domingo, 6 de octubre de 2013

Quiero y no quiero



... hoy, Maxi, Álvaro y Emanuel llamaron al celular y preguntaron si quería jugar a la pelota pero les dije que no porque tenía que hacer algo para la UTU pero en realidad no tenía ganas porque desde que me enganché con eso ya no tengo energía ni ganas de nada no sé ni cómo me da para levantarme de la cama no puedo ni correr el ómnibus y tampoco es que me interese ayer perdí el 169 para ir hasta la UTU y tuve que esperar a que pasara el 505 que venía medio lleno y no me pude sentar y estaba re cansado pero como no me importa más llegar tarde que me digan algunas cosas y yo responda sí sí sí aunque no les preste mucha atención... desde que empecé no me interesa nada en lo más mínimo podrían decirme que tengo algún cáncer o que mi madre murió y sigo en la misma total ninguna de las dos cosas me cambia mucho aunque me acuerdo del niño que en la plaza me preguntó si me gustaba hacerlo entonces le respondí “bien” porque si no queda como yo peor así que le dije que no entonces me preguntó por qué no lo dejaba y no le dije nada porque ni yo sé y no le iba a decir algo que no estoy muy seguro pero es como que cuesta miré al niño y le iba a decir algo así como “porque te reengancha y en una ya te da lo mismo hacerlo o no” así se iba porque es medio molesto cuando un niño que ni conocés va así de la nada y te habla entonces me levanté y me fui pero no me lo puedo sacar de la cabeza no por él sino por mí porque no me daba cuenta por qué no lo dejaba pero ta al rato se me pasó y ni me acordaba porque ni me importa pero cada tanto me acuerdo como cuando estaba en mi cuarto pensando qué podía ser lo que me impedía dejarlo y me di cuenta de que tendría que dejarlo porque capaz que tengo lío con mi madre que se pone pesada con que me hace mal y tiene razón porque ya no me gusta y para usar algo que no me gusta y no me hace bien ... pero prefiero eso que bancarme todas las cosas de casa que papá le paga todo a mamá que mamá gasta más que papá labura para que mamá lo gaste en un rato que yo gasto pero que tendría que buscar laburo en la barraca del tío Luis que son todos inútiles en la casa menos ellos y todo eso pero está bien que no me importe nada y todavía que tener que soportar las discusiones de mis padres que siempre acaben en mí que está bien que no sea muy funcional y que no me esfuerce y que no me vaya bien en la UTU pero tampoco para meterme en algo que no tengo nada que ver y mi hermana que ta es chica y no molesta a nadie pero entiendo un poco porque cuando uno se enoja con alguien se pone de mal humor con todos y no se banca nada pero el verdadero problema es cuando uno se enoja con alguien con el que pasa mucho rato y no hay alguien con el que pases más tiempo que contigo mismo y si te pasa no soportás a nadie no querés nada con nadie y menos de vos mismo miles de veces he pensado en irme de casa cuando mis padres discuten pero hay dos cosas que me impiden hacerlo la primera es que no tengo a dónde ir si me fuera nadie tendría por qué darme un lugar capaz que Maxi porque es rebien pero ta la familia también tiene sus problemas y no quiero molestarlo así que tendría que vagar toda la noche hasta que pensara que el problema haya pasado capaz que iba y pasaba un rato en la rambla o por allá cerca del Parque Rodó que hay bastante movida de mi edad pero solo tengo 17 años y eso es peligroso y soy lo suficientemente consciente como para arriesgarme...  el otro motivo que es más importante es que mi hermana no puede quedar sola y resistir los problemas de mis padres porque solo tiene 9 años no tiene por qué soportar todo eso y con lo chica que es puede terminar como yo y no querer nada con la vida porque ella tiene futuro tiene 9 y me enseña muchas cosas de historia que el otro día me habló algo de las guerras púnicas que yo no sé mucho pero ella con 9 años sabe más que yo y matemática que a ella le va bien y yo soy horrible quiero dejarlo de verdad porque ya se me hace costumbre quiero y no quiero quiero volver a sentir volver a querer volver a poder pero no puedo dejarlo de un día para otro y aunque no parezca es muy difícil dejarlo despacio porque uno quiere que de un instante a otro se pasen las ganas pero no podés es redifícil  al principio era una forma de dar imagen de algo que no era para parecer que era medio rebelde original todo eso para que me respetaran un poco y me dejaba ignorar lo que me molesta era un inhibidor de los problemas pero es como que el efecto es permanente ahora con eso ahora ya no sé lo que sea es como que lo uso por usarlo para gastar plata dañarme y olvidarme de la vida un rato a veces no lo quiero a veces sí lo quiero lo quiero pero no quiero quererlo quiero dejar atrás los problemas pero no quiero olvidarme de lo que importa superar la adversidad no ignorarla ojalá que no sea el único que pase por esto y si alguien piensa que es una solución a todo y que está bien usarlo sepa lo que pasé y se arrepienta de lo que piensa…

