Octavio Paz 31 de marzo de 1914 - Méjico |
Morada del Ctro. de Fción. Humanística PERRAS NEGRAS (Uruguay: "País de los Pájaros Pintados")
lunes, 31 de marzo de 2014
..."igual que una herida en el alma..."
Recién se edita el libro que, en la cárcel, planificó y escribió el poeta. |
“Los discípulos incrementan la sabiduría del profesor y ensanchan su mente”- Maimónides
Oración diaria del médico
Dios Todopoderoso, Tú has creado el cuerpo humano con infinita
sabiduría. Tú has combinado en él diez mil veces, diez mil órganos, que actúan
sin cesar y armoniosamente para preservar el todo en su belleza: el cuerpo que
es envoltura del alma inmortal. Trabajan continuamente en perfecto orden,
acuerdo y dependencia.
Sin embargo, cuando la fragilidad de la materia o las pasiones
desbocadas del alma trastornan ese orden o quiebran esa armonía, entonces unas
fuerzas chocan con otras y el cuerpo se desintegra en el polvo original del
cual proviene. Tú envías al hombre la enfermedad como benéfico mensajero que
anuncia el peligro que se acerca y le urges a que lo evite.
Tú has bendecido la tierra, las montañas y las aguas con
sustancias curativas, que permiten a tus criaturas aliviar sus sufrimientos y
curar sus enfermedades. Tú has dotado al hombre de sabiduría para aliviar el
dolor de su hermano, para diagnosticar sus enfermedades, para extraer las
sustancias curativas, para descubrir sus efectos y para prepararlas y
aplicarlas como mejor convenga en cada enfermedad.
En Tu eterna Providencia, Tú me has elegido para velar sobre la
vida y la salud de Tus criaturas. Estoy ahora preparado para dedicarme a los
deberes de mi profesión. Apóyame, Dios Todopoderoso, en este gran trabajo para
que haga bien a los hombres, pues sin Tu ayuda nada de lo que haga tendrá
éxito.
Inspírame un gran amor a mi arte y a Tus criaturas. No permitas
que la sed de ganancias o que la ambición de renombre y admiración echen a
perder mi trabajo, pues son enemigas de la verdad y del amor a la humanidad y
pueden desviarme del noble deber de atender al bienestar de Tus criaturas.
Da vigor a mi cuerpo y a mi espíritu, a fin de que estén siempre
dispuestos a ayudar con buen ánimo al pobre y al rico, al malo y al bueno, al
enemigo igual que al amigo. Haz que en el que sufre yo vea siempre a un ser
humano.
Ilumina mi mente para que reconozca lo que se presenta a mis ojos
y para que sepa discernir lo que está ausente y escondido. Que no deje de ver
lo que es visible, pero no permitas que me arrogue el poder de inventar lo que
no existe; pues los límites del arte de preservar la vida y la salud de Tus
criaturas son tenues e indefinidos.
No permitas que me distraiga: que ningún pensamiento extraño
desvíe mi atención cuando esté a la cabecera del enfermo o perturbe mi mente en
su silenciosa deliberación, pues son grandes y complicadas las reflexiones que
se necesitan para no dañar a Tus criaturas.
Concédeme que mis pacientes tengan confianza en mí y en mi arte y
sigan mis prescripciones y mi consejo. Aleja de su lado a los charlatanes y a
la multitud de los parientes oficiosos y sabelotodos, gente cruel que con
arrogancia echa a perder los mejores propósitos de nuestro arte y a menudo
lleva a la muerte a Tus criaturas.
Que los que son más sabios quieran ayudarme y me instruyan. Haz
que de corazón les agradezca su guía, porque es muy extenso nuestro arte.
Que sean los insensatos y locos quienes me censuren. Que el amor
de la profesión me fortalezca frente a ellos. Que yo permanezca firme y que no
me importe ni su edad, su reputación, o su honor, porque si me rindiera a sus
críticas podría dañar a tus criaturas.
Llena mi alma de delicadeza y serenidad si algún colega de más
años, orgulloso de su mayor experiencia, quiere desplazarme, me desprecia o se
niega a enseñarme. Que eso no me haga un resentido, porque saben cosas que yo
ignoro. Que no me apene su arrogancia. Porque aunque son ancianos, la edad
avanzada no es dueña de las pasiones. Yo espero alcanzar la vejez en esta
tierra y vivir en Tu presencia, Señor Todopoderoso.
