viernes, 6 de junio de 2014

P'sung Ling: el evasor literario de la China feudal.


Cuentos fantásticos del estudio del charlatán:
431 cuentos de diversa extensión,
431 ventanas para fugar de la decadencia de la vida feudal.
Pu Songling o P'sung Ling
5 de junio de 1640

UN CUENTO CHINO

Sun Bi Zhen estaba cruzando en barco el río Yant-tsé cuando se desató una gran tormenta. El barco cabeceaba peligrosamente y el pánico cundió entre los pasajeros. En esos instantes apareció entre las nubes un espíritu. Iba guarnecido de armaduras de oro y sujetaba en la mano un gran pliego extendido en el que habían escrito, en letra de oro, tres caracteres:

SUN BI ZHEN

Los pasajeros del barco, después de interpretar el mensaje, se acercaron en actitud amenazadora a Sun Bi Zhen.
-¡Desgraciado! -le dijeron-, ¡Has incurrido en la cólera del cielo! ¡Vete ahora mismo, para que tu castigo no recaiga también sobre nosotros!
Sin darle tiempo a hablar lo metieron en un bote, lo echaron al agua y lo obligaron a alejarse del barco con gritos y amenazas.
Cuando Sun Bi Zhen se volvió a mirar, el barco se había hundido.


De: descubriendonuestrointerior.blogspot.com




ORALIDAD Y ESCRITURA: INFLUENCIAS Y CONVERGENCIAS (DE LA LITERATURA ARTURICA Y PU SONGLING A BORGES Y JUAN GOYTISOLO)
PEDROSA, José Manuel
Revista número: 254     Año: 2002     Páginas en la revista: 39-43

Mucho antes de Borges, el gran poeta y narrador chino (1640-1715) Pu Songling, compilador del Liao Zhai, una de las mejores -y últimas- colecciones clásicas de cuentos chinos, se declaró ferviente practicante de la combinación de oralidad y de escritura como estrategia de construcción literaria.

En el prólogo a su compilación, admitía Pu su deuda, en primer lugar, con la literatura oral -con "lo que me cuentan"-; después, justificaba su método - que hoy podríamos llamar "etnográfico"- basado en "la tarea de registrar por escrito lo que me cuentan"; y, finalmente, se declaraba también deudor de la "correspondencia epistolar que mantengo con mis amigos de los cuatro puntos cardinales", quienes le mandaban historias y relatos tradicionales que Pu refundía e integraba en su propia compilación.

A la vista de todo esto, no puede caber duda de que el autor chino fue un apasionado creyente de que la combinación de oralidad y de escritura constituye la estrategia ideal para el enriquecimiento de la producción literaria: "Aunque no tengo el talento literario de Gan Bao, al igual que él, me gusta escarbar en las historias de espíritus. Y, animado por el modo de hacer de Su Shi, quien gustaba de oír a la gente hablar de lo sobrenatural, me he entregado a la tarea de registrar por escrito lo que me cuentan, dándole después formas de historia. La correspondencia epistolar que mantengo con mis amigos de los cuatro puntos cardinales forma ya un gran montón en mi casa "(5).

De: http://www.funjdiaz.net





 EL MURAL


  Meng Longtan era de la provincia de Jiangxi y vivía en la capital con un letrado que se llamaba Zhu. Un día, paseando por las afueras de la ciudad, llegaron hasta un monasterio. No se veían allí espaciosos salones de meditación, sino sólo un viejo bonzo medio desnudo que, al divisar a los visitantes, se arregló la ropa y salió a recibirlos, mostrándoles a continuación todo lo que había en el templo digno de ver.
  Había sobre el altar una imagen de Zhi Gong, y en las paredes maravillosos frescos de hombres y animales representados con tanto verismo que parecían seres animados. En el muro oriental estaban pintadas varias hadas, entre las que destacaba una joven con trenzas de doncella que estaba recogiendo flores y sonreía amigablemente. Tenía una mirada vívida y chispeante y a sus labios de cereza sólo les faltaba hablar.


