jueves, 5 de junio de 2014

... “que todos sepan que no he muerto...” - Federico García Lorca




 


De: lababiloniadeishtar.blogspot.com




Los Poemas en prosa, que se han editado por separado tardíamente (en el año 2000, por Andrew A. Anderson), necesitan de una especial atención, pues nos revelan, primero, un cambio de actitud fundamental para entender al Lorca posterior, y, segundo, se configuran como tratados de «metapoética», es decir, de reflexión sobre su propia condición literaria, pues nuestro poeta se asoma, se aventura y discute eso que entonces se llamaba Suprarrealismo o Surrealismo...

Fragmento de: El poema en prosa surrealista. De Dalí a Lorca- por Rebeca Sanmartín Bastida, Universidad Complutense de Madrid.


En: http://revistas.ua.pt


SANTA LUCÍA Y SAN LÁZARO (Poema en Prosa)


A las doce de la noche llegué a la ciudad. La escarcha bailaba sobre un pie. "Una muchacha puede ser morena, puede ser rubia, pero no debe ser ciega". Esto decía el dueño del mesón a un hombre seccionado brutalmente por una faja. Los ojos de un mulo que dormitaba en el umbral me amenazaron como dos puños de azabache.

Quiero la mejor habitación que tenga.

Hay una.

Pues vamos.

La habitación tenía un espejo. Yo, medio peine en el bolsillo. "Me gusta." (Vi mi "Me gusta" en el espejo verde.) El posadero cerró la puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de azogue, exclamé otra vez: "Me gusta". Abajo, el mulo resoplaba. Quiero decir que abría el girasol de su boca.

No tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un marco. Una. Las demás hay que olvidarlas.

Esta noche tengo un cielo irregular y caprichoso. Las estrellas se agrupan y extienden en los cristales, como las tarjetas y retratos en el esterillo japonés.

Cuando me dormía, el exquisito minué de las buenas noches se iba perdiendo en las calles.

Con el nuevo sol volvía mi traje gris a la plata del aire humedecido. El día de primavera era como una mano desmayada sobre un cojín. En la calle las gentes iban y venían. Pasaron los vendedores de frutas y los que venden peces del mar.

Ni un pájaro.

Mientras sonaban mis anillos en los hierros del balcón busqué la ciudad en el mapa y vi cómo permanecía dormida en el amarillo entre ricas venillas de agua, ¡distante del mar!

En el patio, el posadero y su mujer cantaban un dúo de espino y violeta. Sus voces oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con las paredes sin encontrar la cuadrada salida del cielo.

Antes de salir a la calle para dar mi primer paseo los fui a saludar.

¿Por qué dijo usted anoche que una muchacha puede ser morena o rubia, pero no debe ser ciega?

El posadero y su mujer se miraron de una manera extraña.

Se miraron... equivocándose. Como el niño que se lleva a los ojos la cuchara llena de sopita. Después rompieron a llorar.

Yo no supe qué decir y me fui apresuradamente.

En la puerta leí este letrero. "Posada de Santa Lucía".

Santa Lucía fue una hermosa doncella de Siracusa.

La pintan con dos magníficos ojos de buey en una bandeja.

Sufrió martirio bajo el cónsul Pascasiano, que tenía los bigotes de plata y aullaba como un mastín.

Como todos los santos, planteó y resolvió teoremas deliciosos, ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física.

Ella demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres y cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu Santo. Su cuerpo, su cuerpazo, se puso de plomo comprimido. Nuestro Señor, seguramente, estaba sentado con cetro y corona sobre su cintura.

Santa Lucía fue moza alta, de seno breve y cadera opulenta. Como todas las mujeres bravías, tuvo ojos demasiado grandes, hombrunos, con una desagradable luz oscura. Expiró en un lecho de llamas.

Era el cenit del mercado y la playa del día estaba llena de caracolas y tomates maduros. Ante la milagrosa fachada de la catedral, yo comprendía perfectamente cómo San Ramón Nonnato pudo atravesar el mar desde las lslas Baleares hasta Barcelona montado sobre su capa, y cómo el viejísimo Sol de la China se enfurece y salta como un gallo sobre las torres musicales hechas con carne de dragón.

