Escribir una autobiografía
Traducción
de Armando Pinto
Al final de su vida,
Goethe dijo que leer era lo único que había aprendido. Era el hombre de
letras más distinguido de Europa en una galaxia de eminencias literarias,
de modo que no estaba hablando de su abecedario. Así que ¿de qué estaba
hablando este anciano cuando dijo que leer era lo único que había aprendido?
Lo he
citado al principio de mi ensayo porque ilustra el largo tiempo que a veces
toma aprender algo. Al escribir el primer volumen de mi autobiografía
aprendí muchas cosas que no esperaba, y me sorprendió que hubiera tardado
tanto tiempo en aprenderlo. Siempre se aprende cuando se escribe un libro. Es
un hecho todavía desconocido para la ciencia que, cuando se aborda un nuevo
tema, de pronto aparece en todas partes: en la televisión, en los periódicos,
en la radio, la gente comienza a hablar de él; es algo que uno oye casualmente
en el autobús y el libro cae abierto en un lugar destacado. Es un fenómeno
verdaderamente sorprendente, pero, como a muchos otros, lo damos por hecho.
No me refiero, sin embargo, a esa clase de aprendizaje, sino al que te hace
decir: “¡Dios mío, cómo no lo vi antes. Es tan obvio!” He estado leyendo
biografías y autobiografías toda mi vida, y nunca me senté a pensar en las
diferencias entre ellas, ni en las diferencias entre ellas y las novelas.
Pero en el instante mismo en que comencé a meditar seriamente en ello, el
problema comenzó a erizarse de dificultades.
Una de las razones por las
cuales no esperaba nada diferente en naturaleza es
que había escrito piezas autobiográficas antes, por ejemplo, In pursuit of the English. Ese pequeño libro tiene
mucho en común con una novela. No que no sea verdadero —es verdadero,
excepto por algunas cosas que cambié para eludir el libelo—. Es más una
cuestión de tono, de movimiento. Se siente como una novela. Y esto provoca
muchas preguntas que dejaré de lado en este momento. El tono o “voz” de una
novela —qué es, por qué es— es probablemente lo más importante que puedas
decir acerca de ella. Ciertamente, el libro tiene la forma de una novela.
Volveré a la forma.
El hecho es que novelas,
autobiografías y biografías tienen mucho en común. Una cosa es indudable:
todas han sido escritas. Lo que damos por hecho es a menudo lo más importante
y no lo examinamos. Damos por hecho que las novelas, autobiografías y
biografías son libros colocados en el librero, ordenados, independientes,
completos: escritos. La verdad.
Durante
muchos miles de años, nosotros —la raza humana— nos hemos contado historias
unos a otros: historias contadas o cantadas. No escritas. Fluidas.
La razón
por la que mucha gente se siente incómoda y molesta cuando su vida es puesta
en biografías es precisamente porque algo que experimenta como fluido,
efímero, evanescente, se ha vuelto fijo, y por lo tanto falto de vida, inerte.
No puedes apelar a la palabra escrita excepto con más palabras escritas, y
entonces estás implicado en la polémica. La memoria no es fija: pasa y se
desliza. Es difícil emparejar los recuerdos de nuestra vida con el recuento
fijo que ha sido escrito sobre ellos. Virginia Woolf dijo que vivir es como
estar dentro de una envoltura luminosa. Yo agregaría que “dentro de una vacilante
envoltura luminosa, como la flama de una vela en una corriente
de aire.”
La visión
de nuestra vida cambia todo el tiempo, es diferente en las distintas
edades. Si yo hubiera escrito un recuento de mi vida a los 20 años, habría sido
un documento beligerante y combativo. A los 30, confiado y optimista.
A los 40, lleno de culpa y autojustificación. A los 50, confuso, lleno de
dudas. Pero a los 60, y después, aparece algo nuevo: comienzas a ver tu ser
anterior desde una gran distancia. Ya sea que te remitas a los 10 años, a
los 20, a cualquier edad que quieras, ves a esa niña, a esa joven mujer, como a
casi cualquier otra. Puedes alejarte de lo personal. Recibes el don de hacerte
vieja: el desapego, la impersonalidad.
Antes consideraba las
autobiografías como lo que la autora o el autor pensó de su vida. Ahora
pienso: “Eso es lo que ellos pensaban en ese momento.” Un
reporte interno: eso es la auto-
biografía. Cellini, Casanova, incluso
Rousseau, ¿habrían estado de acuerdo después con lo que dijeron sobre ellos mismos
en esos libros que nosotros suponemos es la inmutable verdad?
Era mucho
más fácil cuando lo que se decía sobre los otros, o sobre uno mismo, era oral.
Hubo autobiografía durante miles de años, cuando se contaban las historias
oralmente, pero era muy diferente a la nuestra, la biografía también era
diferente. He aquí un fragmento autobiográfico de hace unos mil años.
Egil Skalla
Grimsson escribió el poema que se encuentra en su saga, hombre viejo, solitario,
descorazonado después de toda la actividad de su vida. Sus hijos habían
muerto, su dios lo había traicionado. La poesía, dijo, ya no podía ser extraída
fácilmente del “oculto lugar del pensamiento” pero componía, se lamentaba,
y podía decir para él, y para otros, en conclusión:
Es malo ahora para mí,
la Loba, la hermana de la
muerte,
acecha en el promontorio,
pero con alegría,
sin miedo
y firmemente
espero a Hel,
la diosa de la muerte.
Estos versos,
parte de una extensa saga, debieron haber sido contados o cantados por docenas
de narradores o cantantes, en los vestíbulos de reinas, reyes, jefes o en
las reuniones de los ladrones en los bosques. Ellos no tenían necesidad de
sujetarse a un determinado orden de las palabras.
Entre esos narradores y
nosotros hay un enorme abismo, y ese es el
abismo. Muchas dife
rentes clases de hombres y mujeres son descritos por esos
versos. El hombre cuyas palabras leí ha sido representado sobresalientemente.
Es estoico, valiente, cargado de autorrespeto. Ahora imaginémonos un tipo
diferente de hombre: nervioso, temeroso. La gente que oía habrá conocido de
memoria la saga y, mientras ellos escuchaban, sus cerebros estarían
haciendo dos cosas diferentes, reconociendo lo familiar, pero disfrutando
lo nuevo: lo que en esta ocasión hará el narrador con las viejas palabras.
Oh, querida, no me siento bien,
Vi a la loba hoy,
Sabemos lo que eso quiere
decir,
Tengo malos sueños.
Tengo miedo de la diosa de la
muerte.
Yo soy hija
de nuestra cultura, la cual ha dependido por varios cientos de años de la
imprenta, y me siento culpable cuando cambio los impresos sagrados. Tengo
que hacer a un lado la culpa para hacer lo que los narradores y cantantes
hacían de un modo natural. Veamos otra clase de persona:
¡Adivina qué!
Vi a la loba hoy.
No tienes que decirme lo que
eso significa.
¡Y qué! No tengo miedo de ese
viejo saco de huesos
La diosa de la muerte.
Esa gente
antigua se pintaba a sí misma con audaces trazos. Sin sutilezas, sin complejidad.
No recurrían a nuestro psicologismo. No habría encajado en el movimiento
de la saga, la épica, la clase de historia que tenía que atrapar la atención
de los escuchas, siervos, soldados y sirvientes, así como la de caballeros y
damas que eran más educados, aunque tal vez no mucho más.
La psicología
llegó con la imprenta, con la explosión de la palabra escrita: Proust, Mann,
Woolf, Joyce fueron producto de la revolución de la prensa.
