Ana Virginia Gómez
Quizás la forma más precisa de
darme a conocer, es contarles que he sido un poco viajera.
Nací en Punta
Arenas, Chile. Ciudad que queda a orillas del Estrecho de Magallanes, frente a la Isla de Tierra del Fuego y cuya
frontera más al sur, es el Continente Antártico. A los pocos días de nacer, me
trasladé al que considero mi pueblo de origen, un hermoso y remoto lugar,
llamado Puerto Natales.
A
los 8 años viajé por primera vez a Santiago. Desde mi zona, la forma más
frecuente de desplazarse, era por avión. Así, surqué los cielos desde Punta
Arenas, a Santiago y viceversa, numerosas veces en mi vida. También tuve
oportunidad de hacer el viaje en barco, desde Punta Arenas, hasta Puerto Montt y
desde allí en tren a Santiago.
Viví
y trabajé un año en Buenos Aires y llegué a Montevideo hace ya muchos.
Comienzo
a escribir desde niña, simultáneamente, tal vez, con mi insaciable avidez por
la lectura. Aunque siempre pensé que escribir era como una materia pendiente en
mi vida, no fue seriamente considerado, hasta que un buen día, di con el lugar
adecuado. Un Taller Literario.
Desde ese lugar, he querido iniciarme contando algunas historias, que por alguna razón, tuvieron un
gran impacto en mi vida.
Espero
ir encontrando, en éste ámbito, mi propio camino. De la mano, tal vez, de la profesora y compañeros del taller, para
poder ofrecer lo mejor de mí, a los ávidos lectores, de cualquier lugar y de
todos los tiempos.
Ana
Gómez
El anuncio.
Ella
Mientras se miraba
al espejo, por última vez antes de salir, se sintió afortunada. Su figura
estilizada, elegante, rubia, de reidores ojos verdes la convertían, casi, en el
prototipo del concepto clásico de la belleza.
Nacida en un pueblo
pequeño, lejos de la capital. Se
encontraban allí, a causa de un grave problema de salud de su hermano menor. Se
habían instalado en un barrio
residencial de alta categoría. Idea del tío, que por un lado, no quería bajar
el status que tenían en el pueblo y por
otro, quería estar a la altura de sus nuevos colegas del Banco. La lejanía del
terruño se hacía menos dolorosa en un barrio así. Casas hermosas, calles arboladas y jardines multicolores. Los
vecinos habían sido desde el principio muy amables.
Todo parecía muy lindo, aunque a veces, cuando el giro del padre se
atrasaba, apenas tenían para comer. Para aquellas ocasiones solían tener de
reserva, huevos, leche en polvo, café, té y galletitas saladas.
Al poco tiempo de
llegar, habían conocido a los vecinos de enfrente. El hermano menor, hizo migas
enseguida con Axel. ¿Y ella? Al ver a
Agustín, supo que no habría otro hombre en su vida. Casi de inmediato se sucedieron las salidas
hasta que se decidieron a hacer público el romance. Todos contentos. La
relación entre las dos familias no podía ser mejor.
Habían trazado
planes. Apenas Agustín se titulara de contador, entraría al Banco donde
trabajaban sus padres. Como quien dice, tenía el futuro resuelto. Educado en
los mejores colegios, de carácter alegre, responsable y enamorado.
Si la felicidad tenía un nombre, se llamaba Agustín.
Hacía cosa de un
mes, había constatado un atraso en su periodo menstrual.
Primero entró en pánico, no
sabía cómo iba a reaccionar su novio. Ni siquiera se atrevía a confesarle lo
que le pasaba. Su familia la crucificaría. Pero cuando su hermano la encontró llorando, no pudo engañarlo. Después
de un largo silencio, le dijo que hablara con Agustín. La consoló diciéndole
que a cualquiera le podía pasar- lo va a
entender-le dijo- Por último, es responsabilidad de los dos. Y había tenido
razón.
Cuando le contó a Agustín, la respuesta fue
una amplia y cálida sonrisa que le indicó que a su lado no tendría que
preocuparse nunca, de nada. Lo amó con toda su alma. Cuando él la abrazó y le dijo: “Vamos a tener que hacer unos
pequeños ajustes a nuestros planes”, sintió que la vida la mimaba. Se acordó de
aquella rima de Becquer que terminaba: ·Hoy creo en Dios”.
