jueves, 25 de julio de 2013

Bajo la Serpiente de los Huesos Blancos -4-

El invierno o La nevada
Francisco De Goya

Las fuerzas de la Naturaleza pueden detenernos o dañarnos porque hay una ley cósmica a la que estamos sujetos. 

Pero qué angustiante resulta considerar que nuestra destrucción puede ser generada por la alienación de nuestros prójimos, como ha ocurrido hoy en Santiago de Compostela, España. 

Aunque muertes evitables son una constante en el mundo, un tren viajando a 190 kilómetros bajo el inocente sol es una imagen que nos estremece de frío, el frío del horror, el horror de saber que vamos todos empujados por un viento demencial nacido detrás de tantas máscaras semejantes.


¿El milagro de las lentejas checas?


24 de julio de 1860 -  Moravia del Sur
Alfonso Mucha
Su vida fue muy dura desde los doce años;
logró, no obstante, configurar una carrera
pero su pasión no era la escribanía.
Estando en una situación crítica
-sólo podía pagarse lentejas para comer-
elaboró un cartel para publicitar
a Sara Bernhardt
y todo cambió.
Pintor, publicista, diseñador de yoyas,... 
Puro Talento...
(Más información en Radio Praga-
Emisión en español)






















También tenía razón



24 de julio de 1783




















... La última visita que recibió la noche anterior fue la de Manuela Sáenz, la aguerrida quiteña que lo amaba, pero que no iba a seguirlo hasta la muerte. Se quedaba, como siempre, con el encargo de mantener al general bien informado de todo cuanto ocurriera en ausencia suya, pues hacía tiempo que él no confiaba en nadie más que en ella. Le dejaba en custodia algunas reliquias sin más valor que el de haber sido suyas, así como algunos de sus libros más preciados y dos cofres de sus archivos personales. El día anterior, durante la breve despedida formal, le había dicho: «Mucho te amo, pero más te amaré si ahora tienes más juicio que nunca». Ella lo entendió como otro homenaje de los tantos que él le había rendido en ocho años de amores ardientes. De todos sus conocidos ella era la única que lo creía: esta vez era verdad que se iba. Pero también era la única que tenía al menos un motivo cierto para esperar que volviera.

No pensaban verse otra vez antes del viaje. Sin embargo, doña Amalia, la dueña de casa, quiso darles el regalo de un último adiós furtivo, e hizo entrar a Manuela vestida de jineta por el portón de los establos burlando los prejuicios de la beata comunidad local. No porque fueran amantes clandestinos, pues lo eran a plena luz y con escándalo público, sino por preservar a toda costa el buen nombre de la casa. Él fue aún más timorato, pues le ordenó a José Palacios que no cerrara la puerta de la sala contigua, que era un paso obligado de la servidumbre doméstica, y donde los edecanes de guardia jugaron a las barajas hasta mucho después que terminó la visita.

Manuela le leyó durante dos horas. Había sido joven hasta hacía poco tiempo, cuando sus carnes empezaron a ganarle a su edad. Fumaba una cachimba de marinero, se perfumaba con agua de verbena que era una loción de militares, se vestía de hombre y andaba entre soldados, pero su voz afónica seguía siendo buena para las penumbras del amor. Leía a la luz escasa de la palmatoria, sentada en un sillón que aún tenía el escudo de armas del último virrey, y él la escuchaba tendido bocarriba en la cama, con la ropa civil de estar en casa y cubierto con la ruana de vicuña. Sólo por el ritmo de la respiración se sabía que no estaba dormido. El libro se llamaba Lección de noticias y rumores que corrieron por Lima en el año de gracia de 1826, del peruano Noé Calzadillas, y ella lo leía con unos énfasis teatrales que le iban muy bien al estilo del autor.

Durante la hora siguiente no se oyó nada más que su voz en la casa dormida. Pero después de la última ronda estalló de pronto una carcajada unánime de muchos hombres, que alborotó a los perros de la cuadra. Él abrió los ojos, menos inquieto que intrigado, y ella cerró el libro en el regazo, marcando la página con el pulgar.
«Son sus amigos», le dijo.
«No tengo amigos», dijo él. «Y si acaso me quedan algunos ha de ser por poco tiempo».
«Pues están ahí afuera, velando para que no lo maten», dijo ella.

