sábado, 14 de junio de 2014

“Entre la vida y yo hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla” - Fernando Pessoa


13 de junio de 1888- Portugal
Poeta, traductor.

Esto

Dicen que pretendo o miento
En cuanto escribo. No hay tal cosa.
Simplemente
Siento imaginando.
No uso las cuerdas del corazón.

Todo cuanto sueño o pierdo,
Que pronto cae o muere en mí,
Es como una terraza que mira
Hacia otra cosa más allá.
Esa cosa me arrastra.

Y así escribo en medio
De las cosas no junto a mis pies,
Libre de mi propia confusión,
preocupado por cuanto no es.
Sentir? Dejemos al lector sentir!

(? 1933)
Versión de Rafael Díaz Borbón


En la gran oscilación...

En la gran oscilación
Entre creer y no creer,
El corazón se trastorna
Lleno de nada saber

Y, ajeno a lo que sabía
Por no saber lo que es,
Sólo un instante le cabe
Que es el conocer la fe-

Fe que los astros conocen
Porque es la araña que está
En la tela que ellos tejen,
Y es vida que había ya.


















Reniego, lápiz partido...


Reniego, lápiz partido,
Todo cuanto deseé.
Y no soñé ser servido
De ir a donde nunca iré.

Paje embutido en harapos
Del triunfo que otros tuvieron,
Yo podré amar estos trapos
Por ser cuanto a mí me dieron.

Sabré, príncipe mendigo,
Coger, con la buena gente,
Entre el ondear del trigo
La amapola inteligente.















No la que das, la flor que tú eres quiero...(*)

No la que das, la flor que tú eres quiero.
Por qué me niegas lo que no te pido.
Tiempo habrá de que niegues
después de que hayas dado.
flor, ¡séme flor! Si te cogiese avara
mano de infausta esfinge, tú perenne
sombra errarás absurda
tras lo que nunca diste.

(*)  Ricardo Reis

Versión de Ángel Crespo



Oda      (*)

Para ser grande, sé entero: nada
Tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
En lo mínimo que hagas,
Por eso la luna brilla toda
En cada lago, porque alta vive.

(*)  De heterónimo Ricardo Reis











Poema XXIX      (**)


No soy igual en lo que digo y escribo.
Cambio, pero no cambio mucho.
El color de las flores no es el mismo bajo el sol
que cuando una nube pasa
o cuando entra la noche
y las flores son color de sombra.
Pero quien mira ve bien que son las mismas flores.
Por eso cuando parezco no estar de acuerdo conmigo
fijaros bien en mí:
si estaba vuelto para la derecha
me volví ahora para la izquierda,
pero soy siempre yo, asentado sobre los mismos pies.
El mismo siempre, gracias al cielo y a la tierra
y a mis ojos y oídos atentos
y a mi clara sencillez de alma.

(**) De heterónimo Alberto Caeiro



Todas las cartas de amor son ridículas...*

Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.

Quién me diera el tiempo en que escribía
sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
sí que son
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas).


**Heterónimo A. Campos
Versión de Miguel Ángel Flores 


De: poesia@amediavoz.com








William Butler Yeats, el poeta enamorado de "la Juana de Arco de Irlanda".


13 de junio de 1865- Irlanda
Poeta, dramaturgo, político.

William Butler Yeats
1865-1939


Explicar quién fue William Butler Yeats es una tarea sencilla; no importa que haya sido senador, o premio Nobel, o fundador del Abbey Theatre, o miembro de la siniestra Orden hermética del Alba Dorada, ya que estos logros e inclinaciones son más una muestra de sus pequeñas victorias que un fiel reflejo de su esencia: W.B. Yeats fue, fundamentalmente, irlandés, poeta, y un enamorado desdichado.