Debió de existir un gran
cambio en la estructura —la estructura física— de nuestro cerebro cuando
la imprenta fue inventada. De pronto, en toda Europa, los libros fueron impresos
por miles por imprentas que ahora consideraríamos primitivas pero que
hicieron algunos de los libros más bellos jamás creados. Creo que nunca hemos
comprendido cabalmente esa re
volución. ¿Nos hemos preguntado qué cambios sufrió
nuestro cerebro cuando la gente comenzó a leer en vez de escuchar? Fue un proceso
que ocurrió en etapas. La gente no cogió un libro y sencillamente comenzó
a leer como hacemos nosotros. San Agustín describe cómo estaba leyendo y de
pronto pensó: “Pero no tengo que vocalizar las palabras cuando leo, puedo leer
en silencio.” Los monjes leían en voz alta, como hacían los que tenían
libros. Luego leyeron en silencio pero moviendo los labios. Más tarde se
dieron cuenta de que no era necesario darle forma a las palabras con los
labios. El proceso se completó.
Estamos
viviendo otra revolución igualmente poderosa: la revolución electrónica.
Ella, definitivamente, está afectando nuestro cerebro. Puedo observar
este proceso en mí: mis periodos de atención se están reduciendo. Tal vez
es por la televisión, por la forma en que cambiamos nuestra atención de un
canal a otro, pero en realidad desconozco la razón. No tengo idea, como la
gente que pasó por la revolución de la prensa, de cómo será al final. También
podemos decir que somos una especie descuidada que hace cambios sin preguntarse
adónde conducirán, o queda indefensa frente a sus propias invenciones.
Regresemos
al problema inmediato de las novelas, autobiografías, biografías. Hay una
forma en que las novelas son diferentes de las autobiografías. Las novelas
no tienen que ser verídicas. Las autobiografías tienen que serlo. Cuando
menos deben intentarlo. Y esto nos lleva a la memoria. ¿En cuáles recuerdos
podemos confiar? El más superficial pensamiento sobre este tema nos dice
que los recuerdos son tan confiables como las pompas de jabón. Pienso que
hay dos clases de recuerdos en los que podemos confiar.
Uno. Eres
es muy pequeño. Ves a gente enorme. El pomo de la puerta es inalcanzable.
Las sillas y sofás son obstáculos grandes y voluminosos. Un gato es casi
tan grande como tú. El perro es mucho más grande. El cielo raso casi está fuera
de tu vista. Todos es un asalto a tus sentidos. Los olores son muy fuertes.
Cada superficie tiene una textura diferente, un mundo diferente. Los
sonidos son tan variados que empleas mucho tiempo tratando de entenderlos.
Estás en una vorágine, un asalto de impresiones. Éste es el mundo de un niño
pequeño. Ningún adulto vive en ese mundo. Lo hemos bloqueado hace mucho
tiempo. Ningún adulto puede vivir en ese mundo: no puede hacer nada más que mantenerse
tranquilo mientras los sonidos, aromas, visiones, insisten en ser entendidos.
Éstos son recuerdos confiables: el tibio cuello resbaloso de un caballo, su
fuerte olor. Los bordes cortantes del camino empedrado, del cual desciendes
como de la cuesta de una montaña.
Dos. La
otra clase de recuerdos en los que creo que puedes confiar son los eventos
que sucedían repetidamente, un día tras otro.
Los recuerdos
que tal vez no son confiables son la mayor parte de los que se remiten a nuestra
más tierna infancia. Los padres crean recuerdos para sus hijos. “¿Ves esta
foto? Eres tú.” ¿Recuerdas? Íbamos todas las semanas al parque y le dabas
alimento a los patos, luego comíamos bajo los árboles. ¿Recuerdas? Y El niño
recuerda, los recuerdos han sido hechos para él o para ella.
El momento
en el que súbitamente comprendí lo poco confiables que pueden ser los
recuerdos fue, tal vez, cuando me encontré, después de muchos años, con
una mujer con quien había hecho un viaje a Rusia, a principios de los años
cincuenta. Fueron dos semanas de intensas experiencias, y tengo recuerdos
muy fuertes de ellas. Pero cuando le dije a esa mujer: “¿Recuerdas (esto o
aquello)?” Ella recordaba cosas muy diferentes. Podríamos haber estado en
dos recorridos diferentes. O cuando vi a mi hermano después de muchos años,
él no recordaba cosas que habíamos hecho juntos y que están entre las cosas
que más fuertemente recuerdo.
Ahora bien,
en una novela eso no importa: los recuerdos verdaderos o falsos forman
parte del tejido de la historia y por un momento coincides con el psicoterapeuta
o el psiquiatra que dice que no importa que tus fantasías no sean verdaderas:
son síntomas de tu condición. Son el producto de tu psique. Son válidas.
Si estás escribiendo tu autobiografía, no lo son. Así que te sientas
durante horas, dudando. ¿Sucedió en verdad? ¿Lo inventé? ¿Cuál es la verdad?
De inmediato otras interrogantes surgen y tienes que lidiar con ellas antes
de comenzar tu tarea, que es escribir tu autobiografía y no seguir incubando
esas ideas que no permiten que hagas el trabajo.
¿Por qué
recuerdas esto y no aquello? Puedes recordar un fin de semana, o una hora,
o un mes con el mayor detalle posible y luego hay semanas o meses en blanco.
Lo que recuerdas con mucha claridad podría no tener ninguna importancia.
Los expertos dicen que si recuerdas cierto suceso o momento es porque algo
importante estaba sucediendo. También dicen lo opuesto, que si olvidas
algo —una persona o un acontecimiento— es porque era algo importante pero
estresante, y lo reprimes. Yo creo que lo que hace que recuerdes algo, importante
o no, es que estabas particularmente despierto poniendo atención en ese
momento. La mayor parte del tiempo estamos en una especie de trance y no nos
damos cuenta de mucho. Probablemente estamos pensando qué vamos a cenar
esa noche o que tenemos que comprarle su medicina al gato.
Si la memoria
es identidad, estamos en una mala situación. ¿Puedes recordar lo que
hiciste ayer? Ayer, tal vez sí. ¿Hace tres días? ¿A esta hora la semana
pasada? Muy difícil de recordarlo: casi todo ha desaparecido.
Abordé el asunto de la
identidad en mi libro Briefing for a descent into
hell. Una joven mujer, amiga mía, estaba en el área de psiquiatría
del hospital local cuando fui a visitarla. Una noche bastante tarde, me
dijo, fue traído un hombre que andaba vagando por el muelle. Había perdido
la memoria. Pero parecía tan “razonable” que los médicos pensaron al principio
que estaba fingiendo. Estaba bien vestido y limpio. Era obvio que era instruido.
Se enfrascó en largas conversaciones sobre literatura y arte. Si no lo
supieras, habrías creído que no había perdido la memoria. Pero era cierto. Él
no tenía idea de quién era, y pasaron unas seis semanas antes de que lo recordara.
Durante esas seis semanas fue una presencia fuerte, intacta. Pero carecía de
memoria.
En
cualquier caso, el recuerdo es un registro muy vacilante y fugaz. A veces
siento que podría barrerlo con un movimiento de la mano, como si quitara una
especie de velo de colores o un delgado arco iris… y ahí sigue el autobiógrafo,
indeciso sobre sus recuerdos, sobre la verdad, y la página sigue en blanco.
¿Por qué un
libro después de todo? ¿Por qué tenemos la necesidad de dar testimonio? Podríamos
bailar nuestras historias, ¿o no?
En Binga,
en las costas del lago Kariba, hay una tienda donde puedes comprar bastones
grabados en los que se han registrado en relieve las historias de la tribu
local. Ha habido culturas que han bordado historias y leyendas en tapetes.
Contamos
cuentos e historias, tenemos que hacerlo.
¿Por qué?
