarré al marco de madera
labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire
estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de
las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se
apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la línea de las piernas.
Las dos últimas se hincaron junto al cuello; cerca, muy cerca, como besos de
acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.
Diego se acercó y me apartó del
corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor
con rudeza, incluso con violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una
manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que
nos aferrábamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la
carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé. Desde el
suelo veía, en el panel, la silueta de mi cuerpo hacha con cuchillos, el perfil
vacío de mi otro yo.
Nada más terminar me puse en pie:
quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior
que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la
cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegón. El gran sobre de papel
marrón a un lado, luego los recortes de periódico haciendo un cuadrado, en el
centro el folio mecanografiado. “¿Qué es esto?”, pregunté. Diego se encogió de
hombros: “Un sobre que me han dejado en recepción”. Cogí los papeles. Los
recortes estaban muy amarillos y eran todos del año 1921. Trágico accidente en
el circo Price. La muerte visitó la pista. Horror en el circo... Miré el folio:
era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Decía así:
“El 17 de febrero de 1921, durante
la función de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin-Tsé,
artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atravesó la
garganta de su compañera en mitad de la actuación, causándole la muerte de
manera instantánea. Era época de carnavales y el circo estaba lleno, de manera
que dos mil personas pudieron contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la
sangre que inundó de inmediato la pista y el dolor de Lin-Tsé que, en su
desesperación, se arrancaba los cabellos de su larga coleta y hubo de ser
sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la víctima, la
pobre Yen-Zhou, no sólo era su ayudante, sino también su esposa.
“Pero si alguno de esos dos mil
horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin-Tsé pocos días
después, sin duda se habría admirado ante la asombrosa recuperación del
artista. Una vez secas las lágrimas de la primera noche, el hombre,
inescrutable, no volvió a mostrar inclinación alguna a llorar a su muerta. En
la compañía se rumoreaba desde hacía tiempo que Lin-Tsé mantenía una relación
clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relación se hizo
oficial apenas el artista quedó viudo, y cuatro o cinco meses más tarde se
casaron. Paquita tenía quince años por entonces; Lin-Tsé, unos cuarenta, y
Yen-Zhou, según los recortes de la época, había cumplido los sesenta y uno. La
policía interrogó al artista varias veces, pero nunca consiguió probarle nada.
Todos en el circo estaban convencidos de que Tsé, un gran profesional que jamás
fallaba en su rutina, había asesinado a su esposa en medio de la función de
gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado
dentro de un espectáculo, el crimen más evidente y menos disimulado, el crimen
perfecto”.
Los folios no tenían firma, el
sobre carecía de remite. “¿Qué es esto?”, pregunté de nuevo: mi voz sonaba
chillona, extraña en mis oídos. “No sé. Supongo que me lo ha mandado el
anticuario”, respondió Diego. Volvió a encogerse de hombros y se sirvió una
copa de una botella tripuda que yo antes no había visto. “¿Quieres? Es sake. Un
aguardiente de arroz japonés. Muy rico. Creo que de ahora en adelante no voy a
beber más que esto”, dijo con un guiño. Y tenía razón. No ha vuelto a beber más
que sake. Últimamente, sake envenenado.
A partir de ese momento las cosas
no hicieron sino deteriorarse. Aunque, a decir verdad, lo sucedido, más que un
deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros
destinos, de un final extraño y sin embargo lógico para el que parecería que
hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias
y avatares vividos, no habrían sido sino el tiempo de espera hasta llegar a
esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con más fuerza
de lo que une la pasión amorosa más intensa. Nunca he dependido tanto de un
hombre como dependo hoy de Diego. Por eso quiero matarle.
Durante un tiempo seguimos
ensayando: todos los días, empleando en ello muchas horas. Ya no salíamos de la
habitación del hotel: mi vida era un lugar angosto y el universo se acababa en
el pasillo. Vestíamos las ropas chinas, dormíamos de madrugada, comíamos
desganadamente las bandejas que nos subían, a deshora, camareras estúpidas a
las que yo detestaba inmediatamente, porque creía ver en ellas a mis rivales,
chicas jóvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me había descuidado mucho:
podían pasar varios días sin que me lavara, llevaba las uñas rotas y sucias, el
pelo grasiento. Me miraba de refilón en los espejos (no soportaba, ya no
soporto más mi visión directa) y me veía vieja. He envejecido tanto en unas
pocas semanas que casi parezco otra persona.