Fue así como el general se enteró de lo que toda la ciudad sabía: no uno sino varios atentados se estaban fraguando contra él, y sus últimos partidarios aguardaban en la casa para tratar de impedirlos. El zaguán y los corredores en torno del jardín interior estaban tomados por los húsares y granaderos, todos venezolanos, que iban a acompañarlo hasta el puerto de Cartagena de Indias, donde debía abordar un velero para Europa. Dos de ellos habían tendido sus petates para acostarse de través frente a la puerta principal de la alcoba, y los edecanes iban a seguir jugando en la sala contigua cuando Manuela acabara de leer, pero los tiempos no eran para estar seguros de nada en medio de tanta gente de tropa de origen incierto y diversa calaña. Sin inmutarse por las malas noticias, él le ordenó a Manuela con un gesto de la mano que siguiera leyendo.

Siempre tuvo a la muerte como un riesgo profesional sin remedio. Había hecho todas sus guerras en la línea de peligro, sin sufrir ni un rasguño, y se movía en medio del fuego contrario con una serenidad tan insensata que hasta sus oficiales se conformaron con la explicación fácil de que se creía invulnerable. Había salido ileso de cuantos atentados se urdieron contra él, y en varios salvó la vida porque no estaba durmiendo en su cama. Andaba sin escolta, y comía y bebía sin ningún cuidado de lo que le ofrecían donde fuera. Sólo Manuela sabía que su desinterés no era inconsciencia ni fatalismo, sino la certidumbre melancólica de que había de morir en su cama, pobre y desnudo, y sin el consuelo de la gratitud pública...

El General en su Laberinto
Gabriel García Márquez

De: vocesantiimperialistas.org




Muerto Bolívar, la Coronela fue desterrada a Perú
y vivió en el pueblito de Paita hasta su muerte.
A las/os valientes se les margina,
se les invisibiliza o se les destruye.
Manuela no sólo había sido
una mujer socialmente inconveniente;
su arrojo militar
y su cosmovisión política
eran una amenaza.
¡Qué distinta sería América toda
con unas cuantas Manuelitas más!



Eros y Thánatos, siempre de la mano


Junichiro Tamizaki
Tokio-  24 de julio de 1886

"Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza  auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes. Hay una vieja canción que dice:

Ramajes
reunidlos y anudadlos
una choza
desatadlos
la llanura de nuevo

Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.

En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser insuperable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un toko no ma de algún pabellón de té.

¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal.

Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo. En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.

¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos, por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.
En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la sombra".

De: El Elogio de la Sombra


Recomendada

Figura fundamental de la narrativa,
especialmente de la novela erótica.

EL ODIO

Me encanta ese sentimiento llamado “odio”. Creo que es el sentimiento más directo y absoluto, el más sugestivo que pudiera existir. Nada me parece tan divertido como odiar, odiar a alguien hasta más no poder.

Supongamos que entre mis amigos hay uno al que odio en particular. Jamás rompo de manera directa mi relación con él. Al contrario, procuro ser amable, fingiendo una amistad entrañable, pero en el fondo siento unos deseos inmensos de burlarme de él, despreciándolo y portándome de forma grosera, halagándolo con ironía y mostrándole mi falta de honestidad. La vida sería muy triste para mí si no tuviera en este mundo a quién odiar.

Recuerdo muy bien el rostro de las personas que odio. Mucho más que los rostros de las mujeres que he amado. Los puedo vislumbrar en mi mente con todos los detalles como si los tuviera delante de mí. Al odiar a una persona, todo lo suyo, incluyendo la textura y el color de su piel, la forma de su nariz, sus manos y piernas, termina pareciéndome odioso. Suelo decirme: “Qué piernas tan odiosas”, “qué manos tan odiosas”, “qué piel tan odiosa”.

