sábado, 1 de septiembre de 2018

Para no escribir en el viento, de vez en cuando un libro nos abriga




El ánfora


Todo empezó cuando murió el abuelo. No exactamente; creo que fue cuando murió la abuela. En ese momento el abuelo vino a vivir a casa…o quizás cuando … Bueno, no voy a seguir tratando de precisar cuándo empezó todo, porque veo a Matías diciéndome: “Siempre te vas por las ramas”.
Cuando vino a vivir con nosotros, yo era pequeño. Después, jamás pude imaginar mi casa sin él. Podían no estar mi padre, mi madre o mi hermano, pero el abuelo siempre estaba. Era el que cubría mis picardías, me compraba golosinas, me contaba cuentos y, a última hora, fui yo el que más estuvo a su lado. Todos decían que chocheaba, pero para mí él seguía siendo dulce y divertido.
Tenía una casa en Punta del Este, más bien, una vieja casona que nunca quiso modernizar; decía que le gustaba el balneario de aquella época, donde había pasado sus mejores momentos y, obviamente, donde había conocido a la abuela. A veces resultaba un poco rezongón: reclamaba por los edificios, por los turistas y porque en verano ya no se podía descansar con tanto ruido; todo esto lo hablaba en voz alta y yo me quería enterrar de vergüenza si, por añadidura, había turistas que pudieran oírlo. Pero, de todas maneras, cuando llegaban mis vacaciones, nos íbamos, generalmente solos, a pasar la temporada. Otra instancia en que el abuelo refunfuñaba, y con justa razón, era cuando en turismo, venía toda la familia. Para que nos pusiéramos de acuerdo, pasaban horas: que “Vamos a la playa”, que “No, prefiero ir a comer primero”, que “Dormimos siesta”, que “No, es perder el tiempo” … y así, para todo. En cambio, cuando estábamos solos, nos íbamos de pesca y pasábamos horas sentados en su lugar preferido: un roquerío: algunas rocas estaban tan planas que me permitían tirarme al sol cuan largo era; otras veces le ayudaba con la carnada, mientras él, con mucha paciencia, esperaba a que picara algún pez. Temprano aprontábamos una canasta de mimbre con bebidas, y una lata con la carnada. Mientras pescaba, algunas veces contaba cosas de su niñez o hablaba de la abuela; otras, se quedaba silencioso. Como nunca sabía si era por no espantar los peces o sólo porque se quedaba pensativo, aprendí a respetar ese silencio hasta que él mismo lo interrumpía. Cuando venía Matías también la pasábamos bien, pero no era muy a menudo, pues siempre estaba ocupado estudiando. Poco a poco, el abuelo se fue poniendo reiterativo: solía contarme una y otra vez el día en que conoció a la abuela: estaba leyendo un libro, cuando una hermosa joven se acercó a preguntarle una dirección. Y cerraba los ojos, como si estuviera evocándola, suspiraba y decía que lo encandiló de inmediato. “Ah! mi dama del perrito”, decía, y me dejaba intrigado. Un día le pregunté por qué le decía así. Su respuesta fue escueta y mi intriga, mayor. “Por el cuento de Chejov, Sebastián”. Quedé esperando alguna otra explicación. Silencio. Pasó mucho tiempo, antes de que supiera de qué se trataba.

