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“Me apasionaban las grandes concepciones de la literatura universal,
las repasaba en mi memoria y
las comparaba con mis propios trabajos.
Le aseguro
que un ejercicio semejante
vuelve a cualquier escritor muy modesto.
Le ayuda a
situar las dimensiones
de su propio talento y de su capacidad”.
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La cuerda
A los tres días de haberse
instalado en el campo, él regresó del pueblo andando, con una cesta de
provisiones y un rollo de cuerda de veintidós metros. Ella, secándose las manos
en su delantal verde, salió a su encuentro. Tenía el pelo revuelto y la nariz
escarlata por el sol; él le dijo que su aspecto ya era el de una campesina de
toda la vida. A él se le pegaba al cuerpo la camisa de franela gris y tenía los
pesados zapatos llenos de polvo. Ella le aseguró que parecía el personaje rural
de una representación teatral.
¿Se había acordado del café? Ella
había estado esperando durante todo el día el café. Habían olvidado comprarlo
al hacer su encargo a la tienda el primer día.
¡Caramba, no, no lo había
comprado! ¡Dios, tendría que volver!
Sí, si en ello le fuera la vida,
sin duda regresaría, pero pensó que tenía todo lo demás. Ella le recordó que
eso se debía únicamente a que él no bebía café. De lo contrario, lo hubiese
recordado. Imaginaos que se quedase sin cigarrillos. Entonces ella vio la
cuerda. ¿Para qué era? Pues bien, él pensaba que podía servir para tender ropa
o algo. Y, naturalmente, ella le preguntó si creía que iban a poner una
lavandería. Ya tenían una de quince metros colgada ante sus ojos. ¿De verdad
que no se había dado cuenta? Para ella, afeaba el paisaje.
El comentó que una cuerda podía
servir para un montón de cosas. Ella quiso saber para qué, que le diera un
ejemplo. Él lo consideró unos segundos, pero no se le ocurrió nada. Podían
esperar y ver, ¿no? Se necesita toda clase de chismes raros allí en el campo.
Ella dijo que sí, que así era, pero que creía que justo en aquel momento,
cuando cada centavo era valioso, parecía tonto comprar más cuerda. Eso era
todo. No quería decir nada más. Al principio no había comprendido por qué él
creía que era necesaria.
¡Ya está bien, diablos! La había
comprado porque quería y basta. Ella pensó que esa era una razón suficiente y
no podía entender por qué él no lo había dicho desde el principio.
Indudablemente, serían útiles veintidós metros de cuerda. Aunque no le venía
ninguna a la cabeza en ese momento, había cientos de utilidades. Desde luego.
Como él había dicho, en el campo esas cosas siempre son necesarias.
Pero se sentía un tanto
decepcionada con lo del café y, ¡oh, mira, mira, mira los huevos! ¡Oh, no,
están todos rotos! ¿Qué les había puesto encima? ¿No sabía que no hay que poner
peso alguno sobre los huevos? Chafar, quién los había chafado, quería saber él.
¡Qué tontería! Él, sencillamente, los había llevado en la cesta junto con las
otras cosas. Si se habían roto, era culpa del hombre de la tienda. Aquel hombre
debía saber mejor que nadie que no había que poner cosas pesadas encima de los
huevos.
Ella creía que había sido la
cuerda. Era lo más pesado del paquete. Lo había visto claramente cuando él
llegaba de la tienda y la cuerda destacaba como un enorme envoltorio encima de
todo. Él deseaba que el mundo entero diese fe de que eso no era cierto. Había
cargado con la cuerda en una mano y con la cesta en la otra, ¿y de qué le servía
a ella tener ojos si no era capaz de sacarles más provecho?
En cualquier caso, ella señaló
que al menos una cosa estaba clara: no habría huevos para el desayuno. Y
tendrían que hacer un revuelto para la cena. Era una verdadera desgracia. Había
pensado hacer filetes para la cena. No había hielo, la carne no se podía
guardar. Él quiso saber por qué ella no podía terminar de romper los huevos en
un tazón y colocarlos en un lugar fresco.
¡Lugar fresco! Si era capaz de
encontrarle uno, ella estaría encantada de ponerlos allí. Bien, entonces, a él
le parecía perfectamente posible cocinar la carne al mismo tiempo que los
huevos y luego calentarla al día siguiente. La idea sencillamente la
escandalizó. Carne recalentada cuando podían muy bien comerla recién hecha.
