miércoles, 23 de octubre de 2013

Mateo Vidal: el primer periodista oriental.

EXHORTO DE ARTIGAS, UN 23 DE OCTUBRE

Día del Periodista, establecido en homenaje al nacimiento de la prensa en Uruguay

El 23 de octubre de 1815 José Artigas envió un oficio al Cabildo de Montevideo apoyando la publicación de Mateo Vidal –“Prospecto Oriental”- que calificó como una “herramienta fundamental” y exhortando a los cabildantes a promover la libertad de prensa en el territorio nacional. Este acto motivó a los legisladores para el establecimiento del “Día del Periodista” el 23 de octubre de cada año por Ley 16.154.

A partir de la publicación en el Diario Oficial,  el 3 de diciembre de 1990, referida a la promulgación de  la Ley 16.154, se efectivizó el Día del Periodista en Uruguay, que se celebra el 23 de octubre de cada año.

Ese mismo día,  pero de 1815, el prócer José Artigas que ya había leído el primer periódico oriental que estaba a cargo de Mateo Vidal, envió un oficio al Cabildo de Montevideo apoyando dicha publicación. En ese oficio, Artigas califica al “Prospecto Oriental” como una “herramienta fundamental”.

 Esa solicitud, que también exhorta a los cabildantes a promover la libertad de prensa, ha sido considerada como un verdadero nacimiento de la prensa en Uruguay.

Se sabe que hacia 1800 ya había medios de prensa en el país, empero, eran de origen español, porteño o inglés.

 Ese reconocimiento fundacional que hizo Artigas, reafirmado por su interés por escribir en la publicación y asegurar su continuidad, motivó muchos años después al Poder Legislativo nacional a aprobar y enviar al Poder Ejecutivo la Ley 16.154.

Esta Ley, oportunamente designó el 23 de octubre como el “Día del Periodista” en  Uruguay y declaró feriado no laborable para los trabajadores de la prensa, con derecho a percibir la remuneración habitual.

La Secretaría de Comunicación de Presidencia de la República se adhiere a la celebración y saluda en su día a todos los periodistas y comunicadores, en su esfuerzo por mejorar la comunicación en la sociedad.


De: http://archivo.presidencia.gub.uy



"Walsh, en cada página, se jugaba entero para mostrar que esa aventura de escribir valía la pena. Y logró escribir muy bellamente: la voluntad de belleza y la voluntad de justicia son hermanas siamesas, y es un error intentar separarlas". "Pero no sólo nos enseñó que es posible escribir sin venderse o alquilarse, sino que también nos enseñó a valorar el oficio de periodistas, despreciado por los literatos".
"El periodismo escrito también es literatura y es tan digno de respeto como cualquier otra forma de expresión literaria."

Eduardo Galeano











Petrona Ignacia Rosende, nacida en Montevideo el 17 de octubre de 1787, fue la primera periodista del Río de la Plata.
En 1830 fundó en Buenos Aires el periódico que se llamaba “La Aljaba – Dedicado al bello sexo Argentino”. Contenía notas sobre educación de los hijos, moda, religión, política, liberación femenina y la frívola actividad social.

La Aljaba (se llama así a la caja con flechas que se lleva en la espalda, mediante una cinta que se cruza al pecho) tuvo un total de 18 ejemplares. Apareció desde el 16 de noviembre de 1830 hasta el 14 de enero de 1831. Salía dos veces por semana.
El lema del periódico era: “Nos libraremos de las injusticias de los hombres cuando no existamos entre ellos”. ¿Cómo respondían los caballeros ante La Aljaba? Se burlaban de su contenido.
Más adelante, Petrona Rosende regresó a Montevideo y estableció una Escuela de Niñas. Murió en 1863 a la edad de 75 años.
De:blogs.lanacion.com.ar



El 18 de octubre de 1787 nace Petrona Rosende quien durante la dominación luso-brasileña emigra a Buenos Aires y dirige el periódico para mujeres "La Aljaba" (1830 a 1831).

Se cree que es la pionera del periodismo femenino en Argentina, pero -para nosotros- es importante señalar que es la primera mujer uruguaya que aparece en el Parnaso Oriental, segundo volumen, en el que figuran diecinueve poemas de la autora, aunque en el tercer tomo, editado en 1837 sólo le corresponden cuatro poemas.

En esos 23 textos poéticos hay una tremenda diversidad de textos, desde letrillas jocosas, fábulas, acrósticos, odas, elegías, versos infantiles a los de exaltación patriótica. No olvidemos que esta mujer vivió en el período de las invasiones inglesas, de las asambleas artiguistas, en la época del fervor revolucionario y fue a la vez esposa y madre (dos de sus hijos murieron en una de las gestas emancipadoras, y su hija a dos días de haber contraído enlace), pero también dedicó su tiempo a la formación de algunas jovencitas para las que, seguramente, compuso "El anillo": Adorno propio / Soy de las damas / más en los hombres / Pierdo mis gracias. / Brillo en las manos / De las hermosas / Y más el día que son esposas...; "La aguja": Soy tan precisa / Que sin mi ayuda / La humana estirpe / Fuera desnuda / O bien envuelta / Como la oruga"... "El alfiler": Soy pequeñito / yo nada puedo / más soy querido / Del bello sexo / Si yo no fuera / Sus atavíos/ Se vieran todos / En desaliño... y, tal vez, otro de evidente alegato moral,  "A la envidia": Esa que viste de mirar airado / Con torvo ceño y el color cetrino...

Toda la obra de Petrona Rosende de la Sierra fue amasada con valor, ternura, heroísmo. Su breve (por lo que conocemos) testimonio poético ha sido suficiente para otorgarle un lugar  perdurable en nuestras letras y, aunque compartimos con Arturo Sergio Visca que esos tres poemas infantiles ("El alfiler", "El anillo" y "La aguja") "tienen un ritmo ligero y agradable" y que "también hay ingenio en la fábula "La cotorra y los patos", que sigue, sin lugar a dudas, la línea de los españoles Iriarte y Samaniego, pero está bien construida y narrada con nitidez y economía de elementos narrativos"[9], creemos que su aporte a la literatura infantil no participó, de manera relevante, en el fenómeno educativo. Y entendemos por fenómeno educativo una formación integral que le permita al educando un pleno desarrollo de sus aptitudes vitales, creadoras e intelectuales. Pero Petrona Rosende de la Sierra falleció en 1863, cuando aún no habían adquirido resonancia los actuales conceptos sobre un  educación humana sin imposiciones, auténtica, espontánea, sustentada en la libertad de acción por estímulos adecuados y en la que el educando participa con toda su energía para lograr su plenitud y la verdad de su existencia.

Fragmento de: Uruguay y su poesía infantil - Sylvia Puentes de Oyenard

De: http://letras-uruguay.espaciolatino.com



“Sólo se puede aprender a ser mejor escritor escribiendo” - Doris Lessing

Escribir una autobiografía
Tra­duc­ción de Armando Pinto

Al final de su vida, Goethe dijo que leer era lo único que había apren­dido. Era el hom­bre de letras más dis­tin­guido de Europa en una galaxia de emi­nen­cias lit­er­arias, de modo que no estaba hablando de su abecedario. Así que ¿de qué estaba hablando este anciano cuando dijo que leer era lo único que había aprendido?

Lo he citado al prin­ci­pio de mi ensayo porque ilus­tra el largo tiempo que a veces toma apren­der algo. Al escribir el primer vol­u­men de mi auto­bi­ografía aprendí muchas cosas que no esper­aba, y me sor­prendió que hubiera tar­dado tanto tiempo en apren­derlo. Siem­pre se aprende cuando se escribe un libro. Es un hecho todavía descono­cido para la cien­cia que, cuando se aborda un nuevo tema, de pronto aparece en todas partes: en la tele­visión, en los per­iódi­cos, en la radio, la gente comienza a hablar de él; es algo que uno oye casual­mente en el auto­bús y el libro cae abierto en un lugar desta­cado. Es un fenó­meno ver­dadera­mente sor­pren­dente, pero, como a muchos otros, lo damos por hecho. No me refiero, sin embargo, a esa clase de apren­dizaje, sino al que te hace decir: “¡Dios mío, cómo no lo vi antes. Es tan obvio!” He estado leyendo biografías y auto­bi­ografías toda mi vida, y nunca me senté a pen­sar en las difer­en­cias entre ellas, ni en las difer­en­cias entre ellas y las nov­e­las. Pero en el instante mismo en que comencé a med­i­tar seri­amente en ello, el prob­lema comenzó a erizarse de dificultades.
Una de las razones por las cuales no esper­aba nada difer­ente en nat­u­raleza es que había escrito piezas auto­bi­ográ­fi­cas antes, por ejem­plo, In pur­suit of the Eng­lish. Ese pequeño libro tiene mucho en común con una nov­ela. No que no sea ver­dadero —es ver­dadero, excepto por algu­nas cosas que cam­bié para eludir el libelo—. Es más una cuestión de tono, de movimiento. Se siente como una nov­ela. Y esto provoca muchas pre­gun­tas que dejaré de lado en este momento. El tono o “voz” de una nov­ela —qué es, por qué es— es prob­a­ble­mente lo más impor­tante que puedas decir acerca de ella. Cier­ta­mente, el libro tiene la forma de una nov­ela. Volveré a la forma.