Un día Diego se quitó el p’ao, se
vistió con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir
palabra. Yo me quedé temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la
cama, ya que las rodillas no me sostenían. Tenía miedo porque pensaba que Diego
se había ido para siempre. Pero también tenía miedo porque pensaba que iba a
regresar. Me asusté tanto de mi propio susto que me eché a la calle y acabé, no
sé cómo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a
la consulta del psiquiatra. Creo que aquél fue mi último intento de escapar.
Durante algunos días repetimos
los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las mañanas y yo poco después.
Por la noche regresábamos a nuestro estrecho encierro. El día de mi tercera
cita con el médico no acudí. En vea de ir a la consulta fui andando a la
Biblioteca Nacional y convencí a uno de los empleados para que me buscara el
significado de la palabra sipabiyao. Tardó bastante, pero al cabo regresó con
la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las
terebintáceas, pero en una variedad que sólo se daba en China. Era además, mucho
más intoxicante que su pariente europeo. De hecho, la ralladura de sus raíces
constituía un veneno poderoso; administrado en ínfimas cantidades, pero de
forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulación de la
sangre, de modo que la víctima fallecía a causa de derrames cerebrales o
hemorragias que parecían naturales. Como se trataba de un veneno limpio, que no
dejaba huella, había sido abundantemente usado, según decían las crónicas, en
las épocas más turbulentas de la China de los mandarines, hasta el punto de que
el último emperador de la dinastía Ming mandó arrancar, en 1640, todos los
sipabiyaos del país, y prohibió su plantación y tenencia bajo pena de muerte.
Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tenía en una minúscula botellita
que estaba en el baúl, revuelta con los demás pomos de los maquillajes.
Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó
que había firmado un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a
medias cabaré y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí
seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a
que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce
y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar:
un travestido que imita a Rocío Jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni
demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos
pintados de purpurina. Luego salimos nosotros. Diego revienta globos y parte
manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza armas desde el suelo, de
espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el
número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final
redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago
lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se
callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus
cuchillos en hilera en la mesita auxiliar a su derecha. Y cuando coge el
primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire,
centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es
como un fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua
espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me
agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo
cuchillo sea el último.
Pero hasta ahora no lo ha sido, así que la
vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos
maltratamos: mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está
muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he
dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole
sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio.
Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño.
Hace unos días empecé a echarle
los polvos de sipabiyao en la copa de sake. No es muy distinto de echar
levadura en un bizcocho. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes
con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a
todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Tsé con
Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce
vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia.
Resulta extraño, por ejemplo, que Lin-Tsé, según explica uno de los recortes,
muriera dos días después de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera,
que supiera de algún modo, aun antes de ir a la Biblioteca Nacional, que el
diminuto frasco en el que se leía esa única palabra, sipabiyao, era una
sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo
oscura, un poco amarillenta: como de chino. Oh, sí, claro, el hígado, el sake,
bebe tanto. Ahora sé que Diego había sido un alcohólico antes de conocerme. Y
eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso
y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión
como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero ¿por qué no dudo a la
hora de escoger la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido
tanto en tan poco tiempo? ¿Por qué ahora parezco estar más cerca de los sesenta
años que de los cuarenta?
De modo que seguimos. Esto es, yo
sigo empozoñando su bebida y él sigue arrojándome los cuchillos cada noche,
mientras yo espero, arrimada al papel, que me suba a la boca el sabor final del
acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar
(tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la
trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente:
un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria. Y por una
milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos
en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de
ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces
el brazo Diego imperceptiblemente, rectifica en último momento la dirección del
tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco,
borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de
odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta
vez acabar antes.
Alfaguara 1994, incluido en el
volumen colectivo "Relatos Urbanos"
De: EscritorasUnidasyCompañía.blogspot.com