Descubrí el odio por primera vez durante mi infancia, a los siete u ocho años. En esa época, trabajaba en mi casa Yasutaro, un muchacho muy inquieto de doce o trece años, con cara morena y ojos redondos. Era demasiado arrogante para su edad, lo que se manifestaba en su forma fluida de hablar, no sabía obedecer y despreciaba a los empleados y sirvientes de la casa, que lo regañaban constantemente. Tomaba cursos domésticos de caligrafía todas las noches después de acabar su trabajo en la tienda, pero no aguantaba estar sentado mucho tiempo delante de su pequeño escritorio para hacer los ejercicios obligatorios. Solía quedarse dormido, y si no, le daba por entablar conversación conmigo de esta manera:

—Oiga, mi niño, véngase un rato para acá.

Y empezaba a hablar tonterías conmigo, haciendo dibujos en el cuaderno de ejercicios hasta la medianoche.

—¿Usted sabe qué es esto?

Al hacerme preguntas como ésa, Yasutaro me mostraba dibujos obscenos e inmorales hasta hacerme chillar de la risa.

Yasutaro me caía bien al comienzo. Lo consideraba un tanto vulgar, pero me gustaba ver sus dibujos cómicos, y todas las noches esperaba ansiosamente a que terminara el trabajo de la tienda para acudir a su lado.

—Yasutaro, a ver si puedes dibujarme cuando me tiro un pedo.

Escogía temas así de ridículos para sus dibujos y me moría de la risa viendo los cuadros disparatados que resultaban. Por otro lado, Yasutaro me facilitaba conocimientos poco accesibles para los niños de mi edad —misterios tales como: ¿por qué las mujeres se embarazan?; ¿cómo nacen los bebés?—. Nos hicimos tan buenos amigos en poco tiempo que hasta comencé a acompañarlo a escondidas cuando tenía que salir a hacer diligencias, y aprendí a vagabundear por las calles con él.

Fue un domingo al mediodía. Como la tienda estaba cerrada por la mañana, la mayoría de los dependientes, desde el jefe hasta el cajero, habían salido a pasear a algún sitio, pero Yasutaro, que no era sino aprendiz, se tuvo que quedar ese día porque le habían encargado el cuidado de la casa. Ya que se encontraba solo conmigo, empezó con sus idioteces de siempre, hasta que se escuchó una voz que provenía del piso de arriba.

—¡Yasu malvado, qué falta de respeto! ¡No te da vergüenza estar enseñándole al niño esas tonterías en lugar de dedicarte a los ejercicios de caligrafía!

Venía bajando la escalera, maldiciendo de aquella forma, un hombre que había salido de una habitación del segundo piso. Era Zenbei, el interino, un gordo de unos treinta y cinco años, de rostro enrojecido que, a primera vista, inspiraba repugnancia. Parecía estar listo para salir a un asunto importante, puesto que se había calzado de manera formal y vestía un kimono elegante con bordados brillantes encima de la ropa interior de rayas, y lucía su cabello peinado con un esmero poco frecuente.

—¿Para dónde va, don Zen? Anda usted muy elegante.

Yasutaro escrutó detenidamente el traje de Zenbei con una mirada maliciosa.

—¿Y eso qué te importa?

Después de detenerse un momento en el zaguán para calzarse, Zenbei se sentó en el piso de madera mirando con cierto nerviosismo el reloj de pared.

—Uhm, que disfrutes entonces —Yasutaro se dirigió a Zenbei en un tono insinuante, agachando un poco la cabeza.

—¿Qué quieres decir, mocoso? ¿Qué sabes tú, muchacho descarado?

—Seré descarado, pero no al grado de frecuentar un prostíbulo.

—¿Qué? —Zenbei se puso serio de repente y con una mirada severa enfrentó a Yasutaro—: A ver, dímelo otra vez, y verás. ¿Qué tengo yo que ver con prostíbulos? ¿Crees que puedes decir cualquier tontería que se te antoje?

—No se enoje, que no es para tanto, sólo dije que yo no conocía un prostíbulo.

—¿Y a cuenta de qué te refieres a eso? Parece que no fue suficiente la cantidad de
bofetadas que recibiste el otro día como castigo.

Al ser puesto en evidencia delante de mí, Zenbei seguramente se preocupaba de que su jefe se enterara del secreto. Quizá por eso resentía mi mirada, al tiempo que descargaba un fuerte manotazo sobre el cráneo semirrapado de Yasutaro.

