El CUERPO UTÓPICO
(fragmentos de Conferencia Radiofónica del 1966 en France-Culture)
MI CUERPO, IMPLACABLE TOPÍA
Desde que abro los ojos, me es
imposible escapar a ese lugar que dulce, ansiosamente, Proust habita en cada
despertar. Y no es porque a causa de él me encuentre anclado en donde estoy,
pues, después de todo, no sólo puedo moverme y removerme, sino que también
puedo removerlo a él, moverlo, cambiarlo de lugar. Pero he aquí que no puedo
desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para yo irme por otro
lado. Puedo ir al fin del mundo, puedo esconderme por la mañana bajo las
cobijas, hacerme tan pequeño como me sea posible, puedo dejarme derretir bajo
el sol en la playa: él siempre estará allí donde yo estoy; siempre está
irremediablemente aquí, jamás en otro lado. Mi cuerpo es lo contrario de una
utopía: es aquello que nunca acontece bajo otro cielo. Es el lugar absoluto, el
pequeño fragmento de espacio con el cual me hago, estrictamente, cuerpo. Mi
cuerpo, implacable topía.
LAS UTOPÍAS QUE BORRAN EL CUERPO
¿Y si por casualidad viviera yo
en una especie de familiaridad desgastada, como con una sombra, como con esas
cosas de todos los días que finalmente ya no veo y que la vida ha tornado en
grisallas? ¿Como con esas chimeneas, esos techos que se aborregan cada noche
frente a mi ventana pero que cada mañana son la misma presencia, la misma
herida...? Frente a mis ojos se dibuja la imagen inevitable que impone el
espejo: cara demacrada, hombros curveados, mirada miope, ya sin cabello,
verdaderamente nada guapo. Y es en esa ruin cáscara que es mi cabeza, en esa caja
que no me gusta que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esa rejilla
que habrá que hablar, mirar, ser mirado; bajo esa piel, encenegarse. Mi cuerpo
es el lugar al que estoy condenado sin recurso.
Yo creo que, después de todo, es
contra él y como para borrarlo que se concibieron todas esas utopías. El
prestigio de la utopía, su belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben?
La utopía es un lugar fuera de todo lugar, pero es un lugar en donde habré de
tener un cuerpo sin cuerpo; un cuerpo que será bello, límpido, transparente,
luminoso, veloz, de una potencia colosal, con duración infinita, desatado,
protegido, siempre transfigurado. Y es muy probable que la utopía primera,
aquella que es más difícil de desarraigar del corazón de los hombres sea
precisamente la utopía de un cuerpo incorporal.
También hay una utopía diseñada
para borrar al cuerpo. Y esa utopía es el país de los muertos; son las grandes
ciudades utópicas que nos legó la civilización egipcia. Las momias, después de
todo, ¿qué son? Pues bien, son la utopía del cuerpo negado y transfigurado; la
momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo.
Pero probablemente sea el gran
mito del alma el que desde lo más lejano de la historia occidental nos ha proporcionado
la más obstinada, la más potente de esas utopías mediante las cuales borramos
la triste topología del cuerpo. El alma funciona en mi cuerpo de una manera
verdaderamente maravillosa: está albergada en él, por supuesto, pero sabe bien
cómo escaparse; y se escapa para ver las cosas a través de la ventana de mis
ojos; se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma
es bella, es pura, es blanca. Y si mi cuerpo lodoso, en todo caso nada bello,
llegara a ensuciarla, sin duda habrá una virtud, alguna potencia, habrá mil
gestos sagrados que la reestablecerán en su pureza primigenia. Durará mucho
tiempo, mi alma, y más que mucho tiempo, cuando mi viejo cuerpo se vaya a
pudrir. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil,
móvil, tibio, fresco, es mi cuerpo liso, castrado, redondo como una burbuja de
jabón.
Y así es como mi cuerpo, en
virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Desapareció como la flama de una
vela a la que se le sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas han
echado mano sobre él, lo han hecho desaparecer en un parpadeo, han soplado
sobre su pesantez, su fealdad, y me lo han restituido deslumbrante y eterno.