Haz que sea modesto en todo excepto en el deseo de conocer el arte
de mi profesión. No permitas que me engañe el pensamiento de que ya sé
bastante. Por el contrario, concédeme la fuerza, la alegría y la ambición de
saber más cada día. Pues el arte es inacabable, y la mente del hombre siempre
puede crecer.
En Tu eterna Providencia, Tú me has elegido para velar sobre la
vida y la salud de Tus criaturas. Estoy ahora preparado para dedicarme a los
deberes de mi profesión. Ayúdame, Dios Todopoderoso, en este gran trabajo para
que haga bien a los hombres, pues sin Tu auxilio nada de lo que haga tendrá
éxito.
Maimónides
De:
https://www.unav.es
Moshé Ben Maimón 30 de marzo de 1138- Córdoba, España Médico, filósofo, rabino, teólogo. |
"El hombre nace para que un día nazca un hombre mejor" - Máximo Gorki
28 de marzo de 1868 Novelista, dramaturgo, ensayista; maestro del Realismo socialista. |
La
madre del monstruo
Día
tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El
cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila
resplandeciente del sol.
El
mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas
policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso
como el cielo... Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua
palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.
El
horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del
que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca
solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de
Nápoles.
El
pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su
aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un
viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas
hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor
que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los
frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de
firmamento sombrío.
El
silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.
Entre
los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia
la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso.
Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las
sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto
impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo
profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se
piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.
Anda
con la cabeza agachada, haciendo calceta; el acero de las agujas brilla entre
sus dedos. El ovillo de lana está oculto en una de sus faltriqueras, pero se
diría que el hilo rojo sale de su pecho. El camino es sinuoso y los pedruscos
crujen y resbalan a su paso. Sin embargo, la vieja sigue bajando con la misma
seguridad que si sus pies viesen el sendero.
He
aquí la historia de esta mujer.
Poco
después de su matrimonio con un pescador, su marido salió un día a la faena y
no regresó. La mujer estaba grávida.
Apenas
nació el niño, ella procuró mantenerlo siempre oculto de la gente. Nunca la
vieron con él en la calle, al sol, para glorificarse con su hijo, como suelen
hacer todas las madres; antes al contrario, lo tenía envuelto en harapos, en un
rincón de su choza.
Durante
mucho tiempo ningún vecino pudo ver del niño más que la cabezota y los inmensos
ojos inmóviles en la cara amarillenta. Advirtieron asimismo que la madre, que
antaño había luchado a brazo partido contra la miseria, llena de alegría,
infatigablemente, que sabía comunicar valor a los demás, se mostraba ahora
taciturna y parecía estar siempre meditando, con el ceño fruncido, como si
contemplase el mundo a través de un velo de dolor, con mirada extraña e
interrogadora.
Sin
embargo, no pasó mucho tiempo sin que todos se enterasen de su desgracia. El
niño había nacido contrahecho, y esa era la causa de la pesadumbre de la madre
y el motivo de que lo ocultase de la gente.
Entonces
los vecinos, condolidos, le dijeron que comprendían el dolor de una madre que
da a luz a un hijo anormal, pero que nadie, salvo la Madona, sabía si aquella
prueba era un castigo, y que el niño, de todos modos, no debía ser privado de
la luz del sol.
Ella
prestaba oídos a la gente y les mostraba a su hijo. Tenía éste unas piernas y
unos bracitos en extremo cortos, como aletas de pez; la cabeza, hinchada como
una bola, se sostenía a duras penas sobre el cuello delgaducho y endeble; el
rostro estaba todo surcado de arrugas; tenía los ojos turbios y la boca hendida
por una sonrisa inexpresiva.
Al
mirarlo, las mujeres lloraban y los hombre se retiraban mohínos, con una mueca
de desdén. La madre del monstruo se sentaba en el suelo, y ora bajaba la
cabeza, ora la levantaba y miraba a todos, como preguntando algo que nadie
podía comprender.
