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William Golding 19 de setiembre de 1911 - Inglaterra |
Jack fue el
primero en hacerse oír. No tenía la caracola y, por tanto, rompía las reglas, pero a nadie le
importó.
- ¿Y qué hay de
esa fiera?
Algo raro le
ocurría a Percival. Bostezó y se tambaleó de tal modo que Jack le agarró por los brazos
y le sacudió.
- ¿Dónde vive
la fiera?
El cuerpo de
Percival se escurría inerme.
- Tiene que ser
una fiera muy lista - dijo Piggy en guasa - si puede esconderse en esta isla.
- Jack ha
estado por todas partes...
- ¿Dónde podría
vivir una fiera?
- ¿Qué fiera ni
que ocho cuartos? Percival masculló algo y la asamblea volvió a reír.
Ralph se
inclinó.
- ¿Qué dice?
Jack escuchó la
respuesta de Percival y después le soltó. El niño, al verse libre y rodeado de la
confortable presencia de otros seres humanos, se dejó caer sobre la tupida hierba
y se durmió:
Jack se aclaró
la garganta y les comunicó tranquilamente:
- Dice que la
fiera sale del mar.
Se desvaneció
la última risa. Ralph, a quien veían como una forma negra y encorvada frente a la
laguna, se volvió sin querer. Toda la asamblea siguió la dirección de su mirada;
contemplaron la vasta superficie de agua y la alta mar detrás, la misteriosa extensión añil de infinitas posibilidades; escucharon en silencio los murmullos
y el susurro del arrecife.
Habló Maurice,
en un tono tan alto que se sobresaltaron.
- Papá me ha
dicho que todavía no se conocen todos los animales que viven en el mar.
Comenzó de
nuevo la polémica. Ralph ofreció la centellante caracola a Maurice, quien la recibió
obedientemente. La reunión se apaciguó.
- Quiero decir
que lo que nos ha dicho Jack, que uno tiene miedo porque la gente siempre tiene
miedo, es verdad. Pero eso de que sólo hay cerdos en esta isla supongo que será
cierto, pero nadie puede saberlo, no lo puede saber del todo. Quiero decir que no se puede
estar seguro - Maurice tomó aliento -. Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan
tinta, los calamares, que miden cien tos de metros y se comen ballenas enteras.
De nuevo guardó
silencio y rió alegremente.
- Yo no creo
que exista esa fiera, claro que no. Como dice Piggy, la vida es una cosa científica,
pero no se puede estar seguro de nada, ¿verdad? Quiero decir, no de) todo.
Alguien gritó:
- ¡Un calamar
no puede salir del agua!
- ¡Sí que puede!
- ¡No puede!
Pronto se llenó
la plataforma de sombras que discutían y se agitaban. Ralph, que aún permanecía
sentado, temió que todo aquello fuese el comienzo de la locura. Miedo y fieras... pero
no se reconocía que lo esencial era la hoguera, y cuando uno trataba de aclarar las
cosas la discusión se desgarraba hacia un asunto nuevo y desagradable.
Logró ver algo
blanco en la oscuridad, cerca de él. Le arrebató la caracola a Maurice y sopló con todas
sus fuerzas. La asamblea, sobresaltada, quedó en silencio. Simón estaba a su lado,
extendiendo las manos hacia la caracola. Sentía una arriesgada necesidad de hablar, pero
hablar ante una asamblea le resultaba algo aterrador.
- Quizá - dijo
con vacilación -, quizá haya una fiera. La asamblea lanzó un grito terrible y Ralph se
levantó asombrado.
- ¿Tú, Simón?
¿Tú crees en eso?
- No lo sé -
dijo Simón. Los latidos del corazón le ahogaban -. Pero... Estalló la tormenta.
- ¡Siéntate!
- ¡Cállate la
boca!
- ¡Coge la
caracola!
- ¡Que te den
por...!
- ¡Cállate!
Ralph gritó:
- ¡Escuchadle!
