sábado, 7 de diciembre de 2013

“Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad”- Rainer María Rilke

A Rainier Maria Rilke

Rainer, quiero encontrarme contigo,
quiero dormir junto a ti, adormecerme y dormir.
Simplemente dormir. Y nada más.
No, algo más: hundir la cabeza en tu hombro izquierdo
y abandonar mi mano sobre tu hombro izquierdo, y nada más.
No, algo más: aún en el sueño más profundo, saber que eres tú.
Y más aún: oír el sonido de tu corazón. Y besarlo.

Versión de Carlos Álvarez

Marina Tsvatáieva

De: A mediaVoz.com





El último poema de Rilke


Por Juan Forn


Rainer Maria Rilke siempre quiso vivir en Rusia, lo supo desde que pisó Moscú por primera vez, en 1897, cuando tenía veintiún años y aún no era para el mundo el poeta supremo que llegaría a ser (para los rusos que lo conocieron en ese viaje sólo era el atentísimo acompañante de la voluble Lou-Andreas Salomé). Volvió dos veces más en los cinco años siguientes y buscó en vano un mecenas que se hiciera cargo de sus espartanos gastos (entre los que se negaron estaba Suvorin, el magnate de la prensa que apadrinaba a Chéjov). El plan nunca funcionó. Cuando surgió la posibilidad de instalarse en París como secretario de Rodin, el curso de su vida adoptó la dirección que todos conocemos: se convirtió en el poeta en estado puro, el poeta errante que no lograba encontrar su casa en ninguna parte. Su amor por Rusia se volvió pura añoranza, la misma que habrían de padecer los rusos que abandonaron en oleadas su país desde 1905 en adelante. Hasta que les fue perdiendo el rastro, Rilke envió ejemplares de cada libro que publicaba a los rusos que habían sido gentiles con él allá, en particular al pintor Leonid Ossipovich Pasternak (que lo había llevado a conocer a Tolstoi).

Con la Revolución, la familia Pasternak se dividió: Leonid, su esposa y sus hijas mujeres se fueron a Berlín; el único hijo varón se quedó en Moscú. A comienzos de 1926, Rilke ya era un recuerdo más de lo perdido para Leonid y su familia, lo daban por largamente muerto cuando leyeron en un diario berlinés que el poeta se aprestaba a cumplir cincuenta años en Suiza, honrado desde todos los rincones de Europa. Leonid le escribió una carta (“¡Celebrado poeta, está usted vivo! ¿Me recuerda?”), a la que Rilke contestó que no sólo se acordaba, sino que recientemente había leído en una revista unos poemas singularmente interesantes, traducidos del ruso, de un joven valor llamado Boris Pasternak. Todo lo que Rilke amaba de Rusia estaba en esos versos y le daba especial emoción que quien los hubiera escrito fuera aquel muchachito de nueve años que en 1899 los había acompañado a Yasnaia Poliana, a ver al conde Tolstoi.

Leonid le mandó la carta de Rilke a su hijo a la URSS. Boris recibió y leyó esa carta el mismo día en que llegó a sus manos una copia de “El Poema del Fin”, escrito en el exilio por una poeta de su edad llamada Martina Tsvietáieva, que se lo mandaba a través de gente de su confianza. Pasternak idolatraba a Rilke, se regía poéticamente por él. Y venía sintiendo una empatía cada vez mayor hacia aquella mujer que en Rusia le era indiferente, pero de la que se había ido enamorando por los poemas que le mandaba desde Francia, y que en aquel poema en particular llegaba hasta donde él no había sido capaz de llegar. Pasó la noche en vela, electrificado, y al amanecer saltó de la cama y se puso a escribir dos cartas que dudo que otro poeta en el mundo hubiera sido capaz de escribir. Aunque la información llegara tarde y muchas veces deformada en el camino, los que estaban en Rusia mal que mal sabían qué hacían y cómo la estaban pasando aquellos que se habían ido. Pasternak sabía que Tsvietáieva estaba más sola que nadie en el destierro. Los emigrados la detestaban y en la URSS no la leían por emigrada. Pasternak moría por los libros que Rilke ofrecía mandarle, pero sabía que Tsvietáieva los necesitaba más. De manera que le pidió a Rilke que los mandara a Francia, a la poeta Marina Tsvietáieva, que merecía más que ninguna otra persona en el mundo estar en diálogo con él (“Yo sólo querría que ella pueda vivir algo semejante a la alegría que, gracias a usted, se ha adueñado de mí. Permítame considerar el envío de esos libros como su respuesta a mi carta”). Rilke cumplió con el pedido. Los libros eran los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, imagínense. Tsvietáieva creyó desfallecer, se entregó a una correspondencia febril con Rilke, de la que nada dijo a Pasternak, aunque él le escribía desde Moscú: “Quiere que lo visitemos en Suiza. Nos espera, ¿comprendes? Debemos estar juntos. El lo dice”.