Un día, mientras dejaba la mochila en mi escritorio, oí al abuelo hablar con mi madre, le decía que quería ser enterrado en Punta del Este. Mi rutina diaria al regreso del colegio era dejar mi mochila y buscar al abuelo. Lo raro era encontrar a mi madre en casa a esa hora, por lo que cuando escuché las voces en el comedor, me acerqué. Mi madre, que me vio venir, de inmediato dijo en un tono más fuerte de lo normal: “¡Hola, Seba!”, y dirigiéndose al abuelo, le planteó: “Trata de no pensar en esas cosas, papá”. Con eso, mi madre dio por terminado el asunto, pero el abuelo, un poco molesto, insistió. Caminando hacia mí, ella le subrayó que no fuera testarudo, “¡que tienes cuerda para rato, papá! Además, el traslado es complicado”. El abuelo quedó en el medio del salón y me hizo un gesto cariñoso con la mano. Corrí a darle un beso, pero quedó pensativo y yo también. Era algo que nunca se me había ocurrido: el abuelo se podía morir. Anduve triste varios días. Pero se me olvidó. Sin embargo, esto del entierro era algo importante para el abuelo, porque días después volví a escucharlo diciéndole a mi madre que si no lo enterraba en Punta del Este, haría los papeles para la cremación. No recuerdo qué le contestó ella porque, de momento, no entendí a qué se refería.
De todos modos, la vida continuó sin sobresaltos hasta que el abuelo se despertó un día buscando sus cuadernos para ir a la escuela; en ese momento yo desayunaba y estaba un tanto atrasado, llamé a mi madre, les di un beso y me fui. Cuando volví del colegio había un ambiente raro: al abuelo le había venido la chochera y mis padres estaban tratando de ver qué era lo más adecuado para hacer en ese momento. Yo me acerqué y pregunté, pero como aún era chico sólo me contestaron que el abuelo estaba senil; tuve la impresión de que no me habían respondido, así que fui a ver a mi abuelo, que ya no quería ir a clases, sino a Gorlero a caminar. Entonces lo invité a salir y nos fuimos a dar una vuelta a la manzana. De repente, me preguntó: “¿Cómo te fue en el cole, Seba?” y yo, como era costumbre, le conté todas las peripecias que me habían pasado. También sentí que el alma me volvía al cuerpo y pensé que eso que decían mis padres no era cierto, exageraban. El abuelo estaba bien.
Pero las cosas se fueron poniendo color de hormiga: al abuelo tanto le daba por llamar a la abuela como a su madre. Debo aclarar que nunca me desconoció; siempre me miraba con ternura y me acariciaba la cabeza. Fue entonces cuando vino una enfermera a vivir con nosotros y el abuelo quedó un poco confinado, pero no tanto como para que yo no pasara largas horas con él. Seguía siendo divertido. Por supuesto que no volvimos a Punta del Este.
Matías, al igual que yo, había pasado su niñez con el abuelo. Pero, como dije, se pasaba estudiando y apenas se le veía, hasta que el abuelo se enfermó. En ese momento, Matías comenzó a portarse en forma sumamente extraña: Le dio por hablar conmigo, cosa que jamás hacía, sobre todo porque ese año en que terminaba el liceo ya se había propuesto entrar a la Facultad para estudiar Medicina. Un día, me anunció, muy afligido, que si el abuelo moría, nuestra vida no volvería a ser igual, y en eso, estuvimos completamente de acuerdo.
Al fin, una tarde el abuelo murió, durmiendo, según la enfermera. Nadie tenía consuelo.  Mi padre, que pasaba siempre trabajando, se quedó en casa con mi madre, que no paraba de llorar. En esos últimos tiempos, ella se había ingeniado para acompañarlo: le ayudaba a comer, le cantaba y reían como niños. Él contaba historias que nunca antes habíamos escuchado; no sé si eran parte de su fantasía o eran reales. Lo más curioso es que el abuelo realmente había preparado los papeles para la cremación, y frente a eso, quien parecía tener más razones para un doble desconsuelo era mi madre, que se lo tomó a la tremenda y dijo muchas cosas que no entendí aunque sí me quedó claro cuando agregó que eso no era cristiano. Yo sabía que el abuelo era incapaz de hacer algo malo. Para mí el problema estaba en otro lado, en no volver a verlo más. Nos habíamos despedido de él la noche anterior con un “Hasta mañana, abuelo”, para no volver a ver su rostro nunca más. Eso sí me parecía que no era cristiano. Mis padres fueron a la cremación. Con mi hermano esperábamos expectantes, pero lo trajeron en una especie de ánfora, que más tarde vimos sobre la cómoda de su cuarto.