Adolfo Joaquín Figel Méndez
16 años

Tallerista (vía Web) de Pasiones Literarias 
                                      (CFH PERRAS NEGRAS)


5 de Octubre- Día Mundial de la profesión docente

















El profesor suplente



Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la  miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia,  del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.

—¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no... ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad... eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador... No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio... No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta... ¡Y abrázame,  Matías, dime que soy tu amigo!

Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia, había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que  su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.
—Todo esto no me sorprende – dijo al fin —. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.

Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
—No te olvides de poner la tarjeta en la puerta – recomendó Matías antes de partir —. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.

En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.

En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar – el reloj del Municipio acababa de dar las once – cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Obsevándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.

Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta. Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.

Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio  residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror. Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.

Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos  y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición – que le recordó a los jurados de su infancia – fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.

A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
—Por favor – decía — ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
—¡Yo soy cobrador! – Contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.

El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.

Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos  abiertos.

—¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
—¡Magnífico!... ¡Todo ha sido magnífico! – balbuceó Matías —. ¡Me aplaudieron! –pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.


(Amberes, 1975)

Julio Ramón Ribeyro  (1924-1994 -  Lima, Perú. Uno de los mejores escritores latinoamericanos.)





Ciro Alegría cuenta cómo era Vallejo como profesor de primaria



Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente por acá”. Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila diciéndome:
—Aquí te vas a sentar… Pon adentro tus cositas… No, así no… Hay que ser ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro… También tu gorrita…

Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:
—Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les pregunte mucho… Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto?

Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:
—Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho…

Él sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando la pega y le dijo:
—Éste es un niño nuevo: llévalo a jugar…

Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas coloradas, pues los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida. Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar, me preguntó sabiamente:
—¿Sabes jugar la pega?

Le dije que no, y él sentenció:
—Eres muy nuevo para saber jugar…

Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a la puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion, como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a una gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías. Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizás para templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó la campana y yo no supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a otro. Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos por los amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:
—¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no debe irse lejos de su salón ni de su patio… Este colegio es muy grande… ¿Estás triste?

Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. Él pasó a ocupar su mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres, sino que usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo, pregunté en voz baja a mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?”. “Poeta es poeta”, me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. Él había de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la tierra, comenzó a decir:
—Niñosh… la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta mishma Tierra en que vivimos y vemos como shi fuera plana, esh redonda.

Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región.

Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.

De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de Pato. Tuve confianza en mi sabiduría y le dije:

—Ya pasé Pato hace tiempo. También Rosita y Pepito. Yo sé todo ese libro…

Vallejo me miró inquisitivamente:
—¿Sabes también escribir?

A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé entre la be labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga.

La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:
—Y si sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?
—Porque no sé otras cosas…

Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco, quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio.

Miré a mi profesor.