El hecho es que nov­e­las, auto­bi­ografías y biografías tienen mucho en común. Una cosa es indud­able: todas han sido escritas. Lo que damos por hecho es a menudo lo más impor­tante y no lo exam­i­namos. Damos por hecho que las nov­e­las, auto­bi­ografías y biografías son libros colo­ca­dos en el librero, orde­na­dos, inde­pen­di­entes, com­ple­tos: escritos. La verdad.
Durante muchos miles de años, nosotros —la raza humana— nos hemos con­tado his­to­rias unos a otros: his­to­rias con­tadas o can­tadas. No escritas. Fluidas.
La razón por la que mucha gente se siente incó­moda y molesta cuando su vida es puesta en biografías es pre­cisa­mente porque algo que exper­i­menta como flu­ido, efímero, evanes­cente, se ha vuelto fijo, y por lo tanto falto de vida, inerte. No puedes apelar a la pal­abra escrita excepto con más pal­abras escritas, y entonces estás impli­cado en la polémica. La memo­ria no es fija: pasa y se desliza. Es difí­cil empare­jar los recuer­dos de nues­tra vida con el recuento fijo que ha sido escrito sobre ellos. Vir­ginia Woolf dijo que vivir es como estar den­tro de una envoltura lumi­nosa. Yo agre­garía que “den­tro de una vac­ilante envoltura lumi­nosa, como la flama de una vela en una cor­ri­ente de aire.”
La visión de nues­tra vida cam­bia todo el tiempo, es difer­ente en las dis­tin­tas edades. Si yo hubiera escrito un recuento de mi vida a los 20 años, habría sido un doc­u­mento belig­er­ante y com­bat­ivo. A los 30, con­fi­ado y opti­mista. A los 40, lleno de culpa y auto­jus­ti­fi­cación. A los 50, con­fuso, lleno de dudas. Pero a los 60, y después, aparece algo nuevo: comien­zas a ver tu ser ante­rior desde una gran dis­tan­cia. Ya sea que te remi­tas a los 10 años, a los 20, a cualquier edad que quieras, ves a esa niña, a esa joven mujer, como a casi cualquier otra. Puedes ale­jarte de lo per­sonal. Recibes el don de hac­erte vieja: el desapego, la impersonalidad.
Antes con­sid­er­aba las auto­bi­ografías como lo que la autora o el autor pensó de su vida. Ahora pienso: “Eso es lo que ellos pens­a­ban en ese momento.” Un reporte interno: eso es la auto-­
bi­ografía. Cellini, Casanova, incluso Rousseau, ¿habrían estado de acuerdo después con lo que dijeron sobre ellos mis­mos en esos libros que nosotros suponemos es la inmutable verdad?
Era mucho más fácil cuando lo que se decía sobre los otros, o sobre uno mismo, era oral. Hubo auto­bi­ografía durante miles de años, cuando se con­ta­ban las his­to­rias oral­mente, pero era muy difer­ente a la nues­tra, la biografía tam­bién era difer­ente. He aquí un frag­mento auto­bi­ográ­fico de hace unos mil años.
Egil Skalla Grims­son escribió el poema que se encuen­tra en su saga, hom­bre viejo, soli­tario, desco­ra­zon­ado después de toda la activi­dad de su vida. Sus hijos habían muerto, su dios lo había traicionado. La poesía, dijo, ya no podía ser extraída fácil­mente del “oculto lugar del pen­samiento” pero com­ponía, se lam­en­taba, y podía decir para él, y para otros, en conclusión:
Es malo ahora para mí,
la Loba, la her­mana de la muerte,
acecha en el promontorio,
pero con ale­gría, sin miedo
y firme­mente
espero a Hel,
la diosa de la muerte.

Estos ver­sos, parte de una extensa saga, debieron haber sido con­ta­dos o can­ta­dos por doce­nas de nar­radores o can­tantes, en los vestíbu­los de reinas, reyes, jefes o en las reuniones de los ladrones en los bosques. Ellos no tenían necesi­dad de suje­tarse a un deter­mi­nado orden de las palabras.
Entre esos nar­radores y nosotros hay un enorme abismo, y ese es el abismo. Muchas dife
r­entes clases de hom­bres y mujeres son descritos por esos ver­sos. El hom­bre cuyas pal­abras leí ha sido rep­re­sen­tado sobre­salien­te­mente. Es esto­ico, valiente, car­gado de autor­re­speto. Ahora imag­iné­monos un tipo difer­ente de hom­bre: nervioso, temeroso. La gente que oía habrá cono­cido de memo­ria la saga y, mien­tras ellos escuch­a­ban, sus cere­bros estarían haciendo dos cosas difer­entes, recono­ciendo lo famil­iar, pero dis­fru­tando lo nuevo: lo que en esta ocasión hará el nar­rador con las vie­jas palabras.

Oh, querida, no me siento bien,
Vi a la loba hoy,
Sabe­mos lo que eso quiere decir,
Tengo malos sueños.
Tengo miedo de la diosa de la muerte.

Yo soy hija de nues­tra cul­tura, la cual ha depen­dido por var­ios cien­tos de años de la imprenta, y me siento cul­pa­ble cuando cam­bio los impre­sos sagra­dos. Tengo que hacer a un lado la culpa para hacer lo que los nar­radores y can­tantes hacían de un modo nat­ural. Veamos otra clase de persona:
¡Adiv­ina qué!
Vi a la loba hoy.
No tienes que decirme lo que eso significa.
¡Y qué! No tengo miedo de ese viejo saco de huesos
La diosa de la muerte.

Esa gente antigua se pintaba a sí misma con audaces tra­zos. Sin sutilezas, sin com­ple­ji­dad. No recur­rían a nue­stro psi­col­o­gismo. No habría enca­jado en el movimiento de la saga, la épica, la clase de his­to­ria que tenía que atra­par la aten­ción de los escuchas, sier­vos, sol­da­dos y sirvientes, así como la de caballeros y damas que eran más edu­ca­dos, aunque tal vez no mucho más.
La psi­cología llegó con la imprenta, con la explosión de la pal­abra escrita: Proust, Mann, Woolf, Joyce fueron pro­ducto de la rev­olu­ción de la prensa.
Debió de exi­s­tir un gran cam­bio en la estruc­tura —la estruc­tura física— de nue­stro cere­bro cuando la imprenta fue inven­tada. De pronto, en toda Europa, los libros fueron impre­sos por miles por imprentas que ahora con­sid­er­aríamos prim­i­ti­vas pero que hicieron algunos de los libros más bel­los jamás crea­dos. Creo que nunca hemos com­pren­dido cabal­mente esa re
v­olu­ción. ¿Nos hemos pre­gun­tado qué cam­bios sufrió nue­stro cere­bro cuando la gente comenzó a leer en vez de escuchar? Fue un pro­ceso que ocur­rió en eta­pas. La gente no cogió un libro y sen­cil­la­mente comenzó a leer como hace­mos nosotros. San Agustín describe cómo estaba leyendo y de pronto pensó: “Pero no tengo que vocalizar las pal­abras cuando leo, puedo leer en silen­cio.” Los mon­jes leían en voz alta, como hacían los que tenían libros. Luego leyeron en silen­cio pero moviendo los labios. Más tarde se dieron cuenta de que no era nece­sario darle forma a las pal­abras con los labios. El pro­ceso se completó.

