miércoles, 11 de junio de 2014

“Las personas libres jamás podrán concebir lo que los libros significan para quienes vivimos encerrados” - Ana Frank


12 de junio de 1929- Alemania
















Katrientje

23 de febrero de 1944

Katrientje estaba delante de la granja, sentada al sol sobre una piedra. La niña meditaba profundamente. Katrientje era una de esas criaturas que con los años se convierten en... por haber tenido siempre que pensar mucho. ¿Y en qué pensaba la niña del delantal? Sólo ella lo sabía. A nadie revelaba sus pensamientos; era demasiado reservada.
No tenía amigas ni esperaba tenerlas; hasta su madre la encontraba extraña y, por desgracia, la niña se daba cuenta. El padre tenía demasiado trabajo para ocuparse de su única hija. Por eso, Trientje no tenía a nadie más que a sí misma. No le daba pena estar siempre sola; nunca había conocido otra vida y con poco se conformaba.
Pero aquella calurosa mañana de verano suspiró profundamente mientras dejaba vagar la mirada por los campos de trigo. ¡Qué hermoso sería poder jugar con aquellas niñas! ¡Cómo corrían y reían! ¡Ellas sí que se divertían!
Ahora se acercaban. ¿Irían a buscada? ¡Oh, qué pena, se estaban riendo de ella! Ahora las oía claramente, y la llamaban de aquel modo que ella tanto aborrecía, Trientje la Boba, ese nombre que siempre oía cuchicheara su espalda. ¡Qué desdichada se sentía! De buena gana hubiera echado a correr hacia la casa, pero entonces aún se hubieran reído más.

¡Pobrecita, no es la primera vez en tu vida que te sientes desgraciada y ansías la compañía de otras niñas!
—¡Trientje, Trien! ¡A comer!
La niña se levantó suspirando y, lentamente, entró en la casa.
—¡Qué cara de pascuas trae nuestra hija! Ella siempre tan contenta —exclamó la campesina al ver entrar a la niña, más triste que nunca
—¿Es que no puedes decir algo, alguna vez? —continuó la mujer.
Su tono era muy áspero, pero ella no se daba cuenta, y es que siempre había deseado tener una niña alegre y retozona.
—Sí, mamá.
Su voz apenas era perceptible.
—Toda la mañana fuera de casa, sin hacer nada. ¿Dónde te has metido?
—Ahí fuera.
Trientje sentía un nudo en la garganta, pera la madre interpretó mal la aflicción de la niña y; llena de curiosidad, se propuso averiguar lo que su hija había estado haciendo durante toda la mañana.

—Contesta bien, por una vez. Quiero saber de dónde vienes, ¿lo has entendido? Y basta de bobadas.
Al oír la aborrecida palabra, Katrientje no pudo contener las lágrimas.
—¡Otra vez llorando! Eres una llorona. ¿Es que no puedes decir de dónde vienes? ¿Acaso es un secreto?
La pobre criatura no podía articular palabra. Los sollozos la ahogaban. Se puso en pie de un salto, derribando la silla y salió corriendo de la habitación en dirección a la buhardilla. Una vez allí se dejó caer sobre un montón de sacos que había en un rincón y siguió llorando. Abajo, la campesina, encogiéndose de hombros, empezó a recoger la mesa. La conducta de su hija no le extrañaba. A menudo le daba aquella llantina. Lo mejor era dejarla. ¿Era así como se comportaba una muchacha de doce años?
En la buhardilla, Trien, ya más calmada, se puso a reflexionar nuevamente. Lo mejor sería bajar y decide a madre que se pasó la mañana sentada en aquella piedra. Haría todo el trabajo por la tarde. Así vería que no la asustaba trabajar. Si le preguntaba por qué se había pasado toda la mañana sin hacer nada, le diría que porque necesitaba pensar. Aquella tarde, cuando hubiera vendido los huevos, iría al pueblo y le compraría un dedal de plata. Para eso todavía le quedaría bastante dinero. Entonces, su madre vería que no era tan boba. Sus pensamientos se detuvieron un momento. ¿Cómo librarse de aquel detestable mote? ¡Ya tenía la solución! Sí, después de pagar el dedal, le sobraba algo de dinero, compraría una bolsa de Snaapjes (así llaman los niños en Holanda a unos caramelos rojos y pegajosos) y, al día siguiente, los repartiría entre las niñas de la escuela. Entonces les preguntaría si podía jugar con ellas. Así verían que ella también sabía jugar y nunca volverían a llamarla más que Trientje, a secas.
Aún un poco temerosa, se levantó y fue al encuentro de su madre. Al verla, ésta le preguntó:
—¿Ya se te ha pasado el berrinche?
A Trientje le faltó valor para volver a hablar de lo ocurrido. Sin decir palabra, se puso a fregar los cristales de las ventanas.
Al caer la tarde, Trientje cogió el cesto de los huevos y se encaminó, presurosa, hacia el pueblo. Al cabo de media hora llegó a la casa de su primera cliente, que la estaba esperando en la puerta, con un plato de porcelana en la mano.
—Dame diez huevos, niña -le dijo la señora, amablemente.
 Trien le entregó lo pedido y después de despedirse, continuó su camino. Tres cuartos de hora más tarde, el cesto estaba vacío. Trien entró en una tiendecita donde sabía que podía encontrar de todo. Salió de allí con un bonito dedal y un cucurucho de caramelos y emprendió el regreso hacia su casa. A mitad del camino, vio venir, en dirección contraria, a dos de las niñas que aquella mañana se habían burlado de ella. Haciendo un esfuerzo, dominó el impulso de esconderse y, con el corazón palpitante, siguió andando.
—¡Mira, mira, Trientje la Boba, la Boba, la Boba!
Trien perdió todo su valor. Sin saber exactamente lo que hacía, cogió los caramelos y se los tendió a las niñas. Con un movimiento rápido, una de ellas cogió la bolsa y echó a correr. La otra la siguió y, antes de desaparecer en un recodo del camino, se volvió y sacó la lengua.
Trientje se dejó caer al lado del camino y rompió a llorar con gran desconsuelo. Lloró y lloró hasta no poder más. Era ya casi de noche cuando cogió nuevamente el cesto, que se había volcado, y se ...