  El letrado Zhu quedó embelesado mirándola y perdió la noción de cuanto le rodeaba. De repente, sintió que flotaba en el aire, como cabalgando sobre una nube, y se vio atravesando el muro. Del otro lado se veía una ininterrumpida sucesión de pabellones que por su forma no parecían de este mundo y a un viejo bonzo que predicaba la Ley de Buda rodeado de una multitud atenta. El letrado se metió entre la muchedumbre y al poco tiempo sintió que alguien le tiraba con suavidad de la manga. Al volverse distinguió a la joven que había visto pintada en el templo, que se alejaba sonriendo. Comenzó a seguirla. La muchacha enfiló un camino serpenteante y llegó hasta un pequeño aposento, en el que entró. El letrado no se atrevía a seguirla, pero la joven agitaba las flores que llevaba en la mano como para darle a entender que entrara. Al fin se decidió y vio que, aparte de ella, no había nadie más en el interior. La abrazó sin que ella opusiera resistencia y ambos disfrutaron de los deleites del amor. Después la joven se fue, rogándole antes al letrado que no hiciera ruido y que la esperara hasta la noche.

  Lo mismo ocurrió en los dos días siguientes, hasta que las compañeras de ella descubrieron el juego.
 -¡Ya eres toda una mujer! -le dijeron a la joven entre risas-.¡No puedes seguir haciéndote ese peinado de soltera!.
En seguida le dieron las horquillas y los ornamentos de cabeza apropiados y la obligaron a cambiarse de peinado. Ella, en medio de su sonrojo, no acertaba a decir palabra.
-¡Hermanas!- gritó una de ellas-¡Aquí estamos de más! ¡Dejemos sola a la pareja!


  Todas rieron de nuevo y se marcharon. El letrado estaba fascinado con el nuevo peinado y, viendo que no había nadie delante, la tomó de la mano y la llevó a la cama. El olor a orquídea y a almizcle le embargaba el corazón y su alegría no tenía fin.
Pero, estando en esto, oyeron gran estrépito de pasos y cadenas y una voz ronca y salvaje de hombre enfurecido. Los amantes, muertos de miedo, escudriñaron por una rendija y vieron a un hombre de cara negra como el carbón, cubierto con una armadura dorada y armado de látigos y cadenas. Estaba imprecando a las demás mujeres.
-¿Estáis todas aquí?
-¡Sí, todas!
-Si tenéis escondido a algún mortal, decídmelo en seguida y os ahorraréis el castigo.
Las hadas dijeron que no había ningún mortal entre ellas y el hombre comenzó a buscar por el lugar.
-¡Rápido, escóndete debajo de la cama! - le dijo aterrorizada y con cara de color ceniza la joven, que abrió al punto una puertecilla que había en el muro y desapareció.
  El letrado apenas se atrevía a respirar. Sólo habían transcurrido unos momentos cuando oyó pisadas de botas que entraban en la habitación y luego volvían a salir, y al poco tiempo sintió que las voces se iban desvaneciendo en la distancia. Pero antes de que pudiera tranquilizarse volvió a oír ruido de voces acaloradas que iban y venían desde el otro lado de la puerta, lo que le obligó a seguir encogido donde estaba, debajo de la cama. Con el paso del tiempo, los oídos le zumbaban como si tuviera dentro una legión de chicharras y los ojos le ardían como tizones. Aunque la postura en que estaba le resultaba insoportable, permaneció sin atreverse a mover un dedo esperando el retorno de la joven y sin pararse a pensar por qué se encontraba en semejante situación.