Esta­mos viviendo otra rev­olu­ción igual­mente poderosa: la rev­olu­ción elec­trónica. Ella, defin­i­ti­va­mente, está afectando nue­stro cere­bro. Puedo obser­var este pro­ceso en mí: mis peri­o­dos de aten­ción se están reduciendo. Tal vez es por la tele­visión, por la forma en que cam­bi­amos nues­tra aten­ción de un canal a otro, pero en real­i­dad desconozco la razón. No tengo idea, como la gente que pasó por la rev­olu­ción de la prensa, de cómo será al final. Tam­bién podemos decir que somos una especie des­cuidada que hace cam­bios sin pre­gun­tarse adónde con­ducirán, o queda inde­fensa frente a sus propias invenciones.
Regre­se­mos al prob­lema inmedi­ato de las nov­e­las, auto­bi­ografías, biografías. Hay una forma en que las nov­e­las son difer­entes de las auto­bi­ografías. Las nov­e­las no tienen que ser verídi­cas. Las auto­bi­ografías tienen que serlo. Cuando menos deben inten­tarlo. Y esto nos lleva a la memo­ria. ¿En cuáles recuer­dos podemos con­fiar? El más super­fi­cial pen­samiento sobre este tema nos dice que los recuer­dos son tan con­fi­ables como las pom­pas de jabón. Pienso que hay dos clases de recuer­dos en los que podemos confiar.
Uno. Eres es muy pequeño. Ves a gente enorme. El pomo de la puerta es inal­can­z­able. Las sil­las y sofás son obstácu­los grandes y volu­mi­nosos. Un gato es casi tan grande como tú. El perro es mucho más grande. El cielo raso casi está fuera de tu vista. Todos es un asalto a tus sen­ti­dos. Los olores son muy fuertes. Cada super­fi­cie tiene una tex­tura difer­ente, un mundo difer­ente. Los sonidos son tan vari­a­dos que empleas mucho tiempo tratando de enten­der­los. Estás en una vorágine, un asalto de impre­siones. Éste es el mundo de un niño pequeño. Ningún adulto vive en ese mundo. Lo hemos blo­queado hace mucho tiempo. Ningún adulto puede vivir en ese mundo: no puede hacer nada más que man­ten­erse tran­quilo mien­tras los sonidos, aro­mas, visiones, insis­ten en ser enten­di­dos. Éstos son recuer­dos con­fi­ables: el tibio cuello res­baloso de un caballo, su fuerte olor. Los bor­des cor­tantes del camino empe­drado, del cual descien­des como de la cuesta de una montaña.
Dos. La otra clase de recuer­dos en los que creo que puedes con­fiar son los even­tos que sucedían repeti­da­mente, un día tras otro.
Los recuer­dos que tal vez no son con­fi­ables son la mayor parte de los que se remiten a nues­tra más tierna infan­cia. Los padres crean recuer­dos para sus hijos. “¿Ves esta foto? Eres tú.” ¿Recuer­das? Íbamos todas las sem­anas al par­que y le dabas ali­mento a los patos, luego comíamos bajo los árboles. ¿Recuer­das? Y El niño recuerda, los recuer­dos han sido hechos para él o para ella.
El momento en el que súbita­mente com­prendí lo poco con­fi­ables que pueden ser los recuer­dos fue,  tal vez, cuando me encon­tré, después de muchos años, con una mujer con quien había hecho un viaje a Rusia, a prin­ci­p­ios de los años cin­cuenta. Fueron dos sem­anas de inten­sas expe­ri­en­cias, y tengo recuer­dos muy fuertes de ellas. Pero cuando le dije a esa mujer: “¿Recuer­das (esto o aque­llo)?” Ella record­aba cosas muy difer­entes. Podríamos haber estado en dos recor­ri­dos difer­entes. O cuando vi a mi her­mano después de muchos años, él no record­aba cosas que habíamos hecho jun­tos y que están entre las cosas que más fuerte­mente recuerdo.
Ahora bien, en una nov­ela eso no importa: los recuer­dos ver­daderos o fal­sos for­man parte del tejido de la his­to­ria y por un momento coin­cides con el psi­coter­apeuta o el psiquia­tra que dice que no importa que tus fan­tasías no sean ver­daderas: son sín­tomas de tu condi­ción. Son el pro­ducto de tu psique. Son vál­i­das. Si estás escri­bi­endo tu auto­bi­ografía, no lo son. Así que te sien­tas durante horas, dudando. ¿Sucedió en ver­dad? ¿Lo inventé? ¿Cuál es la ver­dad? De inmedi­ato otras inter­ro­gantes sur­gen y tienes que lidiar con ellas antes de comen­zar tu tarea, que es escribir tu auto­bi­ografía y no seguir incubando esas ideas que no per­miten que hagas el trabajo.
¿Por qué recuer­das esto y no aque­llo? Puedes recor­dar un fin de sem­ana, o una hora, o un mes con el mayor detalle posi­ble y luego hay sem­anas o meses en blanco. Lo que recuer­das con mucha clar­i­dad podría no tener ninguna impor­tan­cia. Los exper­tos dicen que si recuer­das cierto suceso o momento es porque algo impor­tante estaba suce­di­endo. Tam­bién dicen lo opuesto, que si olvi­das algo —una per­sona o un acon­tec­imiento— es porque era algo impor­tante pero estre­sante, y lo reprimes. Yo creo que lo que hace que recuerdes algo, impor­tante o no, es que estabas par­tic­u­lar­mente despierto poniendo aten­ción en ese momento. La mayor parte del tiempo esta­mos en una especie de trance y no nos damos cuenta de mucho. Prob­a­ble­mente esta­mos pen­sando qué vamos a cenar esa noche o que ten­emos que com­prarle su med­i­c­ina al gato.
Si la memo­ria es iden­ti­dad, esta­mos en una mala situación. ¿Puedes recor­dar lo que hiciste ayer? Ayer, tal vez sí. ¿Hace tres días? ¿A esta hora la sem­ana pasada? Muy difí­cil de recor­darlo: casi todo ha desaparecido.
Abordé el asunto de la iden­ti­dad en mi libro Brief­ing for a descent into hell. Una joven mujer, amiga mía, estaba en el área de psiquia­tría del hos­pi­tal local cuando fui a vis­i­tarla. Una noche bas­tante tarde, me dijo, fue traído un hom­bre que and­aba vagando por el muelle. Había per­dido la memo­ria. Pero parecía tan “razon­able” que los médi­cos pen­saron al prin­ci­pio que estaba fin­giendo. Estaba bien vestido y limpio. Era obvio que era instru­ido. Se enfrascó en largas con­ver­sa­ciones sobre lit­er­atura y arte. Si no lo supieras, habrías creído que no había per­dido la memo­ria. Pero era cierto. Él no tenía idea de quién era, y pasaron unas seis sem­anas antes de que lo recor­dara. Durante esas seis sem­anas fue una pres­en­cia fuerte, intacta. Pero carecía de memoria.

En cualquier caso, el recuerdo es un reg­istro muy vac­ilante y fugaz. A veces siento que podría bar­rerlo con un movimiento de la mano, como si quitara una especie de velo de col­ores o un del­gado arco iris… y ahí sigue el auto­bió­grafo, inde­ciso sobre sus recuer­dos, sobre la ver­dad, y la página sigue en blanco.
¿Por qué un libro después de todo? ¿Por qué ten­emos la necesi­dad de dar tes­ti­mo­nio? Podríamos bailar nues­tras his­to­rias, ¿o no?
En Binga, en las costas del lago Kariba, hay una tienda donde puedes com­prar bas­tones graba­dos en los que se han reg­istrado en relieve las his­to­rias de la tribu local. Ha habido cul­turas que han bor­dado his­to­rias y leyen­das en tapetes.
Con­ta­mos cuen­tos e his­to­rias, ten­emos que hacerlo.
¿Por qué? ¿Por qué una his­to­ria? Debe­mos de tener un patrón en nues­tras mentes y ten­emos que con­tar his­to­rias para estar en con­formi­dad con dicho patrón. Nece­si­ta­mos una forma para el relato. Un comienzo, un desar­rollo y un fin. ¿Cuál es la plan­tilla de ese patrón? Uno que de inmedi­ato podemos ver: nosotros nace­mos, cre­ce­mos y luego mori­mos. Tal vez ésa es la plan­tilla. Tal vez ésa es la razón por la que quer­e­mos saber qué pasa después cuando leemos u oímos una his­to­ria. Esto es tan fuerte que incluso cuando estás, por decir algo, en la ante­sala del den­tista, y estás leyendo una his­to­ria ver­dadera­mente mala, quieres cono­cer el final y esperas que el den­tista no te llame antes de ter­mi­narla. Aunque de hecho no te pre­ocupa tanto lo que está pasando como lo que va a pasar.
De modo que cuando estas dán­dole forma a una biografía, como cuando se la estás dando a una nov­ela, debes decidir qué dejar fuera. A las nov­e­las se les da forma omi­tiendo cosas. Las auto­bi­ografías deben tener una forma, y no deben ser demasi­ado largas. Justo como con una nov­ela, tienes que ele­gir. Hay cosas que tienen que omi­tirse. Yo tenía demasi­ado mate­r­ial para la auto­bi­ografía. Era como la vida, des­or­de­nada, grande, hol­gada, llena de fal­sos prin­ci­p­ios, finales inde­ter­mi­na­dos, con gente a la que cono­ces y nunca vuelves a pen­sar en ella, gru­pos de gente que ves durante una noche o una sem­ana y jamás vuelves a ver. Por ello, escribir una auto­bi­ografía tiene mucho en común con escribir una nov­ela. Tiene una forma: la necesi­dad de hacer elec­ciones la impone. En pocas pal­abras, ten­emos una his­to­ria. Lo que no encaja en la his­to­ria, en el tema, lo cortamos.
Una vez escribí una nov­ela lla­mada The mar­riages between zones three, four and five. Tuve el mate­r­ial para esa nov­ela durante años, pero no hal­laba la forma de hac­erla. Repenti­na­mente la encon­tré. La solu­ción fue sen­cilla, como son usual­mente las solu­ciones. Decidí usar la voz del nar­rador. El nar­rador está en cada uno de nosotros y todo el tiempo con­ta­mos his­to­rias. Cuando regre­sas del super­me­r­cado y le dices a quien­quiera que esté ahí, “No vas a creer lo que vi. Brid­get estaba en el súper y no con su marido. Estaba con ese joven del hotel…” Quien te escucha quiere saber qué pasó después, incluso si a él o a ella le tiene sin cuidado Brid­get o el mucha­cho del hotel. El nar­rador no tiene sexo, ni edad, es intem­po­ral, tiene miles de años y no tiene fron­teras cul­tur­ales. Los cuen­tos pop­u­lares y los chistes via­jan a través de las fron­teras; siem­pre lo han hecho y lo seguirán haciendo.