César Vallejo —siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi— estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros —no recuerdo si eran grises o negros— brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era uno viejo y luído y, cerrando la abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba anudada con descuido. Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiárseme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de nuestra hacienda a quien llamábamos Cayo. Éste era más alto y fornido, pero la cara y el aire entre solemne y triste de ambos, tenían gran semejanza. El hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso. Cayo y él. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise llorar…

Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las palabras que le oí sobre la Tierra son también las que más se me han grabado en la memoria. El tiempo había de revelarme nuevos aspectos de su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya aparecerán en estas líneas.

Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:
—¿Te gusta tu profesor?
—Sí —respondí.

Era inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado, interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después, supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el fondo de su alma llena de quebrados horizontes andinos.

En Trujillo, Vallejo tenía detractores tenaces así como partidarios acérrimos. En casa, como en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más lo atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta y dada a leer, que escribía a hurtadillas, era su admiradora incondicional. “¡Es un gran poeta, es un genio!”, decía casi gritando, en medio del barullo de las discusiones. Recuerdo perfectamente que, cierta vez, llegó un tío mío enarbolando un diario en el cual había un poema de Vallejo. Avanzó hacia nosotros.

—A ver, Rosita, quiero que me expliques esto: ¿Dónde estarán sus manos que en actitud contrita, planchaban en las tardes por venir? ¿Esto es poesía o una charada? A ver, explícame…

Mi tía Rosa tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La mujercita frágil y nerviosa que era se irguió por fin llena de rabia:
—Éste es un hermoso poema y si no lo entiendes, la culpa no es de Vallejo sino tuya, que eres un bruto…

La discusión se armó de nuevo.

Mientras tanto, yo continuaba yendo a clase. César Vallejo nos enseñaba rudimentos de historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir. También trataba de enseñarnos a cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él, pues tenía muy mala voz. En cuanto a marchar, no se preocupaba de que lo hiciéramos bien, cosa en que ponían gran empeño con sus discípulos los maestros de grados superiores. Cuando los alumnos del colegio pasábamos en formación por las calles, yendo al campo de paseo o en los desfiles del 28 de julio, los del primer año de primaria, con nuestro melenudo profesor a la cabeza, no marcábamos regularmente el paso y éramos una tropilla bastante desgarbada. Oíamos que la gente estacionada en las aceras murmuraba viendo a nuestro profesor: “¡Ahí va Vallejo!”, “¡Ahí va Vallejo!”.

Algo que le complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las cosas triviales que veíamos cada día. He pensado después en que sin duda encontraba deleite en ver la vida a través de la mirada limpia de los niños y sorprendía secretas fuentes de poesía en su lenguaje lleno de impensadas metáforas. Tal vez trataba también de despertar nuestras aptitudes de observación y creación. Lo cierto es que, frecuentemente, nos decía: “Vamos a conversar”… Cierta vez, se interesó grandemente en el relato que yo hice acerca de las aves de corral de mi casa. Me tuvo toda la hora contando cómo peleaban el pavo y el gallo, la forma en que la pata nadaba con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba, ahí estaba él con una pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus ojos brillantes y daba golpecitos con la yema de los dedos, sobre la mesa. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, me dijo: “Has contado bien”. Sospecho que ése fue mi primer éxito literario.

No siempre le producían placer nuestros relatos. Un día, llamó a un muchachito que era decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el mal talante que traía nuestro profesor —tenía la boca y el entrecejo fieramente fruncidos—, no pudo decir casi nada, repitió varias veces la misma frase y de repente se calló. “Siéntese”, le ordenó con cierta despectiva rudeza. El chiquillo se fue a su banco y, cruzando los brazos, metió entre ellos la cabeza y se puso a llorar ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue hasta el pequeño. Estrechándole las manos lo llevó hasta su mesa, donde le acarició la cabeza y las mejillas hasta calmarlo. Sacó un gran pañuelo para enjugar las lágrimas que brillaban aún sobre la carita trigueña y luego se quedó mirándolo largamente. Sin duda, en la desconsolada angustia del narrador frustrado, sintió esa que a él mismo solía oprimirlo muchas veces y ha aludido en sus versos. Cuando recuerdo aquella ocasión, me parece verlo arrodillado con la mirada, sufriendo por el niño y él y todos los hombres.