A Rilke, en cambio, Tsvietáieva le escribía: “Escucha, Rainer, para que lo sepas de entrada. Boris te regaló a mí y en cuanto te recibí quise tenerte para mí sola. No amo ni respeto el amor, la bajeza suprema del amor. No quiero ir a verte, no quiero querer. ¿Qué espero de ti? Nada. Todo. El permiso para elevar la mirada hacia ti cada instante de mi vida”.
Rilke se estaba muriendo. Ocultaba a todos su enfermedad, porque ningún médico sabía darle nombre (resultó ser una rara forma de leucemia). A duras penas había resistido los fastos de su cincuentenario, sabía que con las insuperables Elegías de Duino había concluido su obra, se estaba yendo del mundo ya cuando apareció Tsvietáieva en su vida, con su desbocada alma rusa regida por el amor hacia lo inapresable (“No vivo en mi boca, quien me besa no me alcanza”). A pesar de que ya había dado por concluida su obra, Rilke reunió fuerzas para escribir una última elegía, se la dedicó a Tsvietáieva y después se murió, en los últimos días de diciembre de 1926.
Tsvietáieva le escribe a Pasternak: “Ha muerto Rilke. Vinieron a invitarme a una fiesta de año nuevo y me dieron la noticia. Eres el primero a quien escribo este año que comienza. Oh, Boris, hemos quedado huérfanos, nunca iremos a verlo. Ese lugar no existe más”. Pero no le dijo una palabra de la elegía.

Pasternak recién la leyó en 1959, cuando el hijo de Tsvietáieva se la mostró. Tsvietáieva había vuelto a la URSS con sus hijos después de que se supiera que su marido trabajaba para la policía secreta soviética. Cuando empezó la guerra, fue evacuada junto a su hijo a la región de Elábuga (su marido y su hija mayor estaban en los gulag, su hijita menor había muerto de hambre en el orfanato donde la obligaron a dejarla). Un día en Elábuga le dijo a su hijo: “Mur, los estorbos en el camino habría que eliminarlos”. El le contestó: “No estaría mal pensarlo”, y se fue a dar una vuelta. Cuando volvió, encontró a su madre ahorcada con el cinturón con el que cerraba su única valija. Mur había ido a pedirle a Pasternak que lo ayudara a averiguar dónde habían sepultado a su madre y recuperar sus restos. Lo único que recuperaron fue esa valija con el poema manuscrito de Rilke adentro. Los especialistas rilkeanos no saben adónde poner esa elegía rusa. Los hijos de Pasternak, en cambio, que juntaron todas las cartas de su padre, de Tsvietáieva y Rilke en un libro, pusieron aquella elegía al final, junto con el poema que Tsvietáieva empezó a escribir creyendo que era sobre Pasternak y para Pasternak, y luego descubrió que era sobre Rilke y para Rilke, a lo largo de aquel verano de 1926. El poema se llama “Carta de Año Nuevo”. Al terminarlo, Tsvietáieva se lo envió a Pasternak, junto con estas líneas: “Tú para mí y yo para ti nos volvimos poco a poco el amigo con quien quejarse: me duele la herida, me quema la herida. Me eres tan necesario como el precipicio para tener a dónde lanzar la piedra sin oír el fondo. Pero no tenemos más que palabras. Estamos condenados a ellas”.