Fue irlandés porque vivía y respiraba una Irlanda libre, y especialmente porque integró una parte crucial del renacimiento cultural de su patria. Fue poeta porque para ello estaba destinado; incluso llegó a experimentar con alucinaciones y visiones, con la esperanza de alcanzar una sensibilidad poética más profunda. Fue un amante desdichado porque persiguió un vano anhelo durante toda su vida: las caricias de la revolucionaria, feminista, e indiferente Maud Gonne.

Claro que estos matices no siempre se definen con claridad. La vida suele agregar una infinidad de detalles circunstanciales, que luego serán distorsionados por los bienintencionados biógrafos; quienes por lo general encuentran una explicación para todo en los detalles más abstrusos de la vida de sus víctimas.

Nosotros, que poco tenemos de biógrafos, y mucho menos de bienintencionados, sólo daremos cuenta de una recomendación para quienes quieran iniciarse en la lectura de William Butler Yeats: el buen gusto.


De: elespejogótico.blogspot.com




La flecha


Pensé en tu belleza, y esta flecha,
hecha de pensamientos insensatos, está en mi médula.
Ningún hombre puede contemplarla, ninguno,
recién llegada a su condición de mujer,
alta y noble, pero con rostro y pecho
del color delicado de la flor del manzano.
Es más amable esta belleza, mas por una razón
podría llorar yo porque lo viejo ha pasado.

Versión de Enrique Caracciolo Trejo



¿Quién soñó que la belleza pasa como un sueño?

¿Quién soñó que la belleza pasa como un sueño?
Por estos labios rojos, con todo su triste orgullo,
tan tristes ya, que ninguna maravilla pueden presagiar,
Troya se nos fue con destello fúnebre y violento
y murieron los hijos de Usna.

Desfilamos, y desfila con nosotros el mundo atareado
entre las almas de los hombres, que se despiden y ceden su puesto
como las pálidas aguas en su glacial carrera;
bajo estrellas que pasan, espuma de los cielos,
sigue viviendo este rostro solitario.

Inclinaos, arcángeles, en vuestra sombría morada:
Antes de que existierais y antes de que ningún corazón latiera,
rendida y amable permanecía junto a su trono;
la belleza hizo que el mundo fuera una senda de hierba
para que Ella posara sus pies errantes.

Versión de Hernando Valencia Goelkel




Un aviador irlandés prevé su muerte


Sé que en algún lugar entre las nubes
he de hallar mi destino;
no odio a quienes son mis enemigos,
no amo a quienes debo defender;
mi país es Kiltartan Cross,
mis paisanos los pobres de Kiltartan,
ningún posible fin ha de quitarles nada
o hacerles más felices de lo que eran.
Ni leyes ni deberes me ordenaron luchar,
ni estadistas ni masas entusiastas,
un solitario impulso de deleite
me empujó a este tumulto entre las nubes;
todo lo sopesé, de todo hice memoria,
los años por venir me parecieron
vano aliento,
vano aliento los años transcurridos
en igualdad con esta vida y esta muerte.

Versión de Jordi Doce



Una joven y vieja mujer


¿Cuál fue el alegre muchacho que más me agradó
De todos cuantos yacieron conmigo?
Respondo que mi alma entregué
Y en el dolor amé,
Mas gran placer me dio un muchacho
Al que físicamente amé.
Libre del cerco de sus brazos
Reía al pensar que era tal su pasión
Que él imaginaba que yo entregaba el alma
Cuando sólo existía el contacto de dos cuerpos,
Y reía sobre su pecho al pensar
Que era la misma entrega que hay entre las bestias.
Di lo que otras dieron
Después de quitarse la ropa,
Mas cuando este alma del cuerpo se despoje
Y desnuda vaya a lo desnudo
Aquel a quien halló encontrará allí dentro
Lo que ningún otro conoce.
Y dará lo suyo y tomará lo suyo
Y regirá por derecho propio;
Y aunque amó en el dolor
Tanto se aferra y se cierra,
Que ningún ave diurna
Osaría extinguir tal deleite.