Agustín, en tanto,
seguía hablando, como quien piensa en voz alta:
-Mis padres tienen dos casas, una para mi y
otra para mi hermano, estoy seguro que no tendrán inconveniente en darnos la
casa cuando nos casemos. Para el cumpleaños de mi hermano lo anunciamos.
.Ella estaba en una
nube de felicidad, se le había hecho difícil guardar el secreto hasta esa
noche.
El famoso día había
llegado: era el cumpleaños del hermano menor de Agustín y lo celebraban en casa, con sus amigos y familiares. Allí,
sobre el final de la velada, harían el anuncio.
Él
Iba y venía por la
casa, preparando todo, para que la
reunión fuera perfecta.
Siempre había sido
muy responsable, a veces muy serio, pensaba en sus padres. Habían dedicado toda
su vida a educarlos, nunca les faltó nada. Aunque aún eran jóvenes, no sería para siempre. Sentía
que tenía que esforzarse para que el día
de mañana, ellos no tuvieran jamás, una preocupación.
Cuando llegaron los
nuevos vecinos, lo primero que vio fue a una hermosa joven que, cuando sonreía
se le formaban unos hoyuelos en las mejillas. Al verla, por primera vez, quedó
como hipnotizado y supo que era la mujer que esperaba. Sus padres no
arriesgaban una opinión. Decían que era raro que vivieran solo con la madre y
el tío. Poco a poco se fueron encariñando con
los hermanos, Axel y Ricardo, se hicieron muy unidos y él y Patricia
pasaban juntos, siempre que podían.
Había pasado todo
vertiginosamente. El primer beso, las salidas, la pasión y el embarazo. Al
final, no era tanto lo que le faltaba para terminar sus estudios. Estaba
finalizando marzo, un año pasaba volando, claro que se casarían lo antes
posible. Ser padre le daba otro sentido a su vida. En diciembre terminaba su
carrera y de allí al trabajo sería todo uno. Sabía que había una vacante en la
parte contable del Banco. Y era para él.
Aún así, se había
reservado la noticia. Esa noche comunicarían sus planes, sabiendo que sus
padres lo apoyarían.
El anuncio
Allí estaban todos.
Habían dispuesto las mesas en forma de ele, de tal manera que pudieran servirse
a su antojo platos fríos y bebidas. Además quedaba espacio para bailar.
Axel y Ricardo,
estaban desde temprano ayudando a hacer compras y adornando el living-comedor. Habían puesto globos,
serpentinas, y otras chucherías, mientras urdían todo tipo de estrategias para
conquistar a ciertas amigas de Ricardo y que vendrían a la reunión.
Poco a poco fueron
apareciendo los invitados. No faltó nadie. Amigos ni familiares. Cuando llegó
Patricia con su madre y el tío, los padres de Agustín salieron a recibirlos,
con sinceras muestras de afecto. Buena música, abundante comida y bebida. Hasta
el clima los había acompañado, era una hermosa noche de fines de marzo.
En determinado
momento alguien preguntó. ¿Alguien tiene
un cigarro? A lo que todos los fumadores contestaron tocándose los bolsillos,
que no, al parecer se habían agotado. ¡Sin cigarros a las 3 de la mañana!
Recordaron que había un boliche no muy lejos, a 20 minutos, no más. Agustín
tomó a Alicia de la mano y les insistió
a su hermano y a Axel para que los acompañaran, pero éstos dijeron que no. Estaban en plan de conquista.
Mientras salían, Agustín gritó: ¡Que no se mueva nadie, que al regreso haremos
un anuncio!
Los Cigarros
Se fueron abrazados,
planeando la mejor manera de comunicarles que se casaban. Ninguno de los dos
estaba seguro de lo que dirían sus padres. Eran jóvenes, Patricia 18, Agustín
22, pero en su entusiasmo, no estaban para preocuparse mucho, por lo que
pensarían los demás.