A todo esto, Meng Longtan había advertido la súbita desaparición del amigo y le preguntó al monje por su paradero.
-Ha ido a escuchar la Ley- le respondió.
-¿Adónde? -preguntó Meng.
-No muy lejos -fue la respuesta.
El viejo bonzo golpeó la pared con los nudillos y gritó:
-¡Amigo Zhu! ¿Por qué tardas tanto?
En seguida apareció pintada en la pared la figura del letrado, con las orejas tiesas en actitud de escucha.
-¡Hace rato que tu amigo te está esperando!- añadió el bonzo.
  El letrado bajó del muro. Estaba rígido como un bloque de madera, tenía los ojos desorbitados del miedo y las piernas le temblaban como un flan. El amigo le preguntó qué le ocurría. Lo que ocurría era que, estando escondido debajo de la cama, había oído un ruido semejante al trueno y se había lanzado afuera.
 En ese instante los dos amigos advirtieron que la joven de trenzas del mural estaba ahora peinada como una mujer casada. El letrado Zhu, muy sorprendido, le preguntó al viejo bonzo la causa.
-Las visiones se originan en la imaginación del que las crea -contestó, sonriendo-.¿Qué otra explicación puedo darte?
Como la respuesta no convenció nada al letrado, y menos a su amigo, que tampoco las tenía todas consigo, ambos enfilaron las escaleras y se alejaron del templo a toda prisa.





jueves, 5 de junio de 2014

... “que todos sepan que no he muerto...” - Federico García Lorca




 


De: lababiloniadeishtar.blogspot.com




Los Poemas en prosa, que se han editado por separado tardíamente (en el año 2000, por Andrew A. Anderson), necesitan de una especial atención, pues nos revelan, primero, un cambio de actitud fundamental para entender al Lorca posterior, y, segundo, se configuran como tratados de «metapoética», es decir, de reflexión sobre su propia condición literaria, pues nuestro poeta se asoma, se aventura y discute eso que entonces se llamaba Suprarrealismo o Surrealismo...

Fragmento de: El poema en prosa surrealista. De Dalí a Lorca- por Rebeca Sanmartín Bastida, Universidad Complutense de Madrid.


En: http://revistas.ua.pt


SANTA LUCÍA Y SAN LÁZARO (Poema en Prosa)


A las doce de la noche llegué a la ciudad. La escarcha bailaba sobre un pie. "Una muchacha puede ser morena, puede ser rubia, pero no debe ser ciega". Esto decía el dueño del mesón a un hombre seccionado brutalmente por una faja. Los ojos de un mulo que dormitaba en el umbral me amenazaron como dos puños de azabache.

Quiero la mejor habitación que tenga.

Hay una.

Pues vamos.

La habitación tenía un espejo. Yo, medio peine en el bolsillo. "Me gusta." (Vi mi "Me gusta" en el espejo verde.) El posadero cerró la puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de azogue, exclamé otra vez: "Me gusta". Abajo, el mulo resoplaba. Quiero decir que abría el girasol de su boca.

No tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un marco. Una. Las demás hay que olvidarlas.

Esta noche tengo un cielo irregular y caprichoso. Las estrellas se agrupan y extienden en los cristales, como las tarjetas y retratos en el esterillo japonés.

Cuando me dormía, el exquisito minué de las buenas noches se iba perdiendo en las calles.

Con el nuevo sol volvía mi traje gris a la plata del aire humedecido. El día de primavera era como una mano desmayada sobre un cojín. En la calle las gentes iban y venían. Pasaron los vendedores de frutas y los que venden peces del mar.

Ni un pájaro.

Mientras sonaban mis anillos en los hierros del balcón busqué la ciudad en el mapa y vi cómo permanecía dormida en el amarillo entre ricas venillas de agua, ¡distante del mar!

En el patio, el posadero y su mujer cantaban un dúo de espino y violeta. Sus voces oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con las paredes sin encontrar la cuadrada salida del cielo.

Antes de salir a la calle para dar mi primer paseo los fui a saludar.

¿Por qué dijo usted anoche que una muchacha puede ser morena o rubia, pero no debe ser ciega?

El posadero y su mujer se miraron de una manera extraña.

Se miraron... equivocándose. Como el niño que se lleva a los ojos la cuchara llena de sopita. Después rompieron a llorar.

