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Los Poemas en prosa, que se han
editado por separado tardíamente (en el año 2000, por Andrew A. Anderson),
necesitan de una especial atención, pues nos revelan, primero, un cambio de
actitud fundamental para entender al Lorca posterior, y, segundo, se configuran
como tratados de «metapoética», es decir, de reflexión sobre su propia
condición literaria, pues nuestro poeta se asoma, se aventura y discute eso que
entonces se llamaba Suprarrealismo o Surrealismo...
Fragmento de: El poema en
prosa surrealista. De Dalí a Lorca- por Rebeca Sanmartín Bastida, Universidad
Complutense de Madrid.
En: http://revistas.ua.pt
SANTA LUCÍA Y SAN LÁZARO
(Poema en Prosa)
A
las doce de la noche llegué a la ciudad. La escarcha bailaba sobre un pie.
"Una muchacha puede ser morena, puede ser rubia, pero no debe ser
ciega". Esto decía el dueño del mesón a un hombre seccionado brutalmente por
una faja. Los ojos de un mulo que dormitaba en el umbral me amenazaron como dos
puños de azabache.
Quiero
la mejor habitación que tenga.
Hay
una.
Pues
vamos.
La
habitación tenía un espejo. Yo, medio peine en el bolsillo. "Me
gusta." (Vi mi "Me gusta" en el espejo verde.) El posadero cerró
la puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de azogue, exclamé
otra vez: "Me gusta". Abajo, el mulo resoplaba. Quiero decir que
abría el girasol de su boca.
No
tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé la precaución
de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada más hermoso que ver una
estrella sorprendida y fija dentro de un marco. Una. Las demás hay que
olvidarlas.
Esta
noche tengo un cielo irregular y caprichoso. Las estrellas se agrupan y
extienden en los cristales, como las tarjetas y retratos en el esterillo
japonés.
Cuando
me dormía, el exquisito minué de las buenas noches se iba perdiendo en las
calles.
Con
el nuevo sol volvía mi traje gris a la plata del aire humedecido. El día de
primavera era como una mano desmayada sobre un cojín. En la calle las gentes
iban y venían. Pasaron los vendedores de frutas y los que venden peces del mar.
Ni
un pájaro.
Mientras
sonaban mis anillos en los hierros del balcón busqué la ciudad en el mapa y vi
cómo permanecía dormida en el amarillo entre ricas venillas de agua, ¡distante
del mar!
En
el patio, el posadero y su mujer cantaban un dúo de espino y violeta. Sus voces
oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con las paredes sin encontrar la
cuadrada salida del cielo.
Antes
de salir a la calle para dar mi primer paseo los fui a saludar.
¿Por
qué dijo usted anoche que una muchacha puede ser morena o rubia, pero no debe
ser ciega?
El
posadero y su mujer se miraron de una manera extraña.
Se
miraron... equivocándose. Como el niño que se lleva a los ojos la cuchara llena
de sopita. Después rompieron a llorar.
Yo
no supe qué decir y me fui apresuradamente.
En
la puerta leí este letrero. "Posada de Santa Lucía".
Santa
Lucía fue una hermosa doncella de Siracusa.
La
pintan con dos magníficos ojos de buey en una bandeja.
Sufrió
martirio bajo el cónsul Pascasiano, que tenía los bigotes de plata y aullaba
como un mastín.
Como
todos los santos, planteó y resolvió teoremas deliciosos, ante los que rompen
sus cristales los aparatos de Física.
Ella
demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres y
cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu
Santo. Su cuerpo, su cuerpazo, se puso de plomo comprimido. Nuestro Señor,
seguramente, estaba sentado con cetro y corona sobre su cintura.
Santa
Lucía fue moza alta, de seno breve y cadera opulenta. Como todas las mujeres
bravías, tuvo ojos demasiado grandes, hombrunos, con una desagradable luz
oscura. Expiró en un lecho de llamas.
Era
el cenit del mercado y la playa del día estaba llena de caracolas y tomates
maduros. Ante la milagrosa fachada de la catedral, yo comprendía perfectamente
cómo San Ramón Nonnato pudo atravesar el mar desde las lslas Baleares hasta
Barcelona montado sobre su capa, y cómo el viejísimo Sol de la China se
enfurece y salta como un gallo sobre las torres musicales hechas con carne de
dragón.
