miércoles, 18 de junio de 2014

Vanos discursos, señores legisladores y políticos, los suyos; el viento de Sauce ya los habrá desvanecido para el 19


José Gervasio Artigas,
nacido en Montevideo
el 19 de junio de 1764.

Casa solariega (remozada)
de la familia Artigas
en Sauce (departamento de Canelones)


Claro síntoma de la banalidad que se ha escurrido a todo nivel el de que nuestros representantes de todos los partidos hayan aunado "energías" para conmemorar, con olímpica soberbia,  el natalicio del héroe fundador de nuestra nacionalidad, dos días antes del único acontecimiento realmente sustentador en el devenir histórico del país. 

¿Acaso están tan ocupados que no pudieron aguardar unas pocas horas para huir -sin duda a Punta del Este o a las respectivas estancias o quién sabe adónde- de las responsabilidades que asumieron bajo la ilusa confianza de sus compatriotas? 

¿Acaso no cuentan con cinco recesos en el año, como para haber respetado el día 19 con la dignidad esperable?

Artigas está acostumbrado a las traiciones, señoras y señores. A las insignificantes y a las inolvidables. ¡Qué le hace una mancha más al tigre! 
Pero... ninguno de ustedes son tigres. Algunos se han convertido en mansos gatitos. Y, por lo tanto, esta mancha será muy visible para la mirada memoriosa de muchos y muchas artiguistas. ¡Ni con Jane podrán borrarla! 

Si todo vale, si cualquier día puede ser sustituido por otro, si también se han enseñoreado del Tiempo, la deducción es clara y muy cercana al acto eleccionario; quizás ya estén padeciendo los míticos efectos anunciados por los `pueblos originarios: la desmemoria fue un castigo a la soberbia; quizás no se han percatado de los 24.000 mil votos frenteamplistas en blanco, por no hacer referencia a las ostensibles ausencias en los demás partidos.

¡Que puedan continuar con la conciencia anestesiada, señores y señoras de la elite política! 

Un dato curioso sobre la Antigüedad



















Reconocer los caracteres no es leer, mucho menos en la Grecia Antigua, donde descifrar un sentido depende en gran medida de la lectura en alta voz, debido a las dificultades que entraña la lectura de la scriptio continua, rasgo característico de la escritura griega. Al no haber separaciones entre las palabras, ni signos de puntuación, la lectura cobraba sentido cuando se efectuaba en voz alta. Era al pronunciar las letras que se determinaba la inteligibilidad del texto.

Svenbro obtiene tres conclusiones. La primera tiene que ver con el carácter instrumental del lector o de la voz lectora (recuérdese el análisis de némein); la segunda presupone el carácter incompleto de la lectura, es decir la necesidad de sonorizar la palabra para descifrarla (recuérdese también el examen de epilégeszai); la tercera es consecuencia lógica de las dos anteriores: si la voz es mero instrumento gracias a la cual la escritura se realiza, entonces los destinatarios de lo escrito no son lectores, sino oyentes. Estos akoúontes, no leían nada, sino que escuchaban una lectura, del mismo modo que los transeúntes aclamados por Mnesitheos en su epitafio.

Ahora bien, ¿significa todo lo hasta aquí visto que en la Grecia Antigua sólo se leyó oralmente? ¿Es posible que en una cultura como aquella, con una extraordinaria valoración de lo sonoro, se hiciera necesario leer en otra voz que la alta? ¿No afirman al unísono los especialistas que la lectura en silencio es una creación de los monasterios de la Edad Media?

En 1968, Bernart Knox publicó un artículo que llamó la atención de los estudiosos del tema. ¿El título? Silent reading in Antiquity (La lectura silenciosa en la antigüedad). Se trataba de demostrar que algunos griegos habían leído en silencio, es decir, que la lectura en alta voz no fue exclusiva en la antigüedad griega. Y no sólo esto: según Knox, los poetas dramáticos habrían contado con un público que les leían en esta modalidad.

Knox cita dos textos. El primero de ellos es el Hipólito, de Eurípides, escrito probablemente alrededor del 428 a.C. En uno de sus  pasajes, Fedra sostiene una tablilla cuyo contenido intriga a Teseo que, ansioso por saber lo que podía contener rompe el sello. El coro inquieto interviene. Teseo exclama: “¡Ay! ¿Qué desgracia intolerable, indecible, vendrá a añadirse a la desgracia? ¡Infortunado de mí!”  El coro le pide que revele lo que ha leído. Teseo lo hará, pero a modo de síntesis de su lectura: no lee en voz alta, sino que resume el contenido. Mientras el coro cantaba, Teseo había leído en silencio.

 El segundo texto es Los caballeros (≈424 a. C), de Aristófanes. Nicias logra robarle un oráculo escrito a Paflagón. Demóstenes pide leer el texto a Nicias. Éste le sirve vino, mientras aquel da lectura a la tablilla. Cuando Nicias le pregunta por lo que lee, Demóstenes responde: “¡Lléname otra copa!”. Asombrado Nicias  le interroga creyendo que se trata de una lectura en voz alta: “¿De veras dice que te llene otra copa?”. La broma se repite y amplía en lo que sigue, hasta que por fin Demóstenes expresa: “aquí adentro se dice cómo va a perecer Paflagón”; y ofrece un resumen del contenido del oráculo. No lee en voz alta: ya lo había hecho en silencio. 

De este segundo pasaje Svenbro obtiene un valioso dato. La pregunta de Nicias a Demóstenes sugiere que en esa época la lectura en silencio era poco conocida, aunque se suponía que el público la conocía. Y si esto sucedía en Atenas, lugar de origen de los dos textos, ¿qué podía esperarse de su difusión en lugares como Esparta, donde la enseñanza se limitaba a lo estrictamente necesario?

 “Para el lector que leía poco y de manera esporádica- asevera Svenbro-  era probable que el desciframiento lento y a tientas de lo escrito no engendrara la necesidad de una interiorización de la voz, ya que la voz era precisamente el instrumento mediante el cual la secuencia gráfica era reconocida como lenguaje (…) Y si esa sonorización era un valor en sí, ¿por qué se iba a sentir la necesidad de abandonar la scripto continua, obstáculo técnico al desarrollo de la lectura silenciosa?”

En la introducción a su libro Historia de la lectura en el mundo occidental, Guglielmo Cavallo y Roger Chartier recuerdan otros dos ejemplos que muestran la coexistencia de la práctica de la lectura silenciosa. Ese es el caso de Las ranas, también de Aristófanes, donde Dionisio recuerda “cuando a bordo de la nave leía para mis adentros la Andrómeda”; y el del protagonista del Faón platónico que exclama: “en la soledad quiero leer este libro para mis adentros”.

Según Knox, una de las razones para el desarrollo de la lectura silenciosa puede haber sido el manejo de extraordinarias cantidades de texto. Este era el caso de profesionales como Herodoto, que en su labor de historiador debe de haber abandonado la práctica de la lectura en voz alta en aquel  siglo V a. C. En la segunda mitad del siglo IV a. C. los estudiosos de la literatura homérica debieron sentir la misma necesidad.









Lástima que sólo los miembros de la aristocracia tenían acceso a la educación y, por ende, a la lectura. Época por excelencia de privilegios; época de mitos, como el de la democracia ateniense.