Ya de regreso, con
la provisión de cigarros en la cajuela, Agustín sintió deseos de fumar, no
sabía a qué atribuir esa sensación de nerviosismo y le pidió a Patricia que le
prendiera uno. Al fin y al cabo habían hecho un esfuerzo para conseguirlos,
bromeó. Alicia se rió y en el momento de prender y hacer el ademán de llevarlo
hacia los labios de Agustín, sintió que estaba en una coctelera, todo se daba
vueltas, ruidos, golpes y vidrios rotos. Sintió que caía en un profundo y negro
abismo. Nunca supo qué pasó. Cuando recuperó el conocimiento, alguien le
preguntaba por Miguel, mientras la subían a una camilla. Mucha gente alrededor.
¡Miguel!. El ruido, la ambulancia, sus propios gritos, su propio llanto le
venía como de lejos.
A Miguel lo encontraron lejos de allí, al otro lado del
alambrado, sin conocimiento. Había salido despedido por el parabrisas y no
había sido fácil encontrarlo. Lo trasladaron al hospital. Después de varias
horas en el quirófano, los médicos no arriesgaron un informe. Alguien dijo que
había pérdida de masa encefálica, que habían hecho lo posible, pero que aún no
se podía adelantar nada.
Ella
No tenía consuelo,
no paraba de llorar. De tanto en tanto dormía, dominada por el cansancio. Sin
Agustín no quería vivir más.
Agustín estaba en
coma. Poco a poco les fueron permitiendo verlo. En la sala de espera, se
abrazaron todos, llorando. Fue cuando la madre de Patricia dijo: “no te pueden dar calmantes por el
bebé. Si Dios te salvó la vida, será para que te hagas cargo de tu hijo, así
que tienes que ser fuerte y aceptar lo que tenga que ser”.
Él
Tenía flashes, como
si se tratara de un rompecabezas. Todos hablaban como si no existiera. Sabía
que no volvería a caminar, que los médicos no estaban seguros de qué otras
facultades había perdido. Sabía que lo trasladaban a su casa. Sintió
dolorosamente que el padre lo levantó en brazos, como a un niño, para llevarlo
a su cama. Se sintió como un muñeco. No recordó porqué. Había cosas que tenía
claras y otras…eran espacios negros, sin sentido. Quería llorar, pero no podía,
quería gritar pero tampoco podía.
Pasaba el tiempo
como si todo fuera en cámara lenta. A veces veía las cosas distorsionadas, las
caras borrosas, hasta que las enfocaba. Había gente que no reconocía. Pero
cuando vino ella… llorando como una
gacela perdida, sintió un dolor en el pecho como si le atravesara un hierro
candente. ¡No! No quería sentir ese dolor. La madre le dijo: Mira quien te vino
a ver. El la miró y en ese momento hubo un destello, una luz en la oscuridad de
su mente, en ese instante, fugaz, tuvo una certeza. No quería que ella lo viera
como un muñeco de trapo, como un pedazo de carne inútil. La miró largamente,
por si algún día, pudiera olvidar ese rostro tan amado. Como, por si acaso
algún día, no volviera a recordarla. La miró fijamente y dijo: No sé quien es.
Ni el dolor en la mirada de ella, ni el llanto desgarrador, ni el abrazo que le
volvió a quemar el pecho, ni nada. Nada haría que él aceptara que ella se
quedara a su lado, presa en su pedazo de mundo.
Ella
En el momento de
abordar el avión, ya tenía seis meses de embarazo. Regresaba a su pueblo,
sabiendo que sería centro de miradas y comentarios. No le importaba. Necesitaba
la seguridad de su hogar, de su padre y sobre todo, alejarse de la tragedia que
significaba vivir frente a una familia destruida y un novio que no la recordaba.
Los doctores le explicaron que no sabían si algún día la
recordaría. Había funciones que habían quedado intactas, como por ejemplo,
jugaba ajedrez, pero no tenía conocimiento alguno de contabilidad. Recordaba a
sus padres y hermano, no a todos sus amigos. Había sido sometido a varias
intervenciones. Los padres vendieron una casa, luego la otra. Envejecieron en
seis meses. El hijo. El perfecto hijo, quien tantas satisfacciones les dio,
estaría postrado el resto de su vida
Antes de partir fue a verlos, se despidió de todos,
prometiéndoles que siempre podrían ver a su nieto. No bien naciera, se los
comunicaría. Pidió ver a Agustín. El la miró, como siempre, parecía que quería
fotografiar su rostro, pero no dio señales de reconocerla. Ella lo abrazó,
lloró, y le dijo al oído que siempre lo amaría. Por un momento le pareció que a
él se le humedecía la mirada, pero luego vio sus ojos como vacíos. Se fue.