¿Por qué una historia? Debemos de tener un patrón en nuestras mentes y tenemos
que contar historias para estar en conformidad con dicho patrón. Necesitamos
una forma para el relato. Un comienzo, un desarrollo y un fin. ¿Cuál es la
plantilla de ese patrón? Uno que de inmediato podemos ver: nosotros nacemos,
crecemos y luego morimos. Tal vez ésa es la plantilla. Tal vez ésa es la
razón por la que queremos saber qué pasa después cuando leemos u oímos una
historia. Esto es tan fuerte que incluso cuando estás, por decir algo, en la
antesala del dentista, y estás leyendo una historia verdaderamente mala,
quieres conocer el final y esperas que el dentista no te llame antes de terminarla.
Aunque de hecho no te preocupa tanto lo que está pasando como lo que va
a pasar.
De modo que
cuando estas dándole forma a una biografía, como cuando se la estás dando a
una novela, debes decidir qué dejar fuera. A las novelas se les da forma omitiendo
cosas. Las autobiografías deben tener una forma, y no deben ser demasiado
largas. Justo como con una novela, tienes que elegir. Hay cosas que tienen
que omitirse. Yo tenía demasiado material para la autobiografía. Era como
la vida, desordenada, grande, holgada, llena de falsos principios,
finales indeterminados, con gente a la que conoces y nunca vuelves a pensar
en ella, grupos de gente que ves durante una noche o una semana y jamás
vuelves a ver. Por ello, escribir una autobiografía tiene mucho en común con
escribir una novela. Tiene una forma: la necesidad de hacer elecciones la
impone. En pocas palabras, tenemos una historia. Lo que no encaja en la historia,
en el tema, lo cortamos.
Una vez escribí una novela
llamada The marriages between zones three, four and five. Tuve
el material para esa novela durante años, pero no hallaba la forma de hacerla.
Repentinamente la encontré. La solución fue sencilla, como son usualmente
las soluciones. Decidí usar la voz del narrador. El narrador está en cada
uno de nosotros y todo el tiempo contamos historias. Cuando regresas del
supermercado y le dices a quienquiera que esté ahí, “No vas a creer lo que
vi. Bridget estaba en el súper y no con su marido. Estaba con ese joven del
hotel…” Quien te escucha quiere saber qué pasó después, incluso si a él o a
ella le tiene sin cuidado Bridget o el muchacho del hotel. El narrador no
tiene sexo, ni edad, es intemporal, tiene miles de años y no tiene fronteras
culturales. Los cuentos populares y los chistes viajan a través de las
fronteras; siempre lo han hecho y lo seguirán haciendo.
Hay otra
interesante pequeña paradoja cuando piensas en novelas y autobiografías.
Ahora estamos familiarizados con la idea de que en cada uno de nosotros conviven
varias personalidades. Esto es más fácil de ver en otras personas que en
nosotros mismos. El caso extremo fue Sybil, sobre quien fue escrito un libro y
filmada una película. Ella tenía, parece, cerca de treinta distintas personalidades.
No hablo de papeles. Un hombre es hermano, padre, esposo, hijo, etc. Una
mujer es hermana, esposa, hija, madre, etc. Los papeles no son personalidades.
Una de las
formas en que podemos usar las novelas es para ver las diferentes personalidades
en los novelistas. Dickens es muy útil en esto. Puedes ver las mismas personalidades
aparecer en novela tras novela, tal vez de diferente sexo, de diferente
edad, pero obviamente las mismas. Eran las personalidades que inventó
Dickens. Lo que ves es un mapa de Dickens. Lo que él es. Y lo mismo con otros
novelistas. Y aquí reside la paradoja. Es más fácil ver el mapa de una persona
en sus novelas que en la autobiografía. Es así porque la autobiografía es
escrita en una voz, por una persona, y esa persona suaviza las asperezas de
las diferentes personalidades. Ésta es una persona anciana, juiciosa,
tranquila, y esta tranquilidad de juicio impone una unidad. La novelista
no necesariamente conoce sus propias personalidades. Pero cuando el
mismo carácter aparece una y otra vez en las novelas te da qué pensar. En
mí, es un delincuente muchacho o muchacha, o al menos, si no joven, anormal
en cierta forma, y evidentemente esta criatura está oculta o latente. “Oh,
aquí estás otra vez”, dices cuando aparece de nuevo, y tienes que sentir
cierto temor: ¿bajo qué circunstancias está persona pasará de la página a
la realidad? Y piensas: “Bueno, no me gustarás mucho si te encuentro.”
Una autobiografía
—o, para el caso, una biografía— emplea muchos de los trucos de la novela. No
necesariamente son usados conscientemente. Si has estado haciéndola por
décadas, has aprendido los trucos que el material exigía y los empleas, y
sólo después, cuando lees lo que has escrito, piensas: ¡Es esto lo que yo
estaba haciendo!
Por ejemplo, en Under my skin tengo una pieza sobre una muchachita
—yo— echada descansando en la tarde, y su madre —mi madre—. Trata sobre el
tiempo, las diferentes formas en que los niños, la gente joven, las gente
mayor, los ancianos, experimentan el tiempo. Algunas veces digo “Yo, mi”, y
algunas otras “la niña”. Digo, “mi Madre”, pero algunas veces “ella”. Y hay
un momento en que súbitamente cambio el tono y digo “la mujer”. Mi madre está
escribiendo una carta a casa, a Inglaterra, como en esa época las esposas de
los granjeros hacían: cuando ellas escribían cartas a Inglaterra estaban
escribiendo a casa. Y yo digo, “la mujer que” —y
cuando lo generalicé: ella se convirtió en todas las esposas de los
granjeros escribiendo a casa—. Esa sección pudo ser una novela, una de esas
grandes y sueltas novelas, como las de Dreiser o Thomas Wolfe (no el periodista),
algunas de Christina Stead, de Faulkner.
Hay otro
problema, uno mayor. Es una cuestión de la primera persona, y de la tercera
persona —cuándo usar cuál—. La primera persona, la autobiografía, el “yo”
mantiene al lector a distancia, y esto es extraño, pues el “yo” debería ser
una invitación al lector: “Ven, no estoy ocultando nada, soy yo, sin disfraces.”
Pero en realidad es mucho más difícil identificarse con un “yo” que con
un “él” o “ella”.
Volvamos a
esos versos:
Las cosas no marchan bien conmigo ahora.
La loba, la hermana de la
muerte,
Acecha en el promontorio,
Pero valientemente y con el
corazón firme
Espero a la diosa de la muerte.
No encuentro
fácil sentirme familiar con el “yo”, un hombre controlado y digno. Pero
usemos “él”.
Las cosas no marchan bien para
él ahora.
La loba, la hermana de la
muerte,
Acecha en el promontorio,
Pero valientemente y con el
corazón firme
Espera a la diosa de la muerte.
A este hombre
es mucho más fácil acercarse. El “Yo” te aleja, insiste en una suerte de privacidad.
“Él” podría ser tú.
Y cuando
cambias a “ella”, intempestivamente estás en un campo más disputado:
Las cosas no marchan bien para
ella ahora…
Valientemente y con el
corazón firme
Espera a la diosa de la muerte.
De pronto
estamos en una clase diferente de historia. Tan pronto como empleo la palabra
“ella”, las asociaciones se multiplican; en este caso, es probablemente
una mujer sabia con sus hierbas y su amigable cuervo, o una mujer guerrera,
o alguna bella pero envejecida reina. Y de cada una de ellas brota una
infinidad de ideas que no tienen que ver con la situación del anciano esperando
a la muerte.
Supongamos
que fuera: “Yo, una vieja mujer, encuentra la vida difícil, / La loba…”
El “Yo”
define, excluye, lo hace exacto.
Una cita de
Goethe —Goethe otra vez— me parece que va al corazón del problema, de cómo
juzgamos, cómo leemos. Es de su autobiografía:
Es obligación de todos investigar
lo que es interno y peculiar en un libro que nos interesa en particular y,
al mismo tiempo y sobre todo, la relación que guarda con nuestra naturaleza
interior, y el grado en que esa vitalidad excita y vuelve fructífera la nuestra.