Las
gentes bebían cerveza en los bares y hacían cuentas de multiplicar en las
oficinas, mientras los signos + y X de la Banca judía sostenían con la sagrada
señal de la Cruz un combate oscuro, lleno por dentro de salitre y cirios
apagados. La campana gorda de la catedral vertía sobre la urbe una lluvia de
campanillas de cobre que se clavaban en los tranvías entontecidos y en los
nerviosos cuellos de los caballos. Había olvidado mi baedeker y mis gemelos de
campaña y me puse a mirar la ciudad como se mira el mar desde la arena.
Todas
las calles estaban llenas de tiendas de óptica. En las fachadas miraban grandes
ojos de megaterio, ojos terribles, fuera de la órbita de almendra que da
intensidad a los humanos, pero que aspiraban a pasar inadvertida su
monstruosidad fingiendo parpadeos de Manueles, Eduarditos y Enriques. Gafas y
vidrios ahumados buscaban la inmensa mano cortada de la guantería, poema en el
aire, que suena, sangra y borbotea como la cabeza del Bautista.
La
alegría de la ciudad se acababa de ir y era como el niño recién suspendido en
los exámenes. Había sido alegre, coronada de trinos y marginada de juncos hasta
hacía pocas horas, en que la tristeza que afloja los cables de la electricidad
y levanta las losas de los pórticos había invadido las calles con su rumor
imperceptible de fondo de espejo. Me puse a llorar. Porque no hay nada más
conmovedor que la tristeza nueva sobre las cosas regocijadas, todavía poco
densas, para evitar que la alegría se transparente al fondo, llena de monedas
con agujeros.
Tristeza
recién llegada de los librillos de papel marca "El Paraguas",
"El Automóvil", y "La Bicicleta"; tristeza del Blanco y
Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y aguda tristeza
de las grandes bocinas del fonógrafo.
Los
aprendices de óptico limpiaban cristales de todos tamaños con gamuzas y papeles
finos, produciendo un rumor de serpiente que se arrastra.
En
la catedral se celebraba la solemne novena a los ojos humanos de Santa Lucía.
Se glorificaba el exterior de las cosas, la belleza limpia y oreada de la piel,
el encanto de las superficies delgadas, y se pedía auxilio contra las oscuras
fisiologías del cuerpo, contra el fuego central y los embudos de la noche,
levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una lámina de cristal purísimo
acribillado en todas direcciones por finos reflectores de oro. El mundo de la
hierba se oponía al mundo del mineral. La uña, contra el corazón. Dios de
contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido y el horror al
chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin
sombra de la medusa.
Cuando
entré en la catedral se cantaba la lamentación de las seis mil diostrias, que
sonaba y resonaba en las tres bóvedas llenas de jarcias, olas y vaivenes, como
tres batallas de Lepanto. Los ojos de la Santa miraban en la bandeja con el
dolor frío del animal a quien acaban de darle la puntilla.
Espacio
y distancia. Vertical y horizontal. Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa
Lucía! Las venas de las plantas de los pies duermen tendidas en sus lechos
rosados, tranquilizadas por las dos pequeñas estrellas que arriba las alumbran.
Dejamos nuestros ojos en la superficie, como las flores acuáticas, y nos
agazapamos detrás de ellos mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante
fisiología.
Me
arrodillé.
Los
chantres disparaban escopetazos desde el coro.
Mientras
tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una
mula con anteojeras de cuero.
En
una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en
otra, el esqueleto de un serafín, mecido suavemente por el aire ovalado de las
ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.
Era
necesario comer y pregunté por la posada.
Se
encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la
estación del ferrocarril y esa posada se halla situada al Sur, más abajo del
río.
Tengo
tiempo de sobra.
Cerca
estaba la estación del ferrocarril.
Plaza
ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se
abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.
Poco
a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes
de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro
y gafas.
El
que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus
impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez,
astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de
champagne.
Pude
componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa
Lucía.
Ojos
de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se
acaban de marchar los pájaros.
Ojos
de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el
gran tronco recién cortado.
Se
pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un
pie de mármol, con un termómetro, con un buey.
No
se pueden unir con las montañas, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las
materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.