Yo no supe qué decir y me fui apresuradamente.

En la puerta leí este letrero. "Posada de Santa Lucía".

Santa Lucía fue una hermosa doncella de Siracusa.

La pintan con dos magníficos ojos de buey en una bandeja.

Sufrió martirio bajo el cónsul Pascasiano, que tenía los bigotes de plata y aullaba como un mastín.

Como todos los santos, planteó y resolvió teoremas deliciosos, ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física.

Ella demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres y cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu Santo. Su cuerpo, su cuerpazo, se puso de plomo comprimido. Nuestro Señor, seguramente, estaba sentado con cetro y corona sobre su cintura.

Santa Lucía fue moza alta, de seno breve y cadera opulenta. Como todas las mujeres bravías, tuvo ojos demasiado grandes, hombrunos, con una desagradable luz oscura. Expiró en un lecho de llamas.

Era el cenit del mercado y la playa del día estaba llena de caracolas y tomates maduros. Ante la milagrosa fachada de la catedral, yo comprendía perfectamente cómo San Ramón Nonnato pudo atravesar el mar desde las lslas Baleares hasta Barcelona montado sobre su capa, y cómo el viejísimo Sol de la China se enfurece y salta como un gallo sobre las torres musicales hechas con carne de dragón.

Las gentes bebían cerveza en los bares y hacían cuentas de multiplicar en las oficinas, mientras los signos + y X de la Banca judía sostenían con la sagrada señal de la Cruz un combate oscuro, lleno por dentro de salitre y cirios apagados. La campana gorda de la catedral vertía sobre la urbe una lluvia de campanillas de cobre que se clavaban en los tranvías entontecidos y en los nerviosos cuellos de los caballos. Había olvidado mi baedeker y mis gemelos de campaña y me puse a mirar la ciudad como se mira el mar desde la arena.

Todas las calles estaban llenas de tiendas de óptica. En las fachadas miraban grandes ojos de megaterio, ojos terribles, fuera de la órbita de almendra que da intensidad a los humanos, pero que aspiraban a pasar inadvertida su monstruosidad fingiendo parpadeos de Manueles, Eduarditos y Enriques. Gafas y vidrios ahumados buscaban la inmensa mano cortada de la guantería, poema en el aire, que suena, sangra y borbotea como la cabeza del Bautista.

La alegría de la ciudad se acababa de ir y era como el niño recién suspendido en los exámenes. Había sido alegre, coronada de trinos y marginada de juncos hasta hacía pocas horas, en que la tristeza que afloja los cables de la electricidad y levanta las losas de los pórticos había invadido las calles con su rumor imperceptible de fondo de espejo. Me puse a llorar. Porque no hay nada más conmovedor que la tristeza nueva sobre las cosas regocijadas, todavía poco densas, para evitar que la alegría se transparente al fondo, llena de monedas con agujeros.

Tristeza recién llegada de los librillos de papel marca "El Paraguas", "El Automóvil", y "La Bicicleta"; tristeza del Blanco y Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y aguda tristeza de las grandes bocinas del fonógrafo.

Los aprendices de óptico limpiaban cristales de todos tamaños con gamuzas y papeles finos, produciendo un rumor de serpiente que se arrastra.

En la catedral se celebraba la solemne novena a los ojos humanos de Santa Lucía. Se glorificaba el exterior de las cosas, la belleza limpia y oreada de la piel, el encanto de las superficies delgadas, y se pedía auxilio contra las oscuras fisiologías del cuerpo, contra el fuego central y los embudos de la noche, levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una lámina de cristal purísimo acribillado en todas direcciones por finos reflectores de oro. El mundo de la hierba se oponía al mundo del mineral. La uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa.

Cuando entré en la catedral se cantaba la lamentación de las seis mil diostrias, que sonaba y resonaba en las tres bóvedas llenas de jarcias, olas y vaivenes, como tres batallas de Lepanto. Los ojos de la Santa miraban en la bandeja con el dolor frío del animal a quien acaban de darle la puntilla.