Por otro lado, todo lo externo que es inútil para nosotros o es objeto de duda,
debe ser sometido a la crítica, la cual, incluso si es capaz de desarticular
y desmembrar al conjunto, nunca tendrá éxito en despojarnos del piso al que
nos aferramos, ni siquiera al dejarnos perplejos durante un momento respecto
a nuestra antigua confianza.
Esta convicción, surgida de
la fe y la observación, la cual en todo caso reconocemos como lo más importante,
es pertinente y fortalecedora, reside en la fuente de la moral así como
el edificio literario de mi vida, y…
Y, con
Goethe, volvemos al principio de este ensayo, cuando dice que es un hombre
viejo y que sólo ha aprendido a leer. ¿Qué quiere decir? Creo que ha aprendido
cierta pasividad en la lectura, tomando lo que el autor ofrece y no lo que el
lector piensa que debe ofrecer, sin interponerse él mismo (o ella misma)
entre el autor y lo que debería emanar del autor. Es decir, no leer el libro a
través de una pantalla de teorías, ideas, corrección política y demás. Esta
clase de lectura es verdaderamente difícil, pero una puede aprender esta
especie de lectura pasiva, de esta manera la esencia y la médula del autor
se abre ante ti. Estoy seguro de que todos han tenido la experiencia de leer
un libro y encontrarlo vivo, vibrante, colorido y urgente. Y luego, tal vez,
algunas semanas más tarde, al leerlo otra vez, encontrarlo plano y vacío. El
libro no cambió, cambiaste tú.
Doris Lessing
De: revistacritica.com
«Fui capaz de ser más libre que la mayoría porque soy una escritora con
la estructura psicológica de una escritora que se coloca a distancia de lo que
está escribiendo».
“Ningún escritor hoy en día puede escribir y ser independiente, porque
nuestra personalidad, nuestra historia, nuestra vida, pertenecen a la
maquinaria de la publicidad».
Dentro de mí- Autobiografía, Tomo I
«Actualmente los escritores somos mercancías, como los libros que
escribimos».
Un paseo por la sombra - Autobiografía, Tomo II
De: www.pensamientocritico.org
 |
Doris Lessing 22 de octubre de 1919 - Irán Hija de una familia inglesa, vivió durante treinta años en Zimbabwe. Desertó de la escuela a los 13. Trabajó como niñera y operadora telefónica. Lectora voraz. Ganadora del Nobel en 2007. |
LA BRUJERÍA NO SE
VENDE
Cuando nació Teddy, los Farquar llevaban muchos años sin
tener hijos; les conmovió la alegría de los sirvientes, que les llevaban aves,
huevos y flores a la granja cuando acudían a felicitarlos por la criatura, y
exclamaban con deleite ante su aterciopelada cabeza y sus ojos azules.
Felicitaban a la señora Farquar como si hubiera alcanzado un gran logro, y ella
lo sentía como si así fuera: dedicaba una sonrisa cálida y agradecida a los
nativos, que persistían en su admiración.
Más adelante,
cuando cortaron el pelo a Teddy por primera vez, Gideon, el cocinero, recogió
del suelo los suaves mechones dorados y los sostuvo en una mano con aire
reverente. Luego sonrió al niño y dijo: «Cabecita Dorada». Ese fue el nombre
que los nativos otorgaron al niño. Gideon y Teddy se hicieron muy amigos desde
el principio. Cuando Gideon terminaba su trabajo, alzaba a Teddy sobre sus
hombros y lo llevaba a la sombra de un árbol grande, donde jugaba con él y le
hacía curiosos juguetes con ramitas y hojas y hierba, o moldeaba el barro húmedo
del suelo para darle formas de animales. Cuando Teddy aprendió a andar, era
Gideon quien solía agacharse ante él y chascaba la lengua para estimularlo, lo
recogía cada vez que se caía y lo lanzaba al aire hasta que los dos quedaban
sin aliento de tanto reír. La señora Farquar tomó cariño a su anciano cocinero
por lo mucho que éste quería al niño.
No hubo más
hijos y un día Gideon dijo:
–Ah, señorita,
señorita, el Señor le envió a éste. Cabecita Dorada es lo mejor que tenemos en
esta casa.
El plural de «tenemos» provocó un cálido
sentimiento de la señora Farquar hacia el cocinero: a fin de mes le subió la
paga. Ya llevaba con ella unos cuantos años; era uno de los pocos nativos que
tenía a su mujer e hijos en el complejo y nunca quería irse a su aldea, que
estaba a cientos de kilómetros. A veces se veía a un negrito que había nacido
en la misma época que Teddy mirando desde los matorrales, asombrado ante la
visión de aquel chiquillo con su milagroso cabello claro y sus nórdicos ojos
azules. Los dos niños intercambiaban miradas abiertas de interés y una vez
Teddy alargó una mano con curiosidad para tocar el pelo y las mejillas negras
del otro niño.
Gideon los
estaba mirando y, tras menear la cabeza reflexivamente, dijo:
–Ah, señorita,
ahí están los dos niños; de mayores, uno se convertirá en baas y el otro en
sirviente.
La señora
Farquar sonrió y respondió con tristeza:
–Sí, Gideon,
estaba pensando lo mismo –suspiró.
–Es la voluntad
de Dios –dijo Gideon, que se había criado en las misiones.
Los Farquar eran
muy religiosos y aquel sentimiento compartido de lo divino acercó aún más al
sirviente y sus señores.
Teddy tendría
unos seis años cuando le regalaron una moto y descubrió la intoxicación de la
velocidad. Se pasaba el día volando en torno a la granja, se metía enlos
parterres, ponía en fuga a las gallinas alarmadas entre graznidos y a los
perros irritados y trazaba un amplio arco mareante para terminar su carrera
ante la puerta dela cocina. Entonces, solía gritar:
–¡Mírame,
Gideon!
Gideon se reía y
decía: –Muy listo, Cabecita Dorada.
El hijo menor de
Gideon, que ahora se cuidaba del ganado, acudió desde el complejo a propósito
para ver la moto. Le daba miedo acercarse, pero Teddy se exhibió para él.
–¡Negrito! –le
gritaba–. ¡Apártate de mi camino!
Se puso a trazar
círculos alrededor del muchacho hasta que éste, asustado, echó a correr hacia
los matorrales.
–¿Por qué lo has
asustado? –preguntó Gideon, en grave tono de reproche.
Teddy contestó
desafiante:
–Sólo es un
negrito.
Y se rió. Luego,
cuando Gideon se apartó de él sin hablarle, Teddy se quedó serio. Al poco rato
entró en la casa, buscó una naranja, se la llevó a Gideon y le dijo:
–Es para ti.
No era capaz de
decir que lo sentía; pero tampoco podía resignarse a perder el afecto de
Gideon. Este aceptó la naranja de mala gana y suspiró.
–Pronto irás al
colegio, Cabecita Dorada –dijo, asombrado–. Y luego te harás mayor. –meneó la
cabeza con amabilidad y añadió: –Así son nuestras vidas.
Parecía estar
poniendo distancia entre su persona y Teddy, no por resentimiento, sino al modo
de quien acepta algo inevitable. Aquel niño había descansado en sus brazos y lo
había mirado con una sonrisa en la cara; aquella pequeña criatura había colgado
de sus hombros, había pasado horas jugando con él. Ahora Gideon no permitía que
su carne tocara la carne del niño blanco. Era amable, pero apareció en su voz
una formalidad grave que arrancaba pucheros de Teddy y lo hacía retroceder,
enfurruñado. También lo ayudó a hacerse hombre: era educado con Gideon y se
comportaba con formalidad, y si entraba en la cocina para pedirle algo lo hacía
como cualquier blanco al dirigirse a un sirviente, esperando que se le
obedeciera.
Pero el día que
Teddy apareció en la cocina tambaleándose y frotándose los ojos, aullando de
dolor, Gideon soltó la olla de sopa caliente que tenía entre manos,se acercó al
niño y le apartó los dedos.