De:  http://www.venamimundo.com



















“Nunca creeré que los poderosos, los políticos y los capitalistas sean los únicos responsables de la guerra. No, el hombre común y corriente, también se alegra de hacerla. Si así no fuera, hace tiempo que los pueblos se habrían rebelado”- 
Ana Frank




Muere escritora cuya vida se cruzó con la de Ana Frank

Ambas fueron encarceladas en Bergen-Belsen al mismo tiempo, aunque Berthe Meijer era años menor

Martes, 03 de Junio 2014

AMSTERDAM.-— La escritora judía holandesa Berthe Meijer, cuya vida se cruzó con la de Ana Frank, ha muerto a causa de un cáncer. Tenía 74 años.

Su esposo, Gary Goldschneider, dijo el miércoles que Meijer falleció en la víspera.

Antes de la guerra, Meijer vivió en la misma calle de Amsterdam del vecindario judío donde Frank asistió a una escuela Montessori. Sus familias intentaron esconderse durante la ocupación nazi en Holanda, pero fueron capturadas y deportadas. Ambas fueron encarceladas en Bergen-Belsen al mismo tiempo, aunque Meijer era años menor.

Mientras Frank murió a tan sólo dos semanas de que el campamento fuera liberado en 1945, Meijer sobrevivió.

En el 2010, Meijer publicó sus memorias bajo el título de "Life After Anne Frank" (La vida después de Ana Frank), con la intención de comparar su propia fortuna en la postguerra con el que quizás habría sido el destino de Frank, de haber sobrevivido.

La vida de Meijer después de la guerra no fue para nada fácil. Tuvo algo de éxito como escritora, pero sus heridas emocionales nunca sanaron.

Para bien o para mal, la decisión de Meijer de compararse con Frank — cuyo diario se ha convertido en el documento más leído que haya emergido del Holocausto — opacó el resto de sus memorias, al menos inicialmente. Meijer enfrentó un fulminante escepticismo debido a su afirmación en el libro de que Frank la entretuvo a ella y otros niños que hablaban holandés contándoles cuentos de hadas en el campo de concentración.

Sin embargo, partes clave de su historia salieron bien paradas de las investigaciones, y fueron confirmadas por testimonios de otros sobrevivientes de que Ana y Margot Frank, entre otros, a veces cuidaron de niños holandeses en el campamento.

Por otra parte, además de su diario, Frank una vez intentó escribir cuentos de hadas y Meijer, quien tenía 7 años cuando el campamento fue liberado, pudo de hecho formarse recuerdos de la experiencia, habiendo conocido a Frank brevemente antes de la guerra.

Con sus padres muertos, Meijer creció en un orfanato judío y tuvo relaciones incómodas con parientes que sobrevivieron.

Pero dijo que estaba resuelta a salir adelante por sus propios medios.

"Pensé que dejarme destruir sería un honor demasiado grande para la gente que me causó tanto dolor", dijo cuando se publicó su libro en el 2010.

Tras un matrimonio y otra relación fallidos, conoció a Goldschneider, un voluble escritor y músico nacido en Estados Unidos, en 1986. Y ambos permanecieron juntos y relativamente felices, dijo él el miércoles.

"Ella tuvo momentos de gran alegría, pero también periodos muy oscuros", dijo. "Cuando una vida es empañada, dañada, estropeada de ese modo, no puede ser normal".

Odiaba las multitudes, y viajar en tren o autobús eran experiencias que podían terminar en pánico.