Hay otra intere­sante pequeña paradoja cuando pien­sas en nov­e­las y auto­bi­ografías. Ahora esta­mos famil­iar­iza­dos con la idea de que en cada uno de nosotros con­viven varias per­son­al­i­dades. Esto es más fácil de ver en otras per­sonas que en nosotros mis­mos. El caso extremo fue Sybil, sobre quien fue escrito un libro y fil­mada una película. Ella tenía, parece, cerca de treinta dis­tin­tas per­son­al­i­dades. No hablo de pape­les. Un hom­bre es her­mano, padre, esposo, hijo, etc. Una mujer es her­mana, esposa, hija, madre, etc. Los pape­les no son personalidades.
Una de las for­mas en que podemos usar las nov­e­las es para ver las difer­entes per­son­al­i­dades en los nov­el­is­tas. Dick­ens es muy útil en esto. Puedes ver las mis­mas per­son­al­i­dades apare­cer en nov­ela tras nov­ela, tal vez de difer­ente sexo, de difer­ente edad, pero obvi­a­mente las mis­mas. Eran las per­son­al­i­dades que inventó Dick­ens. Lo que ves es un mapa de Dick­ens. Lo que él es. Y lo mismo con otros nov­el­is­tas. Y aquí reside la paradoja. Es más fácil ver el mapa de una per­sona en sus nov­e­las que en la auto­bi­ografía. Es así porque la auto­bi­ografía es escrita en una voz, por una per­sona, y esa per­sona suaviza las asperezas de las difer­entes per­son­al­i­dades. Ésta es una per­sona anciana, juiciosa, tran­quila, y esta tran­quil­i­dad de juicio impone una unidad. La nov­el­ista no nece­sari­a­mente conoce sus propias per­son­al­i­dades. Pero cuando el mismo carác­ter aparece una y otra vez en las nov­e­las te da qué pen­sar. En mí, es un delin­cuente mucha­cho o muchacha, o al menos, si no joven, anor­mal en cierta forma, y evi­den­te­mente esta criatura está oculta o latente. “Oh, aquí estás otra vez”, dices  cuando aparece de nuevo, y tienes que sen­tir cierto temor: ¿bajo qué cir­cun­stan­cias está per­sona pasará de la página a la real­i­dad? Y pien­sas: “Bueno, no me gus­tarás mucho si te encuentro.”
Una auto­bi­ografía —o, para el caso, una biografía— emplea muchos de los tru­cos de la nov­ela. No nece­sari­a­mente son usa­dos con­scien­te­mente. Si has estado hacién­dola por décadas, has apren­dido los tru­cos que el mate­r­ial exigía y los empleas, y sólo después, cuando lees lo que has escrito, pien­sas: ¡Es esto lo que yo estaba haciendo!
Por ejem­plo, en Under my skin tengo una pieza sobre una mucha­chita —yo— echada des­cansando en la tarde, y su madre —mi madre—. Trata sobre el tiempo, las difer­entes for­mas en que los niños, la gente joven, las gente mayor, los ancianos, exper­i­men­tan el tiempo. Algu­nas veces digo “Yo, mi”, y algu­nas otras “la niña”. Digo, “mi Madre”, pero algu­nas veces “ella”. Y hay un momento en que súbita­mente cam­bio el tono y digo “la mujer”. Mi madre está escri­bi­endo una carta a casa, a Inglaterra, como en esa época las esposas de los granjeros hacían: cuando ellas escribían car­tas a Inglaterra esta­ban escri­bi­endo a casa. Y yo digo, “la mujer que” —y cuando lo gen­er­al­icé: ella se con­vir­tió en todas las esposas de los granjeros escri­bi­endo a casa—. Esa sec­ción pudo ser una nov­ela, una de esas grandes y sueltas nov­e­las, como las de Dreiser o Thomas Wolfe (no el peri­odista), algu­nas de Christina Stead, de Faulkner.
Hay otro prob­lema, uno mayor. Es una cuestión de la primera per­sona, y de la ter­cera per­sona —cuándo usar cuál—. La primera per­sona, la auto­bi­ografía, el “yo” mantiene al lec­tor a dis­tan­cia, y esto es extraño, pues el “yo” debería ser una invitación al lec­tor: “Ven, no estoy ocul­tando nada, soy yo, sin dis­fraces.” Pero en real­i­dad es mucho más difí­cil iden­ti­fi­carse con un “yo” que con un “él” o “ella”.
Volva­mos a esos versos:
Las cosas no marchan bien con­migo ahora.
La loba, la her­mana de la muerte,
Acecha en el promontorio,
Pero valien­te­mente y con el corazón firme
Espero a la diosa de la muerte.

No encuen­tro fácil sen­tirme famil­iar con el “yo”, un hom­bre con­tro­lado y digno. Pero use­mos “él”.
Las cosas no marchan bien para él ahora.
La loba, la her­mana de la muerte,
Acecha en el promontorio,
Pero valien­te­mente y con el corazón firme
Espera a la diosa de la muerte.

A este hom­bre es mucho más fácil acer­carse. El “Yo” te aleja, insiste en una suerte de pri­vaci­dad. “Él” podría ser tú.
Y cuando cam­bias a “ella”, intem­pes­ti­va­mente estás en un campo más disputado:
Las cosas no marchan bien para ella ahora…
Valien­te­mente y con el corazón firme
Espera a la diosa de la muerte.

De pronto esta­mos en una clase difer­ente de his­to­ria. Tan pronto como empleo la pal­abra “ella”, las aso­cia­ciones se mul­ti­pli­can; en este caso, es prob­a­ble­mente una mujer sabia con sus hier­bas y su ami­ga­ble cuervo, o una mujer guer­rera, o alguna bella pero enve­je­cida reina. Y de cada una de ellas brota una infinidad de ideas que no tienen que ver con la situación del anciano esperando a la muerte.
Supong­amos que fuera: “Yo, una vieja mujer, encuen­tra la vida difí­cil, / La loba…”
El “Yo” define, excluye, lo hace exacto.
Una cita de Goethe —Goethe otra vez— me parece que va al corazón del prob­lema, de cómo juzg­amos, cómo leemos. Es de su autobiografía:
Es obligación de todos inves­ti­gar lo que es interno y pecu­liar en un libro que nos interesa en par­tic­u­lar y, al mismo tiempo y sobre todo, la relación que guarda con nues­tra nat­u­raleza inte­rior, y el grado en que esa vital­i­dad excita y vuelve fruc­tífera la nues­tra. Por otro lado, todo lo externo que es inútil para nosotros o es objeto de duda, debe ser sometido a la crítica, la cual, incluso si es capaz de desar­tic­u­lar y desmem­brar al con­junto, nunca ten­drá éxito en despo­jarnos del piso al que nos afer­ramos, ni siquiera al dejarnos per­ple­jos durante un momento respecto a nues­tra antigua confianza.
Esta con­vic­ción, surgida de la fe y la obser­vación, la cual en todo caso recono­ce­mos como lo más impor­tante, es per­ti­nente y for­t­ale­ce­dora, reside en la fuente de la moral así como el edi­fi­cio lit­er­ario de mi vida, y…

Y, con Goethe, volve­mos al prin­ci­pio de este ensayo, cuando dice que es un hom­bre viejo y que sólo ha apren­dido a leer. ¿Qué quiere decir? Creo que ha apren­dido cierta pasivi­dad en la lec­tura, tomando lo que el autor ofrece y no lo que el lec­tor piensa que debe ofre­cer, sin inter­pon­erse él mismo (o ella misma) entre el autor y lo que debería ema­nar del autor. Es decir, no leer el libro a través de una pan­talla de teorías, ideas, cor­rec­ción política y demás. Esta clase de lec­tura es ver­dadera­mente difí­cil, pero una puede apren­der esta especie de lec­tura pasiva, de esta man­era la esen­cia y la médula del autor se abre ante ti. Estoy seguro de que todos han tenido la expe­ri­en­cia de leer un libro y encon­trarlo vivo, vibrante, col­orido y urgente. Y luego, tal vez, algu­nas sem­anas más tarde, al leerlo otra vez, encon­trarlo plano y vacío. El libro no cam­bió, cam­bi­aste tú.

Doris Lessing

De: revistacritica.com
 




«Fui capaz de ser más libre que la mayoría porque soy una escritora con la estructura psicológica de una escritora que se coloca a distancia de lo que está escribiendo».


“Ningún escritor hoy en día puede escribir y ser independiente, porque nuestra personalidad, nuestra historia, nuestra vida, pertenecen a la maquinaria de la publicidad».

Dentro de mí- Autobiografía, Tomo I


«Actualmente los escritores somos mercancías, como los libros que escribimos».