–¡Una serpiente!
–exclamó.
Teddy había
estado montando su moto, se había parado a descansar y había apoyado el pie
junto a una cuba para las plantas. Una serpiente, colgada del techo por la
cola, le había escupido a los ojos. La señora Farquar llegó corriendo en cuanto
oyó la conmoción.
–¡Se volverá
ciego! –sollozó, abrazando con fuerza a Teddy–. ¡Gideon, se volverá ciego!
Los ojos, a los
que tal vez quedara apenas media hora de visión, se habían hinchado ya hasta
alcanzar el tamaño de puños: la carita blanca de Teddy estaba distorsionada por
grandes protuberancias moradas y supurantes.
–Espere un
momento, señorita. Voy a buscar medicamentos –dijo Gideon.
Salió corriendo
hacia los matorrales.
La señora
Farquar llevó al niño a la casa y le lavó los ojos con permanganato. Apenas
había oído las palabras de Gideon; sin embargo, cuando vio que sus remedios no
surtían efecto y recordó haber conocido algunos nativos que habían perdido la
vista por culpa del escupitajo de una serpiente, empezó a anhelar el regreso
del cocinero, pues recordaba haber oído hablar de la eficacia de las hierbas de
los nativos. Permaneció junto a la ventana, sosteniendo en brazos al niño, que
no paraba de sollozar, y mirando desesperada hacia los matorrales. Habían
pasado pocos minutos cuando vio regresar a Gideon a saltos, con una planta en
la mano.
–No tenga miedo,
señorita –dijo Gideon–. Esto curará los ojos de Cabecita Dorada.
Arrancó las
hojas de la planta y dejó a la vista su raíz blanca, pequeña y carnosa. Sin
lavarla siguiera, se llevó la raíz a la boca, la mordisqueó con vigor y luego
conservó la saliva entre los labios mientras arrancaba a Teddy a la fuerza de
los brazos de su madre. Lo sostuvo entre las rodillas y apretó con las yemas de
los pulgares los ojos hinchados del niño hasta que éste empezó a gritar y la
señora Farquar protestó:
–¡Gideon,
Gideon!
Pero él no hizo
caso. Se arrodilló sobre el niño, que se contorsionaba, y forzó los inflados
párpados hasta que se abrió una ranura rasgada por la que aparecía elojo, y
entonces escupió con fuerza, primero en un ojo y luego en el otro. Al fin dejó
al niño en brazos de su madre y afirmó:
–Sus ojos se
curarán.
Sin embargo, la
señora Farquar lloraba de terror y apenas pudo darle las gracias; era imposible
creer que Teddy fuera a conservar la vista. Al cabo de un par de horas la
inflamación había desaparecido. El señor y la señora Farquar fueron a la cocina
a ver a Gideon y le dieron las gracias una y otra vez. Estaban desesperados de
gratitud; parecían incapaces de expresarla. Le dieron regalos para su mujer y
sus hijos, así como un gran aumento de sueldo, pero nada de eso podía pagar la
curación total de los ojos de Teddy. La señora Farquar dijo:
–Gideon, Dios te
ha escogido como instrumento de su bondad.
Y Gideon
contestó:
–Sí, señorita,
Dios es muy bueno.
En fin, cuando
ocurre algo así en una granja, no pasa mucho tiempo antes de que se entere todo
el mundo. El señor y la señora Farquar se lo contaron a sus vecinos y la
historia fue tema de conversación de un extremo al otro del distrito. El monte
está lleno de secretos. Nadie puede vivir en África, o al menos en las zonas
mesetarias, sin aprender pronto que hay una antigua sabiduría de las hojas, de
la tierra y de las estaciones –así como de los rincones más oscuros de la mente
humana, acaso más importantes– que pertenece a la herencia del hombre negro. La
gente contaba anécdotas por todos los rincones del distrito, recordándose unos
a otros cosas que les habían ocurrido.
–Pero te digo
que lo vi con mis propios ojos. Fue un mordisco de cobra bufadora. El brazo del
africano estaba inflado hasta el codo, como una vejiga negra y brillante. Al
cabo de medio minuto estaba grogui. Se estaba muriendo. Entonces, de repente,
salió un africano del monte con las manos llenas de una cosa verde. Le frotó el
brazo con algo y al día siguiente el muchacho volvía a trabajar y no se le
veían más que dos pequeños pinchazos en la piel.
Así era lo que
se contaba. Y siempre con una cierta exasperación, porque aunque todos sabían
que hay valiosos medicamentos escondidos en la oscuridad de los matorrales
africanos, en las cortezas de los árboles, en hojas de apariencia simple, en
raíces, resultaba imposible que los nativos les contaran la verdad.
La historia
llegó finalmente a la ciudad: tal vez fuera en alguna fiesta al atardecer, o en
alguna función social por el estilo, donde un médico que estaba allí por
casualidad rechazó su valor:
–Tonterías
–dijo–. Estas historias se exageran por los cuentos. Cuando buscamos
información por una historia como ésa, nunca encontramos nada.
En cualquier
caso, una mañana llegó un extraño coche a la granja y salió de él un trabajador
del laboratorio de la ciudad con cajas llenas de probetas y productos químicos.
El señor y la
señora Farquar estaban aturullados, complacidos y halagados. Invitaron a comer
al científico y contaron su historia entera de nuevo, por enésima vez. El
pequeño Teddy también estaba y sus ojos azules refulgían de salud para probar
la autenticidad de la historia. El científico explicó que la humanidad podría
beneficiarse de aquel nuevo medicamento si se pusiera en venta, cosa que
complació aun más a los Farquar. Eran gente simple y amable y les gustaba creer
que gracias a ellos se descubriría algo bueno. Pero cuando el científico empezó
a hablar del dinero que podría ganarse, se sintieron incómodos. Sus
sentimientos al respecto del milagro (pues pensaban en el suceso en esos
términos) eran tan fuertes, profundos y religiosos que les parecía de mal gusto
relacionarlo con el dinero. El científico, al ver sus caras, regresó al primer
argumento, que era el progreso para la humanidad. Tal vez fue demasiado
superficial: no era la primera vez que acudía en pos de algún secreto
legendario de los matorrales.
Al fin, cuando
terminó el almuerzo, los Farquar llamaron a Gideon al cuarto de estar y le
explicaron que aquel baas era un Gran Doctor de la Gran Ciudad y que había
recorrido todo aquel camino para verlo a él. Al oírlo, Gideon pareció
asustarse; no lo entendía. La señora Farquar le explicó enseguida que el Gran
Baas se había presentado allí por su maravillosa intervención con los ojos de
Teddy.
Gideon miró al
señor Farquar, y luego a la señora, y luego al niño, que se daba aires de
importancia por la ocasión. Al fin, dijo a regañadientes:
–¿El Gran Baas quiere
saber qué medicina usé?
Hablaba con
incredulidad, como si no pudiera concebir semejante traición de sus viejos
amigos. El señor Farquar empezó a explicar que de aquella raíz podía extraerse
un medicamento muy necesario, y que podría ponerse a la venta de modo que miles
de personas, blancas y negras, en todo el continente africano, dispondrían de
salvación cuando aquella serpiente bufadora les escupiera su veneno en los
ojos. Gideon escuchó con la mirada clavada en el suelo y la piel de la frente
tensa por la incomodidad. Cuando el señor Farquar hubo terminado, no contestó.
El científico, que había permanecido hasta entonces recostado en su silla,
bebiendo tragos de café y exhibiendo una sonrisa de escéptico buen humor,
intervino y se lo volvió a explicar todo, con palabras distintas, acerca de la
fabricación de medicamentos y del progreso de la ciencia. Además, ofreció un
regalo a Gideon.
