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Junichiro Tamizaki Tokio- 24 de julio de 1886 |
"Algunos dirán que
la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía
anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras
en lugares que en sí mismos son insignificantes. Hay una vieja canción que
dice:
Ramajes
reunidlos y
anudadlos
una choza
desatadlos
la llanura
de nuevo
Nuestro
pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia
en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por
yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente,
colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde
toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su
existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.
En
una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo
de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser insuperable de la oscuridad e
intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas
largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal
manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un
relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de
Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en
realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que
no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir
la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un
toko no ma de algún pabellón de té.
¿Pero
por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con
tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían
la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han experimentado
la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses
han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo
su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles,
resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras
como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros
la limpidez del cristal.
Los
colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son estratificaciones
de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los rayos del
sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la
consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal
brilla a fuerza de frotarlo. En sus viviendas evitan cuanto pueden los
recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardines,
donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias
extensiones de césped.
¿Cuál
puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo bien,
como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre
nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos, por lo
tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo inevitable:
que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las
tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.
En
cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo
una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado
para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas,
del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último
refugio de la sombra".
De:
El Elogio de la Sombra
 |
Recomendada |
 |
Figura fundamental de la narrativa, especialmente de la novela erótica. |
EL ODIO
Me encanta ese sentimiento llamado “odio”.
Creo que es el sentimiento más directo y absoluto, el más sugestivo que pudiera
existir. Nada me parece tan divertido como odiar, odiar a alguien hasta más no
poder.
Supongamos que entre mis amigos hay uno al
que odio en particular. Jamás rompo de manera directa mi relación con él. Al
contrario, procuro ser amable, fingiendo una amistad entrañable, pero en el
fondo siento unos deseos inmensos de burlarme de él, despreciándolo y
portándome de forma grosera, halagándolo con ironía y mostrándole mi falta de
honestidad. La vida sería muy triste para mí si no tuviera en este mundo a
quién odiar.
Recuerdo muy bien el rostro de las personas
que odio. Mucho más que los rostros de las mujeres que he amado. Los puedo
vislumbrar en mi mente con todos los detalles como si los tuviera delante de
mí. Al odiar a una persona, todo lo suyo, incluyendo la textura y el color de
su piel, la forma de su nariz, sus manos y piernas, termina pareciéndome
odioso. Suelo decirme: “Qué piernas tan odiosas”, “qué manos tan odiosas”, “qué
piel tan odiosa”.
Descubrí el odio por primera vez durante mi
infancia, a los siete u ocho años. En esa época, trabajaba en mi casa Yasutaro,
un muchacho muy inquieto de doce o trece años, con cara morena y ojos redondos.
Era demasiado arrogante para su edad, lo que se manifestaba en su forma fluida
de hablar, no sabía obedecer y despreciaba a los empleados y sirvientes de la
casa, que lo regañaban constantemente. Tomaba cursos domésticos de caligrafía
todas las noches después de acabar su trabajo en la tienda, pero no aguantaba
estar sentado mucho tiempo delante de su pequeño escritorio para hacer los
ejercicios obligatorios. Solía quedarse dormido, y si no, le daba por entablar
conversación conmigo de esta manera:
—Oiga, mi niño, véngase un rato para acá.
Y empezaba a hablar tonterías conmigo,
haciendo dibujos en el cuaderno de ejercicios hasta la medianoche.
—¿Usted sabe qué es esto?
Al hacerme preguntas como ésa, Yasutaro me
mostraba dibujos obscenos e inmorales hasta hacerme chillar de la risa.
Yasutaro me caía bien al comienzo. Lo
consideraba un tanto vulgar, pero me gustaba ver sus dibujos cómicos, y todas
las noches esperaba ansiosamente a que terminara el trabajo de la tienda para
acudir a su lado.
—Yasutaro, a ver si puedes dibujarme cuando
me tiro un pedo.
Escogía temas así de ridículos para sus
dibujos y me moría de la risa viendo los cuadros disparatados que resultaban.
