viernes, 25 de enero de 2013

Una piecita del puzzle de la Vida


Esthela López






La única obligación, en cualquier período vital, consiste en ser fiel a ti mismo.
Richard Bach


         Esthela López Duarte nació el 4 de marzo en Sarandí del Yi, Durazno.
         Cursó los seis años escolares en la Escuela Rural Nº 64 de su querido Paraje La Alegría, en la 7ª sección de La Paloma.
         Sus indomables sueños y ganas de encontrar la empujaron a abandonar su pueblo con sólo quince años.
         Pero los grandes artistas allí nacidos fueron indeleble luz de faro para que, suspendida de su fiel lápiz, flote hoy sobre las aguas -a veces crudas, a veces cálidas- del inmenso mar de la literatura.
         A veces siente miedo, a veces un estado de gloria la desborda; no importa; es lo que buscaba: decir cómo es su viaje. Porque su decir es una piecita irreemplazable del complejo puzzle que es la Vida.






La taberna del Diablo




         “Tab-er-na del Dia-blo” leyó con dificultad el muchacho. Era de noche y la escasa iluminación de aquella edificación de bloques crudos no permitía certeza.
         Cuando ingresó al salón, algunos datos con que lo habían ilustrado resultaban fidedignos: “mostrador de tablas rústicas apoyadas en tres caballetes, dos heladeras, pocas mesas, repletas las paredes de cuadros regalados por visitantes notables y, si te animás a atravesar el pasillo, al fondo están los cuartitos del placer, che. ¡Qué hembras, gurí!¡Cinco yeguas nada despreciables en estos parajes¡ Ahora, si vas de día, no sé, che; siempre anduve de noche por la taberna”.
         El joven pidió permiso a algunos parroquianos y se acodó:
         _ Un sándwich y agua mineral, por favor.
         Una mujer madura, maquillados en exceso sus lindos ojos y ceñido el abundante pecho en un corsé de raso verde, colocó la bandeja ante él y acomodó plato y vaso con cierta sensualidad.
         _  Gracias, señora... Pero no se vaya. Perdone. Necesito preguntarle si Marina está.
         _  Soy yo, cariño, ¿qué deseás? ¿Acaso...? -e insinuaron el movimiento de un beso gastado sus labios humedecidos de rojo, mientras la mano izquierda buscaba sostén en la cintura.
         _  Otro whisky, si fuera tan amable- interrumpió un hombre de barba rala que ojeaba un mapa.
         _  Sí, señor, enseguida- dijo la voz ronca de doña Marina.
         Cuando terminó de servir el pedido, se dio cuenta de que el joven ya no estaba. Pronto lo olvidó; nunca le faltaban aspirantes a gozar de su fama de “completa a la hora de atender pacientes”.
         De día, camioneros y viajantes solían detenerse a tomar café. Así que dormir hasta tarde era un lujo que la patrona no podía concederse. Siete y media serían cuando, desperezándose todavía, avanzaba distraída. El año anterior había ganado lo suficiente para colocar piso de cerámicas en el pasillo; había elegido aquellas baldosas blancas y negras porque ese era el pasadizo que conducía a los otros juegos. De pronto lo vio: una especie de aro rojo; lo levantó y entonces notó la medalla de imagen irreconocible  que  pendía de la cinta torneada por el tiempo y el tacto. Un sudor frío le conquistó todo el cuerpo; un salto felino la introdujo en la pieza donde se guardaban provisiones y secretos. Abrió desesperadamente cajas y valijas hasta que la encontró y, sin dudar un instante de su pecado, se apuntó al pecho y apretó el gatillo.
         El médico de la zona no quiso correr el riesgo de abrirle la mano izquierda; tan férreamente apretada estaba, aunque unas hebritas rojas intentaban escapar.
         El Sargento García cubrió el cuerpo con una manta que, bien dobladita, protegía un cofre; con la urgencia, la tapa y un montón de alhajas rodaron por el suelo; en el fondo del arconcito, una hoja amarillenta les llamó la atención por una herrumbrada alfiler de gancho que la atravesaba, sosteniendo trece fragmentos de cinta bebé roja. Una grafía casi infantil había anotado trece nombres, masculinos y femeninos. El policía murmuró: “¡Y yo que no le creía! Es la letra de ella. Yo creía que eran delirios de madama. ¿Vio, doctor?  Se estaba marchitando de a poco la Marina; me daba lástima. Por eso pensé así. Muchas veces me dijo que había tenido hijos y que los había regalado a casi todos. ¡Trece tuvo...! Parece que crió a cuatro, y dos o tres, no me acuerdo bien ahora, se le murieron. A los demás los dio en adopción. Antes de entregarlos, les ponía un nombre de pila y en la muñeca izquierda les colocaba una pulserita de cinta roja y un dije chiquito de la Virgen María. A los nuevos padres les hacía prometer que conservarían esas marcas por siempre. ¡Qué invento, no? Ahora que me pongo a cavilar... digo yo... ¿quién le habrá puesto el nombre a la taberna, eh,  doctor?