Espacio y distancia. Vertical y horizontal. Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa Lucía! Las venas de las plantas de los pies duermen tendidas en sus lechos rosados, tranquilizadas por las dos pequeñas estrellas que arriba las alumbran. Dejamos nuestros ojos en la superficie, como las flores acuáticas, y nos agazapamos detrás de ellos mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante fisiología.

Me arrodillé.

Los chantres disparaban escopetazos desde el coro.

Mientras tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con anteojeras de cuero.

En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecido suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.

Era necesario comer y pregunté por la posada.

Se encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril y esa posada se halla situada al Sur, más abajo del río.

Tengo tiempo de sobra.

Cerca estaba la estación del ferrocarril.

Plaza ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.

Poco a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.

El que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de champagne.

Pude componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.

Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.

Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.

Se pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un buey.

No se pueden unir con las montañas, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.

Lejos de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltas en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad y levantados, como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.

Eché a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.

Me coronaba un magnífico silencio rodeado de pianos de cola por todas partes. En la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.

San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.

Tuvo predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces y se agachaba lleno de terror siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en la mano.

El tren correo había salido a las doce de la noche.

Yo tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada. Entradas de cementerios y andenes.

El mismo aire, el mismo vacío. los mismos cristales rotos.

Se alejaban los railes latiendo en su perspectiva de teorema, muertos y tendidos como el brazo de Cristo en la Cruz.

Caían de los techos en sombra yertas manzanas de miedo.

En la sastrería vecina las tijeras cortaban incesantemente piezas de hilo blanco.

Tela para cubrir desde el pecho agostado de la vieja hasta la cuna del niño recién nacido.

Por el fondo llegaba otro viajero. Un solo viajero.

Vestía un traje blanco de verano con botones de nácar y llevaba puesto un guardapolvo del mismo color. Bajo su jipi recién lavado brillaban sus grandes ojos mortecinos entre su nariz afilada.

Su mano derecha era de duro yeso y llevaba colgado del brazo un cesto de mimbre lleno de huevos de gallina.

No quise dirigirle la palabra.

Parecía preocupado y como esperando que lo llamasen. Se defendía de su aguda palidez con su barba de Oriente, barba que era el luto por su propio tránsito.

Un realísimo esquema mortal ponía en mi corbata iniciales de níquel.

Aquella noche era la noche de fiesta en la cual toda España se agolpa en las barandillas para observar un toro negro que mira al cielo melancólicamente y brama de cuatro en cuatro minutos.

El viajero estaba en el país que le convenía y en la noche a propósito para. su afán de perspectivas, aguardando tan sólo el toque del alba para huir en pos de las voces que necesariamente habían de sonar.

La noche española, noche de almagre y clavos de hierro, noche bárbara, con los pechos al aire, sorprendida por un telescopio único, agradaba al viajero enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde fracasa la sonda, y se complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y arena ardiente sobre el que descansaba.

El viajero andaba por el andén con una lógica de pez en el agua o de mosca en el aire; iba y venía, sin observar las largas paralelas tristes de los que esperan el tren.

Le tuve gran lástima porque sabía que estaba pendiente de una voz, y estar pendiente de una voz es como estar sentado en la guillotina de la Revolución francesa.

Tiro en la espalda, telegrama imprevisto, sorpresa. Hasta que el lobo cae en la trampa, no tiene miedo. Se disfruta el silencio y se gusta el latido de las venas. Pero esperar una sorpresa es convertir un instante, siempre fugaz, en un gran globo morado que permanece y llena toda la noche.

El ruido de un tren se acercaba confuso como una paliza.

Yo cogí mi maleta, mientras el hombre del traje blanco miraba en todas direcciones. Al fin una voz clara, estambre de un altavoz autoritario, clamó al fondo de la estación: "¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!" Y el viajero echó a correr dócil, lleno de unción, hasta perderse en los últimos faroles.

