miércoles, 13 de noviembre de 2013

¿Quién es Akim Akímich?

I

La casa muerta


Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas.
Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre.
Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho,
rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.
Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales, únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.
Este es el mundo que me propongo describir.
Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas construcciones de madera, toscamente hechas con tablones sin desbastar y de un solo piso, que rodean un patio vastísimo: son los departamentos de los condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve otro edificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra dependencia que sirve a la vez de cantina, de granero y de cobertizo.
El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí es donde se reúnen los penados. Se pasa lista tres veces al día: por la mañana, a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados de guardia son desconfiados y se les ocurre contar el número.
En derredor, entre la empalizada y las dependencias del presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.
Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.
Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el lugar que ocupaba cada una.
Cada estaca representaba para él un día de reclusión: descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le quedaban todavía de encierro.
Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos años hasta el día en que le pusieran en libertad. ¡Pero en el presidio se aprende a tener paciencia!
Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena, se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven, despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo de cabellos grises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se inclinaba luego profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de él.
Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…
¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!
Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche. ¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga, baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la que se respiraba un aire pesado, nausea-bundo. No comprendo cómo pude pasar diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres. En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya dado hasta hoy.
La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta presos. Este número era casi invariable, pues los nuevos condenados substituían bien pronto a los que eran puestos en libertad y a los que morían.


Fragmento del Capítulo 1 de la obra "La casa muerta" o "La casa de los Muertos" de un escritor tan imprescindible como continúa siendo Fiódor Dostoievski. 

De él dijo nada menos que Nietzsche: " El único que me ha enseñado algo en psicología... Su descubrimiento ha sido para mí más importante aún que el de Stendhal.”

Tampoco se puede comprender realmente a Kafka si antes no se ha leído "Memorias del subsuelo", también de su autoría.







II

Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más «premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción.
Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono?
Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo, probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.

Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.

Fragmento del Capítulo II de Memorias del Subsuelo

11 de noviembre de 1821 - Rusia
Revolucionario eventual
La redacción de Nétochka Nezvánova quedó interrumpida por la detención de Dostoyevski la noche del 23 de abril de 1849 debido a sus conexiones con el círculo de Petrashevski, grupo de discusión literaria compuesto de empresarios, oficiales y personas progresistas que se oponían a la monarquía y al régimen de servidumbre. El club, originalmente fundado con fines educativos y para realizar debates sobre las teorías de los socialistas franceses, se convirtió con el tiempo en lugar de discusión sobre los problemas políticos de Rusia e incluso llegó a estimular la creación de una sociedad secreta y una eventual revolución con el objetivo de crear un país democrático y dar libertad a los siervos.
Dostoyevski estuvo detenido 8 meses. En la prisión escribió El pequeño héroe, publicado en 1857. Si bien fue condenado a muerte, el zar conmutó la sentencia por cuatro años de trabajos forzados. Junto con otros prisioneros, Dostoyevski fue trasladado al campo de entrenamiento militar Semiónosvki de San Petersburgo, conocido hoy como la “Plaza de los Pioneros”, donde se debía ejecutar la sentencia de muerte. No supo hasta el último instante que la condena había sido modificada. El miedo experimentado por Dostoyevski en aquel momento resonó posteriormente en El idiota (1869), una de sus novelas más famosas.
En la “casa de los muertos”
Cumplió su condena en el período de 1850 a 1854 y describió la experiencia en Recuerdos de la casa de los muertos(1862). Luego tuvo que enrolarse en el batallón de línea de Siberia. Por esa fecha se enamoró de María Isáyeva, mujer de un supervisor. La relación con una mujer casada no era fácil para Dostoyevski pero pronto el marido falleció y en 1857 se casaron.
Casi una década de sufrimientos físicos y morales parecieron perfilar su percepción de las aflicciones de otras personas y sus habilidades para ver y analizar las angustias ajenas y responder a la injusticia social solo crecieron.
Hasta 1859 no le permitieron trasladarse a otra ciudad. Después pudo mudarse a la ciudad de Tver. El mismo año publicó dos novelas: El sueño del tío y Stepánchikovo y sus habitantes. Sin embargo, anhelaba volver a San Petersburgo, por entonces el centro nacional de la vida literaria. En 1860 consiguió autorización para viajar a la ciudad.
Experiencia de los años de confinamiento
En aquel entonces Dostoyevski estaba necesitado de dinero ya que su mujer había enfermado de tuberculosis y la literatura no le proporcionaba suficientes recursos. Por esa razón en 1861 empezó a publicar la revista Vremia(“Tiempo”), junto con su hermano mayor. En seguida la revista alcanzó gran popularidad y les aseguró una vida decente a ambos. Ahí fue donde publicó sus novela Humillados y ofendidosRecuerdos de la casa de los muertos y el relatoAnécdota repugnante.
En Vremia y la revista que le sucedería (Epoja, “Época”) Dostoyevski expresó la visión de la situación política en Rusia que había desarrollado en sus años de confinamiento. En su opinión, el país debía unir todas las capas y clases sociales bajo el sabio liderazgo de un monarca y la Iglesia ortodoxa. El camino de Europa Occidental lo veía como ruinoso para Rusia.
En junio de 1862 Dostoyevski fue al extranjero por primera vez y visitó Alemania, Francia, Suiza, Italia e Inglaterra. En París conoció a Apolinaria Súslova. Su increíble relación con ella se reflejó más tarde en obras como El idiota y El jugador. Se cree que podría haber sido ella quien inspirase los principales personajes femeninos de Dostoyevski.
El escritor volvió a Rusia en 1863. En abril de 1864 sufrió la pérdida de su mujer, que falleció de tuberculosis. Su personalidad y los detalles de sus infelices relaciones inspiraron varias imágenes en sus obras más famosas (la de Katerina Ivánovna de Crimen y castigo y la de Nastasia Filípovna en El idiota, por ejemplo). En junio su hermano también falleció. Después de esto Dostoyevski se encargó de publicar la revista Epoja cargada de serias deudas tras enfrentarse a tres pleitos. El negocio mejoró con altibajos pero finalmente tuvo que cerrar la revista.