Un paseo por la sombra - Autobiografía, Tomo II


De: www.pensamientocritico.org


Doris Lessing
22 de octubre de 1919 - Irán
Hija de una familia inglesa,
vivió durante treinta años en Zimbabwe.
Desertó de la escuela a los 13.
Trabajó como niñera
y operadora telefónica.
Lectora voraz.
Ganadora del Nobel en 2007.



LA BRUJERÍA NO SE VENDE



Cuando nació Teddy, los Farquar llevaban muchos años sin tener hijos; les conmovió la alegría de los sirvientes, que les llevaban aves, huevos y flores a la granja cuando acudían a felicitarlos por la criatura, y exclamaban con deleite ante su aterciopelada cabeza y sus ojos azules. Felicitaban a la señora Farquar como si hubiera alcanzado un gran logro, y ella lo sentía como si así fuera: dedicaba una sonrisa cálida y agradecida a los nativos, que persistían en su admiración.
      Más adelante, cuando cortaron el pelo a Teddy por primera vez, Gideon, el cocinero, recogió del suelo los suaves mechones dorados y los sostuvo en una mano con aire reverente. Luego sonrió al niño y dijo: «Cabecita Dorada». Ese fue el nombre que los nativos otorgaron al niño. Gideon y Teddy se hicieron muy amigos desde el principio. Cuando Gideon terminaba su trabajo, alzaba a Teddy sobre sus hombros y lo llevaba a la sombra de un árbol grande, donde jugaba con él y le hacía curiosos juguetes con ramitas y hojas y hierba, o moldeaba el barro húmedo del suelo para darle formas de animales. Cuando Teddy aprendió a andar, era Gideon quien solía agacharse ante él y chascaba la lengua para estimularlo, lo recogía cada vez que se caía y lo lanzaba al aire hasta que los dos quedaban sin aliento de tanto reír. La señora Farquar tomó cariño a su anciano cocinero por lo mucho que éste quería al niño.
      No hubo más hijos y un día Gideon dijo:
      –Ah, señorita, señorita, el Señor le envió a éste. Cabecita Dorada es lo mejor que tenemos en esta casa.
      El plural de «tenemos» provocó un cálido sentimiento de la señora Farquar hacia el cocinero: a fin de mes le subió la paga. Ya llevaba con ella unos cuantos años; era uno de los pocos nativos que tenía a su mujer e hijos en el complejo y nunca quería irse a su aldea, que estaba a cientos de kilómetros. A veces se veía a un negrito que había nacido en la misma época que Teddy mirando desde los matorrales, asombrado ante la visión de aquel chiquillo con su milagroso cabello claro y sus nórdicos ojos azules. Los dos niños intercambiaban miradas abiertas de interés y una vez Teddy alargó una mano con curiosidad para tocar el pelo y las mejillas negras del otro niño.
      Gideon los estaba mirando y, tras menear la cabeza reflexivamente, dijo:
      –Ah, señorita, ahí están los dos niños; de mayores, uno se convertirá en baas y el otro en sirviente.
      La señora Farquar sonrió y respondió con tristeza:
      –Sí, Gideon, estaba pensando lo mismo –suspiró.
      –Es la voluntad de Dios –dijo Gideon, que se había criado en las misiones.
      Los Farquar eran muy religiosos y aquel sentimiento compartido de lo divino acercó aún más al sirviente y sus señores.
      Teddy tendría unos seis años cuando le regalaron una moto y descubrió la intoxicación de la velocidad. Se pasaba el día volando en torno a la granja, se metía enlos parterres, ponía en fuga a las gallinas alarmadas entre graznidos y a los perros irritados y trazaba un amplio arco mareante para terminar su carrera ante la puerta dela cocina. Entonces, solía gritar:
      –¡Mírame, Gideon!
      Gideon se reía y decía:       –Muy listo, Cabecita Dorada.
      El hijo menor de Gideon, que ahora se cuidaba del ganado, acudió desde el complejo a propósito para ver la moto. Le daba miedo acercarse, pero Teddy se exhibió para él.
      –¡Negrito! –le gritaba–. ¡Apártate de mi camino!
      Se puso a trazar círculos alrededor del muchacho hasta que éste, asustado, echó a correr hacia los matorrales.
      –¿Por qué lo has asustado? –preguntó Gideon, en grave tono de reproche.
      Teddy contestó desafiante:
      –Sólo es un negrito.
      Y se rió. Luego, cuando Gideon se apartó de él sin hablarle, Teddy se quedó serio. Al poco rato entró en la casa, buscó una naranja, se la llevó a Gideon y le dijo:
      –Es para ti.
      No era capaz de decir que lo sentía; pero tampoco podía resignarse a perder el afecto de Gideon. Este aceptó la naranja de mala gana y suspiró.
      –Pronto irás al colegio, Cabecita Dorada –dijo, asombrado–. Y luego te harás mayor. –meneó la cabeza con amabilidad y añadió: –Así son nuestras vidas.
      Parecía estar poniendo distancia entre su persona y Teddy, no por resentimiento, sino al modo de quien acepta algo inevitable. Aquel niño había descansado en sus brazos y lo había mirado con una sonrisa en la cara; aquella pequeña criatura había colgado de sus hombros, había pasado horas jugando con él. Ahora Gideon no permitía que su carne tocara la carne del niño blanco. Era amable, pero apareció en su voz una formalidad grave que arrancaba pucheros de Teddy y lo hacía retroceder, enfurruñado. También lo ayudó a hacerse hombre: era educado con Gideon y se comportaba con formalidad, y si entraba en la cocina para pedirle algo lo hacía como cualquier blanco al dirigirse a un sirviente, esperando que se le obedeciera.
      Pero el día que Teddy apareció en la cocina tambaleándose y frotándose los ojos, aullando de dolor, Gideon soltó la olla de sopa caliente que tenía entre manos,se acercó al niño y le apartó los dedos.
      –¡Una serpiente! –exclamó.
      Teddy había estado montando su moto, se había parado a descansar y había apoyado el pie junto a una cuba para las plantas. Una serpiente, colgada del techo por la cola, le había escupido a los ojos. La señora Farquar llegó corriendo en cuanto oyó la conmoción.
      –¡Se volverá ciego! –sollozó, abrazando con fuerza a Teddy–. ¡Gideon, se volverá ciego!
      Los ojos, a los que tal vez quedara apenas media hora de visión, se habían hinchado ya hasta alcanzar el tamaño de puños: la carita blanca de Teddy estaba distorsionada por grandes protuberancias moradas y supurantes.
      –Espere un momento, señorita. Voy a buscar medicamentos –dijo Gideon.
      Salió corriendo hacia los matorrales.
      La señora Farquar llevó al niño a la casa y le lavó los ojos con permanganato. Apenas había oído las palabras de Gideon; sin embargo, cuando vio que sus remedios no surtían efecto y recordó haber conocido algunos nativos que habían perdido la vista por culpa del escupitajo de una serpiente, empezó a anhelar el regreso del cocinero, pues recordaba haber oído hablar de la eficacia de las hierbas de los nativos. Permaneció junto a la ventana, sosteniendo en brazos al niño, que no paraba de sollozar, y mirando desesperada hacia los matorrales. Habían pasado pocos minutos cuando vio regresar a Gideon a saltos, con una planta en la mano.
      –No tenga miedo, señorita –dijo Gideon–. Esto curará los ojos de Cabecita Dorada.
      Arrancó las hojas de la planta y dejó a la vista su raíz blanca, pequeña y carnosa. Sin lavarla siguiera, se llevó la raíz a la boca, la mordisqueó con vigor y luego conservó la saliva entre los labios mientras arrancaba a Teddy a la fuerza de los brazos de su madre. Lo sostuvo entre las rodillas y apretó con las yemas de los pulgares los ojos hinchados del niño hasta que éste empezó a gritar y la señora Farquar protestó:
      –¡Gideon, Gideon!
      Pero él no hizo caso. Se arrodilló sobre el niño, que se contorsionaba, y forzó los inflados párpados hasta que se abrió una ranura rasgada por la que aparecía elojo, y entonces escupió con fuerza, primero en un ojo y luego en el otro. Al fin dejó al niño en brazos de su madre y afirmó:
      –Sus ojos se curarán.
      Sin embargo, la señora Farquar lloraba de terror y apenas pudo darle las gracias; era imposible creer que Teddy fuera a conservar la vista. Al cabo de un par de horas la inflamación había desaparecido. El señor y la señora Farquar fueron a la cocina a ver a Gideon y le dieron las gracias una y otra vez. Estaban desesperados de gratitud; parecían incapaces de expresarla. Le dieron regalos para su mujer y sus hijos, así como un gran aumento de sueldo, pero nada de eso podía pagar la curación total de los ojos de Teddy. La señora Farquar dijo:
      –Gideon, Dios te ha escogido como instrumento de su bondad.
      Y Gideon contestó:
      –Sí, señorita, Dios es muy bueno.
      En fin, cuando ocurre algo así en una granja, no pasa mucho tiempo antes de que se entere todo el mundo. El señor y la señora Farquar se lo contaron a sus vecinos y la historia fue tema de conversación de un extremo al otro del distrito. El monte está lleno de secretos. Nadie puede vivir en África, o al menos en las zonas mesetarias, sin aprender pronto que hay una antigua sabiduría de las hojas, de la tierra y de las estaciones –así como de los rincones más oscuros de la mente humana, acaso más importantes– que pertenece a la herencia del hombre negro. La gente contaba anécdotas por todos los rincones del distrito, recordándose unos a otros cosas que les habían ocurrido.
      –Pero te digo que lo vi con mis propios ojos. Fue un mordisco de cobra bufadora. El brazo del africano estaba inflado hasta el codo, como una vejiga negra y brillante. Al cabo de medio minuto estaba grogui. Se estaba muriendo. Entonces, de repente, salió un africano del monte con las manos llenas de una cosa verde. Le frotó el brazo con algo y al día siguiente el muchacho volvía a trabajar y no se le veían más que dos pequeños pinchazos en la piel.