—¡Ay, hombre! ¡Qué le pasa, pendejo!

—Como nunca entiendes las palabras, tengo que acudir a este remedio para que te acuerdes bien quién soy. Vas a ver si sigues portándote así.

—Qué gracioso. El que va a ver es usted, que se escapa de la tienda todas las noches y no vuelve hasta la madrugada. ¡Qué ingenuo, como para creer que nadie está enterado de eso!

Yasutaro hablaba a gritos y en un tono abiertamente desafiante, tal vez para vengarse de los golpes. Y a pesar de que luego recibió una tanda de bofetadas, se enfrentó a Zenbei con los brazos cruzados.

—¡Venga, coño! Pégueme cuanto quiera. A ver, ¿qué le pasa? ¡Déle!

Zenbei vaciló un instante ponderando su conducta violenta, tal vez temeroso por la actitud decidida de Yasutaro, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Lo sujetó de las solapas y lo arrojó al piso, y ahí comenzó a golpearlo a ciegas con los puños cerrados.

Aplastado de bruces como si lo hubieran colocado sobre una mesa de disección, Yasutaro forcejeaba en un intento vano por zafarse, y comenzó así a responder con contragolpes desesperados sobre las piernas de Zenbei, lanzando gritos exagerados para llamar la atención. Las mangas del vestido elegante de Zenbei quedaron destrozadas por los arañazos y pellizcos con que intentaba defenderse Yasutaro. Durante un buen rato me quedé como atontado observando en silencio aquel pleito desigual. Curiosamente, lo que más me llamaba la atención en esos momentos era el gesto miserablemente distorsionado de Yasutaro, que se encontraba aplastado bajo las rodillas de aquel hombre corpulento, y de igual forma me fijaba en el movimiento de sus piernas, que se retorcían de dolor. Al contemplar las plantas de sus pies, amarillentas y redondeadas, con los cinco dedos que se abrían y cerraban con notable fuerza, imaginé que se trataba de animales misteriosos, ajenos a la personalidad de Yasutaro. ¡Ah, y qué gracia tenía su cara con el perfil desfigurado! Desde donde estaba yo parado se veían con nitidez impresionante las fosas de su nariz chata, así como el interior rojo de su boca, que se abría cada vez que lanzaba un grito lloriqueante.

“¡Qué fosas nasales tan feas y sucias!”, se me ocurrió pensar. Continué así, en silencio, observando detenidamente cómo su nariz cambiaba de forma, cómo se distorsionaba según los gestos de dolor.

“¿Por qué será que el rostro humano tiene fosas nasales? Se vería mejor sin esos feos agujeros, me parece…”. No sé por qué se me ocurrió esta reflexión tan mal formulada, que reflejaba mi descontento.

Pronto una de las sirvientas acudió a separarlos y así acabó la pelea, pero esa imagen de las fosas nasales de Yasutaro no se me quitó de la mente durante varios días. Cada vez que me sentaba a la mesa para comer, se me aparecía como si la tuviera ahí mismo, delante de los ojos, y la impresión que me producía era siempre desagradable. A pesar de ese fuerte disgusto, de vez en cuando me veía impulsado por el deseo, totalmente inexplicable, de situarme al lado de Yasutaro para observar, en escorzo, la forma de su nariz.

Mirando detenidamente su nariz, me decía para mí mismo, muy en el fondo de mi mente: “De verdad que eres un tipo asqueroso. Qué feo te ves. Mírate no más esa nariz tan horrible que tienes”. Yasutaro, por quien hasta entonces había sentido cierto cariño, me comenzó a infundir una repugnancia que carecía de lógica, a medida que me habituaba a asociarlo con su fea nariz.

Obviamente, Yasutaro no se daba cuenta de lo que pasaba en mi interior. Me seguía tratando con mucho cariño y me hablaba de la misma forma relajada. Ahora que lo recuerdo, desde pequeño yo fui un niño demasiado precoz en cuanto a mañas y malicias se refiere. Era un niño tan ajeno a la inocencia que, aun cuando me disgustara alguien, jamás revelaba exteriormente ese sentimiento. Al contrario, le respondía siempre con el mismo cariño y con los mismos tratos amables. Y cuanto más me mostraba amable y alegre con él en mis tratos diarios, más crecía mi odio con una fuerza incontrolable. Además, me producía una felicidad suprema portarme como cualquier niño ingenuo sin revelar ni en lo más mínimo ese odio hirviente, bien escondido en las profundidades de mi corazón.