Sabía que era probable que no lo volviera a ver.
Él
Lo supo esa mañana,
cuando sonó el timbre inusualmente temprano y a continuación, escuchó la voz de Axel que traía la noticia.
Había nacido Agustina. Sintió un murmullo, mezcla de todos los comentarios.
Mientras como en un sueño, le pareció sentir el aliento de Patricia en su oído
derecho. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas. Era papá.
Francisco
A principios
de los 80, estrené mi flamante título de maestra en una escuelita ubicada por
General Flores y
Bulevar.
Afortunadamente,
me recomendaron un bar, en el que a mediodía se respiraba un agradable ambiente
familiar. Como efectivamente el lugar me resultó cómodo, concurrí día a día
durante varios años a excepción de la temporada de vacaciones. Tomaba un café y
estudiaba un poco. En la medida que transcurría el tiempo y me interiorizaba
cada vez más del funcionamiento del bar, me atreví a acompañar mi café, con
alguna deliciosa factura, que se preparaba allí, frente al público. Cuando
llegué a esa escuela y supe que tendría una hora libre, de 13 a 14, estuve a
punto de no aceptar el trabajo. Entonces, varios colegas me sugirieron el
lugar. El primer día que entré, me senté en la primera mesa como si fuera una
verdadera tabla de salvación, ya que con mi timidez, difícilmente hubiera
podido avanzar más allá. También, con el tiempo, me fue tan
habitual sentarme allí que la llegué a considerar como si fuera de mi
propiedad. Aunque sospecho, que conociendo mi horario, me
reservaban la mesa. Muchas veces, al llegar, tenía la servilleta de papel
escocés puesta, junto a un vaso y el pocillo. El local era rectangular. Me
atrevería a decir, que tenía como 50 metros de fondo por no más de 10 de
frente. Entrando a mano izquierda, estaban distribuidas las mesas con sus
respectivas sillas en una larga hilera. A la derecha estaba la cocina,
desde afuera hacia adentro, una mesada, un chivitero, un enorme horno, la cocina
y el lavaplatos. Separando la cocina del público, había un
mostrador de madera, con una vidriera de exposición de los alimentos; sobre la
vidriera y pegada a la pared del frente había una antigua estructura, frecuente en
esa época, con los rollos de papel de envolver y una bobina de hilo de
empaque. Luego venía un espacio por donde transitaba el mozo. El inicio del bar
propiamente tal, comenzaba con una vitrina refrigerada, la caja y un mostrador
de madera con la típica mesada de mármol, alto y largo que
remataba al final con una antigua máquina de café. Por supuesto contra la pared estaban los
cigarros, las
botellas de bebidas y una antigua heladera con puertas de maderas donde se
guardaban las gaseosas y cervezas. Mi lugar era estratégico. A mi derecha tenía
el ventanal que daba a la calle. Desde allí podía observar a los transeúntes,
clientes, dueños y empleados. Me introducía, en cierta forma, en la dinámica
del lugar, desde varios ángulos. Por lo que sin querer, me fui interiorizando
de algunos detalles en la vida de todos ellos. A esa hora la mayoría de los
obreros que trabajaban en los alrededores se estaban retirando, al mismo tiempo
que los dueños de las casas comerciales y talleres ingresaban a
tomarse un té o un café, como yo. Mientras las señoras, empleada y dueña,
trabajaban afanosamente en la cocina, desde la caja, el dueño estaba atento a
todo lo que ocurría en el local. Cobraba y atendía a los parroquianos del
mostrador.