De: RT Rusopedia.com

"El hombre es un misterio. Un misterio que es necesario esclarecer; y, si pasas toda la vida tratando de esclarecerlo, no digas que has perdido el tiempo; yo estudio este misterio porque quiero ser hombre".


martes, 12 de noviembre de 2013

"El Vincha"

José Hernández
10 de noviembre de 1834 -
San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina
Militar, político, periodista.





























Releyendo esta magnífica obra
así como las frases de su autor,
parece que ingresáramos en
la órbita del realismo mágico:
o no hemos escapado del siglo XIX
o el siglo XIX está infiltrado en éste.
La pobreza siempre produce
esta magia del horror. 


lunes, 11 de noviembre de 2013

Y yo, ¿quién soy?
















Las autobiografías (en su presentación como cuentos, relatos o novelas), las memorias, los diarios, incluso la llamada poesía confesional, son  formatos de “las escrituras del yo”.

Interesante conocer el marco teórico en el que se sustentan estos textos pero verdaderamente tentador resultará  encontrar, plasmadas  en la pantalla o en el papel,  las imágenes de ésos o ésas que fuimos en determinada circunstancia vital porque... quizás no las reconozcamos o tal vez muy pobre había sido nuestra valoración puntual  o acaso aún no hayamos tomado conciencia de que también ellas son huéspedes de quienes somos ahora.

Se trata, entonces, de conocimiento: ver y comprender lo diferente, lo otro: de mí mismo/a, de los /as demás, del mundo. Un conocimiento que es experiencia, preservación, reflexión y  revelación... a través de una emoción especial, una emoción que no se inventa, una emoción que está ahí, recostada en un recodo de los recuerdos, temiendo disolverse en el aire del olvido, como una gotita suspendida en el dorso de un pétalo.


        En     
Centro de Formación Humanística
PERRAS NEGRAS
Curso-Taller de Verano/2014

“Y yo, ¿quién soy?”

El curso tendrá una duración básica de tres meses a partir del 15 de enero del 2014.

La carga horaria será de 2 (dos) horas semanales como mínimo (puesto que se trata de una actividad teórico-práctica, se trabajará en base a textos de autores consagrados, motivadores de orientaciones técnicas y de aplicación de las mismas en escritura personal).

Existen diversas posibilidades de integración: grupal, individual, a distancia.

No se requiere formación intelectual previa.

Las inscripciones se cerrarán el 27 de diciembre del 2013, previa entrevista o comunicación.

Por consultas, dirigirse a literaturaenprimavera@gmail.com


“Vine a la luz en este florido y espejeante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo. Era por junio y por domingo y a mitad del día. Imagino el rostro pálido de mi madre, y más allá a los campos con la escarcha crecida –como mármol levísimo, lúcido, adecuado sólo para construir estatuas de ángeles– y con las telarañas cargadas de perlas, y las naranjas como bombas de oro, olvidado ya el azaharero origen. Y del campo hablo, porque a él partí, apenas vividos ocho días. La casa de mis abuelos era larga, oscura y baja, y su edad, de cien años, y apropiada sólo para que la morasen fantasmas, o algunas gentes extrañas y hermosísimas, o un animal blanco y poderosamente milagroso. En su torno todas las flores se ceñían y todas las bestias y las sombras todas y los destellos. Yo partí de ella sólo para ir a la escuela; pero, la escuela quedaba apenas más allá y también bajo las flores; borroneó mi caligrafía primera el polvo amarillo de la garganta de las amapolas”...

De: “Señales mías” de Marosa Di Giorgio

En  Centro de Formación Humanística 
PERRAS NEGRAS
 


















Escribir sobre nuestro pasado -personal o familiar, placentero o doloroso- es siempre una fuente terapéutica que nos permite el regocijo: por habernos superado o porque alguna vez pudimos experimentar esos instantes a los que el mundo llama "felicidad".






sábado, 9 de noviembre de 2013

“El arte transmite vivencia, la vivencia de vivir el mundo y sus consecuencias éticas” - Imre Kertész




Imre Kertész

"El escenario número uno del holocausto, Auschwitz, se convirtió para todos los tiempos en el nombre colectivo de los campos nazis, aunque funcionaran cientos de otros campos y aunque sepamos que en el propio Auschwitz fueron recluidas y exterminadas decenas de miles de personas no judías".