De: Página12.com


Canción de amor


¿Cómo sujetar mi alma para
que no roce la tuya?
¿Cómo debo elevarla
hasta las otras cosas, sobre ti?
Quisiera cobijarla bajo cualquier objeto perdido,
en un rincón extraño y mudo
donde tu estremecimiento no pudiese esparcirse.

Pero todo aquello que tocamos, tú y yo,
nos une, como un golpe de arco,
que una sola voz arranca de dos cuerdas.
¿En qué instrumento nos tensaron?
¿Y qué mano nos pulsa formando ese sonido?
¡Oh, dulce canto!



Canciones de los ángeles


No he soltado a mi ángel mucho tiempo,
y se me ha vuelto pobre entre los brazos,
se hizo pequeño, y yo me hacía grande:
de repente yo fui la compasión;
y él, solamente. un ruego tembloroso.

Le .di su cielo entonces: me dejó
él lo cercano, de que él se marchaba;
a cernerse aprendió. yo aprendí vida,
y nos reconocimos . lentamente...

Aunque mi ángel no tiene ya deber,
por mi día más fuerte desplazado,
baja a veces su rostro con nostalgia,
como si no quisiera ya su cielo.

Querría alzar de nuevo, de mis pobres
días, sobre las cimas de los bosques
rumorosos, mis pálidas plegarias
basta la patria de los querubines.

Allí llevó mi llanto originario
y pensamientos; y mis diminutos
dolores se volvieron allí bosques
que susurran sobre él...

Sí algún día, en las tierras de la vida,
entre el ruido de feria y de mercado,
la palidez olvido de mi infancia
florecida, y olvido el primer ángel,
su bondad, sus ropajes y sus manos
en oración, su mano bendiciendo;
conservaré en mis sueños más secretos
siempre el plegarse de esas alas,
que como un ciprés blanco
quedaban detrás de él...

Sus manos se quedaron como ciegos
pájaros que, engañados por el sol,
cuando, sobre las olas, los demás
se fueron a perennes primaveras,
han de afrontar los vientos invernales
en los tilos vacíos, sin follaje.

Había en sus mejillas la vergüenza
de las novias, que el espanto del alma
tapan con púrpuras oscuras
ante el esposo.

Y en los ojos había
resplandor del primer día:
pero sobre todo
descollaban las alas portadoras...

Había expectación en la llanura
por un huésped que no acudió jamás:
aún pregunta tal vez el jardín trémulo:
su sonrisa después se vuelve inválida.

Y por los barrizales aburridos
se empobrece en la tarde la alameda,
las manzanas se angustian en las ramas
y les hacen sufrir todos los vientos.

Es donde están las últimas cabañas
y casas nuevas que, con pecho angosto,
se asoman estrujadas, entre andamios miedosos,
quieren saber dónde empieza el campo.

Allí la primavera siempre es pálida, a medias,
el verano es febril tras esas tablas:
enferman los ciruelos y los niños,
y tan sólo el otoño allí tiene algo

de remoto y conciliador: a veces
son sus tardes de suave derretirse:
dormitan las ovejas, y el pastor con zamarra
se apoya, oscuro, en la última farola.

Alguna vez ocurre en la honda noche
que se despierta el viento, como un niño,
y pasa la alameda, solitario,
quedo, quedo, llegando hasta la aldea.

Y a tientas va marchando hasta el estanque
y se para después a oír en torno:
y las casas están pálidas todas
y las encinas mudas...

Versión de Adrian Kovacsics



Las rosas

Si tu frescura a veces nos sorprende tanto
dichosa rosa,
es que en ti misma, por dentro,
pétalo contra pétalo, descansas.

Conjunto bien despierto cuyo centro
duerme, mientras se tocan, innumerables,
las ternuras de ese corazón silencioso
que suben hasta la extrema boca.


De: AmediaVoz.com




MI VIDA NO ES...
  
Mi vida no es esta hora abrupta
en la que me ves precipitado.
Soy como un árbol ante mí decorado,
no soy más que una de mis bocas,
la primera que habrá de callarse.

Soy el intervalo entre dos notas
que sólo con dificultad armonizan,
porque la de la muerte subir más alto quisiera...
Pero, ambas, vibrando en la pausa oscura,
se han reconciliado.

