Esthela López
La única obligación, en cualquier período vital,
consiste en ser fiel a ti mismo.
Richard Bach
Esthela
López Duarte nació el 4 de marzo en Sarandí del Yi, Durazno.
Cursó
los seis años escolares en la Escuela Rural Nº 64 de su querido Paraje La
Alegría, en la 7ª sección de La Paloma.
Sus
indomables sueños y ganas de encontrar la empujaron a abandonar su pueblo con
sólo quince años.
Pero
los grandes artistas allí nacidos fueron indeleble luz de faro para que,
suspendida de su fiel lápiz, flote hoy sobre las aguas -a veces crudas, a veces
cálidas- del inmenso mar de la literatura.
A
veces siente miedo, a veces un estado de gloria la desborda; no importa; es lo
que buscaba: decir cómo es su viaje. Porque su decir es una piecita
irreemplazable del complejo puzzle que es la Vida.
La taberna del Diablo
“Tab-er-na del Dia-blo”
leyó con dificultad el muchacho. Era de noche y la escasa iluminación de
aquella edificación de bloques crudos no permitía certeza.
Cuando ingresó al salón,
algunos datos con que lo habían ilustrado resultaban fidedignos: “mostrador de
tablas rústicas apoyadas en tres caballetes, dos heladeras, pocas mesas,
repletas las paredes de cuadros regalados por visitantes notables y, si te
animás a atravesar el pasillo, al fondo están los cuartitos del placer, che.
¡Qué hembras, gurí!¡Cinco yeguas nada despreciables en estos parajes¡ Ahora, si
vas de día, no sé, che; siempre anduve de noche por la taberna”.
El joven pidió permiso a
algunos parroquianos y se acodó:
_ Un sándwich y agua
mineral, por favor.
Una mujer madura,
maquillados en exceso sus lindos ojos y ceñido el abundante pecho en un corsé
de raso verde, colocó la bandeja ante él y acomodó plato y vaso con cierta
sensualidad.
_ Gracias, señora... Pero no se vaya. Perdone.
Necesito preguntarle si Marina está.
_ Soy yo, cariño, ¿qué deseás? ¿Acaso...? -e
insinuaron el movimiento de un beso gastado sus labios humedecidos de rojo,
mientras la mano izquierda buscaba sostén en la cintura.
_ Otro whisky, si fuera tan amable- interrumpió
un hombre de barba rala que ojeaba un mapa.
_ Sí, señor, enseguida- dijo la voz ronca de
doña Marina.
Cuando terminó de servir
el pedido, se dio cuenta de que el joven ya no estaba. Pronto lo olvidó; nunca
le faltaban aspirantes a gozar de su fama de “completa a la hora de atender
pacientes”.
De día, camioneros y
viajantes solían detenerse a tomar café. Así que dormir hasta tarde era un lujo
que la patrona no podía concederse. Siete y media serían cuando, desperezándose
todavía, avanzaba distraída. El año anterior había ganado lo suficiente para
colocar piso de cerámicas en el pasillo; había elegido aquellas baldosas
blancas y negras porque ese era el pasadizo que conducía a los otros juegos. De
pronto lo vio: una especie de aro rojo; lo levantó y entonces notó la medalla
de imagen irreconocible que pendía de la cinta torneada por el tiempo y
el tacto. Un sudor frío le conquistó todo el cuerpo; un salto felino la
introdujo en la pieza donde se guardaban provisiones y secretos. Abrió desesperadamente
cajas y valijas hasta que la encontró y, sin dudar un instante de su pecado, se
apuntó al pecho y apretó el gatillo.
El médico de la zona no
quiso correr el riesgo de abrirle la mano izquierda; tan férreamente apretada
estaba, aunque unas hebritas rojas intentaban escapar.
El Sargento García
cubrió el cuerpo con una manta que, bien dobladita, protegía un cofre; con la
urgencia, la tapa y un montón de alhajas rodaron por el suelo; en el fondo del
arconcito, una hoja amarillenta les llamó la atención por una herrumbrada
alfiler de gancho que la atravesaba, sosteniendo trece fragmentos de cinta bebé
roja. Una grafía casi infantil había anotado trece nombres, masculinos y
femeninos. El policía murmuró: “¡Y yo que no le creía! Es la letra de ella. Yo
creía que eran delirios de madama. ¿Vio, doctor? Se estaba marchitando de a poco la Marina; me
daba lástima. Por eso pensé así. Muchas veces me dijo que había tenido hijos y
que los había regalado a casi todos. ¡Trece tuvo...! Parece que crió a cuatro,
y dos o tres, no me acuerdo bien ahora, se le murieron. A los demás los dio en
adopción. Antes de entregarlos, les ponía un nombre de pila y en la muñeca
izquierda les colocaba una pulserita de cinta roja y un dije chiquito de la
Virgen María. A los nuevos padres les hacía prometer que conservarían esas
marcas por siempre. ¡Qué invento, no? Ahora que me pongo a cavilar... digo
yo... ¿quién le habrá puesto el nombre a la taberna, eh, doctor?
