Juana Spyri 12 de junio de 1827- Suiza |
II
EN CASA DEL ABUELO
EN CASA DEL ABUELO
Una vez que
Dete hubo desaparecido, el Viejo sentóse otra vez sobre el banco y empezó a
lanzar grandes bocanadas de humo blanco de su pipa; tenía la mirada fija en el
suelo y no decía ni palabra. Mientras él se hallaba sumido en sus meditaciones,
Heidi examinó con visible satisfacción todo cuanto la rodeaba y llegó al grupo
de los tres grandes abetos que se alzaban detrás de la cabaña. El viento
soplaba con fuerza y sus ráfagas doblaban el espeso ramaje de los árboles,
produciendo un sonido profundo que sonaba como el aullido quejumbroso de un
lobo. Heidi se detuvo a escuchar aquel para ella inusitado ruido. Luego, cuando
el viento amainó, el ruido menguó y la niña dio nuevamente la vuelta a la
cabaña y se encontró otra vez frente a su abuelo. Heidi se colocó delante de él
y, con las manos a la espalda, le contempló silenciosamente. El abuelo alzó al
fin los ojos.
-¿Qué quieres
hacer ahora? -preguntó a la niña, que permanecía inmóvil.
-Quisiera ver
lo que hay dentro de la cabaña -dijo Heidi.
-Ven -exclamó
el Viejo, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la puerta-. Coge tu
ropa -añadió antes de entrar en la casa.
-¡Ya no la
necesito! -declaró Heidi.
-¿Por qué no la
necesitas ahora?
-Porque me
gusta ir más como esas cabritas de patas ligeras.
-Está bien,
pero de todos modos ve a coger la ropa -le contestó el anciano-, porque vamos a
guardarla en el armario.
Heidi obedeció.
El Viejo abrió la puerta y la niña entró con él en una habitación de regular
tamaño que ocupaba todo el ancho de la casita. En ella no había muchos enseres:
una mesa y un taburete; en un rincón, la cama del abuelo; en la pared opuesta a
la
entrada se
abría otra puerta. El anciano la abrió; era un armario empotrado. En él
guardaba su ropa. Sobre uno de los estantes había camisas, algunos calcetines y
pañuelos; en otro estaban los platos, tazas y vasos, y en el estante inferior
un gran pan, carne ahumada y queso. El armario contenía todo lo que el Viejo de
los Alpes necesitaba para vivir.
Cuando Heidi
vio abierto el armario, acudió corriendo y tiró el paquete de ropa en un
rincón, detrás de la de su abuelo, donde no era fácil que se perdiera. Luego
examinó atentamente la habitación y los enseres, y por fin dijo:
-¿Dónde dormiré
yo, abuelito?
-Donde quieras
-respondió éste.
Cerca del
rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera de mano apoyada
contra la pared, que conducía al desván de la cabaña. Por ella subió Heidi
ágilmente y descubrió arriba un montón de oloroso heno. Una pequeña ventana
redonda permitía ver desde el desván todo el valle.
-¡Qué bien se
está aquí! -exclamó gozosa la pequeña -Aquí quiero dormir, abuelito. ¡Sube y
verás qué bonito es esto! -Ya lo conozco -contestó el Viejo.
-Ahora voy a
hacerme la cama -volvió a decir la niña, corriendo de un lado para otro-, pero
es preciso que subas y me traigas una sábana.
-¡Está bien,
ahora voy! -respondió el abuelo, y en seguida se dirigió al armario.
Rebuscó en su
interior durante un rato y por fin extrajo un gran trozo de tela basta. El
lecho que Heidi se había preparado sobre el suelo del desván no desagradó al
anciano.
-Muy bien, así
me gusta -dijo el abuelo-; aquí traigo la sábana, pero antes de ponerla, espera
un poco.
Y diciendo
esto, cogió más heno y aumentó el espesor del lecho para que la niña no notara
la dureza del suelo.
Su abuelo la
ayudó a extender la sábana y una vez colocada, Heidi se detuvo pensativa ante
su obra.
-Nos hemos
olvidado una cosa, abuelito -dijo a poco.
-¿Qué es?
-La manta.
-Espera un
momento -dijo el anciano, y descendió la escalera; se dirigió a su cama y
volvió poco después con un gran saco de pesado lienzo.
Pronto quedó
extendida la tela de saco sobre el lecho improvisado. Heidi quedó de nuevo
contemplando la obra y por fin exclamó:
-La manta es
muy bonita y la cama me gusta mucho, mucho. Quisiera que fuera de noche, para
poder acostarme ya en ella.
-Creo que será
mejor que vayamos a comer algo -respondió el abuelo-. ¿Qué te parece a ti?
En su afán de
prepararse la cama, Heidi había olvidado todo lo demás. Pero al oír hablar de
comida, advirtió de pronto que, en efecto, sentía hambre.
-Sí, sí,
vámonos a comer algo. (...)
De: http://www.bibliotecasvirtuales.com
Gracias, Juanita, por las primeras estrellas imaginarias con que iluminaste mis párpados niños. |
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