Pero había ratos en que la alegría se paseaba por su alma como el sol por las lomas y entonces era uno más entre nosotros, salvo que grande y con la autoridad necesaria para tomarse tremendas ventajas. Había que verlo cuando hacía de detective. Estaba prohibido comer frutas o chupar caramelos durante la hora de clase. Los chicos solíamos comprar preferentemente, por la razón de que eran abundantes y baratos, unos caramelos a los que llamábamos cuadrados, mercancía que más prodigaba la escasa generosidad de los dulceros estacionados en la esquina del plantel. Vallejo, con la cara metida en el libro, fingía leer mientras alguno le daba la lección, pero lo que en realidad hacía era echar bajo las cejas, miradas exploradoras sobre toda la clase. Cuando descubría algún delincuente, se erguía con una sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo amonestaba: “¿No he dicho que no coman cuadrados en clase? En seguida le quitaba los caramelos, sacándolos con aspaventera diligencia de los bolsillos, y los repartía entre todos o los más próximos según la cantidad. Nunca supe si lo que le gustaba más era sorprender a los infractores o repartir los caramelos entre los chicos. Durante tales batidas, nos embargaba su mismo espíritu juguetón y reíamos todos llenos de felicidad.

El reglamento prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala conducta o no dieran bien sus lecciones. César Vallejo, durante todo el día, iba formando una lista de los que hablaban durante la hora de estudio o no sabían la lección pero, a la hora de salida, rompía la tirilla de papel en pedazos. Se comprende que no otorgábamos mucha importancia al hecho de ser apuntados en su lista, pero de tiempo y sin duda para que no nos propasáramos, solía darnos sorpresas y, a las cuatro de la tarde, entregaba la compungida cuota de reclusos del primer año de primaria al inspector de turno. Su castigo usual era simple y directo: un tirón de los cabellos que quedan a la altura de las sienes.

Por las mañanas, llegaba a clase minutos después de la primera campanada y aun con un retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se entregaba mucho a la vigilia de la creación o a trasnochar en compañía de amigos —que lo eran suyos todos los escritores jóvenes de la ciudad— o a sus estudios de universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su impuntualidad alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio rector del colegio acudió a ver lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando Vallejo arribó, se produjo una escena embarazosa que el rector cortó diciéndole que pasara por su oficina a la hora de salida. Durante un tiempo estuvo llegando temprano, pero después volvió a las andadas y, aunque ya no con tanta frecuencia, seguía presentándose tarde.

Fuera del colegio, sus versos continuaban provocando la consiguiente reacción de comentarios ácidos y laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia de que nuestro profesor había sido asaltado durante la noche por un grupo de individuos que trataron de cortarle la melena. Él se había defendido dando feroces puñetazos y puntapiés. Miré con curiosidad su melena de león. Estaba intacta. Me pareció que durante esos días, tanto como sin duda le duró la impresión del ataque, su tristeza habitual tenía algo de violencia contenida y acendrada amargura.

Me conmovió mucho el asalto, no alcanzando a explicármelo. He de decir que para ese tiempo ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la expresión. Fue que un día, decidido a examinar esa misteriosa e incomprensible poesía por mí mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos de mi profesor, que ella recortaba sin dejar uno y guardaba celosamente. Al dármelos, hundió los lirios de sus manos en mis cabellos y me dijo que si no los entendía, no pensara mal del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la mesa y los poemas, me di cuenta primeramente de que tenían muchas palabras cuyo significado ignoraba. Busqué un grueso diccionario que apenas podía cargar y me dediqué a una exploración que me resultaba muy difícil.

Lejana vibración de esquilas mustias,
en el aire derrama
la fragancia rural de sus angustias.