Los
vecinos construyeron para el engendro una caja semejante a un ataúd; lo
llenaron de vellones de lana, colocaron en ella al pequeño monstruo y los
pusieron en un rincón del patio. Tenían la esperanza de que el sol, hacedor de
milagros, haría uno más.
Pero
fue transcurriendo el tiempo y el monstruo seguía siéndolo: una cabezota
enorme, un largo tronco y unos atrofiados muñones. Únicamente su sonrisa iba
adquiriendo una expresión más y más definida de insaciable glotonería. En la
boca surgieron dos hileras de agudos dientes, y los cortos y deformes brazos se
adiestraron en coger los trozos de pan y llevarlos, sin equivocarse nunca, a la
ávida bocaza.
Era
mudo, pero cuando alguien comía cerca o cuando olía alimento, abría el hocico y
empezaba a dar unos mugidos roncos y a menear como un loco la cabezota,
mientras el blanco mate de los ojos se le cubría de venillas sanguinolentas.
Comía
mucho, cada día más; su mugido se hizo persistente. La madre trabajaba sin
cesar, pero su ganancia era exigua y a veces nula. No se quejaba de su suerte,
y si aceptaba alguna ayuda, era de mala gana y sin despegar los labios. Cuando
estaba fuera, los vecinos, cansados del constante mugir del monstruo, corrían a
meterle en la boca mendrugos, frutas, legumbres y cuanto comestible tenían a
mano.
-¡Te
va a comer viva! -decían a la madre-. ¿Por qué no lo llevas a un asilo?
-No
quiero oír hablar de eso -contestaba la pobre mujer-. Soy su madre. Yo lo traje
al mundo y yo he de ganar el sustento para él.
Como
aún era hermosa, más de uno quiso hacerse amar por la desdichada, pero no
obtuvo el menor éxito. A uno, precisamente a aquel hacia quien se sentía más
inclinada, le dijo un día:
-No
puedo ser tu esposa. Tengo miedo de engendrar otro monstruo. Tú mismo te
avergonzarías. ¡No, vete!
El
hombre insistió, recordándole que la Madona hacía justicia a las madres y las
consideraba como hermanas suyas. Pero ella exclamó:
-¡Ay!
No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad.
El
pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió.
-Me
da miedo -decía-. He perdido la fe en mi destino...
El
hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca.
Durante
muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que engullía
sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la
vida de la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era
horrible. Semejaba un globo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para
elevarse por el aire, tras haber topado contra las esquinas de las casas.
Todos
los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían
estupefactos, estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja
estaba adosada a un muro por el que se enredaba una parra, y de su interior
surgía la cabeza del monstruo.
El
amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los
ojos mates, desencajados, casi salían de las órbitas.
Aquella
horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz,
achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al
descubierto unos dientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas
orejas que parecían tener vida propia e independiente... Aquel horripilante
mascarón estaba rematado por un manojo de pelos negros y rizados como los de un
africano.
Casi
siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la mano diminuta
y breve como la patita de una lagartija.
Entonces
inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y los ojos
se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida
faz, cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre,
alargaba el cuello y abría la boca enrojecida, de la que salía una delgada
lengua de víbora para mugir con acento imperativo.
La
gente se marchaba santiguándose y musitando una oración.
Aquello
les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida.
Un
herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo:
-Cuando
veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido también
devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todos
nosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.
Aquella
cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientos
de espanto.
La
madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Sus
cabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su
rostro. Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los
vecinos que la infeliz se pasaba las noches enteras a la puerta de su casa
mirando al cielo, como si esperase que de allí pudiera llegar el socorro. Y se
decían unos a otros, encogiéndose de hombros:
-¿Qué
debe estar esperando?
Terminaron
por aconsejarle:
-¡Llévalo
a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán
limosna.
-Sería
horrible que lo vieran los extranjeros -contestó la madre, horrorizada-. ¿Qué
pensarían de nosotros?
-La
desgracia existe en todos los países -le contestaron-, cosa que nadie ignora.
La
madre negó con un movimiento de cabeza.
Cierto
día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo,
entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja.