¡Siempre
escondida, vos, Soledad!
¿Es casualidad o ya estaba escrito que mi vida
fuera tan solitaria? He estado pensando mucho en esto últimamente. ¿Estaba
escrito exclusivamente para mí o hay trazas de esa sutil condena en la historia
de todos los seres humanos? Seguramente no todas las biografías registran una
almohadita rosa ni un galpón que parecía ubicado en el revés del mundo, ni a
Travieso, el único habitante que rumbeaba decidido para allí... Tampoco tengo
ganas de andar averiguándolo... Ahora quiero revisar esas imágenes; que el
corazón las limpie de hasta el más leve roce de trampa. ¿Por qué nunca las
había interpretado así? La familia nunca
me veló lo que había ocurrido. ¡Al contrario! Apenas crecí, alguien se interesó
en contarme.
Mamá había quedado embarazada de nuevo cuando yo
cumplí los seis meses y, como corría ciertos riesgos, la trasladaron a
Montevideo. De mis hermanos mayores se encargó una tía, y yo permanecí en casa,
con mi adorada abuela paterna. Dicen que la fiesta me duró poco tiempo. Que me
comporté muy mal con la señora que vino a cuidarme: no le hablaba, le daba la
espalda, le escupía la comida o se la tiraba a Travieso... Me acuerdo que
después, cuando empecé a quererla, la perseguía con esta almohadita bajo el
brazo: “¿Dónde está mi Abu? Decime, señora, dónde está.” Eugenia no traicionaba
la promesa que sin duda había hecho y su silencio me empujaba a salir gritando
furiosa: “Abu, abu, ¿dónde te escondiste?” Tal vez harta de semejante acoso, la
mujer también desapareció.
En casa sólo vivían adultos pero
ni mi padre ni mis tíos sin hijos parecían dispuestos a oficiar de nana para
mí; comentan, hasta hoy, que, desde el
alba al anochecer, yo resultaba insoportable. Así que trajeron a una joven para
que me atendiera. Era baja, trigueña, de lacio cabello negro; quizás su dulzura
me despertó asociaciones y la acepté, a pesar de que a veces, lloviera o rajara
el sol la tierra, me le escapaba: me iba al cañaveral a escuchar el canto de
las aves o el sonido tan peculiar del viento; eso me lo había enseñado mi abuela:
“Para calmar las ausencias”, me había dicho. Por ese entonces, y aunque ya lo
reconocía físicamente, veía muy poco
también a papá porque trabajaba durante todo el día y, muchas veces, después,
se iba a visitar a mis hermanos, distantes a doce kilómetros.
Antes
de cumplir mis dos años, hubo gran alboroto. Era diciembre y las fiestas
modifican el espíritu de la gente en cualquier lugar. Por eso Casiano, hijo adoptivo de los
abuelos, se había comprometido a ayudar a mi noble guardiana y, para evitar mis
huidas a la cañada, me sentaba bajo la sombra de un enorme paraíso, expuesto a
cualquier prueba de mi curiosidad. Esa tardecita estaba mostrándome cómo tocar
el tambor en una vieja lata de galletas con dos baquetas improvisadas con
palitos; la escena es tan nítida que hasta creo escuchar el tan-tan desafinado; sin embargo, no sé
qué pasó en ese instante y me veo enseguida en el galpón, como escondida,
bichando por las rendijas: un carro lleno de gente avanza; en el pescante viene
alguien casi igual a mi padre, pero se ríe (¿Es mi papá?), y una bandada de
gurises se arrojan al pastito rodando de alegría; baja una mujer, otra, y una tercera, con un paquete blanco en los
brazos. Un hilito lloroso, como un refucilo me encendió la memoria y me acordé
de que alguien había hablado, días atrás, de una beba nueva. “La beba soy yo”,
pensé- y me oriné. No me importó seguir parada hasta la noche en aquel charco:
jugar a las escondidas me seducía. Pero nadie venía por mí; ni mi nana. El
ovejero se echó a mis pies y empecé a sentir el calorcito. Afuera había
movimiento y otra vez fisgoneé por las rajas de la pared de madera: están ahí
los que bajaron del carro. “¿Qué hace toda esa gente extraña en mi lugar,
ocupando mi cocina, mi espacio, mi mundo? ¿Está tan ocupada la nana que se
olvidó de buscarme?” Sentí que se me iba a escapar un aullido pero no pude;
ella se apareció de repente y quiso abrazarme pero me defendí, y mientras la
miraba con rabia, dolor, desconsuelo, le pregunté: ¿Ta la Abu?
