¿Cómo autopresentarme, si ni
siquiera sé cómo soy?
Creo
firmemente en el cambio personal dado por el crecimiento continuo, derecho
inalienablemente humano.
A
muy temprana edad aprendí que, a pesar de nuestras miserias, leer me hacía
libre. Pero ahora también sé que lo soy más al escribir. Una colega y amiga me
ayudó a redescubrirme.
Marta Malán
Confusión
Debo estar estresado. No recuerdo qué
pasó hoy de mañana. Sólo sé que por mi ventana entreabierta se colaba el sol,
sus tibios rayos me hicieron sentir que estaba en una época del año muy bonita.
¡Oh, sí, señor! La primavera. También me acuerdo del olor, ese aroma tan
particular del jazmín que tengo debajo de la ventana del dormitorio. ¡Y luego,…
nada!
Sin embargo estoy en esta
habitación, que es mi habitación, sentado en mi escritorio. Tengo unas hojas
delante de mí y en mi mano un lápiz. ¡Qué raro! Me he sentado a escribir aquí
pero no he preparado un mate para acompañarme. No importa. Ya lo recordaré más
tarde. Pero… ¿qué tengo que recordar? ¡Ah! Que debo sacar la basura. Sí, eso, y
sobre todo esa silla que tiene la mala costumbre de cambiarse de lugar y me
provoca al tropiezo constante con ella. Y eso que he hecho lo posible para que
nos entendiéramos a buenas. Probé todas las maneras. Comencé halagándola, que
era hermosa, su diseño lo elegí hace años producto de una fantasía; con mis
dedos acaricié su respaldo sintiendo el calor de su madera pulida. Pero no, no
le gusta que la adulen. Probé entonces con voz autoritaria, vestigio de mi vida
en un país con golpes de Estado; la amenacé: que la picana, que la iba a
separar de sus hermanas, etc. Nada. Opté entonces por ignorarla. Y en esas
estamos, dale que dale cambiando de lugar.
¿Pero,
cómo? ¿No estaba sentado frente a mi escritorio? Mis hojas desaparecen bajo un
chorro de agua, ¡Ah! ¡Con que esas tenemos! ¡Estás convenciéndolos!, ya lo sé,
¡es un complot! Ya se les pasará. ¿Que les dedique más tiempo a ustedes? ¿Qué
decís? No te parece bastante que tenga que laburar para que vos tengas un lindo
forrito, vos esa cera que tanto te gusta, vos ese almohadón que tanto abrazás y
a vos… ¡bah! ¿Qué hablo? ¡Siempre pidiendo más y más! Está bien ser un poco
desconforme, ¿pero no se les está yendo la mano, che? ¡Shhh….! ¿Por qué toda
esta gente? ¿Dónde están mi escritorio y
mis hojas? ¿Mis libros? ¿Mi…?
Juegos
¡Cuántos
soldados hay! Paso entre ellos rozando mi cara con sus hojas. “¡Seba, ponete
derecho que torcés la fila!” Con mis manos trato de ubicarlo mejor, pero es muy
terco. Doy patadas en la tierra para ver si lo ayudo. No quiere. Me vuelvo al
frente. Los miro de nuevo; me gusta mucho mirarlos. Yo digo: hoy un príncipe
necesita que lo ayudemos; es de un lugar donde hay elefantes y andan en ellos;
los ladrones lo agarraron y vamos a salvarlo. Me tiro al suelo y me arrastro
entre los terrones. Mi ejército me sigue. “¡Los ladones están escondidos detrás
de esas piedras!” Saco mi revólver de una de las cananas que tengo en la
cintura ¡Bang! ¡Bang! “¡Ay! Tengo una pierna lastimada. ¡No importa!!“ La
arrastro imaginándome que me duele.