¡Tiene la caracola!
- Lo que quiero
decir es que... a lo mejor somos nosotros.
- ¡Narices!
Era Piggy, a
quien el asombro le había hecho olvidarse de todo decoro. Simón prosiguió:
- Puede que
seamos algo...
A pesar de su
esfuerzo por expresar la debilidad fundamental de la humanidad, Simón no encontraba
palabras. De pronto, se sintió inspirado.
- ¿Cuál es la
cosa más sucia que hay?
Como respuesta,
Jack dejó caer en el turbado silencio que siguió una palabra tan vulgar como
expresiva. La sensación de alivio que todos sintieron fue como un paroxismo.
Los pequeños,
que se habían vuelto a sentar en el columpio, se cayeron de nuevo, sin importarles.
Los cazadores gritaban divertidos.
El vano
esfuerzo de Simón se desplomó sobre él en ruinas; las risas le herían como golpes crueles
y, acobardado e indefenso, regresó a su asiento.
Por fin reinó
de nuevo el silencio.
Alguien habló
fuera de turno.
- A lo mejor
quiere decir que es algún fantasma.
Ralph alzó la
caracola y escudriñó en la penumbra..El lugar más alumbrado era la pálida playa.
¿Estarían los peques con ellos? Sí, no había duda, se habían acurrucado en el centro,
sobre la hierba, formando un apretado nudo de cuerpos. Una ráfaga de aire sacudió las
palmeras, cuyo murmullo se agigantó ahora en la oscuridad y el silencio. Dos troncos grises
rozaron uno contra otro, con un agorero crujido que nadie había percibido durante el día.
Piggy le quitó
la caracola. Su voz parecía indignada.
- ¡Nunca he
creído en fantasmas..., nunca! También Jack se había levantado, absolutamente
furioso.
- ¿Qué nos
importa lo que tú creas? ¡Gordo!
- ¡Tengo la
caracola!
Se oyó el ruido
de una breve escaramuza y la caracola cruzó de un lado a otro.
- ¡Devuélveme
la caracola!
Ralph se
interpuso y recibió un golpe en el pecho. Logró recuperar la caracola, sin saber cómo, y
se sentó sin aliento.
- Ya hemos
hablado bastante de fantasmas. Debíamos haber dejado todo esto para la mañana.
Una voz apagada
y anónima le interrumpió.
- A lo mejor la
fiera es eso..., un fantasma. La asamblea se sintió como sacudida por un fuerte viento.
- Estáis
hablando todos fuera de turno - dijo Ralph -, y no se puede tener una asamblea como es debido
si no se guardan las reglas.
Calló una vez
más. Su cuidadoso programa para aquella asamblea se había venido a tierra.
- ¿Qué puedo
deciros? Hice mal en convocar una asamblea a estas horas. Pero podemos votar
sobre eso; sobre los fantasmas, quiero decir. Y después nos vamos todos a los refugios,
porque estamos cansados. No... ¿eres tú, Jack?... espera un momento. Os voy a decir
aquí y ahora que no creo en fantasmas. Por lo menos eso me parece. Pero no
me gusta pensar
en ellos. Digo ahora, en la oscuridad. Bueno, pero íbamos a arreglar las cosas.
Alzó la
caracola.
- Y supongo que
una de esas cosas que hay que arreglar es saber si existen fantasmas o no...
Se paró un
momento a pensar y después formuló la pregunta:
- ¿Quién cree
que pueden existir fantasmas?
Hubo un largo
silencio y aparente inmovilidad. Después, Ralph contó en la penumbra las manos que
se habían alzado. Dijo con sequedad:
- Ya.
El mundo, aquel
mundo comprensible y racional, se escapaba sin sentir. Antes se podía
distinguir una cosa de otra, pero ahora... y, además, el barco se había ido.
Alguien le
arrebató la caracola de las manos y la voz de Piggy chilló.
- ¡Yo no voté
por ningún fantasma! Se volvió hacia la asamblea.
