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Atlanta- 8 de noviembre de 1900 |
Lo que el viento se llevó
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Scarlett O´Hara no era bella,
pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya
cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton. En su rostro
contrastaban acusadamente las delicadas facciones de su madre, una aristócrata
de la costa, de familia francesa, con las toscas de su padre, un rozagante
irlandés. Pero era el suyo, con todo, un semblante atractivo, de barbilla
puntiaguda y de anchos pómulos. Sus ojos eran de un verde pálido, sin mezcla de
castaño, sombreados por negras y rígidas pestañas, levemente curvadas en las
puntas. Sobre ellos, unas negras y espesas cejas, sesgadas hacia arriba,
cortaban con tímida y oblicua línea el blanco magnolia de su cutis, ese cutis
tan apreciado por las meridionales y que tan celosamente resguardan del cálido
sol de Georgia con sombreros, velos y mitones.
Sentada con Stuart y Brent
Tarleton a la fresca sombra del porche de Tara, la plantación de su padre,
aquella mañana de abril de 1861, la joven ofrecía una imagen linda y atrayente.
Su vestido nuevo de floreado organdí verde extendía como un oleaje sus doce
varas de tela sobre los aros del miriñaque y armonizaba perfectamente con las
chinelas de tafilete verde que su padre le había traído poco antes de Atlanta.
El vestido se ajustaba maravillosamente a su talle, el más esbelto de los tres
condados, y el ceñido corsé mostraba un busto muy bien desarrollado para sus
dieciséis años. Pero ni el recato de sus extendidas faldas, ni la seriedad con
que su cabello estaba suavemente recogido en un moño, ni el gesto apacible de
sus blancas manitas que reposaban en el regazo conseguían encubrir su
personalidad. Los ojos verdes en la cara de expresión afectadamente dulce eran
traviesos, voluntariosos, ansiosos de vida, en franca oposición con su correcto
porte. Los modales le habían sido impuestos por las amables amonestaciones y la
severa disciplina de su madre; pero los ojos eran completamente suyos. A sus
dos lados, los gemelos, recostados cómodamente en sus butacas, reían y
charlaban. El sol los hacía parpadear al reflejarse en los cristales de sus
gafas, y ellos cruzaban al desgaire sus fuertes, largas y musculosas piernas de
jinetes, calzadas con botas hasta la rodilla. De diecinueve años de edad y
rozando los dos metros de estatura, de sólida osamenta y fuertes músculos,
rostros curtidos por el sol, cabellos de un color rojizo oscuro y ojos alegres
y altivos, vestidos con idénticas chaquetas azules y calzones color mostaza,
eran tan parecidos como dos balas de algodón.
Fuera, los rayos del sol poniente dibujaban en el patio
surcos oblicuos bañando de luz los árboles, que resaltaban cual sólidas masas
de blancos capullos sobre el fondo de verde césped. Los caballos de los gemelos
estaban amarrados en la carretera; eran animales grandes, jaros como el cabello
de sus dueños, y entre sus patas se debatía la nerviosa trailla de enjutos
perros de caza que acompañaban a Stuart y a Brent adondequiera que fuesen. Un
poco más lejos, como corresponde a un aristócrata, un perro de lujo, de pelaje
moteado, esperaba pacientemente tumbado con el hocico entre las patas a que los
muchachos volvieran a casa a cenar.
Entre los perros, los caballos y los gemelos hay una
relación más profunda que la de su constante camaradería. Todos ellos son
animales sanos, irreflexivos y jóvenes; zalameros, garbosos y alegres los
muchachos, briosos como los caballos que montan, briosos y arriesgados, pero
también de suave temple para aquellos que saben manejarlos.
Aunque nacidos en la cómoda vida de la plantación, atendidos
a cuerpo de rey desde su infancia, los rostros de los que están en el porche no
son ni débiles ni afeminados. Tienen el vigor y la viveza de la gente del campo
que ha pasado toda su vida al raso y se ha preocupado muy poco de las tonterías
de los libros. La vida es aún nueva en la Georgia del Norte, condado de
Clayton, y un tanto ruda como lo es también en Augusta, Savannah y Charleston.
Los de las provincias del Sur, más viejas y sedentarias, miran por encima del
hombro a los georgianos de las tierras altas; pero allí, en Georgia del Norte,
no avergonzaba la falta de esas sutilezas de una educación clásica, con tal de
que un hombre fuera diestro en las cosas que importaban. Y las cosas que
importaban eran cultivar buen algodón, montar bien a caballo, ser buen cazador,
bailar con agilidad, cortejar a las damas con elegancia y aguantar la bebida
como un caballero. Los gemelos sobresalían en estas habilidades, y eran
igualmente obtusos en su notoria incapacidad para aprender cualquier cosa
contenida entre las tapas de un libro. Su familia poseía más dinero, más
caballos, más esclavos que otra ninguna del condado, pero los muchachos tenían
menos retórica que la mayoría de los vecinos más pobres de la región.
Ésta era la razón de que Stuart y Brent estuvieran
haraganeando en el porche de Tara en aquella tarde de abril. Acababan de ser
expulsados de la Universidad de Georgia (la cuarta universidad que los
expulsaba en dos años), y sus dos hermanos mayores, Tom y Boyd, habían vuelto a
casa con ellos por haberse negado a permanecer en una institución donde los
gemelos no eran bien recibidos.
De: http://www.acanomas.com
(donde podrán leer o releer toda la novela)
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