Por otro lado, Yasutaro me facilitaba conocimientos poco accesibles para los
niños de mi edad —misterios tales como: ¿por qué las mujeres se embarazan?;
¿cómo nacen los bebés?—. Nos hicimos tan buenos amigos en poco tiempo que hasta
comencé a acompañarlo a escondidas cuando tenía que salir a hacer diligencias,
y aprendí a vagabundear por las calles con él.
Fue un domingo al mediodía. Como la tienda
estaba cerrada por la mañana, la mayoría de los dependientes, desde el jefe
hasta el cajero, habían salido a pasear a algún sitio, pero Yasutaro, que no
era sino aprendiz, se tuvo que quedar ese día porque le habían encargado el
cuidado de la casa. Ya que se encontraba solo conmigo, empezó con sus idioteces
de siempre, hasta que se escuchó una voz que provenía del piso de arriba.
—¡Yasu malvado, qué falta de respeto! ¡No te
da vergüenza estar enseñándole al niño esas tonterías en lugar de dedicarte a
los ejercicios de caligrafía!
Venía bajando la escalera, maldiciendo de
aquella forma, un hombre que había salido de una habitación del segundo piso.
Era Zenbei, el interino, un gordo de unos treinta y cinco años, de rostro
enrojecido que, a primera vista, inspiraba repugnancia. Parecía estar listo
para salir a un asunto importante, puesto que se había calzado de manera formal
y vestía un kimono elegante con bordados brillantes encima de la ropa interior
de rayas, y lucía su cabello peinado con un esmero poco frecuente.
—¿Para dónde va, don Zen? Anda usted muy
elegante.
Yasutaro escrutó detenidamente el traje de
Zenbei con una mirada maliciosa.
—¿Y eso qué te importa?
Después de detenerse un momento en el zaguán
para calzarse, Zenbei se sentó en el piso de madera mirando con cierto
nerviosismo el reloj de pared.
—Uhm, que disfrutes entonces —Yasutaro se
dirigió a Zenbei en un tono insinuante, agachando un poco la cabeza.
—¿Qué quieres decir, mocoso? ¿Qué sabes tú,
muchacho descarado?
—Seré descarado, pero no al grado de
frecuentar un prostíbulo.
—¿Qué? —Zenbei se puso serio de repente y con
una mirada severa enfrentó a Yasutaro—: A ver, dímelo otra vez, y verás. ¿Qué
tengo yo que ver con prostíbulos? ¿Crees que puedes decir cualquier tontería
que se te antoje?
—No se enoje, que no es para tanto, sólo dije
que yo no conocía un prostíbulo.
—¿Y a cuenta de qué te refieres a eso? Parece
que no fue suficiente la cantidad de
bofetadas que recibiste el otro día como castigo.
Al ser puesto en evidencia delante de mí,
Zenbei seguramente se preocupaba de que su jefe se enterara del secreto. Quizá
por eso resentía mi mirada, al tiempo que descargaba un fuerte manotazo sobre
el cráneo semirrapado de Yasutaro.
—¡Ay, hombre! ¡Qué le pasa, pendejo!
—Como nunca entiendes las palabras, tengo que
acudir a este remedio para que te acuerdes bien quién soy. Vas a ver si sigues
portándote así.
—Qué gracioso. El que va a ver es usted, que
se escapa de la tienda todas las noches y no vuelve hasta la madrugada. ¡Qué
ingenuo, como para creer que nadie está enterado de eso!
Yasutaro hablaba a gritos y en un tono
abiertamente desafiante, tal vez para vengarse de los golpes. Y a pesar de que
luego recibió una tanda de bofetadas, se enfrentó a Zenbei con los brazos
cruzados.
—¡Venga, coño! Pégueme cuanto quiera. A ver,
¿qué le pasa? ¡Déle!
Zenbei vaciló un instante ponderando su
conducta violenta, tal vez temeroso por la actitud decidida de Yasutaro, pero
ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Lo sujetó de las solapas y lo
arrojó al piso, y ahí comenzó a golpearlo a ciegas con los puños cerrados.