      Así era lo que se contaba. Y siempre con una cierta exasperación, porque aunque todos sabían que hay valiosos medicamentos escondidos en la oscuridad de los matorrales africanos, en las cortezas de los árboles, en hojas de apariencia simple, en raíces, resultaba imposible que los nativos les contaran la verdad.
      La historia llegó finalmente a la ciudad: tal vez fuera en alguna fiesta al atardecer, o en alguna función social por el estilo, donde un médico que estaba allí por casualidad rechazó su valor:
      –Tonterías –dijo–. Estas historias se exageran por los cuentos. Cuando buscamos información por una historia como ésa, nunca encontramos nada.
      En cualquier caso, una mañana llegó un extraño coche a la granja y salió de él un trabajador del laboratorio de la ciudad con cajas llenas de probetas y productos químicos.
      El señor y la señora Farquar estaban aturullados, complacidos y halagados. Invitaron a comer al científico y contaron su historia entera de nuevo, por enésima vez. El pequeño Teddy también estaba y sus ojos azules refulgían de salud para probar la autenticidad de la historia. El científico explicó que la humanidad podría beneficiarse de aquel nuevo medicamento si se pusiera en venta, cosa que complació aun más a los Farquar. Eran gente simple y amable y les gustaba creer que gracias a ellos se descubriría algo bueno. Pero cuando el científico empezó a hablar del dinero que podría ganarse, se sintieron incómodos. Sus sentimientos al respecto del milagro (pues pensaban en el suceso en esos términos) eran tan fuertes, profundos y religiosos que les parecía de mal gusto relacionarlo con el dinero. El científico, al ver sus caras, regresó al primer argumento, que era el progreso para la humanidad. Tal vez fue demasiado superficial: no era la primera vez que acudía en pos de algún secreto legendario de los matorrales.
      Al fin, cuando terminó el almuerzo, los Farquar llamaron a Gideon al cuarto de estar y le explicaron que aquel baas era un Gran Doctor de la Gran Ciudad y que había recorrido todo aquel camino para verlo a él. Al oírlo, Gideon pareció asustarse; no lo entendía. La señora Farquar le explicó enseguida que el Gran Baas se había presentado allí por su maravillosa intervención con los ojos de Teddy.
      Gideon miró al señor Farquar, y luego a la señora, y luego al niño, que se daba aires de importancia por la ocasión. Al fin, dijo a regañadientes:
      –¿El Gran Baas quiere saber qué medicina usé?
      Hablaba con incredulidad, como si no pudiera concebir semejante traición de sus viejos amigos. El señor Farquar empezó a explicar que de aquella raíz podía extraerse un medicamento muy necesario, y que podría ponerse a la venta de modo que miles de personas, blancas y negras, en todo el continente africano, dispondrían de salvación cuando aquella serpiente bufadora les escupiera su veneno en los ojos. Gideon escuchó con la mirada clavada en el suelo y la piel de la frente tensa por la incomodidad. Cuando el señor Farquar hubo terminado, no contestó. El científico, que había permanecido hasta entonces recostado en su silla, bebiendo tragos de café y exhibiendo una sonrisa de escéptico buen humor, intervino y se lo volvió a explicar todo, con palabras distintas, acerca de la fabricación de medicamentos y del progreso de la ciencia. Además, ofreció un regalo a Gideon.
      Tras esta última explicación hubo un momento de silencio y luego Gideon replicó con indiferencia que no podía recordar de qué raíz se trataba. Tenía una expresión huraña y hostil en el rostro, incluso cuando miraba a los Farquar, a quienes solía tratar como si fueran viejos amigos. Ellos empezaban a molestarse; esa sensación anuló la culpa que había nacido tras las primeras acusaciones de Gideon. Empezaban a pensar que su comportamiento era muy poco razonable. Sin embargo, en ese momento se dieron cuenta de que no iba a ceder. La droga mágica permanecería en su lugar, desconocido e inservible salvo para los escasos africanos que la conocieran, nativos que tal vez se dedicaran a cavar zanjas para el Ayuntamiento, con sus camisas rasgadas y sus pantalones cortos remendados, pero que habían nacido para la curación, herederos de otros curanderos por ser hijos o sobrinos de antiguos brujos, cuyas feas máscaras, huesos y demás burdos objetos de magia parecían ahora signos externos de poder y sabiduría reales.
      Los Farquar podían pisotear aquella planta cincuenta veces al día de camino entre la casa y el jardín, del sendero de las vacas a los campos de maíz, pero nunca se iban a enterar.
      Sin embargo siguieron discutiendo y trataron de persuadirlo con toda la fuerza de su exasperación; y Gideon siguió diciendo que no se acordaba, o que nunca había existido tal raíz, o que no se encontraba en aquella estación del año, o que no era la raíz por sí misma, sino su saliva, lo que había curado los ojos de Teddy. Dijo todas esas cosas, una detrás de otra, y no pareció importarle que fueran contradictorias. Estuvo rudo y tozudo. Los Farquar apenas reconocían a su simpático y amable sirviente en aquel africano ignorante, perversamente obstinado, que permanecía ante ellos con la mirada baja y retorcía el delantal entre los dedos mientras repetía una y otra vez cualquiera de las estúpidas negativas que le viniera a la mente.
      De pronto, pareció que cedía. Alzó la cabeza, dedicó una larga y rabiosa mirada al círculo de blancos, que para él tenían el aspecto de una ronda de perros ladradores en torno a él, y dijo:
      –Les voy a enseñar la raíz.
      Echaron a andar en fila india desde la casa por un sendero. Era una tarde abrasadora de diciembre y el cielo estaba lleno de calurosas nubes de lluvia. Todo estaba caliente: el sol parecía una placa de bronce que diera vueltas en el aire, los campos refulgían de calor, el suelo ardía bajo sus pies y el viento, cargado de polvo, les soplaba en la cara, rasposo y acalorado. Era un día terrible, destinado a tumbarse en el porche con una bebida helada, como normalmente harían a esas horas.
      De vez en cuando, recordando que el día de la serpiente a Gideon le había costado sólo diez minutos encontrar la raíz, alguien preguntaba:
      –¿Tan lejos queda, Gideon?
      Éste miraba hacia atrás y respondía, con molesta educación:
      –Estoy buscando la raíz, baas.
      Efectivamente, a menudo se agachaba de lado y pasaba la mano entre las hierbas, con un gesto tan mecánico que resultaba ofensivo. Los hizo caminar entre los matorrales por senderos desconocidos durante dos horas, bajo aquel calor derretido y destructor, hasta que rompieron a sudar y les dolió la cabeza. Iban todos muy callados; los Farquar porque estaban enfadados y el científico porque una vez más se demostraba que tenía razón: la planta no existía. Su silencio era muy diplomático.
      Al fin, a unos diez kilómetros de la casa, Gideon decidió de pronto que ya había suficiente; o tal vez su enfado se evaporó en aquel instante. Sin esforzarse por aparentar nada ajeno a la casualidad, recogió un puñado de flores azules entre la hierba, las mismas flores que abundaban en los caminos que habían recorrido.
      Se las dio al científico sin mirarlo siquiera y echó a andar a solas de vuelta a la casa, dejando que lo siguieran si así querían hacerlo.
      Cuando llegaron a la casa, el científico se fue a la cocina y dio las gracias a Gideon: se comportaba con mucha educación, pero mantenía la burla en la mirada.
      Gideon se había ido. Tras tirar las flores en la parte trasera del coche sin darles ninguna importancia, el eminente visitante se fue de vuelta a su laboratorio. Gideon regresó a la cocina a tiempo para preparar la cena, pero estaba muy huraño. Habló con la señora Farquar como un sirviente malcarado. Pasaron días antes de que volvieran a llevarse bien.
      Los Farquar interrogaban a sus trabajadores acerca de aquella raíz. A veces recibían miradas desconfiadas por toda respuesta. A veces, los nativos decían: «No lo sabemos. Nunca hemos oído hablar de esa raíz». Uno de ellos, el muchacho que cuidaba el ganado, que llevaba mucho tiempo con ellos y les tenía cierta confianza, dijo:
      –Pregúntenle al que trabaja en la cocina. Ese es todo un médico. Es el hijo de un famoso curandero que solía vivir por aquí y no hay enfermedad que no pueda curar. –Luego, añadió con educación–: Por supuesto, no es tan bueno como el médico de los blancos, eso ya lo sabemos, pero para nosotros sí que sirve.
      Al cabo de un tiempo, cuando ya había desaparecido la amargura entre los Farquar y Gideon, empezaron a bromear:
      –¿Cuándo nos vas a enseñar la raíz de las serpientes, Gideon?
      Él se reía, meneaba la cabeza y, con cierta incomodidad, contestaba:
      –Pero si ya se la enseñé, señorita, ¿no se acuerda?
      Al cabo de mucho tiempo, cuando Teddy ya iba al colegio, entraba en la cocina y le decía:
      –Gideon, viejo gamberro. ¿Recuerdas aquella vez que nos engañaste a todos y nos hiciste caminar no sé cuántos kilómetros por la meseta para nada? Llegamos tan lejos que mi padre me tuvo que traer en brazos.
      Y Gideon se partía de risa educadamente. Después de reír mucho rato, se incorporaba, se secaba los ojos y miraba con tristeza a Teddy, quien lo contemplaba maliciosamente desde el otro lado de la cocina:
      –Ah, Cabecita Dorada, cuánto has crecido. Pronto serás mayor y tendrás tu propia granja…