 De: poesia@amediavoz.com


Maud Gonne

0/12/1865 – 27/04/1953


Llamada “la Juana de Arco irlandesa”, una mujer que no sólo se negó a resignarse al papel que la sociedad de su época le imponía, sino que se introdujo en el duro mundo de la política para dejar su impronta en la historia de Irlanda.
Gonne nació en Aldershot, Inglaterra. Hija de un coronel del ejército británico descendiente de irlandeses adinerados y de madre inglesa. Al morir su madre en 1871, Maud fue a estudiar a París y regresó a Dublín en 1882 con su padre, quien murió en 1886, dejando a Maud en buena situación económica. Al regresar a Francia para reponerse de una hemorragia tubercular, Maud se enamoró del periodista francés Lucien Millevoye, director de La Patrie. La pareja comenzó a trabajar por las causas nacionalistas de Irlanda y Francia. El político irlandés Tim Harrington la envió a Donegal, donde se dedicó activamente a organizar protestas entre los residentes contra los desalojos en masa, y levantar fondos para la construcción de viviendas. Con su inminente arresto, en 1890, Maud escapó a Francia, donde tuvo un hijo de Millevoye y trabajó como redactora de la publicación mensual L’Irlande Libre.

En 1889,  conoció al poeta William Butler Yeats, que viviría una gran pasión por Maud durante toda la vida, a pesar de que ella rechazara su propuesta de matrimonio en 1891. Además de escribirle innumerables poemas, bajo su influencia Yeats participó en el movimiento nacionalista irlandés. Gonne ayudó a Yeats en la fundación de la Sociedad Literaria Nacional de Londres en 1891. Trabajó incansablemente en la recaudación de fondos para el movimiento nacionalista. Dejó a Milevoye y regresó a Irlanda, donde su nombre era bien conocido entre los nacionalistas.

En 1900 cofundó la sociedad revolucionaria de mujeres Hijas de Erin para la que escribiría numerosos artículos feministas y políticos. Al mismo tiempo que ayudó a Yeats a establecer en Dublín el Abbey Theatre, donde interpretó el papel principal de una de sus obras. En 1903 se casó con el mayor John MacBride que había luchado junto a los Africaners en la Guerra de los Bóer. Aunque tuvieron un hijo, Seán, la unión no duró. Maud permaneció en París con su hijo. Allí continuó escribiendo artículos políticos y en 1910 ayudó a organizar un programa para alimentar a los pobres. También trabajó con la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial. Sólo regresaría a Irlanda en 1917, donde encontró gran agitación a raíz del Alzamiento de Pascua y la ejecución de sus líderes, incluso su ex marido John MacBride. Al año, Maud fue encarcelada durante seis meses en Londres por su participación en el movimiento contra la conscripción junto a Hanna Sheehy Skeffington, Kathleen Clarke, la condesa Markievicz y otras. Luego de su liberación, trabajó para la Cruz Blanca para auxiliar a las víctimas de la Guerra de Independencia.

Con la Guerra Civil Irlandesa, Maud fundó la Liga para la Defensa de las Mujeres Prisioneras para ayudar a las prisioneras republicanas y sus familias. En 1923,  nuevamente fue encarcelada. Esta vez por el gobierno del Estado Libre Irlandés, pero sin que se le imputaran cargos. Junto con 91 mujeres, Gonne comenzó una huelga de hambre, gracias a la cual fue liberada a los 20 días. En 1938 publicó su autobiografía, A Servant of the Queen. Luego de su muerte, Gonne continuo influenciando a Irlanda a través de su hijo, Seán MacBride, quien luchó junto a los republicanos en la Guerra Civil, y continuó con la cruzada de su madre por el trato justo de los prisioneros, no sólo en Irlanda sino en todo el mundo. Seán fue uno de los fundadores de Amnistía Internacional. En 1974, Seán recibió en Premio Nobel de la Paz.