En una entrevista en el 2010, dijo que uno de sus principales requisitos para una casa era que tuviera buenas vías de escape y escondites.

Al preguntársele entonces si su casa tenía un escondite, exclamó con regocijo: "¡Uno de los mejores que haya tenido".

En el sótano, mostró con orgullo un ducto de ventilación anodino que se extendía en un área lo suficientemente amplia como para albergar a tres o cuatro personas.

Meijer dijo que una de las cosas que esperaba lograr con el libro era simplemente mostrarle a la gente con traumas del pasado que otros atravesaron experiencias similares.

"Eso ofrecería algo de consuelo. Un poquito", dijo.

Decidió escribir sus memorias tras una visita a Bergen-Belsen, pero no creía en la escritura como terapia.

"Todos los que me aseguraron que esta era la oportunidad de hacer paz con mi pasado no sabían de lo que estaban hablando", escribió en las últimas líneas del texto.

"No hay paz. Seguiré en guerra hasta el día de mi muerte".

Meijer deja a Goldschneider, una hermana, un hijo y dos nietos.


De: http://www.diariolibre.com/revista







"La actividad continua de un escritor es la escritura, y por eso encuentro injustificable la actitud del escritor que abandona su trabajo.” - Salvador Garmendia

11 de junio de 1928- Venezuela
Escritor, guionista, articulista.

Difuntos y volátiles


 

No hay que tenerles miedo a los muertos -decía mi tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del camisón, por las orejas y le llenaba el pelo.
Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.
Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.
Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.
El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.
Comía en silencio, sin más nadie en la mesa y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.
En Difuntos, extraños y volátiles, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.




Asunto de familia
Por aquella época, se conocían los fotógrafos ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso, toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga, amarillosa, tendida a la espalda.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.
Era un retrato de cuerpo entero; mi tío era gordo, rosado y había perdido la mitad del pelo. Estaba parado, vestido de blanco y los brazos pegados al cuerpo como un soldado.
Aquel día, el fotógrafo me puso una mano en la cabeza y era tan pesada que la estuve sintiendo, fría, en el pelo durante muchos días. No lo vimos más.
Un día, mi tía Gardita -tenía las manos pegajosas de cola y la nariz llena de venas-, dijo que el traje negro que llevaba mi tío en el retrato, lo mismo que el chaleco y los botines se los había puesto el día del matrimonio y que no los había usado nunca más. Ese traje estaba todavía en su cuarto, colgado detrás de la puerta: uno lo sacudía con miedo y de adentro salían cucarachas que corrían como ciegas por aquel paño negro y cubierto de polvo.
Con los meses, mi tío enflaqueció, además; la cara se le puso afilada y el pelo negro peinado a la pluma brillaba como aceite; vestía de dril oscuro y se le veían las manos largas y blancas. Mamá lo encontraba parecido a mi tío Roberto que murió muy joven; pero mi tío Roberto tenía la frente más despejada y el cuello más largo.
Un día apareció a caballo, de botas y polainas y un sombrero de fieltro. Se veía muy alto, duro, parecido a una estatua. Estaba más gordo y la cara se le había redondeado: mamá decía que mirando muy bien, se podía ver, apenas, en ese humo desteñido del fondo, a mi papá montado también a caballo; pero esto no fue posible verificarlo, de modo que después de un tiempo se olvidó. Por esa época, se apareció mi tía Servilia y despertó la casa. Viendo a mi tío en un sillón con aquel cuello enorme donde latía una vena y aquel pecho inflado y unas manos pesadas, dijo que era una lástima que hubiera muerto tan joven.
Mi tía Servilia caminaba todo el día por la casa, afanada y sin parar de hablar. Hablaba de nada, contaba las cosas que iba haciendo y a veces se reía de lo que pensaba. Por debajo del camisón le salían unos hombrecitos alocados que corrían delante de ella removiendo sillas y materos y todo lo que podían encontrar. Todo era ruido en la casa y el día se iba volando. Entonces inventó cambiar todo de sitio, vaciar los cuartos, todo. Cuando rodamos los escaparates, salieron las lagartijas en volandas y todos zapateábamos. Quedaba una mancha de polvo y aparecían cosas que se habían perdido hacía siglos.
Cuando fueron a quitar el retrato de mi tío, un pedazo del encalado se desprendió y el retrato se vino al suelo. Corrí a mirar. Estaba el vidrio hecho pedazos, ennegrecido por el polvo y el marco desclavado en una esquina. Mamá y mi tía gritaban. El retrato estaba tan oscuro, lleno de peladuras y lamparones, que apenas era posible distinguir la figura. Se veía un poco la cara de mi tío, pero como hacía ya mucho tiempo de su muerte, yo no lo recordaba.
Mi tía Servilia dijo que no valía la pena hacer nada por recuperarlo, y me mandó botarlo en el solar.
En Los escondites, Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
De: http://salvadorg.wordpress.com