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11 de junio de 1928- Venezuela Escritor, guionista, articulista. |
Difuntos
y volátiles
No hay que tenerles miedo a los muertos -decía mi
tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que
parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a
simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su
giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto
empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del
camisón, por las orejas y le llenaba el pelo.
Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.
Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.
Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.
El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.
Comía en silencio, sin más nadie en la mesa y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.
Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.
Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.
Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.
El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.
Comía en silencio, sin más nadie en la mesa y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.
En Difuntos,
extraños y volátiles, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.
Asunto de familia
Por aquella época, se conocían los fotógrafos ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso, toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga, amarillosa, tendida a la espalda.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un
caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se
abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín,
hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y
llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de
veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo
brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido,
los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho
mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis,
el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió
harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo
pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo
retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por
la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a
mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se
murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera
secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa.
Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era
encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo
a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa
grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la
noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba
llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al
jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El
fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los
días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que
colgaron de una vez en la sala.
Era un retrato de cuerpo entero; mi tío era gordo, rosado y
había perdido la mitad del pelo. Estaba parado, vestido de blanco y los brazos
pegados al cuerpo como un soldado.
Aquel día, el fotógrafo me puso una mano en la cabeza y era
tan pesada que la estuve sintiendo, fría, en el pelo durante muchos días. No lo
vimos más.
Un día, mi tía Gardita -tenía las manos pegajosas de cola y
la nariz llena de venas-, dijo que el traje negro que llevaba mi tío en el
retrato, lo mismo que el chaleco y los botines se los había puesto el día del
matrimonio y que no los había usado nunca más. Ese traje estaba todavía en su
cuarto, colgado detrás de la puerta: uno lo sacudía con miedo y de adentro
salían cucarachas que corrían como ciegas por aquel paño negro y cubierto de
polvo.
Con los meses, mi tío enflaqueció, además; la cara se le
puso afilada y el pelo negro peinado a la pluma brillaba como aceite; vestía de
dril oscuro y se le veían las manos largas y blancas. Mamá lo encontraba
parecido a mi tío Roberto que murió muy joven; pero mi tío Roberto tenía la
frente más despejada y el cuello más largo.
Un día apareció a caballo, de botas y polainas y un
sombrero de fieltro. Se veía muy alto, duro, parecido a una estatua. Estaba más
gordo y la cara se le había redondeado: mamá decía que mirando muy bien, se
podía ver, apenas, en ese humo desteñido del fondo, a mi papá montado también a
caballo; pero esto no fue posible verificarlo, de modo que después de un tiempo
se olvidó. Por esa época, se apareció mi tía Servilia y despertó la casa.
Viendo a mi tío en un sillón con aquel cuello enorme donde latía una vena y
aquel pecho inflado y unas manos pesadas, dijo que era una lástima que hubiera
muerto tan joven.
Mi tía Servilia caminaba todo el día por la casa, afanada y
sin parar de hablar. Hablaba de nada, contaba las cosas que iba haciendo y a
veces se reía de lo que pensaba. Por debajo del camisón le salían unos
hombrecitos alocados que corrían delante de ella removiendo sillas y materos y
todo lo que podían encontrar. Todo era ruido en la casa y el día se iba
volando. Entonces inventó cambiar todo de sitio, vaciar los cuartos, todo.
Cuando rodamos los escaparates, salieron las lagartijas en volandas y todos
zapateábamos. Quedaba una mancha de polvo y aparecían cosas que se habían
perdido hacía siglos.
Cuando fueron a quitar el retrato de mi tío, un pedazo del
encalado se desprendió y el retrato se vino al suelo. Corrí a mirar. Estaba el
vidrio hecho pedazos, ennegrecido por el polvo y el marco desclavado en una
esquina. Mamá y mi tía gritaban. El retrato estaba tan oscuro, lleno de
peladuras y lamparones, que apenas era posible distinguir la figura. Se veía un
poco la cara de mi tío, pero como hacía ya mucho tiempo de su muerte, yo no lo
recordaba.
Mi tía Servilia dijo que no valía la pena hacer nada por
recuperarlo, y me mandó botarlo en el solar.
En Los escondites, Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
De: http://salvadorg.wordpress.com

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