Como era
habitual, en esa época, en torno al mostrador había verdaderos debates,
generalmente de fútbol, aunque a medida que se acercaba la posibilidad de
volver a la democracia, la política era otro de los temas. Se reunían allí,
vecinos de diversas clases sociales y actividades, incluso, un hombrecito, que
detenía su carrito como quien estaciona un buen auto, también se unía a la
ronda. El mozo era un muchacho joven,
siempre de buen humor, que iba y venía llevando y trayendo platos, entrando y
saliendo del local con los pedidos telefónicos. Mantenía una buena relación,
tanto con la clientela como con sus empleadores. Tenía entre 19 y 20 años. La
empleada era una señora baja y gordita de unos 40 años. De mirada pícara,
siempre dispuesta a hacer alguna acotación graciosa. La dueña tenía 34 años. En
general, era tal como lo dije,
un ambiente tranquilo.
Cada
tarde, ya cerca de las 14, entraban corriendo unos niños entre 12 y 14
años, que tiraban de un carrito. Era la época en que los camiones municipales
pasaban una vez al día a levantar la basura. Muchas personas,
hombres, mujeres y niños vivían de la recolección de material de deshechos.
Sucios por su actividad, un tanto zaparrastrosos, estos chicos traían una
alegría que arrastraban junto con sus carritos. Sabían, que a esa hora, en ese
lugar, la dueña les daría pizza del día anterior o, algunas
milanesas al pan, distribuidas equitativamente entre sus
hambrientos comensales. Era parte del paisaje del bar. Tanto la gente, como el marido,
miraban la escena con cierta complicidad. Un día, mucho más temprano, sentí una
vocecita. A esa hora el bar, estaba aún lleno de gente.
-¡Doña!
–La señora miró sin poder verlo, del otro lado del mostrador.
-Doña- volvió a repetir, mientras la señora rodeaba el mostrador, para
encontrarse cara a cara con el niño. Yo estaba atenta, pues aún no me habían
servido el café. Miraba con curiosidad la situación.
-¿Tiene
algo pa’ comer que tengo hambre?-
Ella lo
miró y le sonrió.
-Si quieres que la gente vea tu carita
la tienes que lavar- le dijo.
-Lo que pasa, que en el “cante” no hay
jabón, doña.
-Espera un poquito- dijo y dirigiéndose
al mozo que también estaba mirando le dijo, siempre sonriendo-
-Gustavo, ¿no me traes un jabón, para
el niño?
-Sí, señora- dijo el joven y esta
formalidad me llamó profundamente la atención. El mozo le decía siempre por el
nombre a secas.
La señora le dio el jabón y el niño fue
al baño a lavarse la cara. Al rato regresó. Lucía un óvalo más blanco y varios
surquitos hechos por algunas gotitas de agua que caían hacia el cuello,
haciendo más evidente la suciedad de su carita.
-Bueno, quédate con el jabón- le dijo
la señora mientras le daba media milanesa al pan lechuga y tomate, como a un
cliente. - ¿Cómo
te llamas?- preguntó.
-¡Francisco!- gritó el niño mientras
mordisqueaba el pan y salía corriendo por la amplia puerta del local, como
quien tiene gran apuro.
A partir de ahí, Francisco solía pasar.
Cuando lo hacía, la empleada le cuchicheaba acercándose a la señora:
-Mire, ahí viene el Doña- y de
inmediato se le preparaba algo.
En esas tantas veces, el niño se iba
esmerando en su presentación. Solía conversar. También empezó a alcanzar el
mostrador. Un día sucedió algo insólito. Apareció una mujer sucia, mal
agestada, llamándolo enojada. Junto a ella había un hombre joven en las mismas lamentables
condiciones.
Francisco agarró un refuerzo corriendo y se fue. La mujer, mientras rezongaba, le quitó el
refuerzo. Lo metió en el carrito. El muchacho también parecía rezongar
algo.Todos miramos consternados la escena. Justo en la puerta del bar. Al otro día, vino
Francisco apurado, mi hermano y mi madre me esperan, dijo. El mozo dijo:
-Señora. ¿Usted le serviría una sopa,
si la pago yo?