¡Siempre escondida, vos, Soledad!




¿Es casualidad o ya estaba escrito que mi vida fuera tan solitaria? He estado pensando mucho en esto últimamente. ¿Estaba escrito exclusivamente para mí o hay trazas de esa sutil condena en la historia de todos los seres humanos? Seguramente no todas las biografías registran una almohadita rosa ni un galpón que parecía ubicado en el revés del mundo, ni a Travieso, el único habitante que rumbeaba decidido para allí... Tampoco tengo ganas de andar averiguándolo... Ahora quiero revisar esas imágenes; que el corazón las limpie de hasta el más leve roce de trampa. ¿Por qué nunca las había interpretado así?  La familia nunca me veló lo que había ocurrido. ¡Al contrario! Apenas crecí, alguien se interesó en contarme.
Mamá había quedado embarazada de nuevo cuando yo cumplí los seis meses y, como corría ciertos riesgos, la trasladaron a Montevideo. De mis hermanos mayores se encargó una tía, y yo permanecí en casa, con mi adorada abuela paterna. Dicen que la fiesta me duró poco tiempo. Que me comporté muy mal con la señora que vino a cuidarme: no le hablaba, le daba la espalda, le escupía la comida o se la tiraba a Travieso... Me acuerdo que después, cuando empecé a quererla, la perseguía con esta almohadita bajo el brazo: “¿Dónde está mi Abu? Decime, señora, dónde está.” Eugenia no traicionaba la promesa que sin duda había hecho y su silencio me empujaba a salir gritando furiosa: “Abu, abu, ¿dónde te escondiste?” Tal vez harta de semejante acoso, la mujer también desapareció.
         En casa sólo vivían adultos pero ni mi padre ni mis tíos sin hijos parecían dispuestos a oficiar de nana para mí; comentan, hasta hoy,  que, desde el alba al anochecer, yo resultaba insoportable. Así que trajeron a una joven para que me atendiera. Era baja, trigueña, de lacio cabello negro; quizás su dulzura me despertó asociaciones y la acepté, a pesar de que a veces, lloviera o rajara el sol la tierra, me le escapaba: me iba al cañaveral a escuchar el canto de las aves o el sonido tan peculiar del viento; eso me lo había enseñado mi abuela: “Para calmar las ausencias”, me había dicho. Por ese entonces, y aunque ya lo reconocía físicamente,  veía muy poco también a papá porque trabajaba durante todo el día y, muchas veces, después, se iba a visitar a mis hermanos, distantes a doce kilómetros.
         Antes de cumplir mis dos años, hubo gran alboroto. Era diciembre y las fiestas modifican el espíritu de la gente en cualquier lugar.  Por eso Casiano, hijo adoptivo de los abuelos, se había comprometido a ayudar a mi noble guardiana y, para evitar mis huidas a la cañada, me sentaba bajo la sombra de un enorme paraíso, expuesto a cualquier prueba de mi curiosidad. Esa tardecita estaba mostrándome cómo tocar el tambor en una vieja lata de galletas con dos baquetas improvisadas con palitos; la escena es tan nítida que hasta creo escuchar el tan-tan desafinado; sin embargo, no sé qué pasó en ese instante y me veo enseguida en el galpón, como escondida, bichando por las rendijas: un carro lleno de gente avanza; en el pescante viene alguien casi igual a mi padre, pero se ríe (¿Es mi papá?), y una bandada de gurises se arrojan al pastito rodando de alegría; baja una mujer, otra,  y una tercera, con un paquete blanco en los brazos. Un hilito lloroso, como un refucilo me encendió la memoria y me acordé de que alguien había hablado, días atrás, de una beba nueva. “La beba soy yo”, pensé- y me oriné. No me importó seguir parada hasta la noche en aquel charco: jugar a las escondidas me seducía. Pero nadie venía por mí; ni mi nana. El ovejero se echó a mis pies y empecé a sentir el calorcito. Afuera había movimiento y otra vez fisgoneé por las rajas de la pared de madera: están ahí los que bajaron del carro. “¿Qué hace toda esa gente extraña en mi lugar, ocupando mi cocina, mi espacio, mi mundo? ¿Está tan ocupada la nana que se olvidó de buscarme?” Sentí que se me iba a escapar un aullido pero no pude; ella se apareció de repente y quiso abrazarme pero me defendí, y mientras la miraba con rabia, dolor, desconsuelo, le pregunté: ¿Ta la Abu?
         No escuché su respuesta; por la puerta de la cocina fugaba en el aire, desesperadamente desmenuzado, mi nombre: “Elenita, ¿dónde estás, hijita!