Lejos
de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin
oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltas en su difícil
temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad y levantados,
como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo
malo.
Eché
a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.
Me
coronaba un magnífico silencio rodeado de pianos de cola por todas partes. En
la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo
ninguno: Estación de San Lázaro.
San
Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes
echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez
confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los
corazones que había en la aldea.
Tuvo
predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces y se
agachaba lleno de terror siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar
inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de
ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma
iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en
la mano.
El
tren correo había salido a las doce de la noche.
Yo
tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada. Entradas de
cementerios y andenes.
El
mismo aire, el mismo vacío. los mismos cristales rotos.
Se
alejaban los railes latiendo en su perspectiva de teorema, muertos y tendidos
como el brazo de Cristo en la Cruz.
Caían
de los techos en sombra yertas manzanas de miedo.
En
la sastrería vecina las tijeras cortaban incesantemente piezas de hilo blanco.
Tela
para cubrir desde el pecho agostado de la vieja hasta la cuna del niño recién
nacido.
Por
el fondo llegaba otro viajero. Un solo viajero.
Vestía
un traje blanco de verano con botones de nácar y llevaba puesto un guardapolvo
del mismo color. Bajo su jipi recién lavado brillaban sus grandes ojos
mortecinos entre su nariz afilada.
Su
mano derecha era de duro yeso y llevaba colgado del brazo un cesto de mimbre
lleno de huevos de gallina.
No
quise dirigirle la palabra.
Parecía
preocupado y como esperando que lo llamasen. Se defendía de su aguda palidez
con su barba de Oriente, barba que era el luto por su propio tránsito.
Un
realísimo esquema mortal ponía en mi corbata iniciales de níquel.
Aquella
noche era la noche de fiesta en la cual toda España se agolpa en las
barandillas para observar un toro negro que mira al cielo melancólicamente y brama
de cuatro en cuatro minutos.
El
viajero estaba en el país que le convenía y en la noche a propósito para. su
afán de perspectivas, aguardando tan sólo el toque del alba para huir en pos de
las voces que necesariamente habían de sonar.
La
noche española, noche de almagre y clavos de hierro, noche bárbara, con los
pechos al aire, sorprendida por un telescopio único, agradaba al viajero
enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde fracasa la sonda, y se
complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y arena ardiente sobre el
que descansaba.
El
viajero andaba por el andén con una lógica de pez en el agua o de mosca en el
aire; iba y venía, sin observar las largas paralelas tristes de los que esperan
el tren.
Le
tuve gran lástima porque sabía que estaba pendiente de una voz, y estar
pendiente de una voz es como estar sentado en la guillotina de la Revolución
francesa.
Tiro
en la espalda, telegrama imprevisto, sorpresa. Hasta que el lobo cae en la
trampa, no tiene miedo. Se disfruta el silencio y se gusta el latido de las
venas. Pero esperar una sorpresa es convertir un instante, siempre fugaz, en un
gran globo morado que permanece y llena toda la noche.
El
ruido de un tren se acercaba confuso como una paliza.
Yo
cogí mi maleta, mientras el hombre del traje blanco miraba en todas
direcciones. Al fin una voz clara, estambre de un altavoz autoritario, clamó al
fondo de la estación: "¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!" Y el viajero echó
a correr dócil, lleno de unción, hasta perderse en los últimos faroles.
En
el instante de oír la voz: "¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!", se me llenó
la boca de mermelada de higuera.
Hace
unos momentos que estoy en casa.
Sin
sorpresa he hallado mi maletín vacío. Sólo unas gafas y un blanquísimo
guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y aislados. Las gafas, sobre la mesa,
llevaban al máximo su dibujo concreto y su fijeza extraplana. El guadapolvo se
desmayaba en la silla en su siempre última actitud, con una lejanía poco humana
ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las gafas iban hacia un teorema
geométrico de demostración exacta, y el guardapolvo se arrojaba a un mar lleno
de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y guardapolvo. En la mesa y
en la silla. Santa Lucía y San Lázaro.
De: elrincondelperromugre.blogspot.com
El aniversario de Federico García Lorca no
acalla la polémica sobre sus restos.
(Fragmento)
La
última aportación es el documental de Emilio
Ruiz Barrachina Lorca, El mar deja de moverse, en el que se
desvela la implicación en el asesinato del poeta de sus primos.