Aplastado de bruces como si lo hubieran
colocado sobre una mesa de disección, Yasutaro forcejeaba en un intento vano
por zafarse, y comenzó así a responder con contragolpes desesperados sobre las
piernas de Zenbei, lanzando gritos exagerados para llamar la atención. Las
mangas del vestido elegante de Zenbei quedaron destrozadas por los arañazos y
pellizcos con que intentaba defenderse Yasutaro. Durante un buen rato me quedé
como atontado observando en silencio aquel pleito desigual. Curiosamente, lo
que más me llamaba la atención en esos momentos era el gesto miserablemente
distorsionado de Yasutaro, que se encontraba aplastado bajo las rodillas de
aquel hombre corpulento, y de igual forma me fijaba en el movimiento de sus
piernas, que se retorcían de dolor. Al contemplar las plantas de sus pies,
amarillentas y redondeadas, con los cinco dedos que se abrían y cerraban con
notable fuerza, imaginé que se trataba de animales misteriosos, ajenos a la
personalidad de Yasutaro. ¡Ah, y qué gracia tenía su cara con el perfil
desfigurado! Desde donde estaba yo parado se veían con nitidez impresionante
las fosas de su nariz chata, así como el interior rojo de su boca, que se abría
cada vez que lanzaba un grito lloriqueante.
“¡Qué fosas nasales tan feas y sucias!”, se
me ocurrió pensar. Continué así, en silencio, observando detenidamente cómo su
nariz cambiaba de forma, cómo se distorsionaba según los gestos de dolor.
“¿Por qué será que el rostro humano tiene
fosas nasales? Se vería mejor sin esos feos agujeros, me parece…”. No sé por
qué se me ocurrió esta reflexión tan mal formulada, que reflejaba mi
descontento.
Pronto una de las sirvientas acudió a
separarlos y así acabó la pelea, pero esa imagen de las fosas nasales de
Yasutaro no se me quitó de la mente durante varios días. Cada vez que me
sentaba a la mesa para comer, se me aparecía como si la tuviera ahí mismo,
delante de los ojos, y la impresión que me producía era siempre desagradable. A
pesar de ese fuerte disgusto, de vez en cuando me veía impulsado por el deseo,
totalmente inexplicable, de situarme al lado de Yasutaro para observar, en
escorzo, la forma de su nariz.
Mirando detenidamente su nariz, me decía para
mí mismo, muy en el fondo de mi mente: “De verdad que eres un tipo asqueroso.
Qué feo te ves. Mírate no más esa nariz tan horrible que tienes”. Yasutaro, por
quien hasta entonces había sentido cierto cariño, me comenzó a infundir una
repugnancia que carecía de lógica, a medida que me habituaba a asociarlo con su
fea nariz.
Obviamente, Yasutaro no se daba cuenta de lo
que pasaba en mi interior. Me seguía tratando con mucho cariño y me hablaba de
la misma forma relajada. Ahora que lo recuerdo, desde pequeño yo fui un niño
demasiado precoz en cuanto a mañas y malicias se refiere. Era un niño tan ajeno
a la inocencia que, aun cuando me disgustara alguien, jamás revelaba
exteriormente ese sentimiento. Al contrario, le respondía siempre con el mismo
cariño y con los mismos tratos amables. Y cuanto más me mostraba amable y
alegre con él en mis tratos diarios, más crecía mi odio con una fuerza
incontrolable. Además, me producía una felicidad suprema portarme como
cualquier niño ingenuo sin revelar ni en lo más mínimo ese odio hirviente, bien
escondido en las profundidades de mi corazón.
Rebosaba de alegría al formular secretamente
en mi interior reflexiones insultantes: “Qué tipo tan fácil de engañar, este
idiota incurable. Mucho mayor que yo, pero muy inferior en inteligencia”. Solía
identificarme con esos subalternos listos y mañosos que aparecían en las
historias de conflictos familiares de los antiguos caudillos, tales como Denzo
Otsuki y Mimasaka Oguri, para disfrutar de la misma circunstancia que estaba
viviendo. Hasta llegué a pensar que habría gozado más si yo hubiera sido el
sirviente y Yasutaro mi amo, porque así me podría burlar más de él con lisonjas
fingidas.