Y el canto es hermoso.


De: Poéticas.com




Ofrenda a los Lares
(1895)


EN LA VIEJA CASA

En la vieja casa, libre ante mí
diviso Praga entera a la redonda;
al fondo, silencioso y quedo el paso,
pasa de largo la hora honda del crepúsculo.

La ciudad se desvanece como detrás de una luna.
Alta sólo, al modo de un gigante empenachado,
se alza ante mí la cúpula verdosa
de la Torre de San Nicolás.

Ya parpadea aquí y allá una luz
lejana sobre el denso fragor ciudadano. -*
Para mí es como si en la vieja casa
ahora una voz me dijera “Amén”.

-* Rilke usa con frecuencia el signo - (Gedankenstrich) para señalar una interrupción, una pausa o una palabra que consciente e intencionadamente se omite.







Libro de las horas
(1905)

Puesto en las manos de Lou
I. LIBRO DE LA VIDA MONÁSTICA

[ 5 ]


Amo de mi ser la cosas oscuras,
en las cuales se ahondan mis sentidos;
en ellas, tal como en añejas cartas,
hallé mi vida diaria ya vivida,
superada, hecha lejana leyenda.

De ellas sé que tengo espacio para una
segunda vida, anchurosa y sin tiempo.
Y a veces soy como el árbol que adulto
y rumoroso, encima de una tumba,
cumple el sueño que el muchacho, ya sido,
(por el que se entran sus raíces cálidas)
perdió en melancolías y canciones.

22 de septiembre de 1899.



LIBRO DE LA POBREZA Y DE LA MUERTE
(Selección)

[ 30 ]


La casa del pobre es como un sagrario.
En su interior lo eterno se cambia en alimento,
y al anochecer regresa suave
hacia sí, en un anchuroso círculo,
y se acoge en sí, lento, pleno de resonancias.

La casa del pobre es como un sagrario.

La casa del pobre es como la mano de un niño.
No toma lo que los adultos piden,
le basta un escarabajo con ornadas pinzas,
una piedra ovalada de rodar por el río,
la corrediza arena y las conchas sonantes.
Es como una balanza suspendida,
sensible a la más leve recepción,
oscilando largamente entre los dos platillos.

La casa del pobre es como la mano de un niño.

Es como la tierra la casa del pobre:
esquirla de un venidero cristal,
ya claro, ya oscuro, en su huidiza caída;
pobre cual la cálida pobreza de un establo, -
y no obstante están los anocheceres: en ellos es ella todo,
y de ella vienen todas las estrellas.

19 de abril de 1903

          El Libro de las Horas (Das Studen-Buch) está formado por tres libros escritos en 1899, 1901 y 1903. Se publicó en la Navidad de 1905.
          Rilke no pensó aquí en un "Libro de las horas" en el sentido de las horae canonicae del Breviario. Toda su obra lírica es trasunto de su intimidad, y aquí está en relación inseparable con el paisaje, con la hora declinante del ocaso, con el oscurecer (Abend), las horas preferidas del poeta. Todos estos poemas, puestos en las manos de Lou Andreas-Salomé, llevaban el título de Oraciones (Gebete), pero en su publicación Rilke tuvo que aceptar, aunque con reservas, el título Libro de las Horas impuesto por su editor. También hubo de renunciar al subtítulo "Primero, segundo y tercer Libro de Oraciones", que propuso a cambio, y a las anotaciones anímico-paisajísticas del manuscrito enviado a Lou, tan evocadoras de su inspiración.
         El Libro de las Horas representa tres estadios consecutivos de la vida del poeta en situaciones y en paisajes diferentes. El primero, el Libro de la Vida Monástica, recoge impresiones del primer viaje a Italia (Diario Florentino); la grata acogida en la colonia de artistas en Worpswedw, con sus turberas "llenas de vida y de viento", y sus dos fecundos viajes a Rusia (1899 y 1900) en idílica compañía de Lou. El segundo, Libro del Peregrinaje, alude a la vida errabunda y economicamente insegura del poeta y a su precaria salud. El tercero, Libro de la Pobreza y de la Muerte, comienza con la miseria de las ciudades superpobladas, que Rilke a duras penas puede soportar leyendo el Libro de Job y a Baudelaire (de esta terrible opresión se librará al concluir en 1910 los Apuntes de Malte Laurids Brigge). Este tercer libro se cierra con la apología de la pobreza en el poema dedicado a San Francisco de Asís, precedente cristiano del mito pagano de los Sonetos a Orfeo.
         En una carta a Lou, Rilke se quejaba de que la penuria y su pésima salud le impedían “hacer de la angustia cosas”. Y agregaba: “Una vez lo logré, aunque tan sólo por poco tiempo. Cuando estuve en Viareggio; ciertamente me asaltaron allí los miedos y me avasallaron... y con todo me fue posible. Allí nacieron oraciones, Lou, un libro de oraciones... Porque son de tan grande armonía y descansan tan a gusto a tu lado, y porque nadie sabe de ellas, a no ser tú y yo, y por eso puedo descansar en ellas...”



