viernes, 25 de enero de 2013

Estrenando otro espejo

MARTA MALÁN

      

 ¿Cómo autopresentarme, si ni siquiera sé cómo soy?
         Creo firmemente en el cambio personal dado por el crecimiento continuo, derecho inalienablemente humano.
         A muy temprana edad aprendí que, a pesar de nuestras miserias, leer me hacía libre. Pero ahora también sé que lo soy más al escribir. Una colega y amiga me ayudó a redescubrirme.

 Marta Malán
 




Confusión





         Debo estar estresado. No recuerdo qué pasó hoy de mañana. Sólo sé que por mi ventana entreabierta se colaba el sol, sus tibios rayos me hicieron sentir que estaba en una época del año muy bonita. ¡Oh, sí, señor! La primavera. También me acuerdo del olor, ese aroma tan particular del jazmín que tengo debajo de la ventana del dormitorio. ¡Y luego,… nada!

         Sin embargo estoy en esta habitación, que es mi habitación, sentado en mi escritorio. Tengo unas hojas delante de mí y en mi mano un lápiz. ¡Qué raro! Me he sentado a escribir aquí pero no he preparado un mate para acompañarme. No importa. Ya lo recordaré más tarde. Pero… ¿qué tengo que recordar? ¡Ah! Que debo sacar la basura. Sí, eso, y sobre todo esa silla que tiene la mala costumbre de cambiarse de lugar y me provoca al tropiezo constante con ella. Y eso que he hecho lo posible para que nos entendiéramos a buenas. Probé todas las maneras. Comencé halagándola, que era hermosa, su diseño lo elegí hace años producto de una fantasía; con mis dedos acaricié su respaldo sintiendo el calor de su madera pulida. Pero no, no le gusta que la adulen. Probé entonces con voz autoritaria, vestigio de mi vida en un país con golpes de Estado; la amenacé: que la picana, que la iba a separar de sus hermanas, etc. Nada. Opté entonces por ignorarla. Y en esas estamos, dale que dale cambiando de lugar.
        
         ¿Pero, cómo? ¿No estaba sentado frente a mi escritorio? Mis hojas desaparecen bajo un chorro de agua, ¡Ah! ¡Con que esas tenemos! ¡Estás convenciéndolos!, ya lo sé, ¡es un complot! Ya se les pasará. ¿Que les dedique más tiempo a ustedes? ¿Qué decís? No te parece bastante que tenga que laburar para que vos tengas un lindo forrito, vos esa cera que tanto te gusta, vos ese almohadón que tanto abrazás y a vos… ¡bah! ¿Qué hablo? ¡Siempre pidiendo más y más! Está bien ser un poco desconforme, ¿pero no se les está yendo la mano, che? ¡Shhh….! ¿Por qué toda esta gente? ¿Dónde están  mi escritorio y mis hojas? ¿Mis libros? ¿Mi…?





Juegos



             ¡Cuántos soldados hay! Paso entre ellos rozando mi cara con sus hojas. “¡Seba, ponete derecho que torcés la fila!” Con mis manos trato de ubicarlo mejor, pero es muy terco. Doy patadas en la tierra para ver si lo ayudo. No quiere. Me vuelvo al frente. Los miro de nuevo; me gusta mucho mirarlos. Yo digo: hoy un príncipe necesita que lo ayudemos; es de un lugar donde hay elefantes y andan en ellos; los ladrones lo agarraron y vamos a salvarlo. Me tiro al suelo y me arrastro entre los terrones. Mi ejército me sigue. “¡Los ladones están escondidos detrás de esas piedras!” Saco mi revólver de una de las cananas que tengo en la cintura ¡Bang! ¡Bang! “¡Ay! Tengo una pierna lastimada. ¡No importa!!“ La arrastro imaginándome que me duele.
         En eso mamá me ve en la quinta y me pide que le lleve choclos. Así que me levanto, me enfrento a mi ejército y digo: ¡”Dame tu revólver! “Obvio que elijo los mejores. Se los dejo a mamá y en eso ¡brrruuumm! Fernando que pasa corriendo y me da un pellizcón.  ¡Lo saco carpiendo! Trato de correr sólo con las puntas de los pies, me parece que así voy más rápido. Corremos entre las higueras en el fondo; se escapa al taller donde papá nos dice que ahí está todo sucio y que salgamos y que “cuidado con  la fosa”. Pero ya Fernando entró en la casa. No lo alcanzo y yo me río. Ya tenemos que dejar de jugar, hay que comer y después la escuela.
         Voy al rosal y pinchándome todita saco unas rosas para llevárselas a mi maestra que es muy buena. Fernando ya está pronto, pero yo todavía no tengo atada la túnica porque no tengo manos atrás, así que mamá me la prende y me la ata. ¡Quiero tener una túnica que se prenda adelante! Espero que cuando sea más grande la tenga.