De: http://mujeresparapensar.wordpress.com

Para Maud


Yeats, fundador y Director del Abbey Theatre.










viernes, 13 de junio de 2014

Un lecho de heno para ver las estrellas



Juana Spyri
12 de junio de 1827- Suiza


















II
EN CASA DEL ABUELO


Una vez que Dete hubo desaparecido, el Viejo sentóse otra vez sobre el banco y empezó a lanzar grandes bocanadas de humo blanco de su pipa; tenía la mirada fija en el suelo y no decía ni palabra. Mientras él se hallaba sumido en sus meditaciones, Heidi examinó con visible satisfacción todo cuanto la rodeaba y llegó al grupo de los tres grandes abetos que se alzaban detrás de la cabaña. El viento soplaba con fuerza y sus ráfagas doblaban el espeso ramaje de los árboles, produciendo un sonido profundo que sonaba como el aullido quejumbroso de un lobo. Heidi se detuvo a escuchar aquel para ella inusitado ruido. Luego, cuando el viento amainó, el ruido menguó y la niña dio nuevamente la vuelta a la cabaña y se encontró otra vez frente a su abuelo. Heidi se colocó delante de él y, con las manos a la espalda, le contempló silenciosamente. El abuelo alzó al fin los ojos.
-¿Qué quieres hacer ahora? -preguntó a la niña, que permanecía inmóvil.
-Quisiera ver lo que hay dentro de la cabaña -dijo Heidi.
-Ven -exclamó el Viejo, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la puerta-. Coge tu ropa -añadió antes de entrar en la casa.
-¡Ya no la necesito! -declaró Heidi.
-¿Por qué no la necesitas ahora?
-Porque me gusta ir más como esas cabritas de patas ligeras.
-Está bien, pero de todos modos ve a coger la ropa -le contestó el anciano-, porque vamos a guardarla en el armario.
Heidi obedeció. El Viejo abrió la puerta y la niña entró con él en una habitación de regular tamaño que ocupaba todo el ancho de la casita. En ella no había muchos enseres: una mesa y un taburete; en un rincón, la cama del abuelo; en la pared opuesta a la
entrada se abría otra puerta. El anciano la abrió; era un armario empotrado. En él guardaba su ropa. Sobre uno de los estantes había camisas, algunos calcetines y pañuelos; en otro estaban los platos, tazas y vasos, y en el estante inferior un gran pan, carne ahumada y queso. El armario contenía todo lo que el Viejo de los Alpes necesitaba para vivir.
Cuando Heidi vio abierto el armario, acudió corriendo y tiró el paquete de ropa en un rincón, detrás de la de su abuelo, donde no era fácil que se perdiera. Luego examinó atentamente la habitación y los enseres, y por fin dijo:
-¿Dónde dormiré yo, abuelito?
-Donde quieras -respondió éste.
Cerca del rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera de mano apoyada contra la pared, que conducía al desván de la cabaña. Por ella subió Heidi ágilmente y descubrió arriba un montón de oloroso heno. Una pequeña ventana redonda permitía ver desde el desván todo el valle.
-¡Qué bien se está aquí! -exclamó gozosa la pequeña -Aquí quiero dormir, abuelito. ¡Sube y verás qué bonito es esto! -Ya lo conozco -contestó el Viejo.
-Ahora voy a hacerme la cama -volvió a decir la niña, corriendo de un lado para otro-, pero es preciso que subas y me traigas una sábana.
-¡Está bien, ahora voy! -respondió el abuelo, y en seguida se dirigió al armario.
Rebuscó en su interior durante un rato y por fin extrajo un gran trozo de tela basta. El lecho que Heidi se había preparado sobre el suelo del desván no desagradó al anciano.
-Muy bien, así me gusta -dijo el abuelo-; aquí traigo la sábana, pero antes de ponerla, espera un poco.
Y diciendo esto, cogió más heno y aumentó el espesor del lecho para que la niña no notara la dureza del suelo.
Su abuelo la ayudó a extender la sábana y una vez colocada, Heidi se detuvo pensativa ante su obra.
-Nos hemos olvidado una cosa, abuelito -dijo a poco.
-¿Qué es?
-La manta.
-Espera un momento -dijo el anciano, y descendió la escalera; se dirigió a su cama y volvió poco después con un gran saco de pesado lienzo.
Pronto quedó extendida la tela de saco sobre el lecho improvisado. Heidi quedó de nuevo contemplando la obra y por fin exclamó:
-La manta es muy bonita y la cama me gusta mucho, mucho. Quisiera que fuera de noche, para poder acostarme ya en ella.
-Creo que será mejor que vayamos a comer algo -respondió el abuelo-. ¿Qué te parece a ti?
En su afán de prepararse la cama, Heidi había olvidado todo lo demás. Pero al oír hablar de comida, advirtió de pronto que, en efecto, sentía hambre.
-Sí, sí, vámonos a comer algo. (...)