A buscar la palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que avanzaba en mi penosa lectura, me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias emociones. Sufría y gozaba, me esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno sentimiento de felicidad cuando, en ese mismo poema, pude captar al gallo (“aleteando la pena de su canto”). Entendiendo y no entendiendo, el poema “Aldeana”, uno de los primeros publicados por Vallejo, me pareció muy hermoso. La emoción del crepúsculo rural, los sonidos y los colores de la tarde muriente me envolvieron. ¿Qué secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera así? Encontré poemas menos pictóricos que no entendí de principio a fin y al leer “Idilio muerto”, la pregunta hecha a mi tía Rosa en pasados meses, me pareció formulada a mí mismo. Yo tampoco entendía lo referente a las manos y muchas líneas más. De todos modos, me consolé con lo poco que había comprendido y pensé que acaso, cuando yo fuera grande… Entregué a tía Rosa sus recortes sin decirle media palabra y ella no me dijo nada tampoco. Pese a sus momentáneas exaltaciones, era muy fina y seguramente temió herirme si sus preguntas resultaban indiscretas. Mas desde aquella vez, me alegraba como si hablara en mi nombre cuando ella elogiaba a César Vallejo y me sentí más cerca de mi profesor. Algo había podido apreciar de la belleza que prodigaba en sus versos. En cuanto a su hosquedad y su tristeza… bueno, Cayo Oruna… y uno está tan solo a veces… Porque yo me sentía muy solo en el colegio… Los muchachitos solían burlarse de mi condición de “serrano” y de que tenía chapas y era muy ingenuo. De modo que cuando corrió la voz del asalto a Vallejo, yo tuve una gran pena y sentí ganas de rebelarme contra alguien. Que dejaran en paz a ese hombre. Él era un gran poeta. En todo caso, no hacía mal a nadie con su melena y con sus versos…

Y el profesor, que era a la vez un artista triste y solo, seguía dándonos clase y el tiempo pasaba. En las horas de conversación, me hacía hablar no sólo de lo visto por mí sino de lo que había oído contar. Recuerdo que le impresionó la historia de un ciego que vivía en una hacienda próxima a la nuestra, quien iba de un lado a otro por los ásperos senderos de la serranía, tal como si tuviera ojos y podía reconocer por el timbre de la voz a personas a las cuales no había oído durante años y además era adivino. Una tarde me preguntó: “¿Tú lees otros libros?”. Le informé y me dijo que, como ya sabía el reglamentario, llevara otros para leer. Claro que cargué hasta el salón de clase los libros de cuentos que me obsequiaban mis parientes o yo compraba con mis propinas y también las revistas y libros que mi tía Rosa quería prestarme sacándolos de su biblioteca personal. A veces, Vallejo me preguntaba sobre mis lecturas y, por mi parte, nunca le conté que me había atrevido con sus versos. Temía que me interrogara si los había entendido y, en tal caso, tener que confesarle que no del todo, que en buenas cuentas casi nada o nada. No consideraba suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me había advertido que yo era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me callaba esperando tiempos mejores. Sería grande y podría hablar con el mismo señor Vallejo de sus versos y de toda clase de versos. Cuando una vez me pidió que recitara algo, me guardé las esquilas en el fondo del pecho y dije uno de los más simples versos infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:

¿Oyes el zorzal, María?
Desde el arbusto florido
En donde tiene su nido,
Al cielo su canto envía.

Los jueves por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad, donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su lado una de esas tardes y, sentados sobre la grama, me pidió que le recitara todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetirle varias veces el que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después, se quedó sumido en un gran silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido. Inmóvil, con las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que jugaban al fútbol y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados por sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y que en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silencio llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba como ausente y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme. “¿Puedo irme?”, le pregunté. Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y mi gorrita en uno de los montones y me puse a patear la pelota…