Pedacito de espejo




         Daniel no me entiende.
         Para él todo es tan fácil. Yo ya debería haber aprendido que es muy cómodo. “Nada de problemas” me dice siempre, “que ya tengo los míos, arreglate como puedas.” ¡Seguro! ¡Yo sí puedo! Debo ser mujer, ama de casa, amante, cajera y…. hacerme sola responsable de eso. ¡Cómo si fuera sólo mi culpa! A veces me pregunto qué hice para merecerlo; repaso mi vida, mis aciertos, mis errores. No gano nada quejándome y buscándole la vuelta.
         Mientras me voy metiendo cada vez más en mí, Daniel pregunta algo que no alcanzo a escuchar. Le digo que me lo repita pero él sigue leyendo su periódico. Pienso que esta situación nos va alejando. Todo lo que habíamos depositado en el proyecto de nuestra vida juntos se está yendo al garete. Le digo que tenemos que hacer algo, llevarlo a un lugar adecuado y pedir orientación. Él dice que no, que no hay plata. “¿Para qué? Enfermo no está, ¿lo oís toser?, ¿llora de dolor?, ¿tiene fiebre? No vengas ahora con macanas. Siempre la misma discusión sin sentido”.
Es cierto, es una discusión donde en realidad no hay comunicación. Yo, que tengo miedo de nombrarlo y aceptarlo, y él… él, en realidad, de sentirse defectuoso y fracasado.
         Me levanto y voy hasta el dormitorio. No al nuestro sino al otro. Lo miro. Trato de ver reflejados nuestros caracteres, ver un pedacito de mí, de Daniel. Pero no, no existe un pedacito de espejo donde reflejarse. Su cara me resulta vagamente familiar, creo que la he visto en algún lugar, en algún niño, en algún adulto. No lo tengo claro.
         Sólo sé que me siento sola. Y lo tomo entre mis brazos y lloro.