Sucedáneos, sobras e improvisaciones, ¡hasta con la carne! Él le frotó un poco
la espalda. En realidad, no era tan importante, ¿no, querida? A veces, cuando
estaban de buen humor, él le frotaba la espalda y ella se arqueaba y
ronroneaba. Esa vez siseó y estuvo a punto de arañarlo. Él se disponía a decir
que seguramente se podrían arreglar de alguna manera cuando ella se volvió y
dijo que si le decía que se podrían arreglar de alguna manera, no dudaría en
darle una bofetada.
Él se tragó esas palabras al rojo
vivo y su cara ardió. Levantó la cuerda para colocarla en el estante más alto.
Ella no quería tenerla en el estante más alto, donde colocaban frascos y latas;
decididamente, no quería que estuviese ocupado por tantos metros de cuerda.
Había soportado todo el desorden que era capaz de soportar en el piso de la
ciudad; al menos, ahí había espacio y se proponía tener las cosas en orden.
Bien, en ese caso, él quería
saber qué estaban haciendo el martillo y los clavos allí. Y por qué los había
puesto allí cuando sabía muy bien que él necesitaba aquel martillo y aquellos
clavos arriba para fijar los marcos de las ventanas. Ella no hacía más que
retrasarlo todo y duplicar el trabajo con su insensata costumbre de cambiar las
cosas de lugar y esconderlas.
Estaba segura de no haberle oído
bien y, si hubiese tenido alguna razón para creer que él iba a fijar los marcos
de las ventanas aquel verano, habría dejado el martillo y los clavos
exactamente donde él los había puesto: en medio del suelo del dormitorio, para
poder pisarlos bien en la oscuridad. Y ahora, si él no se llevaba aquello de
allí, lo arrojaría todo al pozo.
¡Oh, de acuerdo, de acuerdo!…
¿Podría ponerlo en el armario? Desde luego que no, había escobas y fregonas y
recogedores, ¿y por qué no podía encontrar un lugar para la cuerda fuera de su
cocina? ¿No se había parado a pensar que había siete habitaciones dejadas de la
mano de Dios en la casa y sólo una cocina?
Él quiso saber qué tenía que ver.
¿Y comprendía ella que estaba haciendo el ridículo? ¿Y por quién le tomaba?
¿Por un idiota de tres años? El problema era que ella necesitaba de alguien más
débil para acosarlo y oprimirlo. Justo en aquel momento él deseaba
desesperadamente tener un par de niños sobre los que ella pudiera descargarse.
Quizá así conseguiría algún descanso.
Ante ese comentario, a ella se le
mudó el rostro. Le recordó que había olvidado el café y comprado un inútil
trozo de cuerda. Y cuando ella consideraba todas las cosas que en realidad
necesitaban para que aquel sitio fuese siquiera decentemente adecuado para
vivir bien, se echaba a llorar, eso era todo. Se la veía tan desamparada, tan
perdida y desesperada, que él no podía creer que un simple trozo de cuerda
fuera el causante de todo el jaleo. ¿Qué era lo que ocurría, por el amor de
Dios?
Oh, ¿le haría él el favor de
callarse y salir y quedarse fuera, si podía, durante cinco minutos? Claro, así
lo haría. Si ella lo deseaba se quedaría fuera indefinidamente. Dios, sí, no
había nada que él desease más que marcharse y no volver nunca. Ella no
entendería en su vida qué le retenía entonces. Era una oportunidad estupenda.
Ahí estaba ella, clavada, lejos de cualquier ferrocarril, con una casa medio
vacía entre las manos, ni un centavo en el bolsillo y todo por hacer en el
mundo; parecía el momento elegido por Dios para que él escapara de allí. Estaba
sorprendida de que no se hubiera quedado en la ciudad, como de costumbre, hasta
que ella hubiese salido y, después de que ella hubiera terminado con todo el
trabajo, llegara él para hacer como que ponía las cosas en orden. Era su truco
habitual.
Él tenía la impresión de que las
cosas estaban yendo demasiado lejos. Saliéndose un tanto de madre, si a ella no
le importaba que lo dijera así. ¿Por qué demonios se había quedado en la ciudad
el verano anterior? Para hacer media docena de trabajos extras y conseguir el
dinero que le había enviado. De eso se trataba. Ella sabía perfectamente que no
podían haberlo hecho de otra manera. Aquella vez había estado de acuerdo con
él. Y esa había sido la única ocasión en que le había dejado hacer las cosas
por sí misma.
Oh, él podría contárselo a su
bisabuela. Ella tenía cierta idea de lo que le había retenido en la ciudad.