En el instante de oír la voz: "¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!", se me llenó la boca de mermelada de higuera.

Hace unos momentos que estoy en casa.

Sin sorpresa he hallado mi maletín vacío. Sólo unas gafas y un blanquísimo guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y aislados. Las gafas, sobre la mesa, llevaban al máximo su dibujo concreto y su fijeza extraplana. El guadapolvo se desmayaba en la silla en su siempre última actitud, con una lejanía poco humana ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las gafas iban hacia un teorema geométrico de demostración exacta, y el guardapolvo se arrojaba a un mar lleno de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y guardapolvo. En la mesa y en la silla. Santa Lucía y San Lázaro.

De: elrincondelperromugre.blogspot.com


















El aniversario de Federico García Lorca no acalla la polémica sobre sus restos.

(Fragmento)

La última aportación es el documental de Emilio Ruiz Barrachina Lorca, El mar deja de moverse, en el que se desvela la implicación en el asesinato del poeta de sus primos.

El viaje de Lorca hacia la muerte comenzó en la tarde del 13 de julio de 1936, cuando deja un Madrid agitado por los persistentes rumores del alzamiento y toma un tren con destino a su Granada natal. Regresa a la casa familiar, la Huerta de San Vicente, y allí está Federico cuando las tropas sublevadas se apoderan de Granada el 20 de julio. Al mando de la ciudad y de los alzados, el general Queipo de Llano, uno de los represores más severos y sanguinarios de la contienda. La represión se cobró en Granada miles de vidas, según constatan los historiadores, pero Lorca no se sintió amenazado hasta la segunda semana de agosto.

Discriminación mortal
El día 9 una patrulla irrumpe en la Huerta de San Vicente en busca del hermano del casero, Gabriel Pérez Ruiz. Detectan la presencia del poeta, significado por su afección a la República y su homosexualidad. También por un artículo publicado fechas atrás en El Sol en el que fustiga a la burguesía local. Federico sufre insultos, golpes y humillaciones y decide por fin buscar refugio en la casa de Luis Rosales. Es un poeta amigo, miembro de una familia de la derecha más rancia, con destacados falangistas entre sus miembros, y bien conectado con los sublevados que ahora ejercen el terror. Lorca se traslada al domicilio de los Rosales. No sospecha que un miembro de la familia, Gerardo Rosales El Albino le denunciará. Los acontecimientos se complican hasta que es asesinado. Trescastro se paseó por Granada tras la ejecución diciendo «acabamos de matar a García Lorca y yo le metí dos balas en el culo por maricón». Se sabía también que Trescastro estuvo en el piquete que detuvo y transportó en coche al poeta.

De: www.diariodeleon.es

 














Emilio Barrachina, su director, expone todas las teorías existentes hasta el momento sobre el asesinato de Federico García Lorca, fusilado en la madrugada del 18 de agosto de 1936 entre Víznar y Alfacar (Granada).

Fue realizado durante más de dos años y está basado, principalmente, tanto en las investigaciones del hispanista Ian Gibson como en las más recientes de Miguel Caballero y Pilar Góngora. Además, cuenta con  valiosos testimonios de allegados al poeta, como su amigo Luis Rosales y su sobrina Laura García Lorca.

Sin duda, ofrece una novedosa interpretación sobre la tragedia al mostrarla como el desenlace de una situación, en la que confluyeron varios factores: la rivalidad personal y política entre los Roldán, los Alba y los Lorca, las tres familias de caciques más influyentes en la Vera de Granada; el enfrentamiento por el poder de Ruiz Alonso con los Rosales y la complicada situación de Granada a comienzos de la Guerra Civil.

Por otro lado, resulta especialmente significativo el título del documental: "El mar deja de moverse". Se trata de una expresión tomada de un verso de Poeta en Nueva York,  en el cual Lorca hace referencia a un asesinato. Con este comienzo, Emilio Barrachina cede la palabra al poeta para relatar, de nuevo, un drama; esta vez, el suyo.