No
escuché su respuesta; por la puerta de la cocina fugaba en el aire,
desesperadamente desmenuzado, mi nombre: “Elenita, ¿dónde estás, hijita!
Eppur si muove
Y sin embargo se mueve
Galileo Galilei
-¡Ochenta y nueve años! - dijo el
viejo-. Me falta poco... pa' los noventa... Muy lindo día, serenito, calentito como
aquellos cuando plantábamos en el viñedo con mi padre y el tata, y me enseñaban a
conocer a los pájaros.
Arregló su cabellera plateada, la cubrió con la boina de
paño negro, y desde la puerta principal
de la casona, respiró profundamente
mirando al cielo una y otra vez.
Apoyándose en el bastón caminó por el patio de adoquines hasta el aljibe, le
bajó la tapa y, tarareando una milonga, llegó a la portera. Los años no
parecían importunarlo: solía ir a contemplar sus terrenos rebosantes de uvas;
lo
motivaban a repetirse,
sonriente, : “Mi sento bene... cómodo ´e salud, feliz de haber gozado, como un buen hombre, de
merecidos privilegios”.
En eso estaba cuando un pajarito centelleó varias veces en
sus retinas, a tal velocidad que no pudo clasificarlo como de costumbre. Un
rato más se quedó, jugando a las escondidas con su nuevo desafío, que no
reaparecía, aunque le chistaba y le trinaba desde los cuatro puntos cardinales.
Regresó para almorzar. A través de las amplias ventanas del
comedor podía ver el viñal pero ni el
paisaje ni el café de sobremesa lo detuvieron. Se fue a la biblioteca y bajó y hojeó cuánto libro
sobre ornitología había en los estantes.
“¿Dónde está?¿Dónde! Me
acuerdo que... A ver, creo que... ¡Sí! ¡Sí! ¡Es ésta!”, y una súbita alegría transformó al hombre en
un chiquillo abrazado a su juguete recobrado.
Isla de los
mil ensueños, 5 de abril de 1905
Son las cuatro de la
mañana. Estoy en la isla. Te escribo para contarte que hace hoy una semana de una brutal tormenta que por aquí pasó. El viento
derribó tantos árboles y hasta muchas de
las viejas palmeras, pero aquella, debajo de la
que nosotros retozamos un único día perenne, aún está en pie. Las olas
traspasaban las monstruosas rocas que, aferradas a la tierra, son inamovibles,
ahora lo sé. Por momentos creo que me faltó el aire y me sentí mareado, pero todo fue por miedo.Los
relámpagos se pronunciaban cada dos segundos
en un cielo que se había vuelto anaranjado, y el granizo y la lluvia pesaban
como golpes de martillo -te cuento que saqué un brazo por la ventana
para sentir tamaña intensidad- y me pareció que el diluvio se había
instalado para siempre. Te juro que fue
la primera vez en mi vida que sentí tanto Miedo. Todo duró una hora y quince
minutos más o menos; mi reloj de arena me fue fiel y siguió
funcionando.
Tengo tanto para contarte
sobre los pájaros. Esta foto que te mando tiene dos meses. La tarde en que la
tomé mis ojos quedaron prendados de la alfombra multicolor del cielo meciéndose en el agua, mientras el
coro sublime de todas las
aves de este pedacito de Paraíso despedían al día. Por esa época llegó
un habitante nuevo: vuela muy rápido,
canta, chista y silba; aún no sé nada más de
él; me ha resultado imposible verlo.
No querría irme nunca de
aquí pero necesito llegar a América en el correr del año. Así que tal vez
podremos volver a pasar un segundo día eterno y, aunque ya no eres tan pequeño
como entonces (y mi hermana no tendrá tampoco motivo para rezongarnos), estoy
seguro de que podremos volver a disfrutar la libertad de la naturaleza.