EL CUERPO Y SUS RECURSOS PROPIOS DE FANTASÍA
Pero, a decir verdad, mi cuerpo
no se deja reducir tan fácilmente. Después de todo, él tiene sus propios
recursos de fantasía: también posee lugares sin lugar, y lugares más profundos,
aun más obstinados que el alma, que la tumba, que los encantamientos de los
magos; tiene sus sótanos y sus graneros, sus superficies luminosas. Mi cabeza,
por ejemplo: ¡qué extraña caverna abierta hacia el mundo exterior por dos
ventanas, dos aperturas! -de eso estoy seguro puesto que las veo en el espejo,
y además puedo cerrar una u otra separadamente-; y sin embargo, no hay dos
ventanas sino sólo una, puesto que frente a mí veo un paisaje único, continuo,
sin barreras ni separaciones. Y ¿cómo es que suceden las cosas en esa cabeza?
Pues bien, las cosas vienen a acomodarse en ella; entran en ella, y de eso
estoy seguro, puesto que cuando el sol es demasiado fuerte me deslumbra, va a
desgarrar el fondo de mi cerebro. Y no obstante, esas cosas que entran en mi
cabeza permanecen claramente en su exterior, dado que las veo delante de mí, y
para alcanzarlas debo, por mi parte, avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo
penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado, cuerpo utópico. Cuerpo en cierto
sentido absolutamente visible: sé muy bien lo que es ser escrutado por alguien
de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por
encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar
desnudo. Y sin embargo, ese cuerpo que resulta tan visible me es retirado, está
atrapado en una especie de invisibilidad de la que jamás podré separarlo: este
cráneo, esta espalda que apoyo y a la que el colchón resiste, que apoyo en el
diván cuando estoy acostado, pero que no puedo sorprender más que a través del
ardid del espejo... ¿qué es esta espalda cuyos movimientos y posiciones conozco
perfectamente, pero que no puedo ver sin contorsionarme horriblemente? El
cuerpo, fantasma que sólo aparece en los espejismos del espejo, y además de
manera fragmentaria. ¿De verdad tengo necesidad de los genios y de las hadas, de
la muerte y del alma para ser a la vez e indisociablemente visible e invisible?
Y además, este cuerpo es ligero, transparente, imponderable; nada más alejado
de una cosa que él, que corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin
resistencia por todas mis intenciones. Ciertamente, pero sólo hasta el día en
el que algo me duele, en el que se ensancha la caverna de mi vientre, en el que
mi pecho y mi garganta se bloquean o se atascan o se llenan de topos, hasta el
día en el que estalla en mi boca el dolor de muelas; entonces, ahí sí, dejo de
ser ligero, imponderable, etc., y me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y
ruinosa. No, verdaderamente, no hay necesidad de magia ni de encantamiento, no
hay necesidad ni de un alma ni de una muerte para que yo sea a la vez opaco y
transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que yo sea un utopía,
basta que sea un cuerpo.
Todas esas utopías mediante las
cuales esquivaba mi cuerpo, pues bien, simplemente tenían por modelo y punto
primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi cuerpo mismo. Estaba muy
equivocado anteriormente al decir que las utopías estaban dirigidas contra el
cuerpo y destinadas a borrarlo: las utopías nacieron del cuerpo mismo y se
voltearon después contra él.
EL CUERPO, ACTOR PRINCIPAL DE TODAS LAS UTOPÍAS
En todo caso, hay algo seguro: el
cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una
de las más viejas utopías que los hombres se hayan contado a sí mismos, ¿acaso
no es el sueño de los cuerpos inmensos, desmesurados, que devoran el espacio y
dominan el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes que encontramos en el
corazón de tantas leyendas en Europa, África, Oceanía, Asia; esa vieja leyenda
que durante tanto tiempo ha alimentado la imaginación occidental, de Prometeo a
Gulliver.