Pasaron los días y la habitación del abuelo permanecía tal cual; sólo el ánfora con sus cenizas marcaba la diferencia, y su desaparición, claro; por más que mirara el ánfora pensando en él, la casa parecía enorme y fría.
Una vez, Matías me hizo señas para que me acercara y en actitud muy misteriosa me mostró algo que parecía una carta. Era del abuelo para él. No puedo negar que al principio me molestó: ¿por qué a Matías y a mí no? Pero luego que me la leyó entendí que yo era chico aún: el abuelo quería que lleváramos sus cenizas y las enterráramos en la plaza donde había conocido a la abuela, más exactamente “en el árbol de la esquina norte de la Plaza General Artigas, sobre Gorlero”. La carta parecía el mapa para hallar un tesoro. No entendía ninguna de aquellas señales y se lo dije a mi hermano. “No importa, no es necesario, ayúdame a cumplir con el deseo del abuelo, nada más”. ¡Cómo no confesar el miedo que me daba hacer algo así sin decirle a mi madre, pero Matías estaba decidido y me dijo que era un compromiso nuestro, como nietos, y fue tajante: “¿Me ayudas o no?” A decir verdad, hacía un tiempo que yo me sentía bastante importante porque no me daba ni la hora desde que había entrado al Liceo, y ahora me trataba casi como si yo fuera mayor; así que sin más le dije que sí, que podía contar conmigo. Hasta ahí, no tenía ni la más remota idea de lo que planeaba mi hermano.
Un sábado, a la hora de la merienda, Matías le dijo a mi madre que quería ir a Punta del Este. ¡Ese mismo día! A casa del abuelo. En las últimas vacaciones había dejado unos libros y los necesitaba para el lunes. Agregó que, si yo lo acompañaba, nos serviría de paseo. “¡Ta! Quiere ir por el pedido del abuelo”, pensé. Para mi sorpresa, mamá le contestó que le parecía buena idea. Yo la escuchaba aterrado. ¿Qué le pasaba? ¿No se daba cuenta de nada? Se ve que a mí me alarmaba esa aventura, pero me resigné porque entre los dos arreglaron todo. Nada pareció estar fuera de lugar mientras aprontamos la mochila; Matías dijo que con una sola estábamos sobrados, porque era pasar la noche allá y volvernos de mañana. Quedó resuelto y partimos en el ómnibus de las 18.15.
Llegamos a Punta ya cerrada la noche y nos fuimos directo a casa. Era otoño y la temporada estival había quedado atrás; había poca gente en las calles y por lo menos yo, quería llegar, prender la estufa y… En realidad, creo que cada uno estaba sumido en sus pensamientos, porque caminamos en sumo silencio. Los míos estaban en imaginar la casa sin el abuelo y en acostarme, porque el sueño me vencía.
Fue realmente raro llegar a esa hora a la casa; abrimos el portón del frente: era de hierro y siempre quedaba medio entreabierto, pero para abrirlo había que levantarlo un poco. El jardín estaba bastante descuidado y el pasto alto. Fuimos directo a la fuente, en el fondo de casa, Matías buscó debajo de la maceta donde quedaba la llave y cuál no fue su sorpresa al no hallarla. ¡No estaba! ¿Cómo que no estaba? Mi sueño se fue como por encanto y mi hermano insistió mirando bajo cada maceta. ¡Nada! ¿Qué hacemos? Nos quedamos mirando a los ojos como hipnotizados, hasta que mi hermano dijo: “Bueno, ya estamos acá y lo antes posible haremos lo que vinimos a hacer”.