De: http://www.bibliotecasvirtuales.com

Gracias, Juanita,
por las primeras estrellas imaginarias
con que iluminaste
mis párpados niños.



miércoles, 11 de junio de 2014

“Las personas libres jamás podrán concebir lo que los libros significan para quienes vivimos encerrados” - Ana Frank


12 de junio de 1929- Alemania
















Katrientje

23 de febrero de 1944

Katrientje estaba delante de la granja, sentada al sol sobre una piedra. La niña meditaba profundamente. Katrientje era una de esas criaturas que con los años se convierten en... por haber tenido siempre que pensar mucho. ¿Y en qué pensaba la niña del delantal? Sólo ella lo sabía. A nadie revelaba sus pensamientos; era demasiado reservada.
No tenía amigas ni esperaba tenerlas; hasta su madre la encontraba extraña y, por desgracia, la niña se daba cuenta. El padre tenía demasiado trabajo para ocuparse de su única hija. Por eso, Trientje no tenía a nadie más que a sí misma. No le daba pena estar siempre sola; nunca había conocido otra vida y con poco se conformaba.
Pero aquella calurosa mañana de verano suspiró profundamente mientras dejaba vagar la mirada por los campos de trigo. ¡Qué hermoso sería poder jugar con aquellas niñas! ¡Cómo corrían y reían! ¡Ellas sí que se divertían!
Ahora se acercaban. ¿Irían a buscada? ¡Oh, qué pena, se estaban riendo de ella! Ahora las oía claramente, y la llamaban de aquel modo que ella tanto aborrecía, Trientje la Boba, ese nombre que siempre oía cuchicheara su espalda. ¡Qué desdichada se sentía! De buena gana hubiera echado a correr hacia la casa, pero entonces aún se hubieran reído más.

¡Pobrecita, no es la primera vez en tu vida que te sientes desgraciada y ansías la compañía de otras niñas!
—¡Trientje, Trien! ¡A comer!
La niña se levantó suspirando y, lentamente, entró en la casa.
—¡Qué cara de pascuas trae nuestra hija! Ella siempre tan contenta —exclamó la campesina al ver entrar a la niña, más triste que nunca
—¿Es que no puedes decir algo, alguna vez? —continuó la mujer.
Su tono era muy áspero, pero ella no se daba cuenta, y es que siempre había deseado tener una niña alegre y retozona.
—Sí, mamá.
Su voz apenas era perceptible.
—Toda la mañana fuera de casa, sin hacer nada. ¿Dónde te has metido?
—Ahí fuera.
Trientje sentía un nudo en la garganta, pera la madre interpretó mal la aflicción de la niña y; llena de curiosidad, se propuso averiguar lo que su hija había estado haciendo durante toda la mañana.