Las gentes bebían cerveza en los bares y hacían cuentas de multiplicar en las oficinas, mientras los signos + y X de la Banca judía sostenían con la sagrada señal de la Cruz un combate oscuro, lleno por dentro de salitre y cirios apagados. La campana gorda de la catedral vertía sobre la urbe una lluvia de campanillas de cobre que se clavaban en los tranvías entontecidos y en los nerviosos cuellos de los caballos. Había olvidado mi baedeker y mis gemelos de campaña y me puse a mirar la ciudad como se mira el mar desde la arena.

Todas las calles estaban llenas de tiendas de óptica. En las fachadas miraban grandes ojos de megaterio, ojos terribles, fuera de la órbita de almendra que da intensidad a los humanos, pero que aspiraban a pasar inadvertida su monstruosidad fingiendo parpadeos de Manueles, Eduarditos y Enriques. Gafas y vidrios ahumados buscaban la inmensa mano cortada de la guantería, poema en el aire, que suena, sangra y borbotea como la cabeza del Bautista.

La alegría de la ciudad se acababa de ir y era como el niño recién suspendido en los exámenes. Había sido alegre, coronada de trinos y marginada de juncos hasta hacía pocas horas, en que la tristeza que afloja los cables de la electricidad y levanta las losas de los pórticos había invadido las calles con su rumor imperceptible de fondo de espejo. Me puse a llorar. Porque no hay nada más conmovedor que la tristeza nueva sobre las cosas regocijadas, todavía poco densas, para evitar que la alegría se transparente al fondo, llena de monedas con agujeros.

Tristeza recién llegada de los librillos de papel marca "El Paraguas", "El Automóvil", y "La Bicicleta"; tristeza del Blanco y Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y aguda tristeza de las grandes bocinas del fonógrafo.

Los aprendices de óptico limpiaban cristales de todos tamaños con gamuzas y papeles finos, produciendo un rumor de serpiente que se arrastra.

En la catedral se celebraba la solemne novena a los ojos humanos de Santa Lucía. Se glorificaba el exterior de las cosas, la belleza limpia y oreada de la piel, el encanto de las superficies delgadas, y se pedía auxilio contra las oscuras fisiologías del cuerpo, contra el fuego central y los embudos de la noche, levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una lámina de cristal purísimo acribillado en todas direcciones por finos reflectores de oro. El mundo de la hierba se oponía al mundo del mineral. La uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa.

Cuando entré en la catedral se cantaba la lamentación de las seis mil diostrias, que sonaba y resonaba en las tres bóvedas llenas de jarcias, olas y vaivenes, como tres batallas de Lepanto. Los ojos de la Santa miraban en la bandeja con el dolor frío del animal a quien acaban de darle la puntilla.

Espacio y distancia. Vertical y horizontal. Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa Lucía! Las venas de las plantas de los pies duermen tendidas en sus lechos rosados, tranquilizadas por las dos pequeñas estrellas que arriba las alumbran. Dejamos nuestros ojos en la superficie, como las flores acuáticas, y nos agazapamos detrás de ellos mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante fisiología.

Me arrodillé.

Los chantres disparaban escopetazos desde el coro.

Mientras tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con anteojeras de cuero.

En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecido suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.

Era necesario comer y pregunté por la posada.

Se encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril y esa posada se halla situada al Sur, más abajo del río.

Tengo tiempo de sobra.

Cerca estaba la estación del ferrocarril.

Plaza ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.

Poco a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.

El que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de champagne.

Pude componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.

Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.

Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.

Se pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un buey.

No se pueden unir con las montañas, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.

Lejos de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltas en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad y levantados, como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.

Eché a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.

Me coronaba un magnífico silencio rodeado de pianos de cola por todas partes. En la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.

San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.

Tuvo predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces y se agachaba lleno de terror siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en la mano.

El tren correo había salido a las doce de la noche.

Yo tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada. Entradas de cementerios y andenes.

El mismo aire, el mismo vacío. los mismos cristales rotos.

Se alejaban los railes latiendo en su perspectiva de teorema, muertos y tendidos como el brazo de Cristo en la Cruz.

Caían de los techos en sombra yertas manzanas de miedo.

En la sastrería vecina las tijeras cortaban incesantemente piezas de hilo blanco.