Nos fuimos caminando hacia Gorlero. Matías sacó el ánfora y me dio la mochila. Si no hubiera sido tan triste circunstancia me hubiera reído de buena gana, ya que el Maty agarraba el ánfora por la parte más estrecha como si se tratara de un trofeo, y yo, por lo menos dos metros detrás de él, medio arrastrando la mochila, trataba de alcanzarlo, ¡con tal ímpetu caminaba! Pensé que él también tenía miedo. Solos en Punta del Este y sin dónde dormir. Las amistades de mi abuelo ya no vivían allí, y en general, nadie que conociéramos vivía en Punta del Este, y lo peor: era de noche y hacía frío.
Pésimo, sin embargo, fue llegar a la Plaza porque había  más gente de lo que esperábamos: chicos de más o menos la edad de mi hermano, sentados por aquí y por allá, y algunos mayores caminando. Maty me miró consternado y me dijo casi gritando: “¿Qué hace esta gente que no se va a dormir?” Por unos minutos tuve la sensación de que todo el mundo nos miraba; sentí lo mismo que cuando el abuelo rezongaba por los turistas y había alguno parado cerca de nosotros; me pareció que en la oscuridad brillaban muchos ojos. Mi hermano se quedó un poco tenso y me dijo, bajito: “¡Qué tontería! Necesitamos pasar inadvertidos”. Estuve totalmente de acuerdo. Sabía que era una misión que tendríamos que llevar a cabo con mucho sigilo. Lo supe desde que Matías se había acercado con aquella reserva a leerme la carta del abuelo. Intuía que no podíamos andar diciendo “Por favor, préstennos una pala que vamos a dar sepultura a mi abuelo en pleno centro de la ciudad”.

Después de llamar la atención en forma tan desafortunada, nos decidimos por caminar un poco y dimos unas cuantas vueltas. Digo mejor que Matías decidió, porque lo que es yo, sólo tenía en mente enterrar las cenizas del abuelo e irnos a la Terminal para regresar a Montevideo. Estábamos, imagino yo, evaluando el lugar, justo en una esquina de Gorlero, cuando me asaltó la duda de cómo sabía mi hermano con certeza cuál era el lugar. Le pregunté y me contestó con más paciencia de lo que yo esperaba: “Primero, porque éste era el banco donde el abuelo se sentaba, y segundo, porque por las instrucciones que me dio, el único extremo norte es éste”. “¡Ah!”, le dije yo, como si entendiera, pero la verdad era que a esa altura el sueño me impedía pensar. Me mantenía despierto el frío y el estado en alerta de mi hermano. La empresa se me hacía cada vez más difícil. Nos sentamos en el banco de la plaza, justo en ese que tantas veces había compartido con el abuelo mientras tomábamos mate, hecho del que siempre me advertía no se lo comentara a mi madre, y agregaba: “¡Pamplinas!, yo a tu edad hacía rato que tomaba mate. Mi vieja nos daba mate y pan casero, porque era más barato y no había plata”.
En esas estaba, cuando mi hermano me chista y me hace señas para que me acerque. Estaba justo debajo de un gran árbol, lleno de flores alrededor. Mi cara debe de haber sido lo suficientemente expresiva, porque en seguida me aclaró que al otro lado había pasto. “Por allí está bien,” dijo. Pero de nuevo aparecía un problema: ¿con qué hacíamos un agujero? “¡Nunca pensé que no podríamos entrar en la casa!”, se lamentó Matías, aunque de pronto se animó y me dijo: “¡Ya sé!, compremos una lata de Coca que nos servirá de pala”. Nuevamente, sólo quería dormir, pasaba del estado de alerta al deseo de tirarme allí mismo en el pasto; del sueño, al frío, y del frío al hambre; todo parecía cada vez más desolado. “¡Cómo cambian las cosas de un momento para otro! Llegamos confiados, calculando una cosa y salió otra”, pensé. En tanto, íbamos camino a un restaurant que solía estar abierto, compramos la Coca y le pedí a mi hermano algo de comer. Me rascó cariñosamente la cabeza y me dijo que esperara a llegar a la Terminal. “Después que terminemos todo esto”, agregó.  En ese momento quise ser grande como él, porque sabía lo que quería, tenía fuerzas y no le daba miedo nada, ni tenía hambre, ni sueño como yo.