—Contesta bien, por una vez. Quiero saber de dónde vienes, ¿lo has entendido? Y basta de bobadas.
Al oír la aborrecida palabra, Katrientje no pudo contener las lágrimas.
—¡Otra vez llorando! Eres una llorona. ¿Es que no puedes decir de dónde vienes? ¿Acaso es un secreto?
La pobre criatura no podía articular palabra. Los sollozos la ahogaban. Se puso en pie de un salto, derribando la silla y salió corriendo de la habitación en dirección a la buhardilla. Una vez allí se dejó caer sobre un montón de sacos que había en un rincón y siguió llorando. Abajo, la campesina, encogiéndose de hombros, empezó a recoger la mesa. La conducta de su hija no le extrañaba. A menudo le daba aquella llantina. Lo mejor era dejarla. ¿Era así como se comportaba una muchacha de doce años?
En la buhardilla, Trien, ya más calmada, se puso a reflexionar nuevamente. Lo mejor sería bajar y decide a madre que se pasó la mañana sentada en aquella piedra. Haría todo el trabajo por la tarde. Así vería que no la asustaba trabajar. Si le preguntaba por qué se había pasado toda la mañana sin hacer nada, le diría que porque necesitaba pensar. Aquella tarde, cuando hubiera vendido los huevos, iría al pueblo y le compraría un dedal de plata. Para eso todavía le quedaría bastante dinero. Entonces, su madre vería que no era tan boba. Sus pensamientos se detuvieron un momento. ¿Cómo librarse de aquel detestable mote? ¡Ya tenía la solución! Sí, después de pagar el dedal, le sobraba algo de dinero, compraría una bolsa de Snaapjes (así llaman los niños en Holanda a unos caramelos rojos y pegajosos) y, al día siguiente, los repartiría entre las niñas de la escuela. Entonces les preguntaría si podía jugar con ellas. Así verían que ella también sabía jugar y nunca volverían a llamarla más que Trientje, a secas.
Aún un poco temerosa, se levantó y fue al encuentro de su madre. Al verla, ésta le preguntó:
—¿Ya se te ha pasado el berrinche?
A Trientje le faltó valor para volver a hablar de lo ocurrido. Sin decir palabra, se puso a fregar los cristales de las ventanas.
Al caer la tarde, Trientje cogió el cesto de los huevos y se encaminó, presurosa, hacia el pueblo. Al cabo de media hora llegó a la casa de su primera cliente, que la estaba esperando en la puerta, con un plato de porcelana en la mano.
—Dame diez huevos, niña -le dijo la señora, amablemente.
 Trien le entregó lo pedido y después de despedirse, continuó su camino. Tres cuartos de hora más tarde, el cesto estaba vacío. Trien entró en una tiendecita donde sabía que podía encontrar de todo. Salió de allí con un bonito dedal y un cucurucho de caramelos y emprendió el regreso hacia su casa. A mitad del camino, vio venir, en dirección contraria, a dos de las niñas que aquella mañana se habían burlado de ella. Haciendo un esfuerzo, dominó el impulso de esconderse y, con el corazón palpitante, siguió andando.
—¡Mira, mira, Trientje la Boba, la Boba, la Boba!
Trien perdió todo su valor. Sin saber exactamente lo que hacía, cogió los caramelos y se los tendió a las niñas. Con un movimiento rápido, una de ellas cogió la bolsa y echó a correr. La otra la siguió y, antes de desaparecer en un recodo del camino, se volvió y sacó la lengua.
Trientje se dejó caer al lado del camino y rompió a llorar con gran desconsuelo. Lloró y lloró hasta no poder más. Era ya casi de noche cuando cogió nuevamente el cesto, que se había volcado, y se ...

De:  http://www.venamimundo.com



















“Nunca creeré que los poderosos, los políticos y los capitalistas sean los únicos responsables de la guerra. No, el hombre común y corriente, también se alegra de hacerla. Si así no fuera, hace tiempo que los pueblos se habrían rebelado”- 
Ana Frank




Muere escritora cuya vida se cruzó con la de Ana Frank

Ambas fueron encarceladas en Bergen-Belsen al mismo tiempo, aunque Berthe Meijer era años menor

Martes, 03 de Junio 2014

AMSTERDAM.-— La escritora judía holandesa Berthe Meijer, cuya vida se cruzó con la de Ana Frank, ha muerto a causa de un cáncer. Tenía 74 años.