Tela para cubrir desde el pecho agostado de la vieja hasta la cuna del niño recién nacido.

Por el fondo llegaba otro viajero. Un solo viajero.

Vestía un traje blanco de verano con botones de nácar y llevaba puesto un guardapolvo del mismo color. Bajo su jipi recién lavado brillaban sus grandes ojos mortecinos entre su nariz afilada.

Su mano derecha era de duro yeso y llevaba colgado del brazo un cesto de mimbre lleno de huevos de gallina.

No quise dirigirle la palabra.

Parecía preocupado y como esperando que lo llamasen. Se defendía de su aguda palidez con su barba de Oriente, barba que era el luto por su propio tránsito.

Un realísimo esquema mortal ponía en mi corbata iniciales de níquel.

Aquella noche era la noche de fiesta en la cual toda España se agolpa en las barandillas para observar un toro negro que mira al cielo melancólicamente y brama de cuatro en cuatro minutos.

El viajero estaba en el país que le convenía y en la noche a propósito para. su afán de perspectivas, aguardando tan sólo el toque del alba para huir en pos de las voces que necesariamente habían de sonar.

La noche española, noche de almagre y clavos de hierro, noche bárbara, con los pechos al aire, sorprendida por un telescopio único, agradaba al viajero enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde fracasa la sonda, y se complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y arena ardiente sobre el que descansaba.

El viajero andaba por el andén con una lógica de pez en el agua o de mosca en el aire; iba y venía, sin observar las largas paralelas tristes de los que esperan el tren.

Le tuve gran lástima porque sabía que estaba pendiente de una voz, y estar pendiente de una voz es como estar sentado en la guillotina de la Revolución francesa.

Tiro en la espalda, telegrama imprevisto, sorpresa. Hasta que el lobo cae en la trampa, no tiene miedo. Se disfruta el silencio y se gusta el latido de las venas. Pero esperar una sorpresa es convertir un instante, siempre fugaz, en un gran globo morado que permanece y llena toda la noche.

El ruido de un tren se acercaba confuso como una paliza.

Yo cogí mi maleta, mientras el hombre del traje blanco miraba en todas direcciones. Al fin una voz clara, estambre de un altavoz autoritario, clamó al fondo de la estación: "¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!" Y el viajero echó a correr dócil, lleno de unción, hasta perderse en los últimos faroles.

En el instante de oír la voz: "¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!", se me llenó la boca de mermelada de higuera.

Hace unos momentos que estoy en casa.

Sin sorpresa he hallado mi maletín vacío. Sólo unas gafas y un blanquísimo guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y aislados. Las gafas, sobre la mesa, llevaban al máximo su dibujo concreto y su fijeza extraplana. El guadapolvo se desmayaba en la silla en su siempre última actitud, con una lejanía poco humana ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las gafas iban hacia un teorema geométrico de demostración exacta, y el guardapolvo se arrojaba a un mar lleno de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y guardapolvo. En la mesa y en la silla. Santa Lucía y San Lázaro.

De: elrincondelperromugre.blogspot.com


















El aniversario de Federico García Lorca no acalla la polémica sobre sus restos.

(Fragmento)

La última aportación es el documental de Emilio Ruiz Barrachina Lorca, El mar deja de moverse, en el que se desvela la implicación en el asesinato del poeta de sus primos.

El viaje de Lorca hacia la muerte comenzó en la tarde del 13 de julio de 1936, cuando deja un Madrid agitado por los persistentes rumores del alzamiento y toma un tren con destino a su Granada natal. Regresa a la casa familiar, la Huerta de San Vicente, y allí está Federico cuando las tropas sublevadas se apoderan de Granada el 20 de julio. Al mando de la ciudad y de los alzados, el general Queipo de Llano, uno de los represores más severos y sanguinarios de la contienda. La represión se cobró en Granada miles de vidas, según constatan los historiadores, pero Lorca no se sintió amenazado hasta la segunda semana de agosto.