Al regresar tomamos la coca y con la lata vacía en la mano, estábamos listos para empezar a cavar. En ese momento se sentaron en el mismísimo banco - ¡habiendo tantos! - unos jóvenes muy ruidosos: reían a carcajadas y no parecían tener intención de partir. Mi hermano no lo podía creer. ¿Qué podíamos hacer? Débilmente le pregunté “¿Si lo hago yo?” y le pareció bien. Me puse a sacar tierra mientras él miraba para el cielo, haciéndose el distraído, hasta que nos surgió otra duda: no habíamos pensado si teníamos que enterrar el ánfora o sólo las cenizas. “Si enterramos el ánfora tenemos que hacer un hoyo muy grande”, dijo mi hermano, y luego pensó que si no era profundo las cenizas quedarían en la superficie. Deliberamos un rato y seguí cavando mientras los muchachos se mantenían allí. Me concentré en formar el agujero con la lata, en tanto mi hermano, cada vez que podía, me ayudaba y, obviamente, avanzaba más.
Pasó un buen rato y poco a poco todo volvió a la calma: se fueron los chiquilines, la gente grande también. Mi hermano había conseguido hacer un hoyo con cierta profundidad, y entonces me dijo: “Seba, es hora de decir una oración”. Mientras, abría el ánfora y volcaba las cenizas. Muy solemnemente rezamos el Padre Nuestro, contentos porque al fin habíamos cumplido los deseos del abuelo. No alcanzamos a poner la tierra en su lugar, cuando oímos pasos y la voz de una señora que decía “¡Sultán, ven acá!”. Salimos de las sombras, caminando como dos tranquilos transeúntes. Todo parecía llegar a un final feliz.
De pronto me doy vuelta y veo espantado que el perro estaba sacudiendo la tierra. Consternado, miraba cómo Sultán defecaba sobre las cenizas del abuelo. Desesperado, le grité a Matías, lo más bajito posible: “¡El abuelo!” Maty, que parecía en otro mundo, no entendió nada. Miró para todos lados como si buscara algo… “¿Dónde?”, contestó, y yo le mostré al perro. Paralizado es la palabra. No habíamos apisonado la tierra y Sultán estaba feliz revoleando las cenizas del abuelo por todas partes. Yo casi me pongo a llorar. No terminábamos de lamentarnos, cuando nos dimos cuenta -no podría decir quién primero- de que habíamos perdido la mochila. Indescriptible la cara de mi hermano; no era por la ropa, sino el pasaje y el poco dinero que habíamos llevado. Buscamos infructuosamente por todos lados hasta que mi hermano dijo: “Vamos, no nos queda otra que dormir en el patio de la casa del abuelo, que por hoy no nos ha ayudado mucho desde el cielo”. Salí rápidamente en su defensa y le contesté: “Capaz que todavía no llegó al cielo”.  Para mis adentros, le agradecí al abuelo que la culpa no fuera toda mía.
Nos fuimos a la casa, sucios de tierra, con hambre y frío, todo parecía inhóspito, tenía la sensación de que hacía una eternidad que andaba por las calles, sin casa. Pero como mi madre opinaba que todas las experiencias son buenas, pude entender lo que sienten los chicos sin hogar de verdad, sin padres buenos como los míos ni un abuelo como el mío y  me puse a llorar, porque imaginé al abuelo viendo cómo sus nietos lo habían dejado en medio de la nada.