- ¡Ya podéis
acordaros de eso! Le oyeron patalear.
- ¿Qué es lo
que somos? ¿Personas? ¿O animales? ¿O salvajes? ¿Que van a pensar
de nosotros los
mayores? Corriendo por ahí..., cazando cerdos..., dejando que se apague la hoguera...,
¡y ahora!
Una sombra
tempestuosa se le enfrentó.
- ¡Cállate ya,
gordo asqueroso!
Hubo un momento
de lucha y la caracola brilló en movimiento.
Ralph saltó de
su asiento.
- ¡Jack! ¡Jack!
¡Tú no tienes la caracola! Déjale hablar.
El rostro de
Jack flotaba junto al suyo.
- ¡Y tú también
te callas! ¿Quién te has creído que eres? Ahí sentado... diciéndole a la gente lo que
tiene que hacer. No sabes cazar, ni cantar.
- Soy el jefe.
Me eligieron.
- ¿Y que más da
que te elijan o no? No haces más que dar órdenes estúpidas...
- Piggy tiene
la caracola.
- ¡Eso es, dale
la razón a Piggy, como siempre!
- ¡Jack!
La voz de Jack
sonó con amarga mímica:
- ¡Jack! ¡Jack!
- ¡Las reglas!
- gritó Ralph - ¡Estás rompiendo las reglas!
- ¿Y qué
importa?
Ralph apeló a
su propio buen juicio.
- ¡Las reglas
son lo único que tenemos! Jack le rebatía a gritos.
- ¡Al cuerno
las reglas! ¡Somos fuertes..., cazamos! ¡Si hay una fiera, iremos por ella!
¡La cercaremos,
y con un golpe, y otro, y otro...!
Con un alarido
frenético saltó hacia la pálida arena. Al instante se llenó la plataforma de ruido y
animación, de brincos, gritos y risas. La asamblea se dispersó; todos salieron corriendo en
alocada desbandada desde las palmeras en dirección a la playa y después a lo largo de
ella, hasta perderse en la oscuridad de la noche. Ralph, sintiendo la caracola junto a su
mejilla, se la quitó a Piggy.
- ¿Qué van a
decir las personas mayores? - exclamó Piggy de nuevo -. ¡Mira esos!
De la playa
llegaba el ruido de una fingida cacería, de risas histéricas y de auténtico terror.
- Que suene la
caracola, Ralph. Piggy se encontraba tan cerca que Ralph pudo ver el
destello de su
único cristal
- Tenemos que
cuidar del fuego, ¿es que no se dan cuenta? Ahora tienes que ponerte
duro. Oblígales
a hacer lo que les mandas.
Ralph respondió
con el indeciso tono de quien está aprendiéndose un teorema.
- Si toco la
caracola y no vuelven, entonces sí que se acabó todo. Ya no habrá hoguera.
Seremos igual que los animales. No nos rescatarán jamás.
- Si no llamas
vamos a ser como animales de todos modos, y muy pronto. No puedo ver lo que
hacen, pero les oigo.
Las dispersas
figuras se habían reunido de nuevo en la arena y formaban una masa compacta y
negra en continuo movimiento. Canturreaban algo, pero los pequeños, cansados ya, se
iban alejando con pasos torpes y llorando a viva voz. Ralph se llevó la caracola a los
labios, pero en seguida bajó el brazo.
- Lo malo es
que... ¿Existen los fantasmas, Piggy? ¿O los monstruos?
- Pues claro
que no.
- ¿Por qué
estás tan seguro?
- Porque si no
las cosas no tendrían sentido. Las casas, y las calles, y... la tele..., nada de eso
funcionaría.
Los muchachos
se habían alejado bailando y cantando, y las palabras de su cántico se perdían con
ellos en la lejanía.
- ¡Pero suponte
que no tengan sentido! ¡Que no tengan sentido aquí en la isla!
¡Suponte que
hay cosas que nos están viendo y que esperan!