Discriminación mortal
El día 9 una patrulla irrumpe en la Huerta de San Vicente en busca del hermano del casero, Gabriel Pérez Ruiz. Detectan la presencia del poeta, significado por su afección a la República y su homosexualidad. También por un artículo publicado fechas atrás en El Sol en el que fustiga a la burguesía local. Federico sufre insultos, golpes y humillaciones y decide por fin buscar refugio en la casa de Luis Rosales. Es un poeta amigo, miembro de una familia de la derecha más rancia, con destacados falangistas entre sus miembros, y bien conectado con los sublevados que ahora ejercen el terror. Lorca se traslada al domicilio de los Rosales. No sospecha que un miembro de la familia, Gerardo Rosales El Albino le denunciará. Los acontecimientos se complican hasta que es asesinado. Trescastro se paseó por Granada tras la ejecución diciendo «acabamos de matar a García Lorca y yo le metí dos balas en el culo por maricón». Se sabía también que Trescastro estuvo en el piquete que detuvo y transportó en coche al poeta.

De: www.diariodeleon.es

 














Emilio Barrachina, su director, expone todas las teorías existentes hasta el momento sobre el asesinato de Federico García Lorca, fusilado en la madrugada del 18 de agosto de 1936 entre Víznar y Alfacar (Granada).

Fue realizado durante más de dos años y está basado, principalmente, tanto en las investigaciones del hispanista Ian Gibson como en las más recientes de Miguel Caballero y Pilar Góngora. Además, cuenta con  valiosos testimonios de allegados al poeta, como su amigo Luis Rosales y su sobrina Laura García Lorca.

Sin duda, ofrece una novedosa interpretación sobre la tragedia al mostrarla como el desenlace de una situación, en la que confluyeron varios factores: la rivalidad personal y política entre los Roldán, los Alba y los Lorca, las tres familias de caciques más influyentes en la Vera de Granada; el enfrentamiento por el poder de Ruiz Alonso con los Rosales y la complicada situación de Granada a comienzos de la Guerra Civil.

Por otro lado, resulta especialmente significativo el título del documental: "El mar deja de moverse". Se trata de una expresión tomada de un verso de Poeta en Nueva York,  en el cual Lorca hace referencia a un asesinato. Con este comienzo, Emilio Barrachina cede la palabra al poeta para relatar, de nuevo, un drama; esta vez, el suyo.

¿Quizás se trató de una muerte "anunciada"? ¿Se hizo todo lo posible para evitarla? ¿Qué implicación tuvieron los Rosales e incluso la familia de Lorca en ella? ¿Por qué no huyó al exilio?... Este documental ayuda a resolver algunos de estos interrogantes. No obstante, a pesar del paso del tiempo, nuestra "memoria histórica", tantas veces reivindicada, es aún oscura en el caso del asesinato del poeta y la "pena", por su prematura pérdida, demasiado "negra" para quienes llevamos sus palabras como equipaje del alma.

De: belupo.blogspot.com



Gracias al Programa “Efecto Mariposa” de Radio Uruguay, conducido por Alberto Gallo y Daina Rodríguez -como siempre difundiendo contenidos de altísima calidad- pudimos escuchar la entrevista realizada al Director del documental e invitamos a todos a ingresar al Portal de dicha Emisora.







Dibujos de García Lorca


García Lorca en Uruguay
...” quiero morir mi muerte a bocanadas...”
Del Diván del Tamarit




miércoles, 4 de junio de 2014

“La felicidad no depende de lo que uno no tiene, sino del buen uso que hace de lo que tiene”- Thomas Hardy

2 de junio de 1840- Inglaterra
Escritor y ayudante de arquitecto.





El gamo ante la casa solitaria


Afuera, en las tinieblas, alguien mira
a través del cristal de la ventana
desde la blanca sábana aterida.
Afuera, en las tinieblas alguien mira
cómo, en vela, aguardamos la mañana
junto a la lumbre de la chimenea.
 No alcanzamos a ver esos dos ojos
que nos contemplan desde la intemperie
y reproducen los destellos rojos
del fuego. No advertimos esos ojos,
ojos maravillados, rutilantes,
y sus pasos furtivos, vacilantes.
 
 
 
El acantilado de Beeny


Oh, el zafiro y el ópalo de este errante mar de occidente,
y una mujer en lo alto con el cabello al viento cabalga sonriente,
la mujer que amé tanto y que me amó fielmente.
 