Mucho más que una idea, si él quería saberlo. ¿De modo que ella iba a remover otra
vez todo aquello? Pues bien, podía pensar lo que quisiera. Estaba cansado de
dar explicaciones. Quizá hubiese parecido ridículo, pero sencillamente había
mordido el anzuelo y ¿qué más podía hacer? Era imposible creer que ella fuese a
tomárselo en serio. Sí, sí, sabía qué pasaba con un hombre: si se le dejaba
libre un minuto, con toda seguridad alguna mujer lo raptaría. ¡Y, naturalmente,
él no podía herir sus sentimientos negándose!
Pues bien, ¿qué la enojaba?
¿Olvidaba que le había dicho que aquellas dos semanas sola en el campo habían
sido las más felices en cuatro años? ¿Y cuánto tiempo llevaban casados cuando
lo dijo? ¡De acuerdo, calla! Si creía que aquello no había sido un golpe bajo…
Ella no había querido decir que
estuviese contenta porque él se encontrara lejos. Había querido decir que se
había sentido feliz poniendo la maldita casa bonita y en condiciones para él.
Eso era lo que había querido decir ¡y ahora, mira! Sacando a relucir algo que
ella había dicho hacía un año, únicamente para justificarse por haber olvidado
el café y roto los huevos y comprado un condenado trozo de cuerda que no podían
permitirse comprar. En realidad pensó que ya era hora de abandonar el tema y
que sólo quería dos cosas en el mundo. Quería que él sacara esa cuerda de debajo
de sus pies y volviera al pueblo y consiguiera café y, si era capaz de
recordarlo, trajera un estropajo de aluminio para las sartenes y dos barras más
para cortinas y, si hubiese en el pueblo, guantes de goma, pues tenía las manos
en carne viva, y una botella de leche de magnesia de la farmacia.
Él contempló el atardecer azul
oscuro abrasador sobre las laderas de las colinas, se enjugó la frente, suspiró
profundamente y dijo que, si ella fuese capaz de esperar tan sólo un minuto por
alguna cosa, él volvería. Había dicho eso, ¿no?, justo en el momento en que se
dieron cuenta de que lo había olvidado.
Oh, sí, de acuerdo… vete. Ella
iba a limpiar las ventanas. ¡El campo era tan hermoso! Dudaba de que tuvieran
un momento para disfrutarlo. Él se refería a marcharse, pero ni siquiera se
atrevía a insinuarlo pues ella, una melancólica incurable, no creería que
volvería al cabo de unos días. ¿No recordaba nada agradable de los otros
veranos? ¿No se habían divertido siempre de alguna manera? Ella no tenía tiempo
para hablar de eso, y ¿le haría el favor de no dejar esa cuerda por ahí para
que tropezara? Él la cogió, pues se había deslizado de la mesa, y salió con
ella bajo el brazo.
¿Se marchaba justo entonces?
Seguramente. Eso pensó ella. A veces tenía la impresión de que él intuía cuál
era el momento perfecto para dejarla en la estacada. Quería que sacaran los
colchones al sol, pero si se disponían a hacerlo, al menos tendrían para tres
horas. Él debía de haberle oído decir por la mañana que tenía la intención de
airearlos. De modo que, por supuesto, se marchaba y le dejaba todo el trabajo.
Dedujo que él creía que el ejercicio le haría bien.
Bueno, él tan sólo iba a buscar
su café. Una caminata de seis kilómetros por un kilo de café era algo ridículo,
pero él estaba perfectamente dispuesto a hacerlo. La adicción la estaba
destrozando, pero si ella quería destruir su vida, no había nada que él pudiera
hacer al respecto. Si creía que era el café lo que la estaba destrozando, ella
le felicitaba; debía de tener una conciencia condenadamente tranquila.
Con la conciencia tranquila o no,
él no veía por qué los colchones no podían esperar hasta el día siguiente. Y de
todos modos, por el amor de Dios, ¿vivían en la casa o iban a permitir que la
casa los llevara a la muerte? Ella palideció al oír eso y su rostro se puso
lívido en torno a la boca. Su actitud parecía intimidatoria, y le recordó que
el cuidado de la casa no era más obligación de uno que de otro; ella tenía
otras cosas que hacer y a ese ritmo, ¿cuándo creía que iba a encontrar tiempo
para hacerlas?
¿Iba a empezar de nuevo? Sabía
tan bien como él que su trabajo proporcionaba ingresos regulares mientras que
el de ella era sólo ocasional. Si dependieran de lo que ella hacía… ¡y ya era
hora de que lo comprendiera con toda claridad de una vez por todas!
