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Ray Bradbury 22 de agosto de 1920 - Illinois |
Era estupendo quemar
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver
los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus
puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo
venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las
de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las
llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en
que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible
cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de
lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por
un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores
rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas.
Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un
malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas
aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se
elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire
que el incendio ennegrecía.
Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado
cualquier hombre burlado y rechazado por las llamas. Sabía que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se
miraría pestañeando en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta,
tiznado con corcho ahumado. Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa
retenida aún en la oscuridad por sus músculos faciales. Esa sonrisa nunca
desaparecía, nunca había desaparecido hasta donde él podía recordar.
De: Fahrenheit 451
La última noche del mundo
¿Qué harías si supieras que esta
es la última noche del mundo?
-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
-Sí, en serio.
-No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más
de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos
cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde
había un suave y limpio olor a café tostado.
-Bueno, será mejor que empieces a
pensarlo.
-¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
-¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
-¿No la bomba atómica, o la bomba
de hidrógeno?
-No.
-¿Una guerra bacteriológica?
-Nada de eso -dijo el hombre,
revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.
-Me parece que no entiendo.
-No. Y yo tampoco, realmente.
Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y
solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a
la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro
noches.
-¿Qué?
-Un sueño. Soñé que todo iba a
terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos
modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese
sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan
Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me
dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño
era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
-¿Era el mismo sueño?
-Idéntico. Le dije a Stan que yo
había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó.
Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos
nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas
partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se
observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo
mismo.
-¿Y todos habían soñado?
-Todos. El mismo sueño,
exactamente.
-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y para cuándo terminará? El
mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento
de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo,
llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron
el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.
-¿Merecemos esto? -preguntó la
mujer.
-No se trata de merecerlo o no.
Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?
-Creo tener una razón.
-¿La que tenían todos en la
oficina?
La mujer asintió.
-No quise decirte nada. Fue
anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo.
Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de
la tarde-. Los periódicos no dicen nada.
-Todo el mundo lo sabe. No es
necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?
-No. Siempre pensé que tendría
mucho miedo, pero no.
-¿Dónde está ese instinto de
autoconservación del que tanto se habla?
-No lo sé. Nadie se excita
demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras
vidas, no podía pasar otra cosa.
-No hemos sido tan malos, ¿no es
cierto?
-No, pero tampoco demasiado
buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos,
mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas
abominables.
En el vestíbulo las niñas se
reían.
-Siempre pensé que cuando esto
ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
-Pues no. La gente no grita ante
la realidad de las cosas.
-¿Sabes?, te perderé a ti y a las
chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres.
No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua
helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados,
hablando de este modo?
-No se puede hacer otra cosa.
-Claro, eso es; pues si no
estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del
mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
-Me pregunto, sin embargo, qué
harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio,
mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como
siempre.
-En cierto modo, podemos estar
orgullosos de eso... como siempre.
El hombre permaneció inmóvil
durante un rato y al fin se sirvió otro café.
-¿Por qué crees que será esta
noche?
-Porque sí.
-¿Por qué no alguna otra noche
del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
-Quizá porque nunca fue 19 de
octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna
otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso
es el fin.
-Hay bombarderos que esta noche
estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca
llegarán a tierra.
-Eso también lo explica, en
parte.
-Bueno -dijo el hombre
incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los
apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y
les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y
entornaron la puerta.
-No sé... -dijo el marido al
salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.
-¿Qué?
-¿Cerraremos la puerta del todo,
o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?
-¿Lo sabrán también las chicas?
-No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron
y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego
observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y
media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo,
que también habían pasado la velada cada uno a su modo.
-Bueno -dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
-Nos hemos llevado bien, después
de todo -dijo la mujer.
-¿Tienes ganas de llorar? -le
preguntó el hombre.
-Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron
las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad
de la noche y retiraron las colchas.
-Las sábanas son tan limpias y
frescas…
-Estoy cansada.
-Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
-Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se
levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.
-Me había olvidado de cerrar los
grifos.