Su esposo, Gary Goldschneider, dijo el miércoles que Meijer falleció en la víspera.

Antes de la guerra, Meijer vivió en la misma calle de Amsterdam del vecindario judío donde Frank asistió a una escuela Montessori. Sus familias intentaron esconderse durante la ocupación nazi en Holanda, pero fueron capturadas y deportadas. Ambas fueron encarceladas en Bergen-Belsen al mismo tiempo, aunque Meijer era años menor.

Mientras Frank murió a tan sólo dos semanas de que el campamento fuera liberado en 1945, Meijer sobrevivió.

En el 2010, Meijer publicó sus memorias bajo el título de "Life After Anne Frank" (La vida después de Ana Frank), con la intención de comparar su propia fortuna en la postguerra con el que quizás habría sido el destino de Frank, de haber sobrevivido.

La vida de Meijer después de la guerra no fue para nada fácil. Tuvo algo de éxito como escritora, pero sus heridas emocionales nunca sanaron.

Para bien o para mal, la decisión de Meijer de compararse con Frank — cuyo diario se ha convertido en el documento más leído que haya emergido del Holocausto — opacó el resto de sus memorias, al menos inicialmente. Meijer enfrentó un fulminante escepticismo debido a su afirmación en el libro de que Frank la entretuvo a ella y otros niños que hablaban holandés contándoles cuentos de hadas en el campo de concentración.

Sin embargo, partes clave de su historia salieron bien paradas de las investigaciones, y fueron confirmadas por testimonios de otros sobrevivientes de que Ana y Margot Frank, entre otros, a veces cuidaron de niños holandeses en el campamento.

Por otra parte, además de su diario, Frank una vez intentó escribir cuentos de hadas y Meijer, quien tenía 7 años cuando el campamento fue liberado, pudo de hecho formarse recuerdos de la experiencia, habiendo conocido a Frank brevemente antes de la guerra.

Con sus padres muertos, Meijer creció en un orfanato judío y tuvo relaciones incómodas con parientes que sobrevivieron.

Pero dijo que estaba resuelta a salir adelante por sus propios medios.

"Pensé que dejarme destruir sería un honor demasiado grande para la gente que me causó tanto dolor", dijo cuando se publicó su libro en el 2010.

Tras un matrimonio y otra relación fallidos, conoció a Goldschneider, un voluble escritor y músico nacido en Estados Unidos, en 1986. Y ambos permanecieron juntos y relativamente felices, dijo él el miércoles.

"Ella tuvo momentos de gran alegría, pero también periodos muy oscuros", dijo. "Cuando una vida es empañada, dañada, estropeada de ese modo, no puede ser normal".

Odiaba las multitudes, y viajar en tren o autobús eran experiencias que podían terminar en pánico.

En una entrevista en el 2010, dijo que uno de sus principales requisitos para una casa era que tuviera buenas vías de escape y escondites.

Al preguntársele entonces si su casa tenía un escondite, exclamó con regocijo: "¡Uno de los mejores que haya tenido".

En el sótano, mostró con orgullo un ducto de ventilación anodino que se extendía en un área lo suficientemente amplia como para albergar a tres o cuatro personas.

Meijer dijo que una de las cosas que esperaba lograr con el libro era simplemente mostrarle a la gente con traumas del pasado que otros atravesaron experiencias similares.

"Eso ofrecería algo de consuelo. Un poquito", dijo.

Decidió escribir sus memorias tras una visita a Bergen-Belsen, pero no creía en la escritura como terapia.

"Todos los que me aseguraron que esta era la oportunidad de hacer paz con mi pasado no sabían de lo que estaban hablando", escribió en las últimas líneas del texto.

"No hay paz. Seguiré en guerra hasta el día de mi muerte".