Biografía

El escritor húngaro Imre Kertész obtuvo el Premio Nobel de Literatura el año 2002, otorgado a “una obra que expone la experiencia frágil del individuo contra la arbitrariedad bárbara de la historia”.

Nacido en el seno de una familia judía de Budapest, el 9 de noviembre de 1929, sólo tenía 15 años cuando fue deportado al campo de concentración de Auschwitz. A comienzos de 1945 fue trasladado a Buchenwald, donde fue liberado, al final de la guerra. Con el final de la Segunda Guerra Mundial tampoco le llegó la paz y la libertad: Kertész sufrió la represión de la dictadura comunista húngara. En 1951, el Partido Comunista absorbió el diario en el que trabajaba Kertész fue despedido. A partir de ese momento trabajó haciendo traducciones, escribiendo musicales y guiones radiofónicos. Su negativa a la autocensura le condenó al ostracismo, por lo que la publicación de su primera novela, Sin destino, en 1975, pasó completamente desapercibida.

Kertész es un escritor comprometido, que ha centrado su obra en el Holocausto y la lucha contra la dictadura, aunque se tratase de una producción que se mantuvo arrinconada hasta la caída de las dictaduras comunistas y del Muro de Berlín. Pero es un autor que se aleja de los sentimentalismos propios de otros escritores. La concesión del Nobel de literatura supuso el empuje definitivo para la difusión de sus trabajos.

Es uno de los grandes intelectuales húngaros, un pensador crítico e independiente, superviviente del horror nazi y estalinista, decidido a superar esas experiencias gracias a la literatura y la razón. Habla del Holocausto desde una racionalidad aparentemente fría, pero su rostro amable contradice la actitud racional de sus textos.

El horror del Holocausto y la persecución del nazismo han marcado el conjunto de su obra, desde su primera novela, “Sin destino”, publicada en 1975, que de modo autobiográfico narra la historia de una masa indiscriminada, “gente a la que no sólo se le arrebató la vida, sino también perdió toda ambición, todo destino, la razón, el deseo. Todo”. Esta novela se convirtió, posteriormente, en una trilogía, junto a “Fracaso” (1988) y “Kaddish por un niño que nunca nació” (1992). Esta última supone una plegaria por un niño nonato, que no asistirá por ello a la realidad de un mundo generador de monstruosidades como los campos de concentración y exterminio.

Actualmente, es un militante de la independencia del hombre frente a los poderes políticos y afronta la batalla individual frente a las banderas ideológicas.

Obra

Los ensayos de Kertész constituyen una aproximación radical a la realidad europea del siglo XX, vivida desde muy cerca. De esta forma, el autor contribuye al debate sobre uno de los momentos más dramáticos de la historia contemporánea, como es el Holocausto. Este siglo, que algunos vivieron como el de los grandes avances científicos y revoluciones sociales, para Kertész fue el siglo de los totalitarismos, de los campos de exterminio y de las dictaduras.

"(…) Quiero plantear la pregunta de por qué Auschwitz ha llegado a ser lo que es en la conciencia europea: un símbolo universal que lleva el sello de lo perdurable, que encierra en su mero nombre todo el mundo de los campos de concentración nazis y la conmoción del espíritu universal ante ellos, y cuyo escenario elevado a un plano mítico debe conservarse para que puedan visitarlo los peregrinos. (…) En primer lugar, el requisito básico de todo gran símbolo es la sencillez. En Auschwitz, en ningún momento se mezclan lo bueno y lo malo. La narración sabe –algo que por lo demás es cierto- que millones de personas inocentes fueron transportadas a Auschwitz, engañadas allí de manera terrible y luego asesinadas bestialmente. Esta imagen no se ve perturbada por ningún matiz extraño, de carácter, por ejemplo, político: esta historia no se complica con menudencias tales como que unos dirigentes nazis leales al partido, pero condenados aun siendo inocentes desde el punto de vista del movimiento –exclusivamente del movimiento-, hubieran estado encarcelados en Auschwitz, con lo cual el espíritu de la narración debería luchar con una difícil ambivalencia. Auschwitz es, en segundo lugar, una estructura totalmente desvelada y por eso mismo cerrada e intocable. Esto vale tanto para la dimensión espacial como para la temporal. (…) En cuanto al aspecto espacial, conocemos todos los rincones de esta historia, desde el muro negro hasta los barracones familiares checos, desde el Sonderkommando hasta la marca de los ventiladores que hacían funcionar los crematorios. (…) Son conocidos sus detalles, su lógica, su horror y vergüenza éticos, la inconmensurabilidad de los sufrimientos, su lección terrorífica que en cierta medida ya nunca podrá ser expulsada del espíritu europeo de la narración. Todo esto, sin embargo, no es suficiente para que un crimen se convierta en un mazazo en la historia del espíritu, en una llaga viva, en un trauma que queda en la memoria como quedan en el cuerpo las heridas de un accidente grave. (…) Para ser así, la catástrofe ha tenido que interesar a ciertos órganos vitales".


Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura.

Este conjunto de ensayos de Kertész es una aproximación a la realidad europea del siglo XX, vivida desde muy cerca. Al analizar el Holocausto, el acontecimiento central de ese siglo, el autor se basa en su propia experiencia, pero desde la perspectiva de décadas de reflexión, contribuyendo de manera decisiva al debate sobre uno de los momentos más dramáticos de la historia contemporánea. En este libro no sólo habla una voz que ha vivido esa experiencia, sino una persona que la ha vivido dentro de un ámbito geográfico que comparte su espacio cultural y espiritual. También reflexiona sobre los acontecimientos de su país, Hungría, sobre el concepto de patria, sobre algunas figuras de la literatura húngara, etc.


Sin destino
En esta novela, Kertész se centra en el año y medio de la vida de un adolescente en diversos campos de concentración nazis, aunque no se trate de un texto autobiográfico. Es un testimonio desapasionado. En su historia, nos muestra la realidad de los campos de concentración y exterminio, en sus aspectos más eficazmente perversos: los que confunden justicia y humillación, la cotidianidad más inhumana con una forma extraña de felicidad. Se trata, por encima de todo, de una gran obra literaria, una de las mejores novelas del siglo XX, que deja una huella profunda e imperecedera en el lector, una marca difícil de borrar.