-Prepárale una mesa- contestó
Fue así como Francisco se sentó, como
cualquier cliente, con un plato de sopa caliente, pan y coca cola. Cuando la madre entró y lo
vio. Se acercó a la mesa y le dijo:
-No te demores que no te vamos a
esperar-
Salió la mujer, un tanto disminuida,
ante todas las miradas de reprobación que sintió sobre sus espaldas. A partir de
ahí, también venía el hermano, que más bien, parecía un oso. En poco tiempo me
di cuenta que tenía un problema intelectual. Pero pronto se sumó a los
comensales de la señora. Pasaba casi a diario por su ración de pizza o cualquier
otra cosa que sobrara del día anterior.
Pasó un buen tiempo cuando a mediodía
vino el hermano de Francisco y se quedó parado,
balanceándose frente a la señora. Había entrado con gran apuro, pero se
había quedado ahí…como intimidado. Había mucha gente.
-Vengo a decirle señora, mi madre me
dijo que viniera…que le dijera que Francisco murió.
Al ver la cara de sorpresa de todos,
siguió:
-Fueron a nadar todos los chiquilines
del cante al arroyo. Francisco por
salvar a uno, murió con él. Se ahogó… ¿vio?
La señora quedó pálida. Mientras en el
local, la gente seguía haciendo sus pedidos. El marido se acercó y le preparó
algo al muchacho. Cuando se iba, la señora le dijo:
-Dile a tu madre que le agradezco y que
siento mucho lo que pasó. Gracias por venir, agregó- Mientras el muchacho se
iba farfullando algo, con la boca llena. No era difícil ver el estupor que nos
causó la noticia. Ni la tristeza en la mirada de la señora. Regresé a la
escuela sin digerir la noticia todavía. Todo transcurrió igual. Mi café, mis
anotaciones, los chicos, todo.
Un día me fui un poco más tarde. Al
entrar saludé a dos señores que siempre ocupaban la mesa contigua a la
mía. Casi inmediatamente entró un señor al que no había visto nunca, alto,
canoso, corpulento, con una barba en forma de chivita. Entró hablando fuerte y
se sentó junto a ellos. Justo en ese momento, entraron los chicos de los
carritos. No era la hora habitual.
Quedaba poca cosa. La empleada,
bajo la mirada atenta de la señora, se esmeró para encontrarles algo de comer
que se pudiera repartir equitativamente.
Cuando los chicos partieron y la señora caminaba hacia la máquina de
café para prepararse uno, el de chivita la increpó:
-¡Señora!
Usted alimenta futuros delincuentes.
Ella tranquilamente se recostó
cerca de la caja, se tomó el café y lo fulminó con la mirada. Él, no contento
con eso, se levantó y fue hacia ella.
-¡Yo
les he dado mi tarjeta a algunos vagos para ofrecerle trabajo! ¿Alguno fue por
ahí? ¡No!-
-
Lo que esos jóvenes necesitan es respeto y afecto, cosa que usted no creo que
esté en condiciones de darle. Les ofrece
su tarjeta para un trabajo, como si
fuera una limosna. Y dicho esto se fue para el fondo del local, dejando al
hombre con la palabra en la boca. Nunca pensé verla realmente enojada, su tono
de voz, duro, quedó flotando un momento
sobre el desocupado local. El hombre volvió a la mesa y siguió hablando del
tema. Uno de ellos dijo:
-No
creo que les haga mal un poco de comida. Ahora,
dinero no les daría. Mi mujer les da comida si pasan por casa.
El
otro señor le dijo seriamente molesto.
-Hombre,
a ti que te molesta lo que haga o no haga la señora. A este bar viene gente que
se hace servir en la mesa como señores y luego no pagan. Esos sí que son
delincuentes. Todos los inspectores, por
lo menos alguna vez al mes comen y toman gratis, yo los veo
venir a coimear, mes a mes.
Atendiendo la conversación, me
di cuenta que el de la chivita y el que
lo increpó tenían más confianza entre ellos. Por el acento me di cuenta que
eran gallegos.
-Bueno,
bueno. Dijo el de la chivita, no me des
un sermón. Yo no estoy de acuerdo con alimentar vagos.
Creo
que la conversación tomó otros rumbos. En tanto llamé al mozo y la dueña vino a cobrar.
Todo esto me había afectado
bastante y pensaba en mis alumnos de bajos recursos. Qué futuro les esperaba.
Qué era correcto hacer y qué no hacer.