Mi cuerpo, de hecho, está siempre
en otra parte, vinculado con todos los allá que hay en el mundo; y, a decir
verdad, está en otro lugar que no es precisamente el mundo, pues es alrededor
de él que están dispuestas las cosas; es en relación a él, como si se tratara
de un soberano, que hay un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un delante,
un detrás, un cerca y un lejos: el cuerpo es el punto cero del mundo, allí
donde los caminos y los espacios se encuentran. El cuerpo no está en ninguna
parte: está en el corazón del mundo, en ese pequeño núcleo utópico a partir del
cual sueño, hablo, avanzo, percibo las cosas en su lugar, y también las niego
en virtud del poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la
Ciudad del Sol: no tiene lugar, pero a partir de él surgen e irradian todos los
lugares posibles, reales o utópicos.
Después de todo, los niños tardan
mucho tiempo en llegar a saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más
de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades,
orificios, y todo ello sólo se organiza, literalmente toma cuerpo, en la imagen
del espejo. De manera aun más extraña, los griegos de Homero no tenían palabra
alguna para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que parezca, frente a
Troya, bajo los muros resguardados por Héctor y sus compañeros, no había
cuerpos: había brazos levantados, pechos valerosos, piernas ágiles, cascos
relucientes sobre las cabezas, no cuerpos. La palabra griega que quiere decir
cuerpo sólo aparece en Homero para designar el cadáver.
Consecuentemente, son ese mismo
cadáver y el espejo los que nos enseñan, o en todo caso los que respectivamente
enseñaron a los griegos y enseñan a los niños ahora que tenemos un cuerpo, que
ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese
contorno hay espesor, un peso, en resumen que el cuerpo ocupa un lugar. Son el
espejo y el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y
originariamente utópica del cuerpo; son el espejo y el cadáver los que acallan,
apaciguan y encierran dentro de un ámbito oculto para nosotros esa gran rabia
utópica que desvencija y volatiliza nuestro cuerpo a cada instante. Es gracias
a ellos, gracias al espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple
utopía. Ahora que si pensamos que la imagen del espejo se halla en un lugar
inaccesible para nosotros, y que nunca podremos estar allí donde está nuestro
cadáver; si pensamos que el espejo y el cadáver están ellos mismos en una
lejanía inexpugnable, entonces descubrimos que la utopía profunda y soberana de
nuestro cuerpo sólo puede estar oculta y ser clausurada mediante otras utopías.
Quizás valdría decir que hacer el
amor implica sentir que el cuerpo propio se cierra sobre sí mismo, que por fin
se existe fuera de toda utopía con toda la densidad de uno entre las manos del
otro: bajo los dedos del otro que te recorren, tu cuerpo adquiere una
existencia; contra los labios del otro tus labios devienen sensibles; delante
de sus ojos entrecerrados nuestro rostro adquiere una certidumbre y hay, por
fin, una mirada para ver tus pupilas cerradas. Al igual que el espejo y que la
muerte, el amor también apacigua la utopía de tu cuerpo, la acalla, la calma,
la encierra en algo así como una caja que después sella y clausura; es por eso
que el amor es tan cercano pariente de la ilusión del espejo y de la amenaza de
la muerte. Y, si a pesar de esas dos peligrosas figuras, nos gusta tanto hacer
el amor, es porque cuando se hace el amor el cuerpo está aquí.
Nota y traducción de Rodrigo
García
De: FRACTAL- Revista trimestral
Más de uno, como yo sin
duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan
que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra
documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir.
Fragmento extractado de la sexta cinta de grabación con fecha 20 de
junio de 1975, publicada en francés por Le Monde y reproducida y traducida al
portugués en el diario Folha de Sao Paulo (martes 6 de enero de 1987 –
Ilustrada, p.36) con el título de “A presenca da literatura na pesquisa de
Foucault”.
R.P.D.: ¿Cómo se distingue la
buena de la mala literatura?
M.F.: Justamente es eso lo que
será preciso abordar un día. Será necesario preguntarse, por un lado, lo que es
verdaderamente esa actividad que consiste en hacer circular ficción, poemas,
relatos... en una sociedad. Se deberá analizar también una segunda operación:
Entre todos los textos, ¿Qué hace que algunos sean sacralizados y pasen a
funcionar como ‘literatura’? Esos textos son, de inmediato, retomados en el
interior de una institución que era, en su origen, bastante diferente de lo que
es hoy: La institución universitaria. Ahora, ella comienza a identificarse como
institución literaria.