De: Topografía de la Memoria


Pero de repente me acordé de mi padre y le dije a Annamária que no podía ir porque lo habían destinado a trabajos obligatorios. Me respondió que había oído a su tío comentar algo sobre ello.
Después de permanecer un rato en silencio ella volvió a hablar: « ¿Qué tal mañana?». «Mejor pasado -contesté yo, y luego añadí-: quizá.»
Cuando llegué a casa, mi padre y mi madrastra estaban sentados a la mesa. Ella me sirvió la comida y me preguntó si tenía hambre. Sin detenerme a pensar le contesté que tenía muchísima hambre, y así era en verdad. Me llenó el plato, y ella apenas se sirvió. Yo no me di cuenta, pero mi padre sí y le preguntó por qué hacía eso. Ella repuso que en aquel momento su estómago era incapaz de ingerir cualquier alimento. Entonces me di cuenta de mi comportamiento erróneo. Mi padre manifestó que no estaba de acuerdo con ella. No debía abandonarse, justo en ese momento cuando más iba a necesitar su fuerza y su firmeza. Mi madrastra no respondió; cuando levanté la vista comprobé que estaba llorando. Me sentí otra vez tan incómodo que clavé la mirada en mi plato. No obstante, con el rabillo del ojo vi el gesto de mi padre, cogiéndola de la mano.
Permanecieron un minuto en silencio. Levanté la vista y vi que continuaban cogidos de la mano, mirándose fijamente como hombre y mujer. Eso nunca me ha gustado. Ya sé que es algo muy natural, al fin y al cabo, pero a mí no me gusta y nunca he sabido por qué.
Cuando reanudaron la charla me sentí liberado. Volvieron a mencionar al señor Sütő, la caja y el almacén. Mi padre parecía tranquilo al haber puesto todo «en buenas manos». Mi madrastra se mostró de acuerdo con él aunque volvió a referirse brevemente a una «garantía», para evitar que todo quedara en unas palabras de confianza que quizás eran insuficientes. Mi padre se encogió de hombros, y le respondió que en aquellos tiempos no sólo en los negocios ya no había garantías sino tampoco en otros aspectos de la vida. Mi madrastra soltó un profundo suspiro, con el que dio a entender que se había convencido; se disculpó por haber mencionado el asunto y le pidió a mi padre que no hablara de esa forma. Él dijo entonces que no sabía cómo se las arreglaría mi madrastra para resolver ella sola los problemas que se le iban a plantear en tiempos tan difíciles como aquellos.
Ella respondió que no estaría sola, que contaría con mi ayuda. «Nosotros dos -dijo- nos ocuparemos de todo hasta tu regreso. -Se volvió hacia mí, con la cabeza ligeramente inclinada, y añadió-:
¿Verdad que sí?» Estaba sonriente pero sus labios temblaban. Le dije que sí. Mi padre me miró con ternura. Eso me conmovió y quise hacer algo por él; aparté mi plato y, al instante, me preguntó si ya no quería comer más. Le respondí que no tenía apetito y me pareció que eso le agradaba porque me acarició la cabeza. El contacto físico me produjo un nudo en la garganta; no eran ganas de llorar sino más bien una sensación de malestar. Hubiera preferido que mi padre ya no estuviera allí. Era una sensación desagradable pero tan nítida que no podía pensar en otra cosa. Cuando ya estaba a punto de echarme a llorar, llegaron los invitados.
Mi madrastra ya nos había advertido que vendrían sólo los familiares más próximos. Al oír el timbre, mi padre hizo un gesto de resignación. «Quieren despedirse de ti -explicó mi madrastra-, es natural.»
Eran la hermana mayor de mi madrastra y su madre. Pronto llegaron también los padres de mi padre, es decir mis abuelos. A mi abuela la acomodamos en un sofá, porque apenas ve, ni siquiera con sus gruesas gafas, y tampoco oye bien. Sin embargo, le gusta enterarse de todo y participar en los acontecimientos. Así pues, da mucho trabajo, por una parte porque hay que repetírselo todo, gritándole al oído y por otra porque hay que impedir hábilmente que intervenga demasiado y ocasione problemas.
La madre de mi madrastra llevaba un sombrero muy belicoso, en forma de cono, con una
pluma en el ala. Se lo quitó al llegar, y descubrió su hermosa cabellera blanca, recogida con un pequeño lazo. Tiene una cara delgada y cetrina, ojos grandes y oscuros; la piel de su cuello es tan fláccida que casi le cuelga. A mí me recuerda a un perro de caza inteligente y astuto. Sacude continuamente la cabeza con un ligero temblor. Fue ella quien cumplió con la tarea de prepararle la mochila a mi padre ya que tiene mucha práctica en ese tipo de quehaceres. Se dispuso inmediatamente a cumplir con la labor, siguiendo la lista que mi madrastra le había entregado.
La hermana de mi madrastra, en cambio, nos fue poco útil. Mucho mayor que mi madrastra, no se parece a ella ni siquiera físicamente; cuesta creer que sean hermanas. Ella es gordita y bajita y tiene una expresión constante de asombro en el rostro. Habló sin parar y nos abrazó a todos, gimoteando. Me costó quitarme de encima sus senos blandos que olían a polvos de tocador. Cuando se sentó, la masa de carne de su cuerpo cayó sobre sus regordetes muslos. No puedo olvidarme de mi abuelo. Se quedó de pie, junto al sofá donde estaba sentada su mujer, escuchando sus quejas con un rostro paciente e impasible. Los primeros lloriqueos de mi abuela fueron por mi padre, luego se
olvidó de él y empezó a preocuparse por sus propios achaques. Le dolía la cabeza y se quejaba de los zumbidos que sentía en los oídos a causa de su hipertensión. Mi abuelo está tan acostumbrado que no le hace ni caso, pero no se movió de su lado ni un instante. No le oí decir nada, pero allí estaba, de pie en el mismo sitio siempre que lo miraba, en el mismo rincón que se hacía más y más oscuro según iba avanzando la tarde. Al final la luz amarillenta y apagada sólo le iluminaba un poco la frente descubierta y la nariz aguileña, mientras que sus ojos y la parte inferior de su rostro se perdían en la sombra. Con los movimientos rápidos de sus minúsculos ojos lo observaba todo, sin que él fuera visto por los demás.
También llegó una prima de mi madrastra junto con su marido, tío Vili, que lleva un zapato con la suela más gruesa debido a un ligero defecto en una pierna. Ésta es también la razón de su situación privilegiada: no puede ser enviado a trabajos obligatorios. Tío Vili es calvo y su cara tiene forma de pera: más ancha y redondeada arriba, y más estrecha en la barbilla. Sus opiniones son muy respetadas en la familia, puesto que, antes de abrir un local de apuestas de quinielas hípicas, trabajó como periodista. Enseguida se puso a comentar las últimas noticias que había tenido de «fuentes de toda solvencia», y que según él eran absolutamente ciertas. Se sentó en un sillón, extendió su pierna enferma hacia delante y, mientras se frotaba las manos con un ruido seco, nos informó que en breve se producirían «cambios fundamentales en nuestra situación», puesto que se habían iniciado negociaciones secretas sobre nosotros entre los alemanes y los aliados, con intermediarios neutrales.