De: Cuentos africanos

De: http://www.lashistorias.com.mx/




En el sofá de Doris Lessing



A través del televisor, ruge la marabunta. El festival hípico de Cheltenham es uno de esos acontecimientos que los aficionados británicos a las carreras de caballos esperan cada año con impaciencia. Nuestra anfitriona sigue emocionada las evoluciones de un corcel llamado Kauto Star, al parecer una especie de Zidane de la raza equina. En un determinado momento, parece salir de su abducción televisiva y pregunta: “¿A ustedes no les gustan los caballos?”. Y, decepcionada pero educadamente, agarra el mando a distancia que se escondía bajo un montón de periódicos y un abrupto fundido en negro interrumpe el salto del potro en el televisor. “Venga, empecemos la entrevista”. Enérgica y con una dicción propia de una actriz de teatro, la última mujer premio Nobel de literatura, la británica Doris Lessing, 88 años, nos recibe con toda naturalidad, en bata y camisón de dormir, un día melancólicamente lluvioso en su casa de tres pisos de Londres. Tras dejarse hacer unas cuantas fotos, se dirige a un alargado sofá rojo de sky, aparta un poco de él una sábana y una manta y ordena: “Usted póngase aquí, ¡a mi lado!”.

-¿Y esa sábana?

“Estamos sentados en mi cama, joven. Ahora duermo aquí por las noches, tengo la cama de verdad en el piso de arriba pero hay que subir siete tramos de escalera para llegar a ella, y me duele tanto la espalda que me cuesta demasiado…”.

Empezamos hablando de su última novela publicada, “La grieta”, ambientada en la era de las cavernas y en la que narra cómo se encontraron por primera vez los hombres y las mujeres. Lessing explica que “hay científicos que aseguran que el primer ser humano de la Tierra fue una mujer, y que, por tanto, los hombres llegaron después. Sin entrar en si es o no verdad, era algo tan sugerente que, cuanto más pensaba en ello, más posibilidades le encontraba. Así, empecé a especular qué habría sucedido si las mujeres hubieran habitado solas la Tierra durante un largo tiempo, en una isla, con muy buen tiempo y con comida a su alcance, e ideé una comunidad primitiva exclusivamente femenina, donde ellas tenían la facultad de reproducirse sin el concurso de los hombres. Y, un día, de repente, nace el primero de ellos. ¿Se imagina? La contemplación de sus genitales debió de resultar, sin duda, un enorme shock para las mujeres, que debieron ver con una mueca de repugnancia aquellos apéndices monstruosos, ignorando sus funciones. Así que, en mi libro, los bebés-monstruo (así los llaman ellas) son llevados por las águilas a otra parte, y viven y crecen alejados de las mujeres –las ‘grietas’- hasta que, un día, un grupo de ellas decide emprender una expedición para llegar hasta ellos, los ‘chorros’”. El libro se lee como una parábola que aborda temas como las diferentes concepciones del ocio, el trabajo y las responsabilidades entre los sexos, situando al hombre en un estadio más infantil, en un sentido no despectivo, pues el macho humano es visto como una criatura “maravillosa e inquieta”. La violencia de algunas escenas contrasta con el tono suave de cuento del conjunto, le decimos, y ella responde: “¿Le puedo contar una cosa sobre eso? Las reseñas dijeron: ‘¡Cuán desagradable resulta la mutilación de los niños pequeños, cuando las mujeres les arrancan el pene!’, e hicieron hincapié en la crueldad femenina, digamos que de algún modo los críticos literarios sintieron la mutilación del pito como propia. Pero lo curioso es que, al principio, cuando los chicos conocen a las chicas, describo una violación colectiva, en la que todo el mundo penetra a la mujer antes de matarla ¡y nadie ha hecho mención de ello! Me pregunto si eso resulta menos violento que la mutilación genital de un hombre”. En cualquier caso, Lessing cree que “hombres y mujeres vivimos en mundos diferentes, no solo en mi libro, sino en la vida real. Somos gente muy distinta. Es un gran error negarlo. Somos dos especies que intentan vivir juntas para no sentirse solas. Así es como lo veo”.

De repente, suena el teléfono. A diferencia de otros premios Nobel que hemos encontrado a lo largo de esta serie, ella no tiene asistentes para las labores de oficina. Siempre descuelga personalmente, como si fuera todavía la misma madre soltera que en 1949 llegó a un Londres gris y destruido por los bombardeos de la guerra mundial. Llevaba entonces a su hijo Peter en los brazos, el mismo que ahora, mientras hablamos, espera en la cocina. Ya no viven en pensiones, compartiendo planta con prostitutas, sino en una casa burguesa, muy británica, donde el toque anárquico lo dan los libros, que se amontonan en los rincones más inverosímiles de la vivienda, formando pilas que desafían la ley de la gravedad, o apareciéndose en un tramo de escalera como si se estuvieran escapando de unas cajas de cartón medio llenas. En el salón donde hablamos, el sol ilumina a ratos el polvo volátil de exóticas alfombras y tapices, superpuestos en azarosos encabalgamientos.

Las peripecias familiares de Lessing pueden seguirse en sus libros autobiográficos, como “En busca de un inglés” (1960), que se reeditará en mayo, con el título de “Made in England”, “Dentro de mí” (1994) o “Un paseo por la sombra” (1997). Sintetizando, tras nacer en Persia de padres británicos y emigrar a los 5 años a Rodesia (actual Zimbabwe), se casó muy joven, tuvo un hijo y una hija, y después se divorció y se casó con Gottfried Lessing, una estrella del Partido Comunista quien, tras darle otro hijo, Peter (a quien todavía cuida a causa de una minusvalía), la dejó por chicas más jóvenes. Lessing se fue sola a Inglaterra, con poco más de 100 libras en el bolsillo y el manuscrito de su primera novela, “Crece la hierba”, abandonando a su anterior familia. Sucesivas experiencias le hicieron desencantarse del amor romántico idealizado, casi a la par que del comunismo. Madre soltera y sin dinero, trabajó de todo: telefonista, niñera, oficinista e incluso hizo de periodista, un trabajo que dejó porque “el director me decía las ideas que tenía que defender en los artículos, y eso es intolerable ¿verdad?”. Su hijo mayor, John, granjero, murió de un infarto en 1992, y su hija Jean vive actualmente en Sudáfrica. Aunque Peter está en la casa mientras hablamos, su madre no quiere que aparezca en el reportaje: “Tengo 88 años y cuido de un hijo enfermo, no es que mi vida sea lo que esperaba pero, desde luego, no hablo de ello”.

Lessing sigue donde ha estado siempre, al lado de los débiles, aunque con la edad haya desarrollado un caparazón de escepticismo en relación a las ideologías. “No me gustan los sistemas cerrados de pensamiento, yo renuevo constantemente mis ideas. Fui comunista hasta 1954 y me inculcaron la idea de clase obrera como una especie de ideal de pureza, un grial, un ideal platónico inalcanzable que yo perseguía yendo a las fábricas a trabajar, a ver si conseguía ser una obrera de verdad. Hasta que me di cuenta de que lo que existe en realidad es la gente, gente muy diferente, sencillamente, que se las tiene que arreglar con muy poco dinero para llegar a fin de mes. Eso es todo”.

Hace unos meses, visitamos a Doris Lessing en esta misma casa, pocos días antes de que se hiciera público que su estado de salud le impedía recoger el premio Nobel en Estocolmo, el pasado diciembre. Entonces, ya nos habló de sus problemas de espalda. “En realidad –revela ahora-, tuve problemas serios de corazón. Mi espalda no está bien, pero lo que tengo más grave ahora es el corazón”.

-¿No será por los sobresaltos del Nobel?