En el tiempo que siguió —creo que ya habíamos pasado del medio año de estudios— nuestro profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba conmigo en su camino, me daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no podría decir que entre mí y los otros niños, hacía una diferencia muy especial. Posiblemente pensaba: “Éste es un muchachito al que le gusta leer”, y me daba rienda suelta en eso. En cambio yo, lenta y progresivamente, había ido adquiriendo una fe ciega en él. Hay cierta predisposición al partidarismo en el alma de los jóvenes y los niños y, en cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un definido parcial suyo. No me cabía duda de que ese hombre extraño era un gran artista, aunque a nadie hubiera podido explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión llegó una tarde, antes de clase. Uno de mis compañeros manifestó que su padre afirmaba que Vallejo no era nadie, ni siquiera como poeta. Mi madre me había dicho que honrara y respetara a los maestros, porque su tarea es muy noble, y le reproché:
—¿Y qué? Es profesor y eso es bueno…
—¿Crees que ser profesor es una gran cosa? Y todavía ser el último profesor de un colegio, el de primer año… Un “muertodehambre”…

Recién comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en el Perú. El chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la ciudad, e hijo de un médico famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para terminar de apabullar al pobre profesor, dijo:

—Ni siquiera como poeta sirve… mejor es Chocano. Es lo que dice mi padre, que sabe lo que habla.
—Es un gran poeta —repliqué muy afirmativamente.
—¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te deja leer libros, puedes hablar?
—Es un gran poeta —insistí.
—A ver, dinos por qué es un gran poeta…

No supe qué razones aducir. Referirme a la opinión de tía Rosa no me parecía suficiente. Hubiera querido decir algo definitivo.

—Dinos ahorita mismo por qué es un gran poeta —repitió mi oponente.

Yo estaba perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me salvó la campana.

Día a día, lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes y nuestro profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la repartición de premios, que se realizaría a fines de diciembre.

La fecha llegó. Esa noche, el gran patio de honor del Colegio Nacional de San Juan estaba de gala. Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en forma de galerías, mostraba al fondo un estrado donde tomaron asiento el rector y los profesores. Casi todos llevaban vestido de etiqueta. Las familias de los alumnos fueron acomodadas delante y, nosotros, a los lados y detrás. Los mocosos del primer año fuimos lanzados a una de las últimas filas. Debido a que Vallejo ocupaba un lugar muy secundario en el estrado, sólo se le podía ver la cabeza. Pero ella, grande de melena y cetrina de tez, resaltaba claramente entre tanta pechera blanca y tanta luz… y entre tanta cabeza sin carácter.

No viene al caso que detalle la ceremonia. Es sí pertinente, que refiera que no me tocó ningún premio porque, como éramos varios los que obtuvimos las primeras notas, los habían sorteado y los favorecidos fueron otros. Casi al terminar el acto, Vallejo abandonó el estrado y vino hacia nosotros. Viéndome sin ninguna cartulina de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo: “No te importe la suerte”. Cambió algunas palabras más con muchos de nosotros, nos preguntó a varios dónde pasaríamos las vacaciones y luego se marchó. Al poco rato, pudimos advertir que, en vez de volver al estrado, se había puesto a pasear por los corredores. En medio de la penumbra que arrojaban las arquerías, veíase apenas su silueta negra, alargada, casi fantasmal, tras el cocuyo de su cigarrillo.

Cuando el rector, solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César Vallejo se dirigió a la puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre formada por los estudiantes y sus familias. Instantes después lo volví a ver en la calle, yendo hacia la plaza de la ciudad. Magro, lento, se perdió a lo lejos… Pude haberle dicho adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las clases se reabrieron, César Vallejo no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al recordarlo, siempre tuve la impresión de que estaría haciendo un duro camino de artista y hombre cargado de penas y distancias. 

De: http://copypasteilustrado.wordpress.com/
1909-1967  - Perú
1892- 1938 - Perú















A mis querid@s talleristas...
Porque para hacer el pan de la docencia
hacen falta harina y agua y manos y fuego.
¿Quién es quién al desgranarlo?
Ése es el humano misterio 
de esta hambre de la creación.