Le
temblaron las piernas; releer la carta de su tío lo embargó de una sensación desconocida: un bienestar distante y miedo,
miedo nuevo a una vejez solitaria que hasta ese instante no había percibido.
Tenía poco contacto con su gente. Entonces se fue más lejos en su memoria, a
aquellas palabras con que su abuelo lo había empujado al mundo:” A fuerza de
pulmón forja tu vida y aférrate a tu andar; sólo tu mirar y tu sentir son de tu
propiedad”.
-¡Volpone!...
¡Un sabio, carajo!- y liberándose de las lágrimas, empuñó el bastón para seguir
andando.
A
diez días para su cumpleaños llegó la familia y la casona fue joven otra vez:
hijas, yernos, amigos y música, largas charlas, ricas comidas, muy buen vino. Y
Pablito. Un delicado niño rubio, de ojos
azules, fascinado por la libertad del lugar y el conocimiento secreto de su
abuelo sobre las aves; con nueve años ya sabía leer con cierta rapidez y había estado
escudriñando en la biblioteca: había visto aquel montón de libros dispersos por
la alfombra y los sillones, y todos, todos, hablaban sobre pájaros. Los cielos
de su imaginación se llenaron de alas; quería saber tanto como el abuelo acerca
de todas esas preciosas criaturas casi vivas en esas páginas brillosas.
Así
que, a la jornada siguiente al descubrimiento, invitó a don Franchesco para ir
de paseo a las viñas, y hasta cargó con una silla por si el anciano se cansaba.
Con inusual ingenio, fue convenciendo al maestro para que le enseñara nombres,
rasgos, costumbres de las más variadas especies del lugar y de la región y del mundo... El tiempo
pasaba sin que ninguno de los dos lo notara. El viejo estaba asombrado pero
íntimamente orgulloso de aquella avidez del nieto y no la juzgó como aparente
coincidencia. Por eso quiso confesarle su último hallazgo, réplica de aquella
intriga que también su tío había experimentado, silencioso eslabón entre
algunos misteriosos vínculos familiares:
-
¿Conocés algún pájaro que chifle, silbe y cante, Pablito?
El
distinguido no respondió pero lo miró con el semblante propio de quien va a ser deslumbrado por una
información oculta.
-Las
aves se expresan a través de esos sonidos musicales pero es extrañísimo, casi
imposible podría afirmar, que puedan emitir las tres modalidades. Pero sabés,
mijito, que yo vi y escuché a uno que sí puede; chifla, silba y canta; anda por
acá.
-¡Mostrámelo,
Abu, quiero verlo! ¡De qué color es! ¿Es grande?
-Vamos
a sentarnos a esperar. Capaz que sale de su escondite y tenemos el privilegio,
¿qué te parece?- y la boina negra resbaló al acomodar su cuerpo al asiento muy
bajito pero tan oportuno.
El
niño se adueñó de ella y por unos minutos se divirtió lanzándola por arriba de
unas plantas mientras gritaba: “¡Un plato volador se va! ¡Se va, se va el plato
volador!”
Una
cadencia de alas en movimiento le interrumpió de pronto el solitario juego.
Giró su mirada hacia el viñedo y lo vio bañado por una sombra sosegada: cientos
de aves iban y volvían como si estuvieran actuando en una ceremonia ritual.
Un
poco asustado, dijo: -Abu, ¿qué está pasando? ¡Explicame, Franchesquito mío,
cómo ocurre este vuelo detenido de las aves!- y abrió cuanto pudo sus deditos
frágiles para aferrarse mejor a la pierna del hombre. Sólo el bastón, que rodó
con suavidad hacia los pies de Pablo, rasgó el silencio respetuoso de la
naturaleza. El elegido lo levantó y, para mantenerlo erguido entre aquellas
manos todavía ásperas, se apretó al cuerpo de su abuelo en un abrazo muy largo.
Sin embargo, ningún reloj de arena pudo constatar entonces cuánto permaneció
así.
De
eso se lamenta aún hoy, cada vez que observa la tenue lluvia de granitos
deslizándose por las ampolletas del viejo artefacto del tío Vittorio; lo
encontró embalado, con sumo cuidado, en
un cajoncito clandestino de la biblioteca y lo ha colocado en el aparador, para
que sea atalaya fiel de las imperceptibles escenas de amor que ocurren en el
viñedo. Todavía no ha logrado ver al
misterioso pajarito pero lo oye: oye cómo chifla, silba, canta; cómo bate, por
los cuatro puntos cardinales, sus míticas alas.
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Le Visage de la Paix- Pablo Picasso |
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