Rebosaba de alegría al formular secretamente en mi interior reflexiones insultantes: “Qué tipo tan fácil de engañar, este idiota incurable. Mucho mayor que yo, pero muy inferior en inteligencia”. Solía identificarme con esos subalternos listos y mañosos que aparecían en las historias de conflictos familiares de los antiguos caudillos, tales como Denzo Otsuki y Mimasaka Oguri, para disfrutar de la misma circunstancia que estaba viviendo. Hasta llegué a pensar que habría gozado más si yo hubiera sido el sirviente y Yasutaro mi amo, porque así me podría burlar más de él con lisonjas fingidas.

¿No habría manera de perjudicarlo sin que se diera cuenta de mi odio? Ya no me contentaba sólo con burlarme de él mediante una operación mental. Quería provocar algún suceso que incitara a alguien a golpear a Yasutaro tan cruelmente como en la ocasión anterior. Quería manejar a alguien a mi antojo, como a un títere, para poder disfrutar luego a hurtadillas de las lágrimas de dolor que Yasutaro tendría que tragarse. Empecé a desearle los sufrimientos más terribles. Ya no me importaba que se quedara cojo o que muriera de una vez. Sólo deseaba que recibiera los golpes más contundentes y dañinos, que hicieran sangrar su horrible nariz… Siempre imaginaba planes macabros para Yasutaro, y me mantenía alerta ante la oportunidad de poder ponerlos en práctica. Mentalmente no dejaba de saborear las imágenes de sus lloriqueos, de su cara distorsionada por la angustia, de los movimientos de sus piernas y brazos contorsionándose de dolor. Paladeaba aquellas imágenes como si fueran dulces manjares que se posesionaban de mí con una misteriosa atracción.

En esa época todavía no me podía explicar por qué había llegado a odiar a Yasutaro de semejante manera. Debería existir algún motivo que me impulsara a perder de repente todo el cariño que sentía por él, llevándome a experimentar tal aversión, que podía desearle el peor de los sufrimientos. Pero siendo como era un niño, aún no muy consciente de mis actuaciones, no se me ocurría pensar en tan complejos asuntos. Lo único que recuerdo de esos momentos con precisión es cómo me sentía con relación a Yasutaro. No se trataba de un rechazo ni de una repugnancia cualquiera, era algo mucho más radical y profundo: se podría hablar de una reacción psicológica casi irresistible. Era un sentimiento que quizá no se pueda expresar con un término tan superficial como odio. Sería más oportuno acudir a una metáfora: imaginen las horribles náuseas que sentiríamos al pensar en excrementos humanos justo cuando estamos comiendo. De eso se trataba, de algo muy cercano a esa sensación. Al ver la cara de Yasutaro, me sentía invadido por la desazón, y el asco casi me hacía vomitar, dejándome en la boca un desagradable sabor.

Por otro lado, no tengo ninguna justificación para odiar a Yasutaro. Ni siquiera era un hombre malo. Nunca me faltaba al respeto. Y tampoco tuvo ninguna culpa en la pelea con Zenbei, puesto que éste se molestó seguramente porque Yasutaro le dijo algo cierto con el propósito de provocarlo. En ese sentido, el objeto de mi odio debería haber sido Zenbei, y Yasutaro merecería más bien mi compasión. En fin, se puede suponer que mi odio hacia Yasutaro no se originó en mi ser mismo de ese entonces, sino que se produjo como consecuencia de algún factor desconocido que se había ido formando muy sutilmente en mi psiquis. En otros términos, puedo decir que fui atrapado de forma inesperada por ese fenómeno que se asocia con la llegada de la primavera.