Eppur si muove

Y sin embargo se mueve 
Galileo Galilei


                                 
          ­-¡Ochenta y nueve años! - dijo el viejo-. Me falta poco... pa' los noventa...  Muy lindo día, serenito, calentito como aquellos cuando plantábamos en el viñedo  con mi padre y el tata, y me enseñaban a conocer a los pájaros.
         Arregló su cabellera plateada, la cubrió con la boina de paño negro, y  desde la puerta principal de la  casona, respiró profundamente mirando al cielo  una y otra vez. Apoyándose en el bastón caminó por el patio de adoquines hasta el aljibe, le bajó la tapa y, tarareando una milonga, llegó a la portera. Los años no parecían importunarlo: solía ir a contemplar sus terrenos rebosantes de uvas; lo
motivaban a repetirse, sonriente, : “Mi sento bene... cómodo ´e salud, feliz de  haber gozado, como un buen hombre, de merecidos privilegios”.
         En eso estaba cuando un pajarito centelleó varias veces en sus retinas, a tal velocidad que no pudo clasificarlo como de costumbre. Un rato más se quedó, jugando a las escondidas con su nuevo desafío, que no reaparecía, aunque le chistaba y le trinaba desde los cuatro puntos cardinales.
         Regresó para almorzar. A través de las amplias ventanas del comedor  podía ver el viñal pero ni el paisaje ni el café de sobremesa lo detuvieron. Se fue  a la biblioteca y bajó y hojeó cuánto libro sobre ornitología había en los estantes.
“¿Dónde está?¿Dónde! Me acuerdo que... A ver, creo que... ¡Sí! ¡Sí! ¡Es ésta!”,  y una súbita alegría transformó al hombre en un chiquillo abrazado a su juguete recobrado. 


Isla de los mil ensueños, 5 de abril de 1905

         Son las cuatro de la mañana. Estoy en la isla. Te escribo para contarte que  hace hoy una semana de una  brutal tormenta que por aquí pasó. El viento derribó  tantos árboles y hasta muchas de las viejas palmeras, pero aquella, debajo de la
que nosotros retozamos un único día perenne, aún está en pie. Las olas traspasaban las monstruosas rocas que, aferradas a la tierra, son inamovibles, ahora lo sé. Por momentos creo que me faltó el aire y me sentí  mareado, pero todo fue por miedo.Los relámpagos se pronunciaban cada dos  segundos en un cielo que se había vuelto anaranjado, y el granizo y la lluvia pesaban como golpes de martillo -te cuento que saqué un brazo por la ventana
para sentir tamaña intensidad- y me pareció que el diluvio se había instalado para  siempre. Te juro que fue la primera vez en mi vida que sentí tanto Miedo. Todo duró una hora y quince minutos más o menos; mi reloj de arena me fue fiel y siguió
funcionando.
         Tengo tanto para contarte sobre los pájaros. Esta foto que te mando tiene dos meses. La tarde en que la tomé mis ojos quedaron prendados de la alfombra multicolor  del cielo meciéndose en el agua, mientras el coro sublime de todas las
aves de este pedacito de Paraíso despedían al día. Por esa época llegó un  habitante nuevo: vuela muy rápido, canta, chista y silba; aún no sé nada más de
él; me ha resultado imposible verlo.
         No querría irme nunca de aquí pero necesito llegar a América en el correr del año. Así que tal vez podremos volver a pasar un segundo día eterno y, aunque ya no eres tan pequeño como entonces (y mi hermana no tendrá tampoco motivo para rezongarnos), estoy seguro de que podremos volver a disfrutar la libertad de la naturaleza.