A nuestros pies el rugido continuo y las lejanas olas de la mar
semejaban un cielo inferior, engolfado en su propio palpitar,
mientras reíamos alegres en aquel mes de marzo que no podré olvidar.
 
Una pequeña nube nos ocultó, y brotó una lluvia irisada,
y se tiñó el Atlántico de una imprecisa y leve pincelada,
luego salió de nuevo el sol y de un tono purpúreo quedó la mar bañada.
 En su profunda y abisal belleza aún el viejo Beeny ocupa bajo el cielo su lugar,
pero ella y yo el próximo mes de marzo no volveremos allí de nuevo a pasear,
ni las dulces palabras que dijimos se volverán a escuchar.
 
Pues aunque todavía la abisal belleza se alza en aquella agreste ribera de occidente,
la mujer, a la que el pony llevaba a paso de andadura está ahora ausente,
ya no sabe de Beeny ni le importa y no volverá a reír jamás alegremente.
 
 
 
Después
 

Cuando el Presente cierre sus puertas tras mi paso
y, cual recién hilada seda, las tiernas rosas
de mayo acune el viento, ¿dirá el vecino acaso:
“Era de los que suelen apreciar estas cosas”?
 
Si es al ocaso y cruza sobre el denso follaje,
como en un parpadeo, un halcón por la umbría
y se posa en la zarza que el viento arquease,
pensará quien lo vea: “También él lo vería”
 
Si en la noche oscura y tibia, de insectos poblada,
cuando el erizo corre furtivo por el prado,
tal vez alguien dijera: “Porque nadie dañara
a estas pobres criaturas veló, y poco ha logrado”
 
Si al oír que he partido, junto al umbral se quedan
contemplando los astros en el cielo de invierno,
¿pensarán los que ver mi rostro ya no puedan:
“Fue alguien que meditó sobre el misterio eterno?



De: http://www.davidzuker.com




martes, 3 de junio de 2014

"Escribo por no olvidarme"- Max Aub

2 de junio de 1903- Francia
Escritor hispano- mejicano


Hablaba y hablaba...


Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

De: CiudadSeVa.com


El monte



Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba.
La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.
Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.
Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas.
-Ya te decía yo –le dijo a su mujer.
-Pues es verdad. Así podremos ir más deprisa a casa de mi hermana.


De: http://elcajondesastre.blogcindario.com


La uña


El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa. Como el féretro era de mala calidad (pidieron el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para despuntar deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana, resbaló por el suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el recodo de la pared para seguir tras la mesilla de noche y subir por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto atravesó la garganta de Lucía, que ni ¡ay! dijo, para tirarse hacia la de Miguel, traspasándola.
Fue lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la uña.