Meijer deja a Goldschneider, una hermana, un hijo y dos nietos.


De: http://www.diariolibre.com/revista







"La actividad continua de un escritor es la escritura, y por eso encuentro injustificable la actitud del escritor que abandona su trabajo.” - Salvador Garmendia

11 de junio de 1928- Venezuela
Escritor, guionista, articulista.

Difuntos y volátiles


 

No hay que tenerles miedo a los muertos -decía mi tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del camisón, por las orejas y le llenaba el pelo.
Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.
Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.
Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.
El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.
Comía en silencio, sin más nadie en la mesa y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.
En Difuntos, extraños y volátiles, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.




Asunto de familia
Por aquella época, se conocían los fotógrafos ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso, toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga, amarillosa, tendida a la espalda.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.
Era un retrato de cuerpo entero; mi tío era gordo, rosado y había perdido la mitad del pelo. Estaba parado, vestido de blanco y los brazos pegados al cuerpo como un soldado.
Aquel día, el fotógrafo me puso una mano en la cabeza y era tan pesada que la estuve sintiendo, fría, en el pelo durante muchos días. No lo vimos más.
Un día, mi tía Gardita -tenía las manos pegajosas de cola y la nariz llena de venas-, dijo que el traje negro que llevaba mi tío en el retrato, lo mismo que el chaleco y los botines se los había puesto el día del matrimonio y que no los había usado nunca más. Ese traje estaba todavía en su cuarto, colgado detrás de la puerta: uno lo sacudía con miedo y de adentro salían cucarachas que corrían como ciegas por aquel paño negro y cubierto de polvo.
Con los meses, mi tío enflaqueció, además; la cara se le puso afilada y el pelo negro peinado a la pluma brillaba como aceite; vestía de dril oscuro y se le veían las manos largas y blancas. Mamá lo encontraba parecido a mi tío Roberto que murió muy joven; pero mi tío Roberto tenía la frente más despejada y el cuello más largo.
Un día apareció a caballo, de botas y polainas y un sombrero de fieltro. Se veía muy alto, duro, parecido a una estatua. Estaba más gordo y la cara se le había redondeado: mamá decía que mirando muy bien, se podía ver, apenas, en ese humo desteñido del fondo, a mi papá montado también a caballo; pero esto no fue posible verificarlo, de modo que después de un tiempo se olvidó. Por esa época, se apareció mi tía Servilia y despertó la casa. Viendo a mi tío en un sillón con aquel cuello enorme donde latía una vena y aquel pecho inflado y unas manos pesadas, dijo que era una lástima que hubiera muerto tan joven.
Mi tía Servilia caminaba todo el día por la casa, afanada y sin parar de hablar. Hablaba de nada, contaba las cosas que iba haciendo y a veces se reía de lo que pensaba. Por debajo del camisón le salían unos hombrecitos alocados que corrían delante de ella removiendo sillas y materos y todo lo que podían encontrar. Todo era ruido en la casa y el día se iba volando. Entonces inventó cambiar todo de sitio, vaciar los cuartos, todo. Cuando rodamos los escaparates, salieron las lagartijas en volandas y todos zapateábamos. Quedaba una mancha de polvo y aparecían cosas que se habían perdido hacía siglos.
Cuando fueron a quitar el retrato de mi tío, un pedazo del encalado se desprendió y el retrato se vino al suelo. Corrí a mirar. Estaba el vidrio hecho pedazos, ennegrecido por el polvo y el marco desclavado en una esquina. Mamá y mi tía gritaban. El retrato estaba tan oscuro, lleno de peladuras y lamparones, que apenas era posible distinguir la figura. Se veía un poco la cara de mi tío, pero como hacía ya mucho tiempo de su muerte, yo no lo recordaba.
Mi tía Servilia dijo que no valía la pena hacer nada por recuperarlo, y me mandó botarlo en el solar.
En Los escondites, Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
De: http://salvadorg.wordpress.com