Hay ahí una línea inclinada
bastante visible en nuestra cultura. En el siglo XIX, la universidad fue un
elemento en el interior del cual se reconocía y se constituía una literatura
llamada clásica que, por definición, no era una literatura contemporánea y que
asumía el papel, simultáneamente, de única fuente para la literatura
contemporánea y de crítica de esa literatura. De ahí un juego muy curioso, en
el siglo XIX, entre la literatura y la universidad, entre el escritor y el
universitario.
Y después, poco a poco, las dos
instituciones que, en verdad, debajo de sus desavenencias, eran en el fondo
idénticas, tienden a confundirse socialmente. Se sabe perfectamente que hoy la
literatura llamada de vanguardia, nunca es hecha por los académicos. Pero
también se sabe que, hoy, los escritores de más de treinta años están en las
aulas y sus alumnos toman su obra como tema de sus tesis. Se sabe que los
escritores, en la mayoría de los casos, sobreviven a costa de aulas y de cargos
universitarios.
En esto ya tenemos una verdad: La
literatura funciona en cuanto tal gracias a un juego de selección, de
sacralización, de valorización institucional de la cual la universidad es, al
mismo tiempo, agente y receptor.
R.P.D.: ¿Existen criterios
internos a los textos o todo no pasa de ser una historia de sacralización por
la institución universitaria?
M.F.: No tengo la menor idea. Me
gustaría simplemente decir lo siguiente: Para romper con ciertos mitos,
inclusive los de carácter expresivo de la literatura, fue muy importante partir
de ese gran principio de que la literatura solo tiene que ver con la propia
literatura. Si ella tiene algo que ver con su autor, es más al modo de la
muerte, del silencio, del desaparecimiento de quien escribe.
Poco importa que yo me refiera
aquí a Blanchot o a Barthes. Lo esencial es la importancia del principio de
intransitividad de la literatura. Esta fue, de hecho, la primera etapa que nos
permitió refutar la idea de que la literatura era el lugar de todos los pasajes
o un punto en el cual desembocan todos los pasajes, la expresión de las
totalidades.
Pero me parece que esa fue apenas
una etapa. Porque, al mantener el análisis a este nivel, corremos el riesgo de
no conseguir deshacer el conjunto de las sacralizaciones que afectan a la
literatura. Por el contrario, corremos el riesgo de sacralizarla aún más. Y, de
hecho, fue eso lo que aconteció en 1970. Presenciamos la utilización de algunos
temas de Blanchot y de Barthes para una especie de exaltación, al mismo tiempo
ultra-lírica y ultra-racionalizante, de la literatura como estructura de
lenguaje que no puede ser analizada más que en sí misma y a partir de sí misma.
Las implicaciones políticas no
estuvieron ausentes de esas exaltaciones. Gracias a ella, se llegó a decir, que
el acto de escribir estaba a tal punto libre de todas las determinaciones, que
el hecho de escribir era en sí mismo subversivo, que el escritor tiene, en el
propio gesto de escribir, el derecho imprescindible a la subversión. ¡Por
consiguiente, el escritor era revolucionario, y en cuanto más la escritura era
escritura, más se sumergía en la intransitividad, más producía por esa misma
vía el movimiento de la revolución! Usted sabe que estas son cosas que,
infelizmente, fueron dichas...
En realidad, los pasos dados por
Blanchot y Barthes en su trabajo tendían a promover una desacralización de la
literatura, chocando con los que la colocaban en posición de expresión
absoluta. Esa ruptura implicaba que el movimiento siguiente sería
desacralizarla completamente, e intentar ver cómo, en la masa general de lo que
se decía, habría podido constituirse, en un momento dado de una forma dada, esa
región particular del lenguaje a la cual no se debe pedir que contenga las
decisiones de una cultura, pero sin preguntar cómo una cultura decidió ella
misma dar esa posición tan singular, tan extraña.
R.P.D.: ¿Por qué ‘extraña’?
M.F.: Nuestra cultura atribuye a
la literatura un papel extraordinariamente limitado, en un cierto sentido.