De: http://microcuentosycuentos.blogspot.com.ar








LA SONRISA


Cuando el general Den Bié Uko se enteró que su enemigo el general Bai Pu Un había caído prisionero, se alegró muchísimo. La verdad: nada hubiera podido satisfacerle tanto. Nadie lo notó. Así era de reservado, dejando aparte que los músculos de su cara no se prestaban a la exteriorización de ningún sentimiento.
Lo mandó encerrar en la última mazmorra del fuerte de Xien Khec. La conocía de tiempo atrás, cuando los ingleses lo tuvieron allí a pan y agua, cuatro años. Hacía de eso bastante tiempo: entonces Bai Pu Un era como su hermano. Ocho barrotes a ras de tierra, cosa de veinte centímetros de alto, sitio suficiente para que corrieran las ratas, gordas, de los arrozales de la colina en declive.
Sí, había sido como su hermano. Ahora había perdido. Den Bié Uko no dudó nunca, siempre tuvo fe en su estrella, aun cuando ayudaba a su amo —¿fue su padre?— a mover aquel telar primitivo. Entonces los franceses y los ingleses enviaban agentes suicidas que se hacían matar para que sus gobiernos tuvieran pretexto relativamente valedero para ocupar militarmente el país; hacíanse llamar misioneros. Den Bié Uko los admiraba y aprendió de ellos. Ahora, con Bai Pu Un en su poder no tendría problemas, pero estuvo a punto de fracasar. La culpa la tenía su rival, en el fondo siempre lo supo: era de sangre Kuri. ¿Cómo hacerle pagar los dos últimos años de inseguridad; de correr, esconderse, pasar hambre y miedo?
No era tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Inmóvil en su hamaca, el general vencedor rumiaba las posibles venganzas. En ningún momento se le ocurrió recurrir al tormento físico. Eso quedaba para los europeos o los mahometanos. El dolor se soporta cuando uno está decidido a ello. Lo sabía por propia experiencia, y ajena. El que quiere aguantar, aguanta.
Había traicionado a Bai Pu Un hacía tiempo y vencido. En estas condiciones no podía mostrarse generoso. Un mes antes, previendo el final dichoso le envió un emisario. Lo que le mandó decir su todavía rival no es para recordarlo. El empalamiento no era suficiente. Si lo hubiera insultado sólo a él, pase. Pero tuvo a bien meterse con su madre. Ahora lo tenía enjaulado bajo tierra. Den Bié Uko sonrió teóricamente.
La idea surgió al despertar. Sólo en el "pensar recto, querer recto, hablar recto, obrar recto, profundizar recto" reside la verdad. ¿Qué estaría pensando, qué estaría esperando Bai Pu Un? Pensaría en él, pendiente de su inclemencia: preparándose para el tormento, resignado a los suplicios.
Llegaban cantos de victoria apoyados en tambores.
A menos que creyera que Jembogan pudiera hacer algo por él. ¿Por qué no había de suponerlo? Pero ¿quién podía haberle puesto en antecedentes? Nadie. Jembogan, un dios. ¿Qué no podría si se lo propusiera? Si llegaba a enterarse de que Bai Pu Un había sido hecho prisionero por Den Bié Uko, intervendría, con toda su fuerza, que liberaría al preso. Bai Pu Un ignoraba el acuerdo a que había llegado con su vencedor. Si Bai Pu Un pudiera creer, hasta última hora, hasta ultimísima hora, que Jembogan lo iba a liberar. Que se iba a voltear la suerte de todo en todo...
Den Bié Uko se relame interiormente. Llama a U Ma Ni, su ayudante preferido y le da un amuleto de Jembogan, que trae atado bajo el sobaco. Le da la orden de hacerlo llegar por persona interpuesta a manos del prisionero.
Cuando supo que su orden había sido cumplida, mandó detener y ejecutar al mensajero en la plaza del fuerte para que, desde su celda subterránea, Bai Pu Un pudiera verlo. Debieron entregar el amuleto hacia las diez de la mañana, la ejecución tuvo lugar a las tres de la tarde. Den Bié Uko dejó pasar el resto del día sin hacer nada. No recibió a nadie pensando en lo que pensaba su enemigo.
Al caer la noche ordenó que al Norte, al Este y al Sur se dispararan unos cuantos tiros y, una hora después, una ráfaga de ametralladora a cosa de dos kilómetros de la fortaleza. Luego se emborrachó. Al despertar, ordenó formar lo más de sus tropas disponibles como si fuesen a entrar en combate. Luego las mandó hacer un simulacro en las orillas del río. Las dos baterías no dejaron de disparar desde las diez de la mañana. Dizque se olvidaron de dar de comer al prisionero. Cuando el sol empezó a decaer hizo que sus tropas se replegaran hacia el recinto que las cobijaba sin dejar de disparar. De pronto dio la orden de suspender el fuego, de dispersarse en silencio, de formar el cuadro que había de fusilar a un vencido enemigo.
Por eso Jembogan nunca pudo explicarse el esbozo de sonrisa que apareció en la faz de Den Bié Uko, algún tiempo después —poco: las alianzas son frágiles— al enfrentarse al arbolón donde iba a ser, para lección de propios y extraños, colgado por los pies.


De: http://leereluniverso.blogspot.com







“... un hombre notable que aún permanece en el misterio...”- Guillaume de Apollinaire

Donatien Alphonse de Sade - Marqués de Sade
2 de junio de 1740- Francia
Escritor y militante político.