         Le temblaron las piernas; releer la carta de su tío lo embargó de una sensación desconocida: un bienestar distante y miedo, miedo nuevo a una vejez solitaria que hasta ese instante no había percibido. Tenía poco contacto con su gente. Entonces se fue más lejos en su memoria, a aquellas palabras con que su abuelo lo había empujado al mundo:” A fuerza de pulmón forja tu vida y aférrate a tu andar; sólo tu mirar y tu sentir son de tu propiedad”.
         -¡Volpone!... ¡Un sabio, carajo!- y liberándose de las lágrimas, empuñó el bastón para seguir andando.
         A diez días para su cumpleaños llegó la familia y la casona fue joven otra vez: hijas, yernos, amigos y música, largas charlas, ricas comidas, muy buen vino. Y Pablito.  Un delicado niño rubio, de ojos azules, fascinado por la libertad del lugar y el conocimiento secreto de su abuelo sobre las aves; con nueve años ya sabía leer  con cierta rapidez y había estado escudriñando en la biblioteca: había visto aquel montón de libros dispersos por la alfombra y los sillones, y todos, todos, hablaban sobre pájaros. Los cielos de su imaginación se llenaron de alas; quería saber tanto como el abuelo acerca de todas esas preciosas criaturas casi vivas en esas páginas brillosas.
         Así que, a la jornada siguiente al descubrimiento, invitó a don Franchesco para ir de paseo a las viñas, y hasta cargó con una silla por si el anciano se cansaba. Con inusual ingenio, fue convenciendo al maestro para que le enseñara nombres, rasgos, costumbres de las más variadas especies del lugar  y de la región y del mundo... El tiempo pasaba sin que ninguno de los dos lo notara. El viejo estaba asombrado pero íntimamente orgulloso de aquella avidez del nieto y no la juzgó como aparente coincidencia. Por eso quiso confesarle su último hallazgo, réplica de aquella intriga que también su tío había experimentado, silencioso eslabón entre algunos misteriosos vínculos familiares:
         - ¿Conocés algún pájaro que chifle, silbe y cante, Pablito?
         El distinguido no respondió pero lo miró con el semblante  propio de quien va a ser deslumbrado por una información oculta.
         -Las aves se expresan a través de esos sonidos musicales pero es extrañísimo, casi imposible podría afirmar, que puedan emitir las tres modalidades. Pero sabés, mijito, que yo vi y escuché a uno que sí puede; chifla, silba y canta; anda por acá.
         -¡Mostrámelo, Abu, quiero verlo! ¡De qué color es! ¿Es grande?
         -Vamos a sentarnos a esperar. Capaz que sale de su escondite y tenemos el privilegio, ¿qué te parece?- y la boina negra resbaló al acomodar su cuerpo al asiento muy bajito pero tan oportuno.
         El niño se adueñó de ella y por unos minutos se divirtió lanzándola por arriba de unas plantas mientras gritaba: “¡Un plato volador se va! ¡Se va, se va el plato volador!”
         Una cadencia de alas en movimiento le interrumpió de pronto el solitario juego. Giró su mirada hacia el viñedo y lo vio bañado por una sombra sosegada: cientos de aves iban y volvían como si estuvieran actuando en una ceremonia ritual.
         Un poco asustado, dijo: -Abu, ¿qué está pasando? ¡Explicame, Franchesquito mío, cómo ocurre este vuelo detenido de las aves!- y abrió cuanto pudo sus deditos frágiles para aferrarse mejor a la pierna del hombre. Sólo el bastón, que rodó con suavidad hacia los pies de Pablo, rasgó el silencio respetuoso de la naturaleza. El elegido lo levantó y, para mantenerlo erguido entre aquellas manos todavía ásperas, se apretó al cuerpo de su abuelo en un abrazo muy largo. Sin embargo, ningún reloj de arena pudo constatar entonces cuánto permaneció así.

         De eso se lamenta aún hoy, cada vez que observa la tenue lluvia de granitos deslizándose por las ampolletas del viejo artefacto del tío Vittorio; lo encontró  embalado, con sumo cuidado, en un cajoncito clandestino de la biblioteca y lo ha colocado en el aparador, para que sea atalaya fiel de las imperceptibles escenas de amor que ocurren en el viñedo. Todavía no ha logrado ver  al misterioso pajarito pero lo oye: oye cómo chifla, silba, canta; cómo bate, por los cuatro puntos cardinales, sus míticas alas.   





Le Visage de la Paix- Pablo Picasso









Esthela se dedica a la gastronomía actualmente
y podemos asegurar que
sus preparaciones son exquisitas y nutritivas.
Alguien tan sabio como LIN YUTANG dijo:
"Nuestras vidas no están en manos de los dioses
sino en las de nuestros cocineros".
Muy sutil reflexión.









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