Los alemanes, explicó el tío Vili, habían reconocido que su situación en los frentes era
desesperada. En su opinión, nosotros, los miembros de la comunidad judía de Budapest, les veníamos de perlas para conseguir ventajas frente a los aliados, quienes seguramente harían todo lo posible por nosotros. Aquí mencionó un «factor decisivo» que había conocido en su época de periodista y al que se refirió como «la opinión pública mundial», que, según él, estaba conmovida por lo que nos ocurría. No cabía duda de que las negociaciones serían duras, prosiguió, y buena prueba de ello era la dureza de las últimas medidas tomadas contra nosotros. Todo era consecuencia natural de «una jugada en la cual nosotros seríamos utilizados como simples peones en una gran maniobra internacional de chantaje». También añadió que él sabía perfectamente lo que estaba pasando «entre bastidores», y que sólo era «una fanfarronería espectacular» para alcanzar ventajas en la negociación. Concluyó diciendo que debíamos tener un poco de paciencia, hasta que «los acontecimientos llegaran a su desenlace».
Después de su discurso, mi padre le preguntó si el desenlace podría producirse antes del alba y si él debía considerar su citación «como una simple fanfarronería» y, por lo tanto, no presentarse en el campo de trabajo.
«No, claro que no», respondió tío Vili, un tanto desconcertado. Después siguió diciendo que estaba seguro de que mi padre regresaría a casa muy pronto. «Estamos llegando a la hora doce -dijo, frotándose las manos sin parar-. ¡Ojalá hubiera hecho yo apuestas tan seguras antes! Ahora no sería un pobretón.»
Le habría gustado seguir hablando, pero la madre de mi madrastra acababa de terminar con la mochila de mi padre, y éste se levantó para pesarla.
Por último llegó el hermano mayor de mi madrastra, el tío Lajos, quien ocupa un lugar
importante en la familia, aunque no podría decir bien por qué. Enseguida quiso hablar con mi padre a solas. Observé que mi padre estaba nervioso y trataba de evitarlo aunque sin ofenderlo. Entonces, inesperadamente se dirigió a mí para decirme que quería «intercambiar unas palabras conmigo».
Me arrastró a un rincón apartado del salón, junto a un armario, y se paró frente a mí. Empezó diciéndome que, como yo sabía, mi padre se marcharía al día siguiente. Le dije que estaba al corriente de todo. Entonces, quiso saber si iba a echar de menos a mi padre. Su pregunta me enervó un poco. «Naturalmente -contesté, y como me pareció una respuesta insuficiente, añadí-: lo echaré mucho de menos.» El tío Lajos empezó a mover la cabeza, con una expresión muy triste.
Después, me enteré de unas cuantas cosas interesantes y sorprendentes, como el hecho de que una etapa de mi vida que él llamaba «los años felices y despreocupados de la infancia» habían terminado para mí ese día tan aciago. Estaba convencido de que yo no había considerado la cuestión de esa forma. Reconocí que tenía razón. Sin embargo, continuó, sus palabras seguramente no me sorprendían. Le volví a dar la razón. Entonces me aclaró que con la ausencia de mi padre mi madrastra se quedaría sin apoyo; aunque la familia nos «echaría siempre una mano», de ahora en adelante yo sería su principal apoyo. Por ese motivo yo tendría que aprender antes de tiempo qué eran «la preocupación y la renuncia». A partir de ahora, no viviríamos tan desahogadamente como antes, y eso no me lo quería ocultar, puesto que hablaba conmigo «de adulto a adulto». «De ahora en adelante -dijo-, tú también serás partícipe del destino común de los judíos.»
Me explicó entonces que ese destino era «una persecución constante desde hacía milenios, que los judíos teníamos que aceptar con paciencia y resignación», puesto que Dios nos lo había impuesto por los pecados que habíamos cometido en tiempos pasados; así pues, sólo de Él podíamos esperar la gracia, mientras Él esperaba que en esos momentos difíciles nosotros, «acorde con nuestras fuerzas y capacidades», nos mantuviéramos firmes en el lugar que Él nos había designado. En mi caso, por ejemplo, como pude enterarme por mi tío, tendría que desempeñar en el futuro el papel de cabeza de familia. Me preguntó si sería lo bastante fuerte para ese papel. Yo había comprendido perfectamente el hilo de sus pensamientos en todo lo que había dicho sobre los judíos, su pecado y su Dios, pero sus palabras me emocionaron. Así pues, respondí afirmativamente. Él parecía contento. «Muy bien -dijo-, sabía que eras un muchacho inteligente, de sentimientos profundos y gran sentido de la responsabilidad.» Tras añadir que eso le consolaba en medio de tanta desgracia, me agarró la mandíbula con sus dedos peludos y húmedos de sudor y levantó mi cara para decirme en tono tembloroso: «Tu padre se está preparando para un largo viaje.
¿Has rezado por él?». Ante su expresión tan grave me invadió un sentimiento de culpa por haber descuidado algo relacionado con mi padre: no se me había ocurrido rezar por él. Inmediatamente ese sentimiento empezó a pesarme y, deseando cumplir con mi deber, le confesé que no lo había hecho. «Entonces, ven conmigo», me indicó. Lo seguí hasta una habitación exterior que daba al patio. Allí nos dispusimos a rezar, en medio de muebles destartalados, que no tenían uso alguno. El tío Lajos se puso una gorrita de tela negra reluciente sobre la calva. Yo tuve que ir al vestíbulo a buscar mi gorro. Después, sacó de un bolsillo de su abrigo un librito de tapa negra con bordes rojos, y de otro bolsillo, sus gafas. Comenzó a leer las oraciones, deteniéndose para que yo repitiera todo lo que él decía. Al principio, lo hice bien, pero terminé por cansarme; me molestaba no entender una palabra de lo que decíamos a Dios, lógicamente en hebreo, idioma que yo desconozco. Para poder seguir sus palabras, tenía que fijarme en los movimientos de su boca; eso es lo único que recuerdo de aquellos momentos: sus labios carnosos, húmedos y movedizos y el sonido de un idioma desconocido que yo mismo emitía. También recuerdo que, a través de la ventana, por encima de los hombros del tío Lajos, vi a la hermana mayor que iba deprisa por el pasillo, hacia su casa. Creo que entonces me equivoqué en el texto. Al final, el tío Lajos parecía contento, y la expresión de su rostro me hizo pensar que de verdad habíamos hecho algo por mi padre. Eso era preferible al sentimiento pesado y apremiante que me había embargado hacía unos instantes.
Cuando regresamos al salón, ya era de noche. Cerramos las ventanas cubiertas de papel para que no se vieran las luces en caso de ataque aéreo: la noche azul y húmeda de primavera había quedado fuera, y nosotros, allí encerrados. El ruido de las conversaciones me cansaba y el humo de los cigarrillos me molestaba en los ojos. Tuve que bostezar repetidas veces. La madre de mi madrastra puso la mesa. Ella misma había traído la cena en un gran bolso. En cuanto llegaron, nos dijo que había conseguido carne en el mercado negro. Mi padre le dio dinero de su cartera de cuero.


