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21 de julio de 1899 |
El puente, de Hart Crane
(1899-1932)
Constituye
el último gran intento, en la literatura norteamericana, de construir el mito
de la Tierra Prometida, esa Nueva Jerusalén en la que los hombres gozarían de
las beatitudes del Cielo, augurada por Emerson y Thoreau. Pero ese mito, aunque
armado con referencias bíblico-litúrgicas –Crane había sido educado en los
rigores de la ciencia cristiana–, es un mito moderno, que abraza los avances de
la tecnología y los valores de la sociedad democrática, que conecta lo cósmico
y lo industrial, lo telúrico y lo arquitectónico. El símbolo que Crane eligió
para encarnar esa utopía contemporánea fue el puente neoyorquino de Brooklyn,
una obra maestra de la ingeniería humana, inaugurado en 1883.
El
mito se configura a partir de la reunión de ciertos elementos fundacionales: el
viaje de Colón y las aventuras de los descubridores, como Hernando de Soto, el
primer europeo en alcanzar el Misisipi; el sueño de Eldorado; la conquista del
Oeste –Crane, nacido en Ohio, descendía en línea directa de los pioneros que
viajaron en caravanas desde Nueva Inglaterra; la cultura india, representada
por Pocahontas; el Cutty Sark y el dominio de los mares; los hermanos Wright y
el nacimiento de la aviación. Se integran asimismo elementos religiosos,
históricos, literarios –como Rip van Winkle, el personaje de Washington Irving,
o Edgar Allan Poe–, legendarios y paisajísticos: la naturaleza, tanto urbana
como rural –las praderas, los campos de maíz–, tiene una importancia capital en
el poemario, para describir una realidad salvífica, el “nuevo territorio
pactado de vívida hermandad”. En torno al puente totémico, “deidad inmortal”,
desfilan estas epifanías del Nuevo Mundo, estos avatares de la
contemporaneidad. Pero ninguno usurpa su papel protagonista. La pieza
inaugural, que le está dedicada, es una suerte de obertura sinfónica. El aria
final, titulada “Atlántida”, también dedicada a él, fue el primer poema del
conjunto en ser escrito. Crane lo compuso en la misma habitación de Columbia
Heights desde la que Washington Roebling, el ingeniero paralítico que lo había
diseñado, supervisaba con un catalejo, treinta años antes, las labores de
construcción. El inmenso puente es descrito homéricamente: “trillones de
martillos susurrantes vislumbran a Tiro:/ serenamente, sobre el gemido de un
yunque/ de eones, el silencio remacha Troya./ Y tú, allá arriba, Jasón, grito
imperativo,/ aún le pones arreos al retozo del aire”. También Maiakovski y Jack
Kerouac han cantado al puente. Lorca –a quien Crane conoció durante la estancia
del granadino en Nueva York– lo hizo, con menor hipérbole, aunque no con menor
viveza, en “Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)”, de Poeta en Nueva
York: “Aquel muchacho que llora/ porque no sabe la invención del puente/ o
aquel muerto que ya no tiene/ más que la cabeza y un zapato,/ hay que llevarlos
al muro/ donde iguanas y sierpes esperan…”.
Dos
son las influencias más perceptibles del poemario: Rimbaud y Whitman. A Crane
se la ha llamado “el Rimbaud de Cleveland”, aunque destacados autores, como
Louise Bogan, nieguen esa semejanza. La imaginería poderosa, basada en “una
‘lógica de la metáfora’ anterior a la lógica discursiva”, como señala Jaime
Priede, el prologuista y traductor del volumen; el lenguaje órfico y explosivo,
salpicado de catacresis y sinestesias; la fluencia de la dicción, que progresa
con la majestuosidad zigzagueante de un torrente; el tinte irracional, de
frecuentes erizamientos expresionistas, que caracteriza a El puente, bastaría
para emparentarlo con la obra rimbaudiana. Pero es que las similitudes son, a
veces, casi textuales. Así reza la estrofa 17ª de “La danza”: “Rodeado de
buitres, grité amarrado al poste/ sin poder arrancar las flechas de mi lado…”.
Y así dice el principio de “El barco ebrio”, compuesto, como “La danza”, por
estrofas de cuatro versos: “Pieles Rojas vociferantes los habían clavado
desnudos/ a postes de colores, y utilizado como blancos…” También recuerdan a
Rimbaud los adjetivos técnico-científicos con los que gusta de calificar a sus
sustantivos. Si el poeta de Charleville habla de “lúnulas eléctricas”, Crane
menciona a “truenos galvanométricos”; si aquél convoca a “enjambres de
asteroides”, éste cita a “galvánicos resoplidos”; si el autor de Iluminaciones
recurre a “políperos carnales”, el de El puente lo hace a “crestas
ciclorámicas”.