Un
tiempo después, cerca del verano,
citaron a algunos maestros para integrar un programa especial, Se
trataba de abrir la escuela en temporada de verano con el fin de asegurarles al
menos una comida y sacarlos de la calle. Concurrí junto con varios colegas
y luego de deliberar, un día sábado,
quedamos de reunirnos a las 16 horas, para tomar una decisión. ¿Qué podía
hacer? Me fui al bar. Era primera vez que iba un sábado y el movimiento era
completamente diferente. Era la hora de
la limpieza. Sin embargo me saludaron con la amabilidad de siempre y me sirvieron el café. Mientras conversaba con la señora y le
contaba del proyecto, entró un joven. Pidió una coca cola y eligió una empanada.
Nos escuchaba discretamente y cuando encontró
una oportunidad se dirigió a la señora:
-¿Usted
no se acuerda de mí? ¿Verdad?
-Tu
carita me es familiar, pero no, no me acuerdo.
-Yo
era uno de los chicos que venía en los carritos y usted nos daba de comer. ¡Desde Garibaldi hasta acá, corríamos carreras! Todos queríamos llegar para ver si alcanzábamos milanesa, pero con
la pizza nos íbamos felices igual. Entusiasmado por sus recuerdos, casi no tomó
aliento y terminó
-¡Mire
que había hambre en el cuadro, señora!
La
señora lo miraba sonriente y le preguntó por los otros chicos.
-
Todos estudiamos algo señora, dejábamos los carritos y nos íbamos a estudiar.
Yo soy jardinero y tengo bastante laburo, otros son carpinteros, chapistas,
mecánicos, todos señora estamos trabajando bien, gracias a Dios.Ya no andamos
con los carritos. Pero, ¡cómo nos acordamos de usted, señora! Usted nos mataba
el hambre todos los días. Viendo la cara de satisfacción, de la señora y la del
correcto joven, me fui. A las 16 horas,
en la escuela, me inscribí como maestra de la Escuela de Verano.
Misterios
Se estiró cuan larga era. Después de un
largo bostezo y tras parpadear varias veces, entornó sus enormes ojos verdes y
dijo:
-
Si se quedan
quietos les cuento una historia.
-
¡Sí! -
contestaron al unísono los pequeños traviesos.
-
De esto, hace ya, mucho tiempo- comenzó su historia Blanquita,
acomodándose frente a la chimenea.
-Hacía
poco más de un año que yo formaba parte de la familia. Cierta noche, me pareció
sentir un ajetreo poco común. Era el 31 de diciembre de 1954. Corina iba y
venía muy ansiosa. Me enteré que al finalizar la jornada viajaríamos al famoso
campo. Pensó que se quedaría a pasar toda la temporada de vacaciones con sus
tíos, razón primordial para que yo viajara con ella. Hacía más de un año que no
iba al campo. Estando solo a 5 kilómetros del pueblo, era para ella el último
rincón del universo. Un rincón mágico. Su estrecho contacto con todos los
animales de la granja, la habían convertido en una niña extremadamente sensible.
Cuando ingresó a la escuela, pupila en el Colegio de las monjitas, no hubo cosa
que extrañara más, aparte de mí, por supuesto, que corretear libremente por el campo. Había pasado un año desde entonces. En el campo, había
aprendido a andar a caballo casi al mismo tiempo que aprendió a caminar, a
hilar con un huso pequeño que le había hecho el tío, batir la crema para hacer
manteca. Era el lugar desde donde aprendió poco a poco a conocer el mundo
en que vivía. Corina al ser la más
pequeña de la familia, era la más
mimada. Aunque todos sus primos eran
grandes, la prima Rosalía contaba con todas sus preferencias. Ella se
encargaba de cuidarla, protegerla y a veces jugaba a asustarla. Se ponía
una capucha en la cabeza y le decía:- Buuh…
Luego
de un corto silencio, Blanquita siguió su relato:
-Volviendo a la noche en cuestión. El
matrimonio, luego de cargar una caja con toda clase de mercadería para festejar
el evento, me corrijo, los eventos. No solo era un Año Nuevo, la tía había
tenido, después de muchos años, una beba. Es decir, tenía una nueva primita.