Definitivamente, ese no era el
problema. La cuestión era si, cuando ambos estuvieran trabajando a la vez,
habría o no división del trabajo doméstico. Ella simplemente quería saberlo,
pues tenía que hacer sus planes. Pues bien, él creía que todo estaba arreglado.
Era un hecho que él iba a ayudar. ¿No lo había hecho siempre, durante los
veranos?
¿Lo había hecho? Oh, ¡lo había
hecho! ¿Y cuándo y dónde y haciendo qué? ¡Dios, qué broma tan divertida!
Hasta tal punto era divertida la
broma que el rostro de ella se tornó ligeramente púrpura y estalló en una
carcajada. Rió tanto que tuvo que sentarse y al final un torrente de lágrimas
brotó de sus ojos y rodó hacia las alzadas comisuras de sus labios. Él se
precipitó hacia ella, la obligó a ponerse en pie y trató de echarle agua en la
cabeza. El cucharón colgaba de un clavo por una cuerda y al tirar él la rompió.
Entonces trató de sacar agua con una mano mientras luchaba con la otra. Así que
dejó de intentarlo y, en su lugar, la sacudió.
Ella, haciendo un gran esfuerzo,
se soltó de sus manos, gritándole que cogiera su cuerda y se fuera al infierno.
Sencillamente lo había abandonado; y corrió. Él oyó sus zapatillas de tacón
haciendo ruido y tropezando en las escaleras.
Salió, rodeó la casa y se internó
en el sendero; de pronto se dio cuenta de que tenía una ampolla en el talón y
de que sentía arder la camisa. Las cosas estallan tan repentinamente que no se
sabe cuándo han comenzado. Se ponía hecha una furia por nada. Era terrible,
maldición, ni una pizca de sensatez. Cuando estaba así daba lo mismo hablar con
un colador que con esa mujer. ¡Que le condenasen si tenía que pasar toda su
vida dándole la razón! Y bien, ¿qué iba a hacer? Devolvería la cuerda y la
cambiaría por otra cosa. Las cosas se acumulaban, las cosas eran gigantescas y
no se podían mover, ni seleccionar, ni eliminar. Están por ahí y se pudren. La
devolvería. Diablos, ¿por qué? Él la quería. Al fin y al cabo, ¿qué era? Un
trozo de cuerda. Imaginad a alguien que se preocupe más por un trozo de cuerda
que por los sentimientos de un hombre. ¿Qué derecho tenía ella a protestar por
eso? Recordó todas las cosas inútiles, sin sentido, que compraba para sí misma.
¿Por qué? Porque quería, ¡por eso! Se detuvo y eligió una piedra grande junto
al camino. Cuando regresara, pondría la cuerda detrás de ella en la caja de
herramientas. Ya había oído hablar de la cuerdecita bastante para el resto de
su vida.
Cuando regresó, ella estaba
apoyada en el buzón, a un lado del camino, esperando. Era bastante tarde; el
olor a filete asado le llegó, flotando en el aire fresco. La cara de la mujer
era joven, tersa y de buen color. Su rebelde y gracioso cabello negro estaba
revuelto. Le saludó con un gesto desde lejos y él se apresuró. Ella gritó que
la cena estaba lista y esperando, ¿tenía hambre?
Ya lo creo que tenía hambre. Ahí
estaba el café. Lo alzó para que lo viese. Ella miró su otra mano. ¿Qué era lo
que tenía allí? Bueno, era otra vez la cuerda. Él se detuvo de golpe. Tenía el
propósito de cambiarla, pero había olvidado hacerlo. Ella quiso saber por qué
había de cambiarla, si tanto deseaba tenerla. ¿No era ahora agradable el aire y
bueno el estar allí?
Ella caminó junto a él
sujetándose con una mano en su cinturón de cuero. Tironeaba y le empujaba un
poco al andar y se apoyaba en su cuerpo. Él la rodeó con su brazo libre y le
dio una palmadita en el estómago. Intercambiaron cautelosas sonrisas. ¡Café,
café para los tortolitos! Él se sintió como si le trajera un hermoso regalo.
Era un amor, creía la mujer con
toda firmeza, y de haber tenido su café por la mañana no se hubiese comportado
de modo tan sorprendente… Había un chotacabras, imagínate, totalmente fuera de
estación, que se posaba en el manzano silvestre y llamaba solo a los demás. Tal
vez su hembra lo hubiese abrumado. Tal vez. Tenía la esperanza de oírlo una vez
más, amaba los chotacabras… Él sabía cómo era ella, ¿no?
Claro, él sabía cómo era ella.
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15 de mayo de 1890- Texas, Estados Unidos. |