En eso mamá me ve en la
quinta y me pide que le lleve choclos. Así que me levanto, me enfrento a mi
ejército y digo: ¡”Dame tu revólver! “Obvio que elijo los mejores. Se los dejo
a mamá y en eso ¡brrruuumm! Fernando que pasa corriendo y me da un
pellizcón. ¡Lo saco carpiendo! Trato de
correr sólo con las puntas de los pies, me parece que así voy más rápido.
Corremos entre las higueras en el fondo; se escapa al taller donde papá nos
dice que ahí está todo sucio y que salgamos y que “cuidado con la fosa”. Pero ya Fernando entró en la casa.
No lo alcanzo y yo me río. Ya tenemos que dejar de jugar, hay que comer y
después la escuela.
Voy al rosal y pinchándome
todita saco unas rosas para llevárselas a mi maestra que es muy buena. Fernando
ya está pronto, pero yo todavía no tengo atada la túnica porque no tengo manos
atrás, así que mamá me la prende y me la ata. ¡Quiero tener una túnica que se
prenda adelante! Espero que cuando sea más grande la tenga.
Pedacito de espejo
Daniel no me entiende.
Para él todo es tan fácil.
Yo ya debería haber aprendido que es muy cómodo. “Nada de problemas” me dice
siempre, “que ya tengo los míos, arreglate como puedas.” ¡Seguro! ¡Yo sí puedo!
Debo ser mujer, ama de casa, amante, cajera y…. hacerme sola responsable de
eso. ¡Cómo si fuera sólo mi culpa! A veces me pregunto qué hice para merecerlo;
repaso mi vida, mis aciertos, mis errores. No gano nada quejándome y buscándole
la vuelta.
Mientras me voy metiendo
cada vez más en mí, Daniel pregunta algo que no alcanzo a escuchar. Le digo que
me lo repita pero él sigue leyendo su periódico. Pienso que esta situación nos
va alejando. Todo lo que habíamos depositado en el proyecto de nuestra vida
juntos se está yendo al garete. Le digo que tenemos que hacer algo, llevarlo a
un lugar adecuado y pedir orientación. Él dice que no, que no hay plata. “¿Para
qué? Enfermo no está, ¿lo oís toser?, ¿llora de dolor?, ¿tiene fiebre? No
vengas ahora con macanas. Siempre la misma discusión sin sentido”.
Es cierto, es una discusión
donde en realidad no hay comunicación. Yo, que tengo miedo de nombrarlo y
aceptarlo, y él… él, en realidad, de sentirse defectuoso y fracasado.
Me levanto y voy hasta el
dormitorio. No al nuestro sino al otro. Lo miro. Trato de ver reflejados
nuestros caracteres, ver un pedacito de mí, de Daniel. Pero no, no existe un
pedacito de espejo donde reflejarse. Su cara me resulta vagamente familiar,
creo que la he visto en algún lugar, en algún niño, en algún adulto. No lo
tengo claro.
Sólo sé que me siento sola.
Y lo tomo entre mis brazos y lloro.
No puedo
Me
está permitido estar en el patio sólo una vez al día.
Desde mi ventana, viendo ese
pajarillo posado en la rama del único árbol que es posible distinguir desde
aquí, ya no siento lo mismo que algunos meses atrás. Esa impotencia de no ser
como él ya se va desvaneciendo de a poco. La rutina me va ganando, además de la
edad.
¿Cuándo comenzó todo esto?
¿Cuándo empezó el proceso que me convirtió en lo que soy?
Mi destino era otro, estoy segura. No sé en
qué parte del camino tomé la senda equivocada. Fui siempre de clase obrera, con
secundaria completa pero sin plata para ir a estudiar a Montevideo. Mis viejos
no lo podían hacer, trabajaban de peones en una estancia.Yo no quería eso para
mí ni para ellos.
