miércoles, 13 de noviembre de 2013

¿Quién es Akim Akímich?

I

La casa muerta


Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas.
Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre.
Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho,
rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.
Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales, únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.
Este es el mundo que me propongo describir.
Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas construcciones de madera, toscamente hechas con tablones sin desbastar y de un solo piso, que rodean un patio vastísimo: son los departamentos de los condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve otro edificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra dependencia que sirve a la vez de cantina, de granero y de cobertizo.
El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí es donde se reúnen los penados. Se pasa lista tres veces al día: por la mañana, a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados de guardia son desconfiados y se les ocurre contar el número.
En derredor, entre la empalizada y las dependencias del presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.
Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.
Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el lugar que ocupaba cada una.
Cada estaca representaba para él un día de reclusión: descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le quedaban todavía de encierro.
Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos años hasta el día en que le pusieran en libertad. ¡Pero en el presidio se aprende a tener paciencia!
Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena, se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven, despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo de cabellos grises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se inclinaba luego profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de él.
Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…
¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!
Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche. ¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga, baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la que se respiraba un aire pesado, nausea-bundo. No comprendo cómo pude pasar diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres. En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya dado hasta hoy.
La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta presos. Este número era casi invariable, pues los nuevos condenados substituían bien pronto a los que eran puestos en libertad y a los que morían.


Fragmento del Capítulo 1 de la obra "La casa muerta" o "La casa de los Muertos" de un escritor tan imprescindible como continúa siendo Fiódor Dostoievski. 

De él dijo nada menos que Nietzsche: " El único que me ha enseñado algo en psicología... Su descubrimiento ha sido para mí más importante aún que el de Stendhal.”

Tampoco se puede comprender realmente a Kafka si antes no se ha leído "Memorias del subsuelo", también de su autoría.







II

Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más «premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción.
Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono?
Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo, probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.

Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.

Fragmento del Capítulo II de Memorias del Subsuelo

11 de noviembre de 1821 - Rusia
Revolucionario eventual
La redacción de Nétochka Nezvánova quedó interrumpida por la detención de Dostoyevski la noche del 23 de abril de 1849 debido a sus conexiones con el círculo de Petrashevski, grupo de discusión literaria compuesto de empresarios, oficiales y personas progresistas que se oponían a la monarquía y al régimen de servidumbre. El club, originalmente fundado con fines educativos y para realizar debates sobre las teorías de los socialistas franceses, se convirtió con el tiempo en lugar de discusión sobre los problemas políticos de Rusia e incluso llegó a estimular la creación de una sociedad secreta y una eventual revolución con el objetivo de crear un país democrático y dar libertad a los siervos.
Dostoyevski estuvo detenido 8 meses. En la prisión escribió El pequeño héroe, publicado en 1857. Si bien fue condenado a muerte, el zar conmutó la sentencia por cuatro años de trabajos forzados. Junto con otros prisioneros, Dostoyevski fue trasladado al campo de entrenamiento militar Semiónosvki de San Petersburgo, conocido hoy como la “Plaza de los Pioneros”, donde se debía ejecutar la sentencia de muerte. No supo hasta el último instante que la condena había sido modificada. El miedo experimentado por Dostoyevski en aquel momento resonó posteriormente en El idiota (1869), una de sus novelas más famosas.
En la “casa de los muertos”
Cumplió su condena en el período de 1850 a 1854 y describió la experiencia en Recuerdos de la casa de los muertos(1862). Luego tuvo que enrolarse en el batallón de línea de Siberia. Por esa fecha se enamoró de María Isáyeva, mujer de un supervisor. La relación con una mujer casada no era fácil para Dostoyevski pero pronto el marido falleció y en 1857 se casaron.
Casi una década de sufrimientos físicos y morales parecieron perfilar su percepción de las aflicciones de otras personas y sus habilidades para ver y analizar las angustias ajenas y responder a la injusticia social solo crecieron.
Hasta 1859 no le permitieron trasladarse a otra ciudad. Después pudo mudarse a la ciudad de Tver. El mismo año publicó dos novelas: El sueño del tío y Stepánchikovo y sus habitantes. Sin embargo, anhelaba volver a San Petersburgo, por entonces el centro nacional de la vida literaria. En 1860 consiguió autorización para viajar a la ciudad.
Experiencia de los años de confinamiento
En aquel entonces Dostoyevski estaba necesitado de dinero ya que su mujer había enfermado de tuberculosis y la literatura no le proporcionaba suficientes recursos. Por esa razón en 1861 empezó a publicar la revista Vremia(“Tiempo”), junto con su hermano mayor. En seguida la revista alcanzó gran popularidad y les aseguró una vida decente a ambos. Ahí fue donde publicó sus novela Humillados y ofendidosRecuerdos de la casa de los muertos y el relatoAnécdota repugnante.
En Vremia y la revista que le sucedería (Epoja, “Época”) Dostoyevski expresó la visión de la situación política en Rusia que había desarrollado en sus años de confinamiento. En su opinión, el país debía unir todas las capas y clases sociales bajo el sabio liderazgo de un monarca y la Iglesia ortodoxa. El camino de Europa Occidental lo veía como ruinoso para Rusia.
En junio de 1862 Dostoyevski fue al extranjero por primera vez y visitó Alemania, Francia, Suiza, Italia e Inglaterra. En París conoció a Apolinaria Súslova. Su increíble relación con ella se reflejó más tarde en obras como El idiota y El jugador. Se cree que podría haber sido ella quien inspirase los principales personajes femeninos de Dostoyevski.
El escritor volvió a Rusia en 1863. En abril de 1864 sufrió la pérdida de su mujer, que falleció de tuberculosis. Su personalidad y los detalles de sus infelices relaciones inspiraron varias imágenes en sus obras más famosas (la de Katerina Ivánovna de Crimen y castigo y la de Nastasia Filípovna en El idiota, por ejemplo). En junio su hermano también falleció. Después de esto Dostoyevski se encargó de publicar la revista Epoja cargada de serias deudas tras enfrentarse a tres pleitos. El negocio mejoró con altibajos pero finalmente tuvo que cerrar la revista.

De: RT Rusopedia.com

"El hombre es un misterio. Un misterio que es necesario esclarecer; y, si pasas toda la vida tratando de esclarecerlo, no digas que has perdido el tiempo; yo estudio este misterio porque quiero ser hombre".