¿Quizás se trató de una muerte "anunciada"? ¿Se hizo todo lo posible para evitarla? ¿Qué implicación tuvieron los Rosales e incluso la familia de Lorca en ella? ¿Por qué no huyó al exilio?... Este documental ayuda a resolver algunos de estos interrogantes. No obstante, a pesar del paso del tiempo, nuestra "memoria histórica", tantas veces reivindicada, es aún oscura en el caso del asesinato del poeta y la "pena", por su prematura pérdida, demasiado "negra" para quienes llevamos sus palabras como equipaje del alma.

De: belupo.blogspot.com



Gracias al Programa “Efecto Mariposa” de Radio Uruguay, conducido por Alberto Gallo y Daina Rodríguez -como siempre difundiendo contenidos de altísima calidad- pudimos escuchar la entrevista realizada al Director del documental e invitamos a todos a ingresar al Portal de dicha Emisora.







Dibujos de García Lorca


García Lorca en Uruguay
...” quiero morir mi muerte a bocanadas...”
Del Diván del Tamarit




miércoles, 4 de junio de 2014

“La felicidad no depende de lo que uno no tiene, sino del buen uso que hace de lo que tiene”- Thomas Hardy

2 de junio de 1840- Inglaterra
Escritor y ayudante de arquitecto.





El gamo ante la casa solitaria


Afuera, en las tinieblas, alguien mira
a través del cristal de la ventana
desde la blanca sábana aterida.
Afuera, en las tinieblas alguien mira
cómo, en vela, aguardamos la mañana
junto a la lumbre de la chimenea.
 No alcanzamos a ver esos dos ojos
que nos contemplan desde la intemperie
y reproducen los destellos rojos
del fuego. No advertimos esos ojos,
ojos maravillados, rutilantes,
y sus pasos furtivos, vacilantes.
 
 
 
El acantilado de Beeny


Oh, el zafiro y el ópalo de este errante mar de occidente,
y una mujer en lo alto con el cabello al viento cabalga sonriente,
la mujer que amé tanto y que me amó fielmente.
 
A nuestros pies el rugido continuo y las lejanas olas de la mar
semejaban un cielo inferior, engolfado en su propio palpitar,
mientras reíamos alegres en aquel mes de marzo que no podré olvidar.
 
Una pequeña nube nos ocultó, y brotó una lluvia irisada,
y se tiñó el Atlántico de una imprecisa y leve pincelada,
luego salió de nuevo el sol y de un tono purpúreo quedó la mar bañada.
 En su profunda y abisal belleza aún el viejo Beeny ocupa bajo el cielo su lugar,
pero ella y yo el próximo mes de marzo no volveremos allí de nuevo a pasear,
ni las dulces palabras que dijimos se volverán a escuchar.
 
Pues aunque todavía la abisal belleza se alza en aquella agreste ribera de occidente,
la mujer, a la que el pony llevaba a paso de andadura está ahora ausente,
ya no sabe de Beeny ni le importa y no volverá a reír jamás alegremente.
 
 
 
Después
 

Cuando el Presente cierre sus puertas tras mi paso
y, cual recién hilada seda, las tiernas rosas
de mayo acune el viento, ¿dirá el vecino acaso:
“Era de los que suelen apreciar estas cosas”?
 
Si es al ocaso y cruza sobre el denso follaje,
como en un parpadeo, un halcón por la umbría
y se posa en la zarza que el viento arquease,
pensará quien lo vea: “También él lo vería”
 
Si en la noche oscura y tibia, de insectos poblada,
cuando el erizo corre furtivo por el prado,
tal vez alguien dijera: “Porque nadie dañara
a estas pobres criaturas veló, y poco ha logrado”
 
Si al oír que he partido, junto al umbral se quedan
contemplando los astros en el cielo de invierno,
¿pensarán los que ver mi rostro ya no puedan:
“Fue alguien que meditó sobre el misterio eterno?



De: http://www.davidzuker.com