Fragmento del Capítulo 1 de Sin Destino

Traducción de Judith Xantus Fzarvas cedida por Plaza & Janés Editores, S. A.

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)
Travessera de Gracia, 47-49, 08021 Barcelona
www.circulo.es
























9 de noviembre de 1929- Budapest
Gracias a muchos supervivientes se expusieron los crímenes cometidos desde 1933.

Gracias al esfuerzo de todos ellos, hoy tenemos, además de las evidencias archivísticas detalladas, fuentes orales, gráficas y escritas que nos pueden arrojar luz sobre lo sucedido en aquellos lugares.

Zygmunt Bauman (Modernidad y Holocausto, 1998), señala que los funcionarios nazis que eran contratados para llevar a cabo el exterminio, si mostraban una animadversión demasiado marcada, eran despedidos, porque lo que se buscaba eran buenos gestores, disciplinados y eficientes, que no odiaran al objeto de su represión. No se buscaba el odio de esos funcionarios, sino la gestión moderna de los elementos a eliminar.

Para muchos pensadores, como Adorno, la matanza de millones de seres humanos constata que las condiciones a partir de las cuales era posible pensar han sido completamente destruidas. No han sido sólo personas físicas las que han sufrido el exterminio, sino también la idea misma de humanidad.

Auschwitz significa la destrucción de la idea misma de humanidad. Por eso, después de ese acontecimiento la poesía así como el mero pensamiento creativo son totalmente absurdos y vanos. Lo que desapareció en los campos de concentración y exterminio es la idea de hombre como la “medida de todas las cosas” y, en particular, de nuestro pensamiento, porque “pensar” significa intentar comprender la relación entre el hombre y el mundo.

“No podemos pensar más” significaría que ya no podemos sentar el conjunto de reflexiones particulares sobre la sólida creencia de la perfectibilidad del hombre: si la humanidad (aquella que creíamos la más civilizada, técnica y moralmente) ha sido capaz de perpetrar este crimen contra sí misma, cómo podemos creer que pueda servir de referente del camino a seguir.

Por eso es necesario encontrar otra vía y mostrar que es posible pensar con auténtico humanismo, a pesar de Auschwitz, porque el horror de los campos no constituye una derrota para el pensamiento crítico.

Una pregunta fundamental que debemos hacernos es ¿cómo pudo la humanidad ser eliminada en Auschwitz?

De: Topografía de la Memoria



"No quiero que haya malentendidos. No estoy diciendo que estos sistemas, como el comunismo o como el nazismo, estén codificados en los genes. No es lo que quiero decir, pero lo cierto es que los sistemas existieron y a raíz de aquello la gente los lleva consigo. Se ha desarrollado un patrón, y ese patrón existe en las mentes de la gente. Puede ocurrir de nuevo porque ya existe un modelo, un patrón. Antes de la [última] guerra, si a alguien se le hubiese ocurrido decir: vamos a construir un campamento de exterminio de judíos, la gente habría pensado de esa persona que era un enfermo mental. Antes de la guerra, esas cosas no habrían sido posibles. Pero hoy sí, hoy puede ocurrir, porque existe un precedente. Quiero usar la palabra escándalo para lo que siento. Escándalo porque ocurrió en una cultura cristiana. Tanto el Holocausto como el nazismo ocurrieron en una cultura cristiana cuyos valores se colapsaron. El que los valores se hubieran colapsado, como bien predijo Nietzsche hace tiempo, ¿es algo que ya viene predeterminado por la humanidad? ¿O tiene que ver con la incompatibilidad de los alemanes y los judíos?


Es un deber vivir después de Auschwitz, con todo lo que fue Auschwitz, con lo que representa aún, con lo que representará.