Cuando se ha perseguido a un escritor durante más de 150 años como si fuera un personaje cruel e inhumano, se espera, en lo que concierne a la descripción de su vida, algo así como la biografía de un monstruo. Pero la vida del marqués de Sade resulta mucho menos aberrante de lo que uno teme y lo que realmente puede calificarse de espantoso es el destino que le acechó mientras vivía.
Walter Lenning, Biografía del marqués de Sade (primer párrafo)

De: http://es.wikipedia.org



Fragmento de:
PUNTUACION DE ESCRITOS: KANT CON SADE (IV)
ROLANDO KAROTHY
(*) Seminario en la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Clase 4ra. (15-10-1996)

El Marqués de Sade, al contrario, destituye la idea de Dios. "Destituye la idea de Dios" es una expresión que quiere decir: Sade se declara ateo, con lo que se propone anular el postulado kantiano de la inmortalidad instaurando así lo que se conoce como la segunda muerte. Es decir: no sólo la aniquilación de la vida, sino también la anulación de la posibilidad de que esa aniquilación sea el principio de nueva vida.
La segunda muerte es una especie de aniquilación absoluta. Recordemos el testamento del Marqués de Sade que plantea que su paso por la vida y su cuerpo debían quedar absolutamente perdidos, confundidos con la naturaleza, pero no como fuente de nueva vida como sucede habitualmente con la destrucción, es decir, la destrucción en tanto que implica la posibilidad de que surja nueva vida a partir de ella.
El Marqués de Sade es como si se propusiera instintivizar la pulsión al postular lo que se denominó el naturalismo ateo. Se propone dar un objeto al deseo de modo que la destrucción de la ley deriva en su degradación en norma. La destrucción de la ley deriva en su degradación en norma. Degrada la ley a una norma. En este caso, entonces, el Marqués de Sade se propone eludir la función de la cultura y el lenguaje para poder gozar del objeto.
El naturalismo ateo de Sade se sostiene fundamentalmente en una obra muy admirada por él que se llama Sistema de la naturaleza, que ya mencioné en una oportunidad, de uno de los autores más importantes de esa corriente en la historia de Francia, el Barón D'Holbach.
En un artículo breve denominado La lectura de Sade, de Marcelin Pleynet, del Grupo Tel Quel, aparece una caracterización de esta relación del Marqués de Sade con el Barón D'Holbach. "Es fácil advertir que la filosofía de las luces se instituye en Francia por el crédito a los deístas Rousseau y Voltaire, mientras que los ateos no son citados jamás. Y es precisamente al más enconado y sistemático de estos ateos, D'Holbach, a quien Sade reconoce como maestro. A fines del mes de noviembre de 1783, desde el Castillo de Vincennes donde está recluido, Sade escribe a su esposa: -¿Cómo pretendes que me interese por la Refutación del Sistema de la naturaleza [se supone que se está refiriendo a un libro del Abate Bergier que había sido publicado en 1771, que era, como el título lo indica, una refutación de un religioso al libro del materialista ateo D'Holbach, llamado Sistema de la naturaleza] si no me mandas también el libro al cual se impugna. Es como si quisieras que juzgara un proceso sin conocer las dos partes del mismo. Además sabes bien que el Sistema es real e indudablemente la base de mi filosofía, de la cual soy sectario hasta el martirio si fuese necesario; por lo tanto comprende que después de siete años sin verla es imposible que la recuerde lo suficiente como para poder tomar partido por la refutación de esta obra. Estoy dispuesto a rendirme si ando equivocado pero para eso es preciso que pongáis a mi disposición los medios precisos. Pide a Vilette que me la preste sólo por ocho días y nada de tonterías sobre esto, sería una grandísima tontería que se me negara un libro que he hecho leer hasta al Papa, en una palabra, un libro de oro, un libro que debería estar en todas las bibliotecas, en todas las mentes, un libro que destruye para siempre la más peligrosa y la más odiosa de todas las quimeras, aquella que ha hecho verter más sangre sobre la tierra y contra la cual debería unirse todo el universo para borrarla sin posibilidad de resurgir, si los individuos que forman este universo tuvieran la más elemental idea sobre su felicidad y su bienestar".


Ese mismo mes de noviembre de 1783, un poco después, vuelve a insistir en otra carta sobre lo mismo y hace la misma petición: "Me es imposible adentrarme en la lectura de La refutación del sistema de la naturaleza si no me mandáis el propio Sistema".