¿No habría manera de perjudicarlo sin que se
diera cuenta de mi odio? Ya no me contentaba sólo con burlarme de él mediante
una operación mental. Quería provocar algún suceso que incitara a alguien a
golpear a Yasutaro tan cruelmente como en la ocasión anterior. Quería manejar a
alguien a mi antojo, como a un títere, para poder disfrutar luego a hurtadillas
de las lágrimas de dolor que Yasutaro tendría que tragarse. Empecé a desearle
los sufrimientos más terribles. Ya no me importaba que se quedara cojo o que
muriera de una vez. Sólo deseaba que recibiera los golpes más contundentes y
dañinos, que hicieran sangrar su horrible nariz… Siempre imaginaba planes
macabros para Yasutaro, y me mantenía alerta ante la oportunidad de poder
ponerlos en práctica. Mentalmente no dejaba de saborear las imágenes de sus
lloriqueos, de su cara distorsionada por la angustia, de los movimientos de sus
piernas y brazos contorsionándose de dolor. Paladeaba aquellas imágenes como si
fueran dulces manjares que se posesionaban de mí con una misteriosa atracción.
En esa época todavía no me podía explicar por
qué había llegado a odiar a Yasutaro de semejante manera. Debería existir algún
motivo que me impulsara a perder de repente todo el cariño que sentía por él,
llevándome a experimentar tal aversión, que podía desearle el peor de los
sufrimientos. Pero siendo como era un niño, aún no muy consciente de mis
actuaciones, no se me ocurría pensar en tan complejos asuntos. Lo único que
recuerdo de esos momentos con precisión es cómo me sentía con relación a
Yasutaro. No se trataba de un rechazo ni de una repugnancia cualquiera, era
algo mucho más radical y profundo: se podría hablar de una reacción psicológica
casi irresistible. Era un sentimiento que quizá no se pueda expresar con un término
tan superficial como odio. Sería más oportuno acudir a una metáfora: imaginen
las horribles náuseas que sentiríamos al pensar en excrementos humanos justo
cuando estamos comiendo. De eso se trataba, de algo muy cercano a esa
sensación. Al ver la cara de Yasutaro, me sentía invadido por la desazón, y el
asco casi me hacía vomitar, dejándome en la boca un desagradable sabor.
Por otro lado, no tengo ninguna justificación
para odiar a Yasutaro. Ni siquiera era un hombre malo. Nunca me faltaba al
respeto. Y tampoco tuvo ninguna culpa en la pelea con Zenbei, puesto que éste
se molestó seguramente porque Yasutaro le dijo algo cierto con el propósito de
provocarlo. En ese sentido, el objeto de mi odio debería haber sido Zenbei, y
Yasutaro merecería más bien mi compasión. En fin, se puede suponer que mi odio
hacia Yasutaro no se originó en mi ser mismo de ese entonces, sino que se
produjo como consecuencia de algún factor desconocido que se había ido formando
muy sutilmente en mi psiquis. En otros términos, puedo decir que fui atrapado
de forma inesperada por ese fenómeno que se asocia con la llegada de la
primavera.
Como ya lo conté antes, al ver cómo Zenbei
golpeaba a Yasutaro, me sentí atraído —hasta el grado de alcanzar un placer
casi como si estuviera escuchando una melodía muy agradable— hacia los músculos
de las extremidades y del rostro, que se movían en curiosos vaivenes. Olvidando
completamente la personalidad de Yasutaro, me concentré, de una forma por demás
enfermiza, en cada una de las partes que componían su cuerpo.
“Siento unos deseos inmensos de pisotear sus
muslos, como lo está haciendo Zenbei. Tengo ganas de pellizcarle las
mejillas…”, me dije. Y ése fue el comienzo de mi odio hacia Yasutaro.