Como ya lo conté antes, al ver cómo Zenbei golpeaba a Yasutaro, me sentí atraído —hasta el grado de alcanzar un placer casi como si estuviera escuchando una melodía muy agradable— hacia los músculos de las extremidades y del rostro, que se movían en curiosos vaivenes. Olvidando completamente la personalidad de Yasutaro, me concentré, de una forma por demás enfermiza, en cada una de las partes que componían su cuerpo.

“Siento unos deseos inmensos de pisotear sus muslos, como lo está haciendo Zenbei. Tengo ganas de pellizcarle las mejillas…”, me dije. Y ése fue el comienzo de mi odio hacia Yasutaro.

Empecé a odiar la forma de su nariz. Su aspecto físico repugnaba a mis ojos y me producía un malestar insoportable, sólo comparable con el que sentiría una persona rabiosa ante la comida que detesta. Mis sentimientos hacia Yasutaro ya estaban totalmente bajo el dominio de los estímulos sensoriales provocados por su cuerpo. Ya no podía apreciar su cuerpo más que como vestido o comida.

Su cuerpo era feo y miserable, mezquino y para colmo gordo —imagino que no era yo el único que, al contemplarlo, sentía el impulso irresistible de golpearlo, pellizcarlo o hacerle otras cosas peores—. Estoy convencido de que cualquiera de ustedes ha tenido una experiencia semejante en algún momento de sus vidas. Seguramente, algunos de mis lectores se acordarán de aquel juguete llamado arcilla de cera que se veía mucho en nuestra infancia. ¿Por qué será que ese juguete estuvo tan de moda entre los niños? Pudo ser por el placer que producía el acto mismo de trabajar la cera para hacer figuras muy variadas. Pero me parece que lo que más estimuló la curiosidad de los niños no fue otra cosa que esa sensación de lo blanduzco, viscoso y pulposo del mismo material. Ese efecto táctil, que experimentábamos al manipularlo a nuestro antojo, extendiéndolo, aplastándolo y manoseándolo, nos encantaba de una forma casi inconsciente. Ningún niño se resistía al deseo de juguetear con ese material cuando lo tenía a la mano.

Puedo nombrar otros casos semejantes. Por ejemplo, ¿por qué hay tanta gente que tiene una predilección muy especial por ciertas comidas, desabridas en sí mismas, como natillas y gelatinas? Seguro que es por el placer de esa sensación blanduzca que se experimenta al tratar de agarrarlas con cucharas o al saborearlas con la punta de la lengua. Mucha gente manifiesta ese apetito instintivo casi sin darse cuenta. De la misma manera, hay mujeres que tienen la manía de hacer cosas tan extrañas como sacarle canas a alguien o limpiar el pus de las heridas. Me parece que gustos tan exóticos son algo innato, en unos más que en otros, y comunes en todos los seres humanos.

Mi interés en el dolor del cuerpo de Yasutaro se puede explicar por el mismo placer causado por la arcilla de cera o por la gelatina. Sólo al ver cómo vibra una gelatina trémula, uno siente un placer inmenso, que tal vez no requiera de ninguna explicación. Sólo en busca de ese extraño placer era que deseaba ver de nuevo a Yasutaro forcejear de dolor.

Al fin, llegué a ingeniármelas con un truco bien elaborado. Un día, aprovechando el momento en que Yasutaro se tuvo que ausentar de casa por un encargo, robé secretamente de un cajón de su escritorio un cuchillo en cuya vaina estaba grabado su nombre, “Yasutaro Sato”. Luego me metí a hurtadillas en la habitación común de los empleados, ubicada en el segundo piso, y por fortuna la encontré completamente sola, pues era la hora en que había mucho trabajo en la tienda. Sin perder ni un minuto, abrí la maleta donde Zenbei guardaba su ropa, y de ahí saqué el vestido de gala cuidadosamente doblado, y después de maltratarlo insistentemente, le rasgué algunas partes con el cuchillo. Para completar el mandado, dejé a propósito la vaina en el fondo de la maleta, cerré la maleta hasta dejarla como la había encontrado al comienzo y bajé a mi cuarto con toda calma. Boté el cuchillo en la cloaca que pasaba cerca. Y así transcurrieron dos o tres días sin ninguna novedad.