-(suspira) No me sorprendería en absoluto que el galardón fuera la causa. Cuando ganas este premio –que, por otro lado, es una alegría muy grande-, tu vida cambia por completo. ¡Bang, bang, bang! Es como si te dispararan cada día al suelo y tuvieras que saltar. ¡Bang, bang, bang! Suena el timbre de la puerta, el teléfono, todo el mundo quiere verte… Y tu cuerpo y tu corazón se resienten. Tengo que sentarme a menudo, no puedo subir escaleras…

-Pero, si duerme aquí… ¿dónde escribe?

-¡Tengo el despacho arriba, también! Ahí se ha quedado mi vieja máquina de escribir, esperando que mi espalda mejore y pueda subir a buscarla. Ahora, de hecho, no escribo, solo doy entrevistas y recibo gente. Algún amigo –Pinter, Pamuk- ya me había advertido que el primer año en que recibes el premio no puedes escribir, te lo tienes que pasar atendiendo a la gente. Creía que era una coquetería de escritor pero ahora veo que es cierto.

Lessing acaba de entregar una nueva novela a su editor, titulada “Alfred y Emily” (los nombres de sus padres), que se publicará en mayo en Gran Bretaña. “Trata sobre cómo sería el mundo si no se hubiera producido la primera guerra mundial. Mis padres fueron víctimas de esa guerra, él perdió su pierna pero lo importante es que la contienda destrozó sus vidas. En la primera parte del libro, planteo lo que hubiera sucedido si esa guerra no hubiera tenido lugar. Por ejemplo, no hubiéramos tenido la revolución rusa ni la Unión Soviética ni el Tercer Reich ni el Holocausto, y tampoco a Hitler o Lenin ni, por supuesto, la segunda guerra mundial”. Pero no se trata de una novela de grandes acontecimientos históricos porque “sobre todo, muestro la vida cotidiana de las gentes, especialmente la de mis padres, que hubieran podido llevar una existencia corriente. Como contraste, la segunda parte del libro es lo que sucedió realmente y le aseguro que los lectores van a llorar, como yo misma lloré cuando la escribía, he pasado un momento terrible con esta obra… Es muy anti-bélica, muestro cómo la guerra aniquila la vida de la gente sencilla. Aparece mi padre, que hubiera sido granjero en Essex, ese era su sueño, y mi madre, muy buena e inteligente, organizando todo tipo de actividades humanitarias”.

-¿Y usted? ¿Qué hubiera sido de usted?

-No aparezco. Nunca nací. Tampoco mi hermano.

Tiene muchos recuerdos de su padre pero, sobre todo, “que estaba loco. Sólo bebía agua que hubiera estado largo tiempo expuesta al sol, tenía que colocar su cama de modo que fluyeran por su cuerpo las corrientes eléctricas que venían de los polos, y sólo podía vivir en una casa con paja en el suelo para no recibir las emanaciones de los minerales de la tierra. ¿Qué le parece?”.

Apasionada de la mística sufí, defiende una visión sincrética de las religiones. “Si leemos, uno tras otro, todos los libros del viejo testamento, los evangelios apócrifos, el nuevo testamento y el Corán, nos daremos cuenta de que todos tratan de la misma gente, de las mismas historias, como si fueran diferentes relatos de la mitología griega. Es decir, se puede ver el judaísmo, el cristianismo y el Islam como una única religión en diferentes estadios o pasajes. Pero todos ellos están muy celosos el uno del otro, y todos aseguran ser la única religión verdadera. Yo escribí ‘Shikasta’ utilizando los textos de todos esos libros, porque los musulmanes también hablan de Jesús y María. Utilicé todo eso para crear un nuevo mundo yo misma, con planetas, imperios galácticos, el diablo, los dioses…”.

Políticamente, afirma que “palabras como ‘izquierda’ o ‘derecha’ no significan ya demasiado para mí. Contemplo la política como un gran drama, una representación con algunos momentos buenos, como cuando su rey Juan Carlos impuso la democracia en España frente al golpismo de ultraderecha. ¡Maravilloso! Pero, con los horribles Bush y Tony Blair, sólo hemos tenido malos momentos. Con Gordon Brown hemos mejorado, no porque sea brillante, sino porque era imposible estar peor” Vería con buenos ojos que los demócratas se hicieran con la presidencia de EE.UU aunque opina que Barack Obama “no duraría mucho como presidente, tengo varios amigos en EE.UU. que piensan que si gana, lo van a matar. Es algo sorprendente para un europeo, ¿verdad? creer que pueden asesinar a tu presidente, pero muchos americanos están convencidos y eso es inquietante, porque nadie piensa, por ejemplo, que Bush esté en peligro de muerte, a pesar de las barbaridades que ha hecho”.

Lessing cuenta, sonriente, cómo una vez, en los años 70, un miembro del comité Nobel se le acercó y le dijo, en un tono frío: “Usted no nos gusta, nunca ganará el premio”. “Fue por mis posiciones críticas respecto al movimiento feminista, me dijeron que mi posición era muy escandalosa. Yo vivía una situación muy embarazosa, porque aunque simpatizaba con la causa feminista, nunca pretendí­ apoyarla al escribir mis libros y, a partir de ‘El cuaderno dorado’ (1962) todo el mundo me tomó como estandarte del feminismo, recibí cientos de cartas de mujeres que se habían convertido en militantes tras leer mi libro. Era frustrante porque ningún crítico se molestaba en opinar si la novela le parecía bien escrita o no, sólo se hablaba de algunas ideas que aparecían en ella, y se hacían interpretaciones extravagantes que todo el mundo daba por buenas. He tenido desacuerdos con las feministas de los años 60, que eran muy dogmáticas. Por ejemplo, no me gusta que repitamos lo que han hecho siempre las mujeres: sentarse en la cocina y quejarse de los hombres: ‘Ha dicho esto’, ‘no ha dicho lo otro’, ‘el otro dí­a se portó como si no tuviera sentimientos’… esa letaní­a estéril que se ha repetido a lo largo de la historia y que algunas han convertido en su modelo. También difiero de esa idea tan sentimental de que las mujeres son más pacifistas: la señora Thatcher condujo, con eficaz salvajismo, una guerra contra Argentina. Mire, en realidad, el mejor aliado de la libertad de las mujeres ha sido la ciencia, que inventó la píldora anticonceptiva, y máquinas como la lavadora”.

A pesar de que ha narrado como nadie las sutilezas del amor, confiesa que “el amor romántico no es lo mío”. Bromea sobre sus malas experiencias con hombres negros (“¡uno me duró tres minutos!”), y apunta que “contra el mito, los hombres ingleses son los más románticos del mundo, porque los encarcelan en internados de muchachos a los siete años, donde noche tras noche sollozan añorando a su madre. No hay nada como esa privación prematura de la madre para crear seres que se enamoren drástica y repetidamente de personas inasequibles. Sin embargo, cuando por fin encuentran pareja, son los mejores amantes, los más inteligentes y divertidos”. Lo que le fascina del enamoramiento es “esa razón por la que dos personas pueden sentirse instantáneamente tan atraídas, los científicos aseguran que es genético pero yo soy incapaz de hallar un patrón común a los hombres que he amado”. Lo que sí tiene claro es una cosa: la pasión no disminuye con la edad, y por eso escribió “De nuevo, el amor” (1996), subyugante relato de los encendidos sentimientos de una dramaturga de 60 años hacia dos hombres mucho más jóvenes. En ella, la protagonista “ve cómo la edad se va volviendo una cuestión importante, aunque siente el amor como cuando era joven, y eso es un desastre para ella. Aunque también existen muchas personas que se enamoran de alguien mayor, pero la sociedad no lo comprende”. Ella misma, admite, “al llegar a la mediana edad, me di a la bebida; me sentía abandonada, no deseada, y me bebía cada día media botella de whisky hasta que, una vez, al ir a gatas al lavabo a vomitar, me dije: ‘Doris, tienes que parar’… y paré. Fueron sólo unos cuatro meses de alcoholismo”.

La lluvia arrecia, de repente, tras los vidrios de la desordenada –pero fascinante- casa de Lessing, en la que los papeles y los trastos siguen ahí, amontonados como si un perturbado genio hubiera estado alborotándolos. Los pájaros del jardín han dejado de cantar. La gata blanquinegra deambula por las escaleras. “¡Nos hacemos viejas, Yum Yum!”, clama Lessing, que le puso el nombre por un personaje de la ópera cómica “Mikado”. “¡Esto de la edad es terrible, amigos!”, dice riendo la escritora, en el zaguán de su casa, con una energía contagiosa que parece desmentir el contenido de su frase.


De: http://www.las2orillas.co



  
“Me he vuelto muy intolerante con las ideologías. Pertenezco a una generación de grandes sueños, de utopías de sociedades perfectas, y lo que ha ocurrido es que ha habido mucha sangre. He observado a gente de mi generación que tenía grandes esperanzas y ahora la veo muy rezagada respecto a sus expectativas. Ya no creo en esos sueños perfectos y maravillosos”- 
Doris Lessing