Tras esta última
explicación hubo un momento de silencio y luego Gideon replicó con indiferencia
que no podía recordar de qué raíz se trataba. Tenía una expresión huraña y
hostil en el rostro, incluso cuando miraba a los Farquar, a quienes solía
tratar como si fueran viejos amigos. Ellos empezaban a molestarse; esa
sensación anuló la culpa que había nacido tras las primeras acusaciones de
Gideon. Empezaban a pensar que su comportamiento era muy poco razonable. Sin
embargo, en ese momento se dieron cuenta de que no iba a ceder. La droga mágica
permanecería en su lugar, desconocido e inservible salvo para los escasos
africanos que la conocieran, nativos que tal vez se dedicaran a cavar zanjas
para el Ayuntamiento, con sus camisas rasgadas y sus pantalones cortos
remendados, pero que habían nacido para la curación, herederos de otros
curanderos por ser hijos o sobrinos de antiguos brujos, cuyas feas máscaras,
huesos y demás burdos objetos de magia parecían ahora signos externos de poder
y sabiduría reales.
Los Farquar
podían pisotear aquella planta cincuenta veces al día de camino entre la casa y
el jardín, del sendero de las vacas a los campos de maíz, pero nunca se iban a
enterar.
Sin embargo
siguieron discutiendo y trataron de persuadirlo con toda la fuerza de su
exasperación; y Gideon siguió diciendo que no se acordaba, o que nunca había
existido tal raíz, o que no se encontraba en aquella estación del año, o que no
era la raíz por sí misma, sino su saliva, lo que había curado los ojos de
Teddy. Dijo todas esas cosas, una detrás de otra, y no pareció importarle que
fueran contradictorias. Estuvo rudo y tozudo. Los Farquar apenas reconocían a
su simpático y amable sirviente en aquel africano ignorante, perversamente
obstinado, que permanecía ante ellos con la mirada baja y retorcía el delantal
entre los dedos mientras repetía una y otra vez cualquiera de las estúpidas
negativas que le viniera a la mente.
De pronto,
pareció que cedía. Alzó la cabeza, dedicó una larga y rabiosa mirada al círculo
de blancos, que para él tenían el aspecto de una ronda de perros ladradores en
torno a él, y dijo:
–Les voy a
enseñar la raíz.
Echaron a andar
en fila india desde la casa por un sendero. Era una tarde abrasadora de
diciembre y el cielo estaba lleno de calurosas nubes de lluvia. Todo estaba
caliente: el sol parecía una placa de bronce que diera vueltas en el aire, los
campos refulgían de calor, el suelo ardía bajo sus pies y el viento, cargado de
polvo, les soplaba en la cara, rasposo y acalorado. Era un día terrible,
destinado a tumbarse en el porche con una bebida helada, como normalmente
harían a esas horas.
De vez en
cuando, recordando que el día de la serpiente a Gideon le había costado sólo
diez minutos encontrar la raíz, alguien preguntaba:
–¿Tan lejos
queda, Gideon?
Éste miraba
hacia atrás y respondía, con molesta educación:
–Estoy buscando
la raíz, baas.
Efectivamente, a
menudo se agachaba de lado y pasaba la mano entre las hierbas, con un gesto tan
mecánico que resultaba ofensivo. Los hizo caminar entre los matorrales por
senderos desconocidos durante dos horas, bajo aquel calor derretido y
destructor, hasta que rompieron a sudar y les dolió la cabeza. Iban todos muy
callados; los Farquar porque estaban enfadados y el científico porque una vez
más se demostraba que tenía razón: la planta no existía. Su silencio era muy
diplomático.
Al fin, a unos
diez kilómetros de la casa, Gideon decidió de pronto que ya había suficiente; o
tal vez su enfado se evaporó en aquel instante. Sin esforzarse por aparentar
nada ajeno a la casualidad, recogió un puñado de flores azules entre la hierba,
las mismas flores que abundaban en los caminos que habían recorrido.
Se las dio al
científico sin mirarlo siquiera y echó a andar a solas de vuelta a la casa,
dejando que lo siguieran si así querían hacerlo.
Cuando llegaron
a la casa, el científico se fue a la cocina y dio las gracias a Gideon: se
comportaba con mucha educación, pero mantenía la burla en la mirada.
Gideon se había
ido. Tras tirar las flores en la parte trasera del coche sin darles ninguna
importancia, el eminente visitante se fue de vuelta a su laboratorio. Gideon
regresó a la cocina a tiempo para preparar la cena, pero estaba muy huraño.
Habló con la señora Farquar como un sirviente malcarado. Pasaron días antes de
que volvieran a llevarse bien.
Los Farquar interrogaban a sus trabajadores
acerca de aquella raíz. A veces recibían miradas desconfiadas por toda
respuesta. A veces, los nativos decían: «No lo sabemos. Nunca hemos oído hablar
de esa raíz». Uno de ellos, el muchacho que cuidaba el ganado, que llevaba
mucho tiempo con ellos y les tenía cierta confianza, dijo:
–Pregúntenle al
que trabaja en la cocina. Ese es todo un médico. Es el hijo de un famoso
curandero que solía vivir por aquí y no hay enfermedad que no pueda curar.
–Luego, añadió con educación–: Por supuesto, no es tan bueno como el médico de
los blancos, eso ya lo sabemos, pero para nosotros sí que sirve.
Al cabo de un
tiempo, cuando ya había desaparecido la amargura entre los Farquar y Gideon,
empezaron a bromear:
–¿Cuándo nos vas
a enseñar la raíz de las serpientes, Gideon?
Él se reía,
meneaba la cabeza y, con cierta incomodidad, contestaba:
–Pero si ya se
la enseñé, señorita, ¿no se acuerda?
Al cabo de mucho
tiempo, cuando Teddy ya iba al colegio, entraba en la cocina y le decía:
–Gideon, viejo
gamberro. ¿Recuerdas aquella vez que nos engañaste a todos y nos hiciste
caminar no sé cuántos kilómetros por la meseta para nada? Llegamos tan lejos
que mi padre me tuvo que traer en brazos.
Y Gideon se
partía de risa educadamente. Después de reír mucho rato, se incorporaba, se
secaba los ojos y miraba con tristeza a Teddy, quien lo contemplaba
maliciosamente desde el otro lado de la cocina:
–Ah, Cabecita
Dorada, cuánto has crecido. Pronto serás mayor y tendrás tu propia granja…
De: Cuentos africanos
De: http://www.lashistorias.com.mx/
En el sofá de Doris
Lessing
A través del televisor, ruge la
marabunta. El festival hípico de Cheltenham es uno de esos acontecimientos que
los aficionados británicos a las carreras de caballos esperan cada año con
impaciencia. Nuestra anfitriona sigue emocionada las evoluciones de un corcel
llamado Kauto Star, al parecer una especie de Zidane de la raza equina. En un
determinado momento, parece salir de su abducción televisiva y pregunta: “¿A
ustedes no les gustan los caballos?”. Y, decepcionada pero educadamente, agarra
el mando a distancia que se escondía bajo un montón de periódicos y un abrupto
fundido en negro interrumpe el salto del potro en el televisor. “Venga,
empecemos la entrevista”. Enérgica y con una dicción propia de una actriz de
teatro, la última mujer premio Nobel de literatura, la británica Doris Lessing,
88 años, nos recibe con toda naturalidad, en bata y camisón de dormir, un día
melancólicamente lluvioso en su casa de tres pisos de Londres. Tras dejarse
hacer unas cuantas fotos, se dirige a un alargado sofá rojo de sky, aparta un
poco de él una sábana y una manta y ordena: “Usted póngase aquí, ¡a mi lado!”.
-¿Y esa sábana?
“Estamos sentados en mi cama,
joven. Ahora duermo aquí por las noches, tengo la cama de verdad en el piso de
arriba pero hay que subir siete tramos de escalera para llegar a ella, y me
duele tanto la espalda que me cuesta demasiado…”.