Llamaron un taxi y nos subimos a él. Me acomodé al lado de la niña, sentí,
después de mucho tiempo, su tranquilizadora manito en mi cabeza. La había
extrañado. A los pocos minutos, percibí una extraña tensión que recorría el
interior del vehículo. El chofer no dejaba de mirar por el espejo retrovisor.
Don Manuel dijo, con esa risa tan suya, minimizando todos los problemas que se
suscitaban:
-Parece que nos vienen siguiendo,
vecino.
-Es raro- dijo el chofer.
-Hay un solo foco. Muy grande y rápido para ser bicicleta.
El nervioso chofer, había aminorado la
marcha.
-No sé si usted ve, don Manuel, que la
luz sube y baja muy rápido, agregó.
- Detenga el coche y nos bajamos a
mirar, dijo el padre de la niña.
Las miradas de la madre, hacia atrás,
eran furtivas y su miedo era visible.
Corina se puso en alerta. En mis años
de vida, nunca vi un par de ojos más parecidos a los míos. Los abrió de par en
par y se quedó mirando, por la ventanilla del auto, una gran esfera brillante
que luego de mantenerse sobre el vehículo unos minutos, e inundar todo, con una
luz muy blanca, se perdió tras los cerros. Los dos hombres entraron al auto y
guardaron un largo silencio. No tardamos mucho en llegar a destino. Abrieron la
tranquera y subimos una pequeña loma. Una vez allí, salieron a recibirnos por
lo menos cuatro perros. Aunque parecían amistosos, yo me pegué fuertemente a la
niña, ya que naturalmente, nunca les podré tener confianza, ni simpatía. El
chofer se veía con pocas ganas de regresar. Don Manuel le dijo con voz
tranquilizadora:
- No se preocupe amigo, debe haber sido
algún fenómeno atmosférico de los que nosotros poco sabemos.
Nuestra llegada estuvo llena de
demostraciones de afecto y alegría. La mesa estaba preparada para la comida y
con lo que iba saliendo de la caja de don Manuel, había comida asegurada para
tres fiestas seguidas. Corina no ocultó su desilusión. Hacía un año que no iba
y el centro de atención era Virginia, la recién nacida. La tía acostada, la
casa alumbrada por faroles, Rosalía haciendo de anfitriona, no parecía la
misma. Tuvo el sentimiento de no alcanzar a entender por qué todo resultaba
misteriosamente forzado, incluso la alegría.
Pero el tema de la noche, fue la
misteriosa luz. Comentaron que era frecuente ver esas luces, porque había un
vecino que era brujo y gente que decía que lo habían visto salir por la ventana
de su casa, convertido en pájaro, Contaron muchos cuentos de brujos. Corina iba
del miedo, al aburrimiento y quiso volver a casa. Uno de sus primos le hizo
burla canturreando:
-Corina está celosa…
Don Manuel la tomó en brazo y le dijo:
- En unos minutos viene el vecino a
buscarnos, mientras tanto mira a tu primita cómo duerme, ¿No te gustaría un
hermanito?
Corina
dudó. Y se atrevió a decir:
-No. Todos se rieron
Pero lo que Corina tardaría muchos años
en entender, fue lo que escucho más tarde, cuando su madre, creyendo que ella
dormía, le dijo a Don Manuel:
-
¡Pobre
Rosalía! recién tuvo familia y el padre la hace trabajar, yendo de un lado para
otro, como si con eso pudiera ocultar la verdad. Se hizo un silencio. Luego
agregó molesta:
-
Mi hermana nunca supo defender a sus hijos.
El padre no emitió comentario al
respecto. Al cabo de un rato, dijo pensativo.
-Son de esas cosas raras, que hacemos
las personas, Y como para desviar la conversación, agregó:
-Lo que me dejó intrigado fue esa luz.
Después de eso, Corina anduvo un poco pensativa, pensó que había perdido para
siempre, ese lugar privilegiado en casa de la tía. Casualmente, esa fue la última visita que la niña hizo al
campo.
Blanquita cerró los ojos, como si
tratara de traer esas imágenes al presente.
-Abuela, abuela, no te
duermas…cuéntanos más.
La gata se hizo un ovillo y se durmió.