Empecé a odiar la forma de su nariz. Su
aspecto físico repugnaba a mis ojos y me producía un malestar insoportable,
sólo comparable con el que sentiría una persona rabiosa ante la comida que
detesta. Mis sentimientos hacia Yasutaro ya estaban totalmente bajo el dominio
de los estímulos sensoriales provocados por su cuerpo. Ya no podía apreciar su
cuerpo más que como vestido o comida.
Su cuerpo era feo y miserable, mezquino y
para colmo gordo —imagino que no era yo el único que, al contemplarlo, sentía
el impulso irresistible de golpearlo, pellizcarlo o hacerle otras cosas
peores—. Estoy convencido de que cualquiera de ustedes ha tenido una
experiencia semejante en algún momento de sus vidas. Seguramente, algunos de
mis lectores se acordarán de aquel juguete llamado arcilla de cera que se veía
mucho en nuestra infancia. ¿Por qué será que ese juguete estuvo tan de moda
entre los niños? Pudo ser por el placer que producía el acto mismo de trabajar
la cera para hacer figuras muy variadas. Pero me parece que lo que más estimuló
la curiosidad de los niños no fue otra cosa que esa sensación de lo blanduzco,
viscoso y pulposo del mismo material. Ese efecto táctil, que experimentábamos
al manipularlo a nuestro antojo, extendiéndolo, aplastándolo y manoseándolo,
nos encantaba de una forma casi inconsciente. Ningún niño se resistía al deseo
de juguetear con ese material cuando lo tenía a la mano.
Puedo nombrar otros casos semejantes. Por
ejemplo, ¿por qué hay tanta gente que tiene una predilección muy especial por
ciertas comidas, desabridas en sí mismas, como natillas y gelatinas? Seguro que
es por el placer de esa sensación blanduzca que se experimenta al tratar de
agarrarlas con cucharas o al saborearlas con la punta de la lengua. Mucha gente
manifiesta ese apetito instintivo casi sin darse cuenta. De la misma manera,
hay mujeres que tienen la manía de hacer cosas tan extrañas como sacarle canas
a alguien o limpiar el pus de las heridas. Me parece que gustos tan exóticos
son algo innato, en unos más que en otros, y comunes en todos los seres
humanos.
Mi interés en el dolor del cuerpo de Yasutaro
se puede explicar por el mismo placer causado por la arcilla de cera o por la
gelatina. Sólo al ver cómo vibra una gelatina trémula, uno siente un placer
inmenso, que tal vez no requiera de ninguna explicación. Sólo en busca de ese extraño
placer era que deseaba ver de nuevo a Yasutaro forcejear de dolor.
Al fin, llegué a ingeniármelas con un truco
bien elaborado. Un día, aprovechando el momento en que Yasutaro se tuvo que
ausentar de casa por un encargo, robé secretamente de un cajón de su escritorio
un cuchillo en cuya vaina estaba grabado su nombre, “Yasutaro Sato”. Luego me
metí a hurtadillas en la habitación común de los empleados, ubicada en el
segundo piso, y por fortuna la encontré completamente sola, pues era la hora en
que había mucho trabajo en la tienda. Sin perder ni un minuto, abrí la maleta
donde Zenbei guardaba su ropa, y de ahí saqué el vestido de gala cuidadosamente
doblado, y después de maltratarlo insistentemente, le rasgué algunas partes con
el cuchillo. Para completar el mandado, dejé a propósito la vaina en el fondo
de la maleta, cerré la maleta hasta dejarla como la había encontrado al
comienzo y bajé a mi cuarto con toda calma. Boté el cuchillo en la cloaca que
pasaba cerca. Y así transcurrieron dos o tres días sin ninguna novedad.
“Seguro, antes del próximo domingo se va a
armar un escándalo. Te vas a meter en tremendo lío. No sabes, idiota, lo que te
espera”. Me colmaba de felicidad pensar de esta manera, mientras, en
apariencia, seguía tratando a Yasutaro con el mismo cariño.