Empezamos hablando de su última
novela publicada, “La grieta”, ambientada en la era de las cavernas y en la que
narra cómo se encontraron por primera vez los hombres y las mujeres. Lessing
explica que “hay científicos que aseguran que el primer ser humano de la Tierra
fue una mujer, y que, por tanto, los hombres llegaron después. Sin entrar en si
es o no verdad, era algo tan sugerente que, cuanto más pensaba en ello, más
posibilidades le encontraba. Así, empecé a especular qué habría sucedido si las
mujeres hubieran habitado solas la Tierra durante un largo tiempo, en una isla,
con muy buen tiempo y con comida a su alcance, e ideé una comunidad primitiva
exclusivamente femenina, donde ellas tenían la facultad de reproducirse sin el
concurso de los hombres. Y, un día, de repente, nace el primero de ellos. ¿Se
imagina? La contemplación de sus genitales debió de resultar, sin duda, un
enorme shock para las mujeres, que debieron ver con una mueca de repugnancia
aquellos apéndices monstruosos, ignorando sus funciones. Así que, en mi libro,
los bebés-monstruo (así los llaman ellas) son llevados por las águilas a otra
parte, y viven y crecen alejados de las mujeres –las ‘grietas’- hasta que, un
día, un grupo de ellas decide emprender una expedición para llegar hasta ellos,
los ‘chorros’”. El libro se lee como una parábola que aborda temas como las
diferentes concepciones del ocio, el trabajo y las responsabilidades entre los
sexos, situando al hombre en un estadio más infantil, en un sentido no
despectivo, pues el macho humano es visto como una criatura “maravillosa e
inquieta”. La violencia de algunas escenas contrasta con el tono suave de
cuento del conjunto, le decimos, y ella responde: “¿Le puedo contar una cosa
sobre eso? Las reseñas dijeron: ‘¡Cuán desagradable resulta la mutilación de
los niños pequeños, cuando las mujeres les arrancan el pene!’, e hicieron
hincapié en la crueldad femenina, digamos que de algún modo los críticos
literarios sintieron la mutilación del pito como propia. Pero lo curioso es
que, al principio, cuando los chicos conocen a las chicas, describo una
violación colectiva, en la que todo el mundo penetra a la mujer antes de
matarla ¡y nadie ha hecho mención de ello! Me pregunto si eso resulta menos
violento que la mutilación genital de un hombre”. En cualquier caso, Lessing
cree que “hombres y mujeres vivimos en mundos diferentes, no solo en mi libro,
sino en la vida real. Somos gente muy distinta. Es un gran error negarlo. Somos
dos especies que intentan vivir juntas para no sentirse solas. Así es como lo
veo”.
De repente, suena el teléfono. A
diferencia de otros premios Nobel que hemos encontrado a lo largo de esta
serie, ella no tiene asistentes para las labores de oficina. Siempre descuelga
personalmente, como si fuera todavía la misma madre soltera que en 1949 llegó a
un Londres gris y destruido por los bombardeos de la guerra mundial. Llevaba
entonces a su hijo Peter en los brazos, el mismo que ahora, mientras hablamos,
espera en la cocina. Ya no viven en pensiones, compartiendo planta con
prostitutas, sino en una casa burguesa, muy británica, donde el toque anárquico
lo dan los libros, que se amontonan en los rincones más inverosímiles de la
vivienda, formando pilas que desafían la ley de la gravedad, o apareciéndose en
un tramo de escalera como si se estuvieran escapando de unas cajas de cartón
medio llenas. En el salón donde hablamos, el sol ilumina a ratos el polvo
volátil de exóticas alfombras y tapices, superpuestos en azarosos
encabalgamientos.
Las peripecias familiares de
Lessing pueden seguirse en sus libros autobiográficos, como “En busca de un
inglés” (1960), que se reeditará en mayo, con el título de “Made in England”,
“Dentro de mí” (1994) o “Un paseo por la sombra” (1997). Sintetizando, tras
nacer en Persia de padres británicos y emigrar a los 5 años a Rodesia (actual
Zimbabwe), se casó muy joven, tuvo un hijo y una hija, y después se divorció y
se casó con Gottfried Lessing, una estrella del Partido Comunista quien, tras
darle otro hijo, Peter (a quien todavía cuida a causa de una minusvalía), la dejó
por chicas más jóvenes. Lessing se fue sola a Inglaterra, con poco más de 100
libras en el bolsillo y el manuscrito de su primera novela, “Crece la hierba”,
abandonando a su anterior familia. Sucesivas experiencias le hicieron
desencantarse del amor romántico idealizado, casi a la par que del comunismo.
Madre soltera y sin dinero, trabajó de todo: telefonista, niñera, oficinista e
incluso hizo de periodista, un trabajo que dejó porque “el director me decía
las ideas que tenía que defender en los artículos, y eso es intolerable
¿verdad?”. Su hijo mayor, John, granjero, murió de un infarto en 1992, y su
hija Jean vive actualmente en Sudáfrica. Aunque Peter está en la casa mientras
hablamos, su madre no quiere que aparezca en el reportaje: “Tengo 88 años y cuido
de un hijo enfermo, no es que mi vida sea lo que esperaba pero, desde luego, no
hablo de ello”.
Lessing sigue donde ha estado
siempre, al lado de los débiles, aunque con la edad haya desarrollado un
caparazón de escepticismo en relación a las ideologías. “No me gustan los
sistemas cerrados de pensamiento, yo renuevo constantemente mis ideas. Fui
comunista hasta 1954 y me inculcaron la idea de clase obrera como una especie
de ideal de pureza, un grial, un ideal platónico inalcanzable que yo perseguía
yendo a las fábricas a trabajar, a ver si conseguía ser una obrera de verdad.
Hasta que me di cuenta de que lo que existe en realidad es la gente, gente muy
diferente, sencillamente, que se las tiene que arreglar con muy poco dinero para
llegar a fin de mes. Eso es todo”.
Hace unos meses, visitamos a
Doris Lessing en esta misma casa, pocos días antes de que se hiciera público
que su estado de salud le impedía recoger el premio Nobel en Estocolmo, el
pasado diciembre. Entonces, ya nos habló de sus problemas de espalda. “En
realidad –revela ahora-, tuve problemas serios de corazón. Mi espalda no está
bien, pero lo que tengo más grave ahora es el corazón”.
-¿No será por los sobresaltos del
Nobel?
-(suspira) No me sorprendería en
absoluto que el galardón fuera la causa. Cuando ganas este premio –que, por
otro lado, es una alegría muy grande-, tu vida cambia por completo. ¡Bang,
bang, bang! Es como si te dispararan cada día al suelo y tuvieras que saltar.
¡Bang, bang, bang! Suena el timbre de la puerta, el teléfono, todo el mundo
quiere verte… Y tu cuerpo y tu corazón se resienten. Tengo que sentarme a
menudo, no puedo subir escaleras…
-Pero, si duerme aquí… ¿dónde
escribe?
-¡Tengo el despacho arriba,
también! Ahí se ha quedado mi vieja máquina de escribir, esperando que mi
espalda mejore y pueda subir a buscarla. Ahora, de hecho, no escribo, solo doy
entrevistas y recibo gente. Algún amigo –Pinter, Pamuk- ya me había advertido
que el primer año en que recibes el premio no puedes escribir, te lo tienes que
pasar atendiendo a la gente. Creía que era una coquetería de escritor pero
ahora veo que es cierto.