El
viaje de Lorca hacia la muerte comenzó en la tarde del 13 de julio de 1936,
cuando deja un Madrid agitado por los persistentes rumores del alzamiento y
toma un tren con destino a su Granada natal. Regresa a la casa familiar, la
Huerta de San Vicente, y allí está Federico cuando las tropas sublevadas se
apoderan de Granada el 20 de julio. Al mando de la ciudad y de los alzados, el
general Queipo de Llano, uno de los represores más severos y sanguinarios de la
contienda. La represión se cobró en Granada miles de vidas, según constatan los
historiadores, pero Lorca no se sintió amenazado hasta la segunda semana de
agosto.
Discriminación
mortal
El
día 9 una patrulla irrumpe en la Huerta de San Vicente en busca del hermano del
casero, Gabriel Pérez Ruiz. Detectan la presencia del poeta, significado por su
afección a la República y su homosexualidad. También por un artículo publicado
fechas atrás en El Sol en el que fustiga a la burguesía local. Federico sufre
insultos, golpes y humillaciones y decide por fin buscar refugio en la casa de
Luis Rosales. Es un poeta amigo, miembro de una familia de la derecha más
rancia, con destacados falangistas entre sus miembros, y bien conectado con los
sublevados que ahora ejercen el terror. Lorca se traslada al domicilio de los
Rosales. No sospecha que un miembro de la familia, Gerardo Rosales El Albino le
denunciará. Los acontecimientos se complican hasta que es asesinado. Trescastro
se paseó por Granada tras la ejecución diciendo «acabamos de matar a García Lorca
y yo le metí dos balas en el culo por maricón». Se sabía también que Trescastro
estuvo en el piquete que detuvo y transportó en coche al poeta.
De: www.diariodeleon.es
Emilio
Barrachina, su director, expone todas las teorías existentes hasta el momento
sobre el asesinato de Federico García Lorca, fusilado en la madrugada del 18 de
agosto de 1936 entre Víznar y Alfacar (Granada).
Fue
realizado durante más de dos años y está basado, principalmente, tanto en las
investigaciones del hispanista Ian Gibson como en las más recientes de Miguel
Caballero y Pilar Góngora. Además, cuenta con
valiosos testimonios de allegados al poeta, como su amigo Luis Rosales y
su sobrina Laura García Lorca.
Sin duda, ofrece una novedosa
interpretación sobre la tragedia al mostrarla como el desenlace de una
situación, en la que confluyeron varios factores: la rivalidad personal y
política entre los Roldán, los Alba y los Lorca, las tres familias de caciques
más influyentes en la Vera de Granada; el enfrentamiento por el poder de Ruiz
Alonso con los Rosales y la complicada situación de Granada a comienzos de la
Guerra Civil.
Por
otro lado, resulta especialmente significativo el título del documental: "El mar deja de moverse". Se
trata de una expresión tomada de un verso de Poeta en Nueva York, en el cual Lorca hace referencia a un
asesinato. Con este comienzo, Emilio Barrachina cede la palabra al poeta
para relatar, de nuevo, un drama; esta vez, el suyo.
¿Quizás
se trató de una muerte "anunciada"? ¿Se hizo todo lo posible para
evitarla? ¿Qué implicación tuvieron los Rosales e incluso la familia de Lorca
en ella? ¿Por qué no huyó al exilio?... Este documental ayuda a resolver
algunos de estos interrogantes. No obstante, a pesar del paso del tiempo,
nuestra "memoria histórica", tantas veces reivindicada, es aún oscura
en el caso del asesinato del poeta y la "pena", por su prematura
pérdida, demasiado "negra" para quienes llevamos sus palabras como
equipaje del alma.
De: belupo.blogspot.com
Gracias al Programa “Efecto
Mariposa” de Radio Uruguay, conducido por Alberto Gallo y Daina Rodríguez -como
siempre difundiendo contenidos de altísima calidad- pudimos escuchar la
entrevista realizada al Director del documental e invitamos a todos a ingresar
al Portal de dicha Emisora.
Dibujos de García Lorca |
García Lorca en Uruguay |
...” quiero morir
mi muerte a bocanadas...”
Del Diván del Tamarit
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