I
La casa muerta
Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela;
detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza
de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto
de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas
direcciones los vigilantes y centinelas.
Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años,
mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y
el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo
lejano y libre.
Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por
ciento cincuenta de ancho,
rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida
con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de
la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por
un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al
trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.
Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el
condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era
así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los
usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales,
únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin
iguales.
Este es el mundo que me propongo describir.
Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas
construcciones de madera, toscamente hechas con tablones sin desbastar y de un
solo piso, que rodean un patio vastísimo: son los departamentos de los
condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve
otro edificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra
dependencia que sirve a la vez de cantina, de granero y de cobertizo.
El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí
es donde se reúnen los penados. Se pasa lista tres veces al día: por la mañana,
a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados de guardia son
desconfiados y se les ocurre contar el número.
En derredor, entre la empalizada y las dependencias del
presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de
carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus
pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.
Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en
observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.
Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las
estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el
lugar que ocupaba cada una.
Cada estaca representaba para él un día de reclusión:
descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le
quedaban todavía de encierro.
Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del
hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos
años hasta el día en que le pusieran en libertad. ¡Pero en el presidio se
aprende a tener paciencia!
Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena,
se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos
forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven,
despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo
de cabellos grises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las
seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se inclinaba luego
profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de
él.
Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno
de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había
recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer
el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle
para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron
entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del
rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…
¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!
Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a
nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche.
¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga,
baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la
que se respiraba un aire pesado, nausea-bundo. No comprendo cómo pude pasar
diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres.
En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar
cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello
un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de
arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de
cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de
infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal
indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se
acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya
dado hasta hoy.
La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta
presos. Este número era casi invariable, pues los nuevos condenados substituían
bien pronto a los que eran puestos en libertad y a los que morían.
Fragmento del Capítulo 1 de la obra "La casa muerta" o "La casa de los Muertos" de un escritor tan imprescindible como continúa siendo Fiódor Dostoievski.
Tampoco se puede comprender realmente a Kafka si antes no se ha leído "Memorias del subsuelo", también de su autoría.
II
Ahora voy a contarles, señores
(quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un
insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado
convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado
clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera
enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida
común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a
la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo
XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más
«premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades
«premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de
sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros,
espontáneos y también hombres de acción.
Ustedes se imaginan (apostaría
cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de
los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el
sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal
gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades
y utilizarlas como pretexto para darse tono?
Pero ¿qué digo? Todo el mundo
obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo,
probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi
objeción es estúpida.
Sin embargo (estoy firmemente
convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo
mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que
siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de
apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra
patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan
inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo
cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse
de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas
«bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me
sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este
desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias,
sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado
normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí
todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que
aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en
esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo
largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me
avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en
esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver
a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas,
y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería
imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a
dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que
al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que
saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera
voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros
conocen semejantes voluptuosidades.
Fragmento del Capítulo II de Memorias del Subsuelo
11 de noviembre de 1821 - Rusia |
Revolucionario
eventual
La redacción de Nétochka Nezvánova quedó
interrumpida por la detención de Dostoyevski la noche del 23 de abril de 1849
debido a sus conexiones con el círculo de Petrashevski, grupo de discusión
literaria compuesto de empresarios, oficiales y personas progresistas que se
oponían a la monarquía y al régimen de servidumbre. El club, originalmente
fundado con fines educativos y para realizar debates sobre las teorías de los
socialistas franceses, se convirtió con el tiempo en lugar de discusión sobre
los problemas políticos de Rusia e incluso llegó a estimular la creación
de una sociedad secreta y una eventual revolución con el objetivo de crear
un país democrático y dar libertad a los
siervos.
Dostoyevski
estuvo detenido 8 meses. En la prisión escribió El pequeño
héroe, publicado en 1857. Si bien fue condenado a muerte, el zar conmutó la
sentencia por cuatro años de trabajos forzados. Junto con otros prisioneros,
Dostoyevski fue trasladado al campo de entrenamiento militar Semiónosvki de San
Petersburgo, conocido hoy como la “Plaza de los Pioneros”, donde se debía
ejecutar la sentencia de muerte. No supo hasta el último instante que la
condena había sido modificada. El miedo experimentado por Dostoyevski en aquel
momento resonó posteriormente en El idiota (1869), una de sus
novelas más famosas.
En la
“casa de los muertos”
Cumplió
su condena en el período de 1850 a 1854 y describió la experiencia en Recuerdos
de la casa de los muertos(1862). Luego tuvo que enrolarse en el batallón de
línea de Siberia. Por esa fecha se enamoró de María Isáyeva, mujer de un
supervisor. La relación con una mujer casada no era fácil para Dostoyevski pero
pronto el marido falleció y en 1857 se casaron.
Casi
una década de sufrimientos físicos y morales parecieron perfilar su percepción
de las aflicciones de otras personas y sus habilidades para ver y analizar las
angustias ajenas y responder a la injusticia social solo crecieron.
Hasta
1859 no le permitieron trasladarse a otra ciudad. Después pudo mudarse a la
ciudad de Tver. El mismo año publicó dos novelas: El sueño del tío y Stepánchikovo
y sus habitantes. Sin embargo, anhelaba volver a San Petersburgo, por
entonces el centro nacional de la vida literaria. En 1860 consiguió
autorización para viajar a la ciudad.
Experiencia
de los años de confinamiento
En
aquel entonces Dostoyevski estaba necesitado de dinero ya que su mujer había
enfermado de tuberculosis y la literatura no le proporcionaba suficientes
recursos. Por esa razón en 1861 empezó a publicar la revista Vremia(“Tiempo”), junto con su
hermano mayor. En seguida la revista alcanzó gran popularidad y les aseguró una
vida decente a ambos. Ahí fue donde publicó sus novela Humillados y
ofendidos, Recuerdos de la casa de los muertos y el relatoAnécdota
repugnante.
En Vremia y la revista que le sucedería (Epoja,
“Época”) Dostoyevski expresó la visión de la situación política en Rusia que
había desarrollado en sus años de confinamiento. En su opinión, el país debía
unir todas las capas y clases sociales bajo el sabio liderazgo de un monarca y
la Iglesia ortodoxa. El camino de Europa Occidental lo veía como ruinoso para
Rusia.
En
junio de 1862 Dostoyevski fue al extranjero por primera vez y visitó Alemania,
Francia, Suiza, Italia e Inglaterra. En París conoció a Apolinaria Súslova. Su
increíble relación con ella se reflejó más tarde en obras como El
idiota y El jugador. Se cree que podría haber sido ella
quien inspirase los principales personajes femeninos de Dostoyevski.
El
escritor volvió a Rusia en 1863. En abril de 1864 sufrió la pérdida de su
mujer, que falleció de tuberculosis. Su personalidad y los detalles de sus
infelices relaciones inspiraron varias imágenes en sus obras más famosas (la de
Katerina Ivánovna de Crimen y castigo y la de Nastasia
Filípovna en El idiota, por ejemplo). En junio su hermano también
falleció. Después de esto Dostoyevski se encargó de publicar la revista Epoja cargada de serias deudas tras
enfrentarse a tres pleitos. El negocio mejoró con altibajos pero finalmente
tuvo que cerrar la revista.
De: RT Rusopedia.com
"El hombre es un
misterio. Un misterio que es necesario esclarecer; y, si pasas toda la vida
tratando de esclarecerlo, no digas que has perdido el tiempo; yo estudio este
misterio porque quiero ser hombre".
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