Mi truco dio su resultado el domingo en la
mañana, tal como había calculado. Zenbei aguardó hasta que se fueron todos los
empleados para ocuparse de Yasutaro, que se encontraba todo relajado bromeando
conmigo, y lo empezó a interrogar severamente enfrentándolo a la vaina del
cuchillo, que constituía una evidencia inobjetable.
—¿Te haces el tonto ante esta evidencia? Eres
un tipo incorregible que no tiene ningún futuro. ¡Qué descaro! Mírame bien,
malcriado, ¿todavía vas a decir que no?
—Por más que insista, no puedo admitir algo
que no he hecho. Piense con calma, hombre, y verá. ¿Qué clase de idiota iba a
dejar un objeto que tenga su propio nombre en esa maleta? —alcanzó a decir
Yasutaro, pero no podía disimular su palidez delante del rostro desfigurado por
la furia de su contrincante.
—¿Quién podría haber sido sino tú? Vas a ver
cómo te entrego a la policía si no dices la verdad. A ver, ven conmigo.
La ira de Zenbei no era la de un adulto que
se dirige a un niño para amonestarlo. Rebosando de la rabia que surgía desde el
fondo de su alma, fijó su mirada enloquecida en su enemigo y empezó a
arrastrarlo a la fuerza hacia el zaguán.
Cogido por el cuello, Yasutaro se resistía
con desesperación, agarrándose a la columna y al armario, pero ante la fuerza
superior de su rival no pudo hacer más nada sino dejarse arrastrar a lo largo
del piso. Nadie decía ni una palabra. En medio de aquel silencio horroroso,
cada quien dedicaba todas sus energías a intentar superar al otro en esta
competencia singular.
De pronto se sintió un enorme estruendo: era
Yasutaro que había caído de espaldas en el zaguán, quién sabe si había
tropezado con algún objeto o si se había enredado en sus propios pies. Lanzando
un chillido estridente que resonó por toda la casa, Yasutaro, en su
desesperación, le mordió una pierna a Zenbei con las fuerzas que aún le
restaban.
—¡Mierda, carajo! —Zenbei repitió varias
veces ese insulto sin dejar de darle patadas a Yasutaro, a ciegas, en la cara,
en las piernas, lo que acabó en un tremendo escándalo, algo nunca antes visto.
Yo observaba con calma aquella escena. El
cuerpo de Yasutaro, que el traje con las solapas levantadas y las mangas
enrolladas dejaba casi al descubierto, forcejeaba violentamente de dolor, un
dolor aún más intenso que el de la vez pasada, y pataleaba en el vacío. Se pudo
ver con nitidez cómo se contraían los músculos alrededor de esa nariz chata y
horriblemente fea.
Como consecuencia lógica de aquel acto, no
tardé en comenzar a manifestar mi odio hacia Yasutaro de manera directa y a
maltratarlo con mis propias manos, ya sin intentar ocultar mi naturaleza
demoníaca. Finalmente, me acostumbré a acosar a cualquier sirviente de la casa
sin escrúpulo alguno.
—En esta casa no nos dura ninguna sirvienta,
por causa de tu carácter violento —solía decir mi madre. Cada vez que llegaba
una sirvienta nueva, me ocupaba de consentirla con exageración durante cierto
tiempo, y comenzaba a odiar a las que llevaban más tiempo en casa, con las
cuales me había encariñado en apariencia. Así sucesivamente se turnaban mis
sentimientos. Yo necesitaba tanto a las sirvientas queridas como a las odiadas.
Me gradué en la escuela primaria, luego en la
secundaria y al fin en la preparatoria, para continuar mis estudios en la
universidad. Debo confesar, sin embargo, que cuando odio a alguien sigo
dominado por el mismo sentimiento que experimenté en mi niñez. La única
diferencia consiste en que ahora no lo manifiesto en mis actos, o mejor dicho,
no me siento capaz de hacerlo.
Creo que el odio, al igual que el amor, brota
de una fuente mucho más profunda que el interés práctico o la conciencia moral. Yo no sabía odiar de verdad hasta que
descubrí el instinto sexual.
De: Puro Cuento