El Sistema de la naturaleza de D'Holbach se publicó por primera vez en el año 1770 y después tuvo múltiples ediciones. Parece que el Marqués de Sade lo leyó en el año 1776. Las cartas mencionadas son de 1783. De todas maneras lo más interesante es una argumentación que efectivamente se complementa con lo que dice Lacan en su texto. Yo creo que hay dos líneas que confluyen en los argumentos que Lacan sostiene en Kant con Sade. Una es esta incidencia del racionalismo y del naturalismo ateo del Barón D'Holbach y también las ideas de El hombre máquina de La Mettrie; otra línea es la tesis que plantearon, obviamente mucho tiempo después, Horkheimer y Adorno en un capítulo de su libro Dialéctica del iluminismo, quienes antes que Lacan señalaron la relación entre Kant y Sade. La primera relación fuerte entre Kant y Sade la hace Adorno y no Lacan. Lacan no lo cita a Adorno. De todas maneras a Adorno se le pueden efectuar una serie de críticas pero hay todo un estudio por realizar sobre la relación que propone entre Kant y Sade antes que Lacan.

Es toda una línea interesante a considerar en tanto la influencia del racionalismo es muy distinta a la suposición de un Marqués de Sade que simplemente estaría lanzado al despliegue de las pasiones. Este mismo autor Pleynet lo señala. Por ejemplo, dice: "...por poco que conozcamos la obra de Sade nos damos cuenta que su mente exaltada es todo lo contrario de una mente enloquecida, que es una cabeza razonable y racional que no deja nunca de situar sus reflexiones histórica y teóricamente y que en el camino de su pensamiento es mucho más consecuente que todos aquellos legistas que le condenan y al controlar sus lecturas le prohiben Rousseau, permitiéndole leer a Lucrecio".(2)

Por otro lado, es interesante constatar que el Marqués de Sade se opuso, a pesar de lo que uno pudiera creer, en todos sus escritos, a la pena de muerte. Las víctimas de sus novelas están condenadas, en realidad, a una vida perpetua. Maltratadas, fustigadas hasta lo increíble, son inmediatamente reparadas para volverlas a un estado de normalidad que permitirá convertirlas nuevamente en víctimas deseables. Eso era justamente el fantasma mayor del Marqués de Sade: el tormento continuo.

El Marqués de Sade era una especie de educador ejemplar, enciclopedista y kantiano que siempre se propuso escribir lo imposible de escribir y llegar inclusive a una mostración del sexo que quedaba siempre en última instancia limitada por el axioma de la totalidad: mostrar todo el sexo y también todas las posturas. Esto es notable sobre todo en Las 120 jornadas de Sodoma y Gomorra y derivó en que algunos autores, como por ejemplo Roland Barthes, dijeran que la lectura del Marqués de Sade fuera particularmente aburrida.

La obra del Marqués de Sade no tiene el erotismo de la novela libertina sino que tiene una característica discontinua en el esquema de la retórica, ya que las escenas de placer, las posturas, etc., cada tanto son cortadas con argumentaciones, es decir, en las escenas más eróticas aparece la enseñanza, algo así como dar cátedra, inclusive surgen argumentaciones que hacen a la estructura misma de la sociedad y de la república.





(2) Marcelin Pleynet: La lectura de Sade, en Teoría de conjunto, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1971, pág. 310.

También este párrafo es digno de mención: "El situar la obra de Sade inserta en el contexto cultural que la produjo y al que nunca dejó de referirse nos permite plantear una serie de problemas y de razones que, sin desvirtuar la violencia transgresiva de la producción sadiana nos permitirán la aproximación a la lectura de un texto desmistificador por excelencia. La filosofía de las luces, responsable de la aparición de la obra de Sade, no aparece exenta de contradicción y ambigüedad dividida como está entre d'Holbach y Rousseau, entre ateos y creyentes, y con el triunfo de la moral y el deísmo rousseaunianos después de lo que fue su práctica más inmediata: la revolución de 1789. Recordemos a título de curiosidad que la existencia de un Ser supremo y la inmortalidad del alma fue votada unánimemente por la Convención de 1794. En 1795 Sade finaliza La Philosophie dans le boudoir. Esta contradicción (d'Holbach-Rousseau) no le pasa desapercibida a Sade, el cual a lo largo de su obra citará pasajes enteros del Système de la nature no cesando jamás de oponerse a Rousseau". (id, pág. 312)


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