El
influjo de Walt Whitman en Crane es asimismo evidente. Su dibujo de una
sociedad plena de fuerza y futuro, construida con las voces iguales de
ciudadanos iguales, constituye un referente ineludible para el autor de El
puente. El coro fluvial de Hojas de hierba y sus acordes épicos –de una épica,
sin embargo, mesocrática– resuenan en Crane, aunque con acentos menos cristalinos,
más glúcidos, enraizados, acaso demasiado, en la retórica romántica. “Cabo
Hatteras”, uno de los poemas más largos de El Puente, está dedicado a Whitman,
al que, rimbaudianamente, llama “vidente”. Y acaba así: “nunca soltaré/ mi
mano/ de la tuya,/ Walt Whitman…” Whitman no es, sin embargo, el único poeta
norteamericano cuya voz reverbera en la poesía de Crane. En El puente hay ecos
de Carl Sandburg, y, en especial, de alguno de los poemas más destacados de Los
poemas de Chicago, como “El rascacielos”, dedicado asimismo a la exaltación de
las grandes consecuciones urbanas, epítome del vigor del pueblo: “Hora tras
hora, el Sol y la lluvia, el aire y el óxido, y el empuje del tiempo que se
pierde en los siglos, actúan en el edificio, dentro y fuera de él…”
(...)
La
noche del 26 de abril de 1932, Hart Crane recibe una paliza a bordo del
Orizaba, el vapor con el que volvía a los Estados Unidos después de un año de
estancia en México, por haber intentado aproximarse a uno de sus marineros.
Convencido de que la felicidad –que tan ansiosa, y tan infructuosamente, había
buscado en los urinarios públicos de Nueva York– le estaba vedada a los
homosexuales, se despide de los pasajeros, se quita la chaqueta, la deja
cuidadosamente doblada en el suelo y se arroja a las aguas del Golfo de México.
Su temprana muerte privó a los Estados Unidos, según Waldo Frank, de su “último
poeta moderno”, pero el monumento que fue, y aún es, El puente, sigue,
encendido y transitable, a nuestros pies. ~
Eduardo Moga
(Barcelona, 1962)
es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El
desierto verde (El Gato Gris).
De: LetrasLibres
No me digas que el cielo está cerca
Hay cosas que te
atraen
como si la Tierra
fuera redonda
Ya te lo decía el
poeta
es redonda es
redonda
y el cielo un
enorme corral de estrellas
Pero no me digas
que el cielo está cerca
Interior
Esta lámpara dejó
caer una tímida
Solemnidad en
nuestro pobre cuarto.
¡Oh dorada y gris
amenidad
Tristeza intensa y
gentil!
A lo largo y ancho
del mundo
Reclamamos las
horas robadas ya que ninguno puede saber
Cuanto le agrada al
amor florecer como una flor tardía
En los días
posteriores a la incandescencia.
Y aunque el mundo
deba despedazarse
Con celos y engaños
Al menos podrá reverenciar y conquistar
Nuestra piedad con
una sonrisa.
Al puente de Brooklyn
Cuántos amaneceres,
frío tras su merecido descanso,
habrán de
zambullirse las gaviotas a su alrededor
soltando anillos
blancos de tumulto, erigiendo
la Libertad por
encima del agua encadenada
Luego con limpia
curva, apartamos los ojos,
espectrales como
las velas que pasan por debajo,
de alguna hoja de
cálculo que será archivada;
hasta que el
ascensor nos libera de la jornada...
Pienso en los
cines, esas vistas panorámicas
de multitudes
inclinadas ante una escena trepidante
nunca mostrada,
pero a la que pronto se apresuran,
anunciada a otros
ojos en la misma pantalla.
Y tú, cruzando el
puerto entre destellos de plata,
como si te
alcanzase el sol, dejas
en el andar cierto
balanceo pendiente.
Tu misma libertad
te sigue sosteniendo.
Desde algún túnel
de metro, celda o altillo
un loco se apresura
hacia tus parapetos,
se inclina un poco,
su camisa chillona se hincha,
una broma se arroja
desde la atónita caravana.
La luz de mediodía
gotea en las vigas de Wall Street,
diente roto del
celeste acetileno;
toda la tarde giran
las grúas entre nubes...
Tus cables respiran
aún el Atlántico Norte.
Oscuro como el
cielo de los judíos
tu
galardón...gracia concedida
de anonimia que el
tiempo no disipa:
vibrante
absolución, el perdón que nos otorgas.
Arpa y altar
fundidos por la furia
(¡qué fuerza
afinaría el coro de tu cordaje!),
umbral terrible de
la promesa del profeta,
de la oración del
paria y del gemido del amante.
De nuevo las luces
del tráfico que rozan tu lenguaje,
veloz y sin
cesuras, inmaculado suspiro de los astros,
salpican tu ruta,
cifran la eternidad.
Hemos visto la
noche alzada en tus brazos.
Bajo la sombra de
tus pilares esperé;
sólo en la
oscuridad tu sombra es clara.
Los iluminados
bloques urbanos se han borrado,
ya la nieve sepulta
todo un año de hierro...
Insomne como el río
que pasa debajo de ti,
tú que abovedas el
mar, hierba que sueña en las praderas,
ven a nosotros, los
humildes, baja
y con tu curvatura
ofrece un mito de Dios.
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