"El arte tiene que descender al mal, tratar temas negativos, para sacar luz"


Fragmentos de Entrevista del 2007

© EDICIONES EL PAÍS, S.L.



viernes, 8 de noviembre de 2013

"Lo que el viento se llevó", un homenaje a la abuela de Margaret


Atlanta- 8 de noviembre de 1900

Lo que el viento se llevó

1


Scarlett O´Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton. En su rostro contrastaban acusadamente las delicadas facciones de su madre, una aristócrata de la costa, de familia francesa, con las toscas de su padre, un rozagante irlandés. Pero era el suyo, con todo, un semblante atractivo, de barbilla puntiaguda y de anchos pómulos. Sus ojos eran de un verde pálido, sin mezcla de castaño, sombreados por negras y rígidas pestañas, levemente curvadas en las puntas. Sobre ellos, unas negras y espesas cejas, sesgadas hacia arriba, cortaban con tímida y oblicua línea el blanco magnolia de su cutis, ese cutis tan apreciado por las meridionales y que tan celosamente resguardan del cálido sol de Georgia con sombreros, velos y mitones.
Sentada con Stuart y Brent Tarleton a la fresca sombra del porche de Tara, la plantación de su padre, aquella mañana de abril de 1861, la joven ofrecía una imagen linda y atrayente. Su vestido nuevo de floreado organdí verde extendía como un oleaje sus doce varas de tela sobre los aros del miriñaque y armonizaba perfectamente con las chinelas de tafilete verde que su padre le había traído poco antes de Atlanta. El vestido se ajustaba maravillosamente a su talle, el más esbelto de los tres condados, y el ceñido corsé mostraba un busto muy bien desarrollado para sus dieciséis años. Pero ni el recato de sus extendidas faldas, ni la seriedad con que su cabello estaba suavemente recogido en un moño, ni el gesto apacible de sus blancas manitas que reposaban en el regazo conseguían encubrir su personalidad. Los ojos verdes en la cara de expresión afectadamente dulce eran traviesos, voluntariosos, ansiosos de vida, en franca oposición con su correcto porte. Los modales le habían sido impuestos por las amables amonestaciones y la severa disciplina de su madre; pero los ojos eran completamente suyos. A sus dos lados, los gemelos, recostados cómodamente en sus butacas, reían y charlaban. El sol los hacía parpadear al reflejarse en los cristales de sus gafas, y ellos cruzaban al desgaire sus fuertes, largas y musculosas piernas de jinetes, calzadas con botas hasta la rodilla. De diecinueve años de edad y rozando los dos metros de estatura, de sólida osamenta y fuertes músculos, rostros curtidos por el sol, cabellos de un color rojizo oscuro y ojos alegres y altivos, vestidos con idénticas chaquetas azules y calzones color mostaza, eran tan parecidos como dos balas de algodón.
Fuera, los rayos del sol poniente dibujaban en el patio surcos oblicuos bañando de luz los árboles, que resaltaban cual sólidas masas de blancos capullos sobre el fondo de verde césped. Los caballos de los gemelos estaban amarrados en la carretera; eran animales grandes, jaros como el cabello de sus dueños, y entre sus patas se debatía la nerviosa trailla de enjutos perros de caza que acompañaban a Stuart y a Brent adondequiera que fuesen. Un poco más lejos, como corresponde a un aristócrata, un perro de lujo, de pelaje moteado, esperaba pacientemente tumbado con el hocico entre las patas a que los muchachos volvieran a casa a cenar.
Entre los perros, los caballos y los gemelos hay una relación más profunda que la de su constante camaradería. Todos ellos son animales sanos, irreflexivos y jóvenes; zalameros, garbosos y alegres los muchachos, briosos como los caballos que montan, briosos y arriesgados, pero también de suave temple para aquellos que saben manejarlos.
Aunque nacidos en la cómoda vida de la plantación, atendidos a cuerpo de rey desde su infancia, los rostros de los que están en el porche no son ni débiles ni afeminados. Tienen el vigor y la viveza de la gente del campo que ha pasado toda su vida al raso y se ha preocupado muy poco de las tonterías de los libros. La vida es aún nueva en la Georgia del Norte, condado de Clayton, y un tanto ruda como lo es también en Augusta, Savannah y Charleston. Los de las provincias del Sur, más viejas y sedentarias, miran por encima del hombro a los georgianos de las tierras altas; pero allí, en Georgia del Norte, no avergonzaba la falta de esas sutilezas de una educación clásica, con tal de que un hombre fuera diestro en las cosas que importaban. Y las cosas que importaban eran cultivar buen algodón, montar bien a caballo, ser buen cazador, bailar con agilidad, cortejar a las damas con elegancia y aguantar la bebida como un caballero. Los gemelos sobresalían en estas habilidades, y eran igualmente obtusos en su notoria incapacidad para aprender cualquier cosa contenida entre las tapas de un libro. Su familia poseía más dinero, más caballos, más esclavos que otra ninguna del condado, pero los muchachos tenían menos retórica que la mayoría de los vecinos más pobres de la región.
Ésta era la razón de que Stuart y Brent estuvieran haraganeando en el porche de Tara en aquella tarde de abril. Acababan de ser expulsados de la Universidad de Georgia (la cuarta universidad que los expulsaba en dos años), y sus dos hermanos mayores, Tom y Boyd, habían vuelto a casa con ellos por haberse negado a permanecer en una institución donde los gemelos no eran bien recibidos.



De: http://www.acanomas.com
(donde podrán leer o releer toda la novela)