“Seguro, antes del próximo domingo se va a armar un escándalo. Te vas a meter en tremendo lío. No sabes, idiota, lo que te espera”. Me colmaba de felicidad pensar de esta manera, mientras, en apariencia, seguía tratando a Yasutaro con el mismo cariño.

Mi truco dio su resultado el domingo en la mañana, tal como había calculado. Zenbei aguardó hasta que se fueron todos los empleados para ocuparse de Yasutaro, que se encontraba todo relajado bromeando conmigo, y lo empezó a interrogar severamente enfrentándolo a la vaina del cuchillo, que constituía una evidencia inobjetable.

—¿Te haces el tonto ante esta evidencia? Eres un tipo incorregible que no tiene ningún futuro. ¡Qué descaro! Mírame bien, malcriado, ¿todavía vas a decir que no?

—Por más que insista, no puedo admitir algo que no he hecho. Piense con calma, hombre, y verá. ¿Qué clase de idiota iba a dejar un objeto que tenga su propio nombre en esa maleta? —alcanzó a decir Yasutaro, pero no podía disimular su palidez delante del rostro desfigurado por la furia de su contrincante.

—¿Quién podría haber sido sino tú? Vas a ver cómo te entrego a la policía si no dices la verdad. A ver, ven conmigo.

La ira de Zenbei no era la de un adulto que se dirige a un niño para amonestarlo. Rebosando de la rabia que surgía desde el fondo de su alma, fijó su mirada enloquecida en su enemigo y empezó a arrastrarlo a la fuerza hacia el zaguán.

Cogido por el cuello, Yasutaro se resistía con desesperación, agarrándose a la columna y al armario, pero ante la fuerza superior de su rival no pudo hacer más nada sino dejarse arrastrar a lo largo del piso. Nadie decía ni una palabra. En medio de aquel silencio horroroso, cada quien dedicaba todas sus energías a intentar superar al otro en esta competencia singular.

De pronto se sintió un enorme estruendo: era Yasutaro que había caído de espaldas en el zaguán, quién sabe si había tropezado con algún objeto o si se había enredado en sus propios pies. Lanzando un chillido estridente que resonó por toda la casa, Yasutaro, en su desesperación, le mordió una pierna a Zenbei con las fuerzas que aún le restaban.

—¡Mierda, carajo! —Zenbei repitió varias veces ese insulto sin dejar de darle patadas a Yasutaro, a ciegas, en la cara, en las piernas, lo que acabó en un tremendo escándalo, algo nunca antes visto.

Yo observaba con calma aquella escena. El cuerpo de Yasutaro, que el traje con las solapas levantadas y las mangas enrolladas dejaba casi al descubierto, forcejeaba violentamente de dolor, un dolor aún más intenso que el de la vez pasada, y pataleaba en el vacío. Se pudo ver con nitidez cómo se contraían los músculos alrededor de esa nariz chata y horriblemente fea.

Como consecuencia lógica de aquel acto, no tardé en comenzar a manifestar mi odio hacia Yasutaro de manera directa y a maltratarlo con mis propias manos, ya sin intentar ocultar mi naturaleza demoníaca. Finalmente, me acostumbré a acosar a cualquier sirviente de la casa sin escrúpulo alguno.

—En esta casa no nos dura ninguna sirvienta, por causa de tu carácter violento —solía decir mi madre. Cada vez que llegaba una sirvienta nueva, me ocupaba de consentirla con exageración durante cierto tiempo, y comenzaba a odiar a las que llevaban más tiempo en casa, con las cuales me había encariñado en apariencia. Así sucesivamente se turnaban mis sentimientos. Yo necesitaba tanto a las sirvientas queridas como a las odiadas.

Me gradué en la escuela primaria, luego en la secundaria y al fin en la preparatoria, para continuar mis estudios en la universidad. Debo confesar, sin embargo, que cuando odio a alguien sigo dominado por el mismo sentimiento que experimenté en mi niñez. La única diferencia consiste en que ahora no lo manifiesto en mis actos, o mejor dicho, no me siento capaz de hacerlo.

Creo que el odio, al igual que el amor, brota de una fuente mucho más profunda que el interés práctico o la conciencia moral. Yo no sabía odiar de verdad hasta que descubrí el instinto sexual.



De: Puro Cuento