Mi ida al pueblo cercano a
buscar trabajo... quizá ese fue mi error. “¡Las estructuras sociales están para
que se mantengan!”, deberían decirnos, y agregar: “Heredarás el trabajo de tus
progenitores, nada de querer salirte”. Pero yo quería un trabajo digno y
llevarlos a papá y a mamá conmigo, ¡qué ingenua! Sobrevaluada para algunos
empleos y para otros sin título, terminé limpiando las suciedades de muchos y
escuchando sus miserias. Eso sí, también tuve mis buenos momentos encargándome
de los niños de los señores Márquez. ¡Qué amorosos! ¡Lástima que duró tan poco!
Hasta que se fueron al extranjero. Eso valía la pena. Jugar con ellos haciendo
de caballito, vestir al gato, ¡volver a ser niña otra vez! ¿Para qué? La vida
está hecha de retazos, como el pantalón de un payaso, hacemos piruetas como las
fieras domesticadas y cuando damos un triple salto mortal creyendo que abajo
tenemos una red, resulta que damos contra el pavimento. Y llega el dolor.
¿Quién hace el papel de mago creándonos la ilusión de que es posible lo
imposible? Aún no lo sé, pero ayudantes hay a montones. Ese señor Beltrán era
uno. Con su cara bonachona, su sobrepeso, su calva brillante, su andar pausado,
todo su aspecto invitaba a la confianza, aunque sus ojos, esos ojos negros que
nada dejaban ver. Pero, ¿quién lo diría?
¿Si siento culpa? Fue para
reírse cuando me lo preguntaron. ¿Por qué había ido? ¿Cómo no lo iba a hacer si
tocaba limpieza general? ¡Claro! Debería haber entendido lo de limpieza
general. El sólo recordarlo me repugna.Todo sucedió tan rápido. El señor
Beltrán en la cocina, el cuchillo, y de repente la noche...
Ven aquí, pajarillo, a mi
ventana. Mis manos ya no tienen sangre.
“¡Hipócrita!” me digo,
mientras lo miro. No encuentro las palabras para expresar lo que pasa por mi
interior: bronca, cariño, decepción, amargura; se mezclan en mí y no logro que
alguno gane la batalla. De repente mi boca vomita de manera lenta los valores
en los cuales creímos y nos enorgullecíamos de tenerlos en común; ¿dónde están?
Un silencio se estanca entre los dos.
Levantando
su mirada me dice “Mirá, no sé por qué lo hice, no es excusa, pero no tengo
otra…. no miré las consecuencias...” Interrumpiéndole contesto “Obvio, siempre
te he dado nuevas oportunidades, pero pensé que las cosas habían quedado
claras…Me prometiste, ¿te acordás?, me prometiste que no volvería a pasar y
creí que tu palabra iba más allá de un papel. Eras mi sostén cuando lo
necesitaba, mi cable a tierra, tu palabra sagrada… ¿sabés que creía en vos, más
que en un amigo o un hermano”? Ya no me mira, su cabeza gacha, sus hombros
rendidos. Parece que le queda un poco de dignidad, sabe que no tiene
argumentos; de un manotazo ha tirado nuestra relación a la basura y no hay
marcha atrás... no esta vez.
Me
duele la decisión como a veces me duele
la vida. “Sé que debo dejar de lastimarme, ya basta de pagar culpas que me han
y me he impuesto, tengo derecho a vivir sanamente”, me digo, mientras busco
inconscientemente las palabras justas, no hirientes, pero sí justas y le digo
“Sabés que hubiera dado mi vida por vos. Todo esto me ha mostrado que no podés
salir de tus mierdas y no puedo ni quiero que me arrastres a ellas. Nunca pensé
que habría un final entre nosotros y menos de este modo. Tuviste opciones y
tomaste decisiones que me involucraron sin pedírtelo. Hacete responsable de
ellas”. Intento moverme, pero mi cuerpo no responde. Era verdad que estaba
dispuesta a darte mi vida, ya no siento dolor… y percibo mi último latido.
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MARTA es docente de Química y una lectora voraz de todos los géneros literarios, prueba fehaciente de que ciencia y arte pueden ser hermanas. |
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