No puedo



         Me está permitido estar en el patio sólo una vez al día.
         Desde mi ventana, viendo ese pajarillo posado en la rama del único árbol que es posible distinguir desde aquí, ya no siento lo mismo que algunos meses atrás. Esa impotencia de no ser como él ya se va desvaneciendo de a poco. La rutina me va ganando, además de la edad.
         ¿Cuándo comenzó todo esto? ¿Cuándo empezó el proceso que me convirtió en lo que soy?
          Mi destino era otro, estoy segura. No sé en qué parte del camino tomé la senda equivocada. Fui siempre de clase obrera, con secundaria completa pero sin plata para ir a estudiar a Montevideo. Mis viejos no lo podían hacer, trabajaban de peones en una estancia.Yo no quería eso para mí ni para ellos.
         Mi ida al pueblo cercano a buscar trabajo... quizá ese fue mi error. “¡Las estructuras sociales están para que se mantengan!”, deberían decirnos, y agregar: “Heredarás el trabajo de tus progenitores, nada de querer salirte”. Pero yo quería un trabajo digno y llevarlos a papá y a mamá conmigo, ¡qué ingenua! Sobrevaluada para algunos empleos y para otros sin título, terminé limpiando las suciedades de muchos y escuchando sus miserias. Eso sí, también tuve mis buenos momentos encargándome de los niños de los señores Márquez. ¡Qué amorosos! ¡Lástima que duró tan poco! Hasta que se fueron al extranjero. Eso valía la pena. Jugar con ellos haciendo de caballito, vestir al gato, ¡volver a ser niña otra vez! ¿Para qué? La vida está hecha de retazos, como el pantalón de un payaso, hacemos piruetas como las fieras domesticadas y cuando damos un triple salto mortal creyendo que abajo tenemos una red, resulta que damos contra el pavimento. Y llega el dolor. ¿Quién hace el papel de mago creándonos la ilusión de que es posible lo imposible? Aún no lo sé, pero ayudantes hay a montones. Ese señor Beltrán era uno. Con su cara bonachona, su sobrepeso, su calva brillante, su andar pausado, todo su aspecto invitaba a la confianza, aunque sus ojos, esos ojos negros que nada dejaban ver. Pero, ¿quién lo diría?
         ¿Si siento culpa? Fue para reírse cuando me lo preguntaron. ¿Por qué había ido? ¿Cómo no lo iba a hacer si tocaba limpieza general? ¡Claro! Debería haber entendido lo de limpieza general. El sólo recordarlo me repugna.Todo sucedió tan rápido. El señor Beltrán en la cocina, el cuchillo, y de repente la noche...
         Ven aquí, pajarillo, a mi ventana. Mis manos ya no tienen sangre.



 Me duele la vida



         “¡Hipócrita!” me digo, mientras lo miro. No encuentro las palabras para expresar lo que pasa por mi interior: bronca, cariño, decepción, amargura; se mezclan en mí y no logro que alguno gane la batalla. De repente mi boca vomita de manera lenta los valores en los cuales creímos y nos enorgullecíamos de tenerlos en común; ¿dónde están? Un silencio se estanca entre los dos.
         Levantando su mirada me dice “Mirá, no sé por qué lo hice, no es excusa, pero no tengo otra…. no miré las consecuencias...” Interrumpiéndole contesto “Obvio, siempre te he dado nuevas oportunidades, pero pensé que las cosas habían quedado claras…Me prometiste, ¿te acordás?, me prometiste que no volvería a pasar y creí que tu palabra iba más allá de un papel. Eras mi sostén cuando lo necesitaba, mi cable a tierra, tu palabra sagrada… ¿sabés que creía en vos, más que en un amigo o un hermano”? Ya no me mira, su cabeza gacha, sus hombros rendidos. Parece que le queda un poco de dignidad, sabe que no tiene argumentos; de un manotazo ha tirado nuestra relación a la basura y no hay marcha atrás... no esta vez.
         Me duele la decisión  como a veces me duele la vida. “Sé que debo dejar de lastimarme, ya basta de pagar culpas que me han y me he impuesto, tengo derecho a vivir sanamente”, me digo, mientras busco inconscientemente las palabras justas, no hirientes, pero sí justas y le digo “Sabés que hubiera dado mi vida por vos. Todo esto me ha mostrado que no podés salir de tus mierdas y no puedo ni quiero que me arrastres a ellas. Nunca pensé que habría un final entre nosotros y menos de este modo. Tuviste opciones y tomaste decisiones que me involucraron sin pedírtelo. Hacete responsable de ellas”. Intento moverme, pero mi cuerpo no responde. Era verdad que estaba dispuesta a darte mi vida, ya no siento dolor… y percibo mi último latido.   





MARTA es docente de Química
y una lectora voraz de todos los géneros literarios, prueba  fehaciente de que
ciencia y arte  pueden ser hermanas.




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