A medida que nos acercábamos, nos llamó la atención el movimiento poco común: coches de policías y el auto… ¡de papá! Corrimos hacia él y lo abrazamos. De allí todo fue uno: los policías se despidieron y nos dieron la mano. Como a grandes. “Bueno, muchachos, para otra vez asegúrense de tener la llave de la casa”. Y dirigiéndose a mi padre el mismo policía le dijo que por suerte Punta del Este era una ciudad muy tranquila y que nunca pasaba nada. Yo pensaba en la mochila de mi hermano y sin hablar me fui a la parte de atrás del auto y me puse a dormir. Llegamos a casa y mi madre estaba levantada, esperándonos. Era la amanecida del domingo. Salió a recibirnos y mientras nos abrazaba, balbuceaba llorando que era la culpable de todo lo que habíamos pasado: ella no sabía que papá había ido a buscar unos documentos y las llaves, antes de que muriera el abuelo.
Ya dentro de casa nos contó cómo había reaccionado papá al enterarse de que nos habíamos ido a lo del abuelo y no contestábamos el celular. Mientras sacaba el auto del garaje, mamá llamaba a la policía de Punta del Este; siempre en contacto y ya en camino, la policía le informó que no había nadie cerca de la casa y que seguirían patrullando las calles para ver si nos veían.
Al ver a mis padres tan contentos, sentí vergüenza por haberles ocultado la verdad, pero al mismo tiempo que yo pensaba en ello, Matías les contó que nos habían robado la mochila y sacando la carta del bolsillo, entregándosela a mi madre, les dijo que además de ir a buscar los libros, habíamos viajado por eso, por enterrar las cenizas del abuelo. Mis padres se quedaron totalmente sorprendidos, no se les había ocurrido imaginar ese motivo. Entonces mi madre fue a buscar una llave, abrió un armario en la habitación de la barbacoa y nos mostró: “Chicos, aquí están las cenizas. ¿De qué ánfora hablan ustedes?” Se la mostramos. Pero cuando vimos las cenizas del abuelo en una especie de cajita, no supe si alegrarme o llorar por todo lo que habíamos pasado.
Ese día, más bien esa amanecida, mi madre estaba de buen humor: pudo reírse. “Esa ánfora tenía la tierra que trajo mamá cuando fueron a Jerusalén”; para mi padre tenía mucho valor afectivo, decía que era tierra santa y la tenía en su alcoba. La puse en la cómoda como adorno. Es bonita”, explicó. Mi padre se unió al jolgorio. Habíamos llevado la Tierra Santa a Punta del Este y el abuelo todavía estaba en casa. Nosotros también reímos, sin saber por qué exactamente. Lo bueno era que el abuelo estaba todavía en casa.
Mi padre dijo que iríamos todos a Punta del Este porque el abuelo había dejado una carta a mi madre pidiendo que sus cenizas reposaran en el fondo del océano. Frente a nuestra incredulidad, mamá nos mostró la carta. Una vez enfermo, el abuelo debió de olvidar esa petición y le dejó otra a Matías.
Demás está decir que fuimos todos a la Punta del Este, y ceremoniosamente arrojamos las cenizas del abuelo al mar.
Esa noche soñé que una ballena se tragaba la cajita. Me desperté llorando, y a los gritos llamaba al abuelo. Mi madre me llevó a su cama, cosa que hacía mucho, mucho tiempo, no hacía. Cuando le conté mi sueño, me dijo que mi sueño se parecía mucho a la historia de Pinocho y su padre, Geppetto, película que habíamos visto en una lluviosa tarde de domingo, cuando el abuelo todavía estaba bien. Me dijo que esas cosas pasaban. Que uno unía las cosas que le angustiaban con algunos hechos de la vida real y soñaba. Que, al fin, importaba que habíamos cumplido con la voluntad del abuelo. Que siempre iba a estar presente en nosotros, porque el amor es lo que nunca muere. Con ese pensamiento me volví a dormir y es el que me acompaña hasta hoy.


Ana Virginia Gómez
Talleres Web de Narrativa




Publicó en “CREAR ES UN PLACER GENIAL, SENSUAL, NADA VENIAL” (Ed. Rumbo -2012) y en ACRÓBATAS BAJO TUS PÁRPADOS (Edición de Autor 2018), libros colectivos de este Centro.