La madre fue testigo de sus gestos de repugnancia y comprendió que hablaban con
repulsión de su hijo. Pero lo que más la sorprendió fueron ciertas palabras
pronunciadas con acento de desprecio y animosidad y, también, de triunfo.
La
desgraciada mujer conservó en la memoria el sonido de aquellas palabras
extranjeras, que repetía insistentemente y en las que su corazón de italiana y
de madre adivinaba un significado insultante. Aquel mismo día fue a casa de un
adivino conocido suyo y le preguntó qué significaban las palabras que había
oído.
-Convendría
saber quién las ha pronunciado -contestó el hombre, frunciendo el ceño-. Pues
significan: "Italia muere antes que las demás naciones italianas".
¿Quién forja semejantes mentiras?
La
pobre mujer se marchó silenciosa.
Al
día siguiente, a consecuencia de un hartazgo, su hijo murió entre convulsiones.
La
madre se sentó en el patio, junto a la caja, con las manos cruzadas sobre
aquella cabeza inerte. Permanecía quieta, inmóvil, y parecía más que nunca
esperar algo. Fijaba la mirada interrogante en cada uno de los que desfilaban
ante el cadáver.
Todos
guardaron silencio. Nadie le preguntó nada, aunque muchos se sentían inclinados
a felicitarla por haberse liberado de aquella esclavitud, o tal vez hubieran
deseado consolarla por haber perdido al que, después de todo, era su hijo. Pero
nadie despegó los labios. Hay momentos en que todos comprenden que ciertas
cosas no pueden expresarse sin que parezcan reticencias.
Mucho
tiempo después de la muerte del monstruo, la madre seguía mirando a la gente a
la cara, como si preguntase no se sabe qué. Pero luego, poco a poco, pareció ir
olvidándolo todo...
De: Ciudad Seva.com
"El Rey de la Risa" antes de la Revolución Rusa: Arkadi Avérchenko
27 de marzo de 1881- Rusia |
UN
ASUNTO VULGAR
La
víspera de Navidad.
El
frío era muy intenso, el viento atacaba furioso las casas y los árboles y no
perdonaba a los transeúntes, que hacían todo lo posible para librar de sus
ataques las mejillas, la nariz y la frente. Cuando se cansaba de callejear, se
encaramaba sobre los altos edificios, en busca de un campo de acción más
despejado, más abierto, y daba rienda suelta a su furia salvaje, rugía como un
león, saltaba de tejado en tejado, se colaba por las chimeneas.
El
novelista Dojov y el pintor Poltorakin marchaban por la acera, cubierta de
nieve, envueltos en buenos abrigos.
Iban
a una fiesta infantil que se celebraba aquella noche en casa del editor
Sidayev, y pensaban con placer en la grata velada que les esperaba en los ricos
y tibios salones, ante el árbol de Navidad, rodeados de niños felices, alegres.
El
frío arreciaba.
—Es
muy difícil escribir cuentos de Navidad —decía Dojov—. O hay que desarrollar un
asunto vulgar, o pintar una serie de horrores más vulgar aún…
De
pronto se detuvo y volvió la cabeza hacia las gradas de una casa de la acera
opuesta, medio cubiertas de nieve.
—¡Mira!
¿Qué es eso?
—¿El
qué?
—Ese
bulto, en las gradas… A la derecha, en el fondo… Los dos amigos se acercaron y
vieron acurrucado en el rincón a un muchacho.
—¿Qué
haces ahí?
—¡Eh,
chico! ¿Qué haces ahí, a estas horas?
El
muchacho se removió, y surgieron de entre los andrajos que le cubrían una
manecita roja de frío y una cara de ojos brillantes, mojados de lágrimas. Debía
de tener ocho o nueve años.
—¡Me
muero de frío! —balbuceó, castañeteando los dientes.
—¡No
es extraño! —comentó, compasivo, el pintor—. Mira qué miserables harapos…
El
novelista se inclinó, pensativo, sobre el muchacho.
—¡Poltorakin!
—preguntó con acento solemne—. Esta noche es Nochebuena, ¿no?
—Sí;
Nochebuena.
—Pues…
¡ya ves!
—Sí;
ya veo…
El
novelista señaló al chiquillo.
—¿Te
has hecho cargo…?
—¿De
qué?