Lessing acaba de entregar una
nueva novela a su editor, titulada “Alfred y Emily” (los nombres de sus
padres), que se publicará en mayo en Gran Bretaña. “Trata sobre cómo sería el
mundo si no se hubiera producido la primera guerra mundial. Mis padres fueron
víctimas de esa guerra, él perdió su pierna pero lo importante es que la
contienda destrozó sus vidas. En la primera parte del libro, planteo lo que
hubiera sucedido si esa guerra no hubiera tenido lugar. Por ejemplo, no
hubiéramos tenido la revolución rusa ni la Unión Soviética ni el Tercer Reich
ni el Holocausto, y tampoco a Hitler o Lenin ni, por supuesto, la segunda
guerra mundial”. Pero no se trata de una novela de grandes acontecimientos
históricos porque “sobre todo, muestro la vida cotidiana de las gentes,
especialmente la de mis padres, que hubieran podido llevar una existencia
corriente. Como contraste, la segunda parte del libro es lo que sucedió
realmente y le aseguro que los lectores van a llorar, como yo misma lloré
cuando la escribía, he pasado un momento terrible con esta obra… Es muy
anti-bélica, muestro cómo la guerra aniquila la vida de la gente sencilla.
Aparece mi padre, que hubiera sido granjero en Essex, ese era su sueño, y mi
madre, muy buena e inteligente, organizando todo tipo de actividades
humanitarias”.
-¿Y usted? ¿Qué hubiera sido de
usted?
-No aparezco. Nunca nací. Tampoco
mi hermano.
Tiene muchos recuerdos de su
padre pero, sobre todo, “que estaba loco. Sólo bebía agua que hubiera estado
largo tiempo expuesta al sol, tenía que colocar su cama de modo que fluyeran
por su cuerpo las corrientes eléctricas que venían de los polos, y sólo podía
vivir en una casa con paja en el suelo para no recibir las emanaciones de los
minerales de la tierra. ¿Qué le parece?”.
Apasionada de la mística sufí,
defiende una visión sincrética de las religiones. “Si leemos, uno tras otro,
todos los libros del viejo testamento, los evangelios apócrifos, el nuevo
testamento y el Corán, nos daremos cuenta de que todos tratan de la misma
gente, de las mismas historias, como si fueran diferentes relatos de la
mitología griega. Es decir, se puede ver el judaísmo, el cristianismo y el
Islam como una única religión en diferentes estadios o pasajes. Pero todos
ellos están muy celosos el uno del otro, y todos aseguran ser la única religión
verdadera. Yo escribí ‘Shikasta’ utilizando los textos de todos esos libros,
porque los musulmanes también hablan de Jesús y María. Utilicé todo eso para
crear un nuevo mundo yo misma, con planetas, imperios galácticos, el diablo,
los dioses…”.
Políticamente, afirma que
“palabras como ‘izquierda’ o ‘derecha’ no significan ya demasiado para mí.
Contemplo la política como un gran drama, una representación con algunos momentos
buenos, como cuando su rey Juan Carlos impuso la democracia en España frente al
golpismo de ultraderecha. ¡Maravilloso! Pero, con los horribles Bush y Tony
Blair, sólo hemos tenido malos momentos. Con Gordon Brown hemos mejorado, no
porque sea brillante, sino porque era imposible estar peor” Vería con buenos
ojos que los demócratas se hicieran con la presidencia de EE.UU aunque opina
que Barack Obama “no duraría mucho como presidente, tengo varios amigos en
EE.UU. que piensan que si gana, lo van a matar. Es algo sorprendente para un
europeo, ¿verdad? creer que pueden asesinar a tu presidente, pero muchos
americanos están convencidos y eso es inquietante, porque nadie piensa, por
ejemplo, que Bush esté en peligro de muerte, a pesar de las barbaridades que ha
hecho”.
Lessing cuenta, sonriente, cómo
una vez, en los años 70, un miembro del comité Nobel se le acercó y le dijo, en
un tono frío: “Usted no nos gusta, nunca ganará el premio”. “Fue por mis
posiciones críticas respecto al movimiento feminista, me dijeron que mi
posición era muy escandalosa. Yo vivía una situación muy embarazosa, porque
aunque simpatizaba con la causa feminista, nunca pretendí apoyarla al escribir
mis libros y, a partir de ‘El cuaderno dorado’ (1962) todo el mundo me tomó como
estandarte del feminismo, recibí cientos de cartas de mujeres que se habían
convertido en militantes tras leer mi libro. Era frustrante porque ningún
crítico se molestaba en opinar si la novela le parecía bien escrita o no, sólo
se hablaba de algunas ideas que aparecían en ella, y se hacían interpretaciones
extravagantes que todo el mundo daba por buenas. He tenido desacuerdos con las
feministas de los años 60, que eran muy dogmáticas. Por ejemplo, no me gusta
que repitamos lo que han hecho siempre las mujeres: sentarse en la cocina y
quejarse de los hombres: ‘Ha dicho esto’, ‘no ha dicho lo otro’, ‘el otro día
se portó como si no tuviera sentimientos’… esa letanía estéril que se ha
repetido a lo largo de la historia y que algunas han convertido en su modelo.
También difiero de esa idea tan sentimental de que las mujeres son más
pacifistas: la señora Thatcher condujo, con eficaz salvajismo, una guerra
contra Argentina. Mire, en realidad, el mejor aliado de la libertad de las
mujeres ha sido la ciencia, que inventó la píldora anticonceptiva, y máquinas
como la lavadora”.
A pesar de que ha narrado como
nadie las sutilezas del amor, confiesa que “el amor romántico no es lo mío”.
Bromea sobre sus malas experiencias con hombres negros (“¡uno me duró tres
minutos!”), y apunta que “contra el mito, los hombres ingleses son los más
románticos del mundo, porque los encarcelan en internados de muchachos a los
siete años, donde noche tras noche sollozan añorando a su madre. No hay nada
como esa privación prematura de la madre para crear seres que se enamoren
drástica y repetidamente de personas inasequibles. Sin embargo, cuando por fin
encuentran pareja, son los mejores amantes, los más inteligentes y divertidos”.
Lo que le fascina del enamoramiento es “esa razón por la que dos personas
pueden sentirse instantáneamente tan atraídas, los científicos aseguran que es
genético pero yo soy incapaz de hallar un patrón común a los hombres que he
amado”. Lo que sí tiene claro es una cosa: la pasión no disminuye con la edad,
y por eso escribió “De nuevo, el amor” (1996), subyugante relato de los
encendidos sentimientos de una dramaturga de 60 años hacia dos hombres mucho
más jóvenes. En ella, la protagonista “ve cómo la edad se va volviendo una
cuestión importante, aunque siente el amor como cuando era joven, y eso es un
desastre para ella. Aunque también existen muchas personas que se enamoran de
alguien mayor, pero la sociedad no lo comprende”. Ella misma, admite, “al
llegar a la mediana edad, me di a la bebida; me sentía abandonada, no deseada,
y me bebía cada día media botella de whisky hasta que, una vez, al ir a gatas
al lavabo a vomitar, me dije: ‘Doris, tienes que parar’… y paré. Fueron sólo
unos cuatro meses de alcoholismo”.
La lluvia arrecia, de repente,
tras los vidrios de la desordenada –pero fascinante- casa de Lessing, en la que
los papeles y los trastos siguen ahí, amontonados como si un perturbado genio
hubiera estado alborotándolos. Los pájaros del jardín han dejado de cantar. La
gata blanquinegra deambula por las escaleras. “¡Nos hacemos viejas, Yum Yum!”,
clama Lessing, que le puso el nombre por un personaje de la ópera cómica
“Mikado”. “¡Esto de la edad es terrible, amigos!”, dice riendo la escritora, en
el zaguán de su casa, con una energía contagiosa que parece desmentir el
contenido de su frase.
De: http://www.las2orillas.co
“Me he vuelto muy intolerante con las ideologías. Pertenezco
a una generación de grandes sueños, de utopías de sociedades perfectas, y lo
que ha ocurrido es que ha habido mucha sangre. He observado a gente de mi generación
que tenía grandes esperanzas y ahora la veo muy rezagada respecto a sus
expectativas. Ya no creo en esos sueños perfectos y maravillosos”-
Doris
Lessing