Ralph, sacudido
por un temblor, se arrimó a Piggy y ambos se sobresaltaron al sentir el roce de sus
cuerpos.
- ¡Deja de
hablar así! Ya tenemos bastantes problemas, Ralph, y ya no aguanto más. Si hay fantasmas...
- Debería
renunciar a ser jefe. Tú escúchales.
- ¡No, Ralph!
¡Por favor! Piggy apretó el brazo de Ralph.
- Si Jack fuese
jefe no haríamos otra cosa que cazar, y no habría hoguera. Tendríamos que quedarnos
aquí hasta la muerte.
Su voz se elevó
en un chillido.
- ¿Quién está
ahí sentado?
- Yo, Simón.
- Pues vaya un
grupo que hacemos - dijo Ralph -. Tres ratones ciegos. Voy a renunciar.
- Si renuncias
- dijo Piggy en un aterrado murmullo -, ¿qué me va a pasar a mí?
- Nada.
- Me odia. No
sé por qué; pero si se le deja hacer lo que quiere... A ti no te pasaría
nada, te tiene
respeto. Además, tú podrías defenderte.
- Tú tampoco te
quedaste corto hace un momento en esa pelea.
- Yo tenía la
caracola - dijo Piggy sencillamente -. Tenía derecho a hablar.
Simón se agitó
en la oscuridad.
- Sigue de jefe.
- ¡Cállate, Simón!
¿Por qué no fuiste capaz de decirles que no había ningún monstruo?
- Le tengo
miedo - dijo Piggy - y por eso le conozco. Si tienes miedo de alguien le odias, pero no
puedes dejar de pensar en él. Te engañas diciéndote que de verdad no es
tan malo, pero
luego, cuando vuelves a verle... es como el asma, no te deja respirar. Te voy a decir una
cosa. A tí también te odia, Ralph.
- ¿A mí? ¿Por
qué a mí?
- No lo sé. Le
regañaste por lo de la hoguera; además, tú eres jefe y él no.
- ¡Pero él
es... él es Jack Merridew!
- Me he pasado
tanto tiempo en la cama que he podido pensar algo. Conozco a la gente. Y me
conozco. Y a él también. A ti no te puede hacer daño, pero si te echas a un
lado, le hará
daño al que tienes más cerca. Y ese soy yo.
- Piggy tiene
razón, Ralph. Estáis tú y Jack. Tienes que seguir siendo jefe
- Cada uno se
va por su lado y las cosas van fatal. En casa siempre había alguna persona mayor.
Por favor, señor; por favor, señorita, y te daban una respuesta. ¡Cómo me gustaría...!
- Me gustaría
que estuviese aquí mi tía.
- Me gustaría
que mi padre... ¡Bueno, esto es perder el tiempo!
- Hay que
mantener vivo el fuego. La danza había terminado y los cazadores regresaban
ahora a los refugios.
- Los mayores
saben cómo son las cosas - dijo Piggy -. No tienen miedo de la oscuridad. Aquí
se habrían reunido a tomar el té y hablar. Así ¡o habrían arreglado todo.
- No prenderían
fuego a la isla. Ni perderían...
- Habrían
construido un barco... Los tres muchachos, en la oscuridad, se esforzaban en vano por
expresar la majestad de la edad adulta.
- No
regañarían...
- Ni me
romperían las gafas...
- Ni hablarían
de fieras...
- Si pudieran
mandarnos un mensaje - gritó Ralph desesperadamente -. Si pudieran mandarnos algo
suyo..., una señal o algo.
Un gemido tenue
salido de la oscuridad les heló la sangre y les arrojó a los unos en brazos de los
otros. Entonces el gemido aumentó, remoto y espectral, hasta convertirse
en un balbuceo
incomprensible. Percival Wemys Madison, de La Vicaría, en Hartcourt St. Anthony,
tumbado en la espesa hierba, vivía unos momentos que ni el conjuro de su
nombre y
dirección podía aliviar.
Fragmento de la novela