¿Cuántas personas leen literatura? ¿Qué papel tiene ella efectivamente en la
expansión general de los discursos?
Pero esa misma cultura impone a
todos sus hijos, como encaminamiento en dirección a la cultura, que pasen,
durante sus estudios, por toda una ideología, toda una teología de la
literatura. He ahí una especie de paradoja.
Y esa paradoja no deja de tener
sus relaciones con la afirmación de que la escritura es subversiva. Que alguien
afirme eso, en tal o cual revista literaria, es algo sin ninguna importancia y
ninguna consecuencia. Pero, en este mismo momento, todos los profesores, desde
los profesores de primaria hasta los universitarios comienzan a decir,
explícitamente que no, que las grandes decisiones de una cultura, sus puntos de
inflexión, deben ser buscados en Diderot, o en Sade, o en Hegel, o en Rabelais,
usted puede ver que finalmente se trata de una misma cosa. Unos y otros hacen que
la literatura funcione de la misma forma. A ese nivel, los efectos de
reforzamiento son recíprocos. Los grupos autodenominados de vanguardia y las
“grandes masas” de la universidad están de acuerdo. Eso conduce a un bloqueo
político bastante pesado.
R.P.D.: ¿Cómo es que Ud. puede
escapar a ese bloqueo?
M.F.: Mi forma de retomar el
problema fue, por un lado, el libro de Raymond Roussel y después, sobre todo,
el libro sobre Pierre Rivière. Hay en los dos, una misma pregunta: ¿Cuál es el
momento a partir del cuál un discurso -que sea o de un enfermo, o de un
criminal, etc.- comienza a funcionar en el campo calificado de literatura?
Para saber lo que es literatura,
no son sus estructuras internas las que me gustaría estudiar. Me gustaría más
aprehender el movimiento, o pequeño proceso, por el que un tipo de discurso ‘no
literario’, ignorado, olvidado luego de pronunciado, entra en el campo
literario. ¿Qué acontece ahí? ¿Qué es desencadenado? ¿Cómo ese discurso es
modificado en sus valores por el hecho de ser reconocido como literario?
Traducido por Alfonso Forero
De: http://bibliotecaignoria.blogspot.com
"¿Qué es lo que hace que la literatura sea literatura? ¿Qué es lo que
hace que el lenguaje que está escrito ahí sobre un libro sea literatura? Es esa
especie de ritual previo que traza en las palabras su espacio de consagración.
Por consiguiente, desde que la página en blanco comienza a rellenarse, desde
que las palabras comienzan a transcribirse en esta superficie que es todavía
virgen, es ese momento cada palabra es en cierto modo absolutamente
decepcionante en relación con la literatura, porque no hay ninguna palabra que
pertenezca por esencia, por derecho de naturaleza a la literatura.
La literatura no es la forma general de cualquier obra de lenguaje, no
es tampoco el lugar universal donde se sitúa la obra de lenguaje. Es de alguna
manera un tercer término, el vértice de un triángulo por el que pasa la
relación del lenguaje con la obra y de la obra con el lenguaje. Creo que una
relación de este género es lo que se designa con la palabra
"literatura".
El lenguaje es, de un cabo a otro, discurso, gracias a este poder
singular de una palabra que hace pasar el sistema de signos hacia el ser de lo
que se significa.
Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y
sólo a ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el
decir lo que es, pero no será más que lo que dice.
El autor es quien da al inquietante lenguaje de la ficción sus
unidades, sus nudos de coherencia, su inserción en lo real.
Sería absurdo, desde luego, negar la existencia del individuo que
escribe e inventa. Pero pienso que —al menos desde hace un cierto tiempo— el
individuo que se pone a escribir un texto, en cuyo horizonte merodea una
posible obra, vuelve a asumir la función del autor: lo que escribe y lo que no
escribe, lo que perfila, incluso en calidad de borrador provisional, como
bosquejo de la obra, y lo que deja caer como declaraciones cotidianas, todo ese
juego de diferencias está prescrito para la función de autor, tal como él la
recibe de su época, o tal como a su vez la modifica".
M.F.
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