LIBRO DE LAS IMÁGENES
(1902 - 1906)


INFANCIA

Allí transcurre la larga angustia de la escuela
y el tiempo de espera con objetos indistintos.
Oh soledad, oh pesadumbre de pasar el tiempo...
Y al salir: bullen y suenan las calles,
y en las plazas se elevan surtidores,
y en los parques cobra amplitud el mundo.
E ir por todo eso en traje infantil,
muy distinto de los que van o fueron:
Oh edad singular, oh pasatiempo,
oh soledad.

Y contemplar de lejos todo eso:
hombres y mujeres; hombres y mujeres
y niños, que son otros y vistosos;
y allá una casa, y a ratos un perro,
y un susto mudo, qué sueño, qué espanto,
oh qué hondura sin fondo.

Y así jugar: pelota y arco y aro
en un jardín, que suave palidece,
y a veces, por tocar a los mayores,
ciego y loco jugando al escondite,
pero quieto al anochecer, y volver a casa
pasito a paso, tieso y cogido de la mano:
Oh qué comprender siempre más y más huidizo,
oh qué angustia, qué peso.

Y arrodillarse muchas horas junto al estanque
grande y gris con el barquito de vela;
olvidándolo, porque otros iguales,
de velas más lindas, circulaban por delante,
y tener que pensar en la carita
pálida que parecía hundirse en el estanque:
Oh la infancia, oh comparación inaprensible.
¿Adónde fue, adónde?

Meudon-Val-Fleury, invierno de 1905-1906
(primer libro, primera parte).


FINAL

La muerte es grande.
Somos los suyos
de riente boca.
Cuando nos creemos en el centro de la vida
se atreve ella a llorar
en nuestro centro.

Sin fechar (1900-1901). Impreso por primera vez en Avalum, Heft, marzo de 1901 (segundo libro, segunda parte).
         La primera edición apareció en julio de 1902, compuesta con poemas de los años 1898 hasta 1901. La segunda edición fue terminada el 12 de junio de 1906, y apareció en diciembre de ese mismo año, aumentada con poemas de los años de 1902 hasta 1906. La revisión definitiva del texto para la quinta edición es de 1913.
         Estos poemas se hallan agrupados en dos libros, ambos a su vez divididos en dos partes, sin que constituyan un ciclo ordenado cronológicamente. Por la fecha de su composición se sitúan entre el Libro de las Horas y los Nueve Poemas. Pertenecen, por consiguiente, a la etapa juvenil (Jugendstil). En nuestra selección nos hemos atenido tan sólo a aquellos que Rilke hará objeto de ulterior profundización, siempre impregnada de intimidad.


Nuevos poemas
(1907)


EL POETA

De mí te alejas, hora.
El batir de tus alas me hace heridas.
Solitario: ¿qué puede hacer mi boca
con mi noche y mi día?

No tengo amada, ni casa, ni sitio
donde poder vivir.
Todas las cosas a las que me entrego
se hacen ricas y a mí me dejan pobre.

Meudon, invierno de 1905-1906.


De: literatura.us



4 de noviembre de 1875 - Praga
EL POETA DE LOS FILÓSOFOS