—¡Qué
torpe eres! ¡Éste es el niño que se muere de frío!
—¡Vaya
una noticia!
—Éste
es el famoso muchacho que se muere de frío en Nochebuena —añadió el novelista,
en el tono de un hombre que acaba de hacer un importante descubrimiento
científico—. ¡Hele aquí! ¡Por fin lo veo con mis propios ojos!
El
pintor se inclinó también sobre la pobre criatura.
—¡Sí,
no hay duda —dijo, examinándola atentamente—, es él en persona! Mañana es
Navidad, si no mienten nuestros calendarios… Y no deben de mentir, cuando
Sidayev nos ha invitado…
—Quizá
haya por aquí algún árbol de Navidad encendido. Eso completaría el cuadro. La
música, la sala iluminada, los alegres gritos de los niños en torno del árbol
y, a algunos pasos de distancia, un pobre muchacho muriéndose de frío…
—¡Mira!
—gritó el pintor—. En aquella casa, en la de la esquina, en el cuarto piso, la
cuarta, quinta y sexta ventanas están muy iluminadas… Allí hay, seguramente, un
árbol de Navidad iluminado.
—¡Entonces,
todo está en regla!
—¿Qué?
—Que
parece un cuento de Navidad… ¡Es curioso! He leído y hasta he escrito una
porción de cuentos sobre el tradicional muchacho que se muere de frío en
Nochebuena; pero no lo había visto nunca.
—Sí;
se abusa un poco de ese asunto. Basta abrir en estos días cualquier periódico
para tropezarse con un muchacho helado, protagonista de una narración
sentimental.
—Desde
hace algunos años suelen leerse también, en estos días, sátiras más o menos
ingeniosas de tal abuso; pero esas sátiras también se han hecho ya vulgares.
Ningún escritor que se respete se atreve a servirse, ni en broma ni en serio,
del tradicional muchacho.
—Sí;
es verdad… Si contamos en casa de Sidayev que acabamos de ver a un muchacho
muriéndose de frío, como en los cuentos de Navidad, no nos creen.
—Se
echan a reír.
—Se
burlan de nosotros.
—Se
encogen de hombros.
—No;
más vale no contarlo. ¡Un niño que se muere de frío! ¡Qué vulgaridad! Es una
cosa que no puede tomar en serio ninguna persona dotada de un poco de gusto
literario.
—Figúrate
—dijo el novelista— que se encuentran a esta criatura unos obreros, unos
hombres toscos e iletrados, que no han leído nunca cuentos de Navidad. Se la
llevan a su casa; le dan de cenar, le iluminan de, quizá, un arbolito… Y mañana
se despierta en una cama limpia y caliente, y ve inclinado sobre él a un obrero
de hirsuta barba, que le sonríe con ternura…
El
pintor miró al novelista con ojos burlones.
—¡Caramba,
qué improvisación! ¡A que acabas por escribir algo sobre el tradicional
muchacho!
El
novelista se rió, un sí es, no es avergonzado.
—Sí;
le he dado rienda suelta a mi imaginación. Pero ¡no!… ¡Dios me libre! Detesto
todo lo vulgar. ¡Vámonos!
—Pero…
¿vamos a dejar helarse a este niño? Podíamos llevarlo a algún sitio donde
pudiese entrara en calor y cenar…
—Sí,
sí —repuso, irónico, mordaz, el novelista—. Y mañana se despertaría en la
camita caliente y vería inclinado sobre él el rostro barbudo… como en los
cuentos de Navidad.
Estas
sarcásticas palabras azoraron mucho al pintor, que no se atrevió a insistir.
—Bueno;
como quieras… Sigamos nuestro camino. Y los dos amigos se alejaron, reanudando
la conversación interrumpida. Sus voces fueron apagándose en la distancia. El
muchacho se quedó solo, acurrucadito en el rincón, y la nieve siguió
cubriéndolo…
El
pobre no sabía que era —¡pícara suerte!— un asunto vulgar.
Cuentos,
trad. N. Tasin, Madrid, Espasa-Calpe, 1977, págs. 148-151
CUENTOS BREVES
RECOMENDADOS POR MIGUEL DÍEZ R.
De: http://narrativabreve.com
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