Había ahí algo tan cómico que el
hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo
que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron
inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy
juntas.
-Buenas noches -dijo el hombre
después de un rato.
-Buenas noches -dijo la mujer.
EL OTRO YO
No escribo yo...
el otro que hay en mí
pide aflorar constantemente.
Mas si me apresuro a volverme y mirarlo
él vuelve a escabullirse
al momento y al lugar
en donde estaba antes
pues sin saberlo entorné la puerta
y lo dejé salir.
A veces un grito encendido lo llama;
comprende que lo necesito,
y yo también. Su tarea
será decirme quién soy bajo la máscara.
Él es Fantasma, yo fachada
que oculta la ópera que él escribe con Dios,
en tanto yo, ciego del todo,
espero impávido a que su mente
se me deslice brazo abajo,
por la muñeca, hasta la mano
y las puntas de los dedos
y furtiva encuentre
esas verdades que caen de las lenguas
con sonido quemante,
todo surgido de una sangre secreta
y alma secreta de secreto suelo.
Con alegría
él se asoma a escribir, y luego corre a esconderse
una semana hasta que reanuda el juego
en el cual yo finjo, diligente,
que no es mi propósito tentarlo.
Pero lo tiento,
mientras simulo mirar hacia otro lado, para que no se
esconda todo el día. Echo a correr e inicio un juego simple un salto distraído.
¿Cuál convoca del sueño la bestia que brilla y acecha?
¿De quién las reservas y el coto de caza? De mi aliento, mi
sangre, mis nervios.
Pero ¿qué lugar de esa materia habita él?
¿Dónde está su madriguera?
¿Tras esta oreja de goma?
¿Tras esa oreja de grasa?
¿Donde cuelga el sombrero el joven descarriado?
No hay caso. Ermitaño nació y vive recluido.
Nada que hacer sino
seguir sus triquiñuelas
dejar que corra y cosechar la fama.
En la cual yo pongo el nombre a una materia que le he birlado,
y todo porque le atraje con dulces aromas creativos.
¿Escribió R.B. ese poema, ese diálogo, esa línea?
No: el simio interior, invisible, fue quien lo instruyó.
Vestido con mi carne, su alcance es misterioso.
No digan mi nombre.
Elogien a ese otro.
De: Gato Pistola Tax
CONOCER LO INSONDABLE
ES LO MÍO
Conocer lo insondable es lo mío.
Mi trabajo, refinar la sangre,
descubrir lo bueno y lo malo en ella,
qué se oculta en el glóbulo veloz,
qué vive o muere o perdurando
entrega la llave bajo la que se esconde lo benigno.
Ni lo sé, ni consigo averiguarlo, por eso intento
que con palabras brinquen los faisanes;
y al momento vuelan
con el fin de que los piense aún con más palabras, que
describa
[sus
alas;
y entonces todo hierve y tararea.
Con qué palabra nombro al colibrí,
con cuál a la libélula;
para el humilde mar, la arena, el viento, el cielo
¿qué pareado de alejandrinos busco que lo empareje toda a la
[primera?
¿Hago un molde del prado para clonarme como el trigo,
o divagando con lo alto de una colina en mente me sumerjo
[en la
profundidad de un mar de trébol
que bramando lucha por mantenernos a flote a mi alma y a mí?
Cuando las palabras duras como pedernales bombardean, mi
[mente lo dispersa todo,
consigue que florezca el día e incrusta destellos en la
noche.
Pero si estornudo, el soplo más ligero muta en muerte,
y pierdo los sueños que anidan en árboles y matorrales,
a no ser que me imponga silencio y un paso sigiloso.
Todo está muerto o muriendo. A un rápido ladrido
pretencioso:
desbandada. Muy bajito
dice el Hermano Zorro: ¡Escucha, hijo, es así!
Dulce caminante de palabras, ocúltate, ocúltate!
Ray Bradbury
Vivo en lo invisible.
Nuevos poemas
escogidos.
Traducción y Prólogo
de Ariadna G. García y Ruth Guajardo López.
Editorial Salto de
Página, 2013.