2 de junio de 1903- Francia Escritor hispano- mejicano |
Hablaba y hablaba...
Hablaba,
y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga
hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que
hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a
hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por
eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz
de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo
de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso,
sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
De: CiudadSeVa.com
El monte
Cuando
Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba.
La
llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.
Allí,
de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso,
grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.
Le
pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo
con sus ideas.
-Ya
te decía yo –le dijo a su mujer.
-Pues
es verdad. Así podremos ir más deprisa a casa de mi hermana.
De: http://elcajondesastre.blogcindario.com
La uña
El
cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado
ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa. Como el féretro era de
mala calidad (pidieron el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para
despuntar deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la
ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana, resbaló por el
suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el recodo de la pared para seguir tras
la mesilla de noche y subir por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto
atravesó la garganta de Lucía, que ni ¡ay! dijo, para tirarse hacia la de
Miguel, traspasándola.
Fue
lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la uña.
De: http://microcuentosycuentos.blogspot.com.ar
LA SONRISA
Cuando
el general Den Bié Uko se enteró que su enemigo el general Bai Pu Un había
caído prisionero, se alegró muchísimo. La verdad: nada hubiera podido
satisfacerle tanto. Nadie lo notó. Así era de reservado, dejando aparte que los
músculos de su cara no se prestaban a la exteriorización de ningún sentimiento.
Lo
mandó encerrar en la última mazmorra del fuerte de Xien Khec. La conocía de
tiempo atrás, cuando los ingleses lo tuvieron allí a pan y agua, cuatro años.
Hacía de eso bastante tiempo: entonces Bai Pu Un era como su hermano. Ocho
barrotes a ras de tierra, cosa de veinte centímetros de alto, sitio suficiente
para que corrieran las ratas, gordas, de los arrozales de la colina en declive.
Sí,
había sido como su hermano. Ahora había perdido. Den Bié Uko no dudó nunca,
siempre tuvo fe en su estrella, aun cuando ayudaba a su amo —¿fue su padre?— a
mover aquel telar primitivo. Entonces los franceses y los ingleses enviaban
agentes suicidas que se hacían matar para que sus gobiernos tuvieran pretexto
relativamente valedero para ocupar militarmente el país; hacíanse llamar
misioneros. Den Bié Uko los admiraba y aprendió de ellos. Ahora, con Bai Pu Un
en su poder no tendría problemas, pero estuvo a punto de fracasar. La culpa la
tenía su rival, en el fondo siempre lo supo: era de sangre Kuri. ¿Cómo hacerle
pagar los dos últimos años de inseguridad; de correr, esconderse, pasar hambre
y miedo?
No
era tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Inmóvil en su hamaca, el
general vencedor rumiaba las posibles venganzas. En ningún momento se le
ocurrió recurrir al tormento físico. Eso quedaba para los europeos o los
mahometanos. El dolor se soporta cuando uno está decidido a ello. Lo sabía por
propia experiencia, y ajena. El que quiere aguantar, aguanta.
Había
traicionado a Bai Pu Un hacía tiempo y vencido. En estas condiciones no podía
mostrarse generoso. Un mes antes, previendo el final dichoso le envió un
emisario. Lo que le mandó decir su todavía rival no es para recordarlo. El
empalamiento no era suficiente. Si lo hubiera insultado sólo a él, pase. Pero
tuvo a bien meterse con su madre. Ahora lo tenía enjaulado bajo tierra. Den Bié
Uko sonrió teóricamente.
La
idea surgió al despertar. Sólo en el "pensar recto, querer recto, hablar
recto, obrar recto, profundizar recto" reside la verdad. ¿Qué estaría
pensando, qué estaría esperando Bai Pu Un? Pensaría en él, pendiente de su
inclemencia: preparándose para el tormento, resignado a los suplicios.
Llegaban
cantos de victoria apoyados en tambores.
A
menos que creyera que Jembogan pudiera hacer algo por él. ¿Por qué no había de
suponerlo? Pero ¿quién podía haberle puesto en antecedentes? Nadie. Jembogan,
un dios. ¿Qué no podría si se lo propusiera? Si llegaba a enterarse de que Bai
Pu Un había sido hecho prisionero por Den Bié Uko, intervendría, con toda su
fuerza, que liberaría al preso. Bai Pu Un ignoraba el acuerdo a que había
llegado con su vencedor. Si Bai Pu Un pudiera creer, hasta última hora, hasta
ultimísima hora, que Jembogan lo iba a liberar. Que se iba a voltear la suerte
de todo en todo...
Den
Bié Uko se relame interiormente. Llama a U Ma Ni, su ayudante preferido y le da
un amuleto de Jembogan, que trae atado bajo el sobaco. Le da la orden de
hacerlo llegar por persona interpuesta a manos del prisionero.
Cuando
supo que su orden había sido cumplida, mandó detener y ejecutar al mensajero en
la plaza del fuerte para que, desde su celda subterránea, Bai Pu Un pudiera
verlo. Debieron entregar el amuleto hacia las diez de la mañana, la ejecución
tuvo lugar a las tres de la tarde. Den Bié Uko dejó pasar el resto del día sin
hacer nada. No recibió a nadie pensando en lo que pensaba su enemigo.
Al
caer la noche ordenó que al Norte, al Este y al Sur se dispararan unos cuantos
tiros y, una hora después, una ráfaga de ametralladora a cosa de dos kilómetros
de la fortaleza. Luego se emborrachó. Al despertar, ordenó formar lo más de sus
tropas disponibles como si fuesen a entrar en combate. Luego las mandó hacer un
simulacro en las orillas del río. Las dos baterías no dejaron de disparar desde
las diez de la mañana. Dizque se olvidaron de dar de comer al prisionero.
Cuando el sol empezó a decaer hizo que sus tropas se replegaran hacia el
recinto que las cobijaba sin dejar de disparar. De pronto dio la orden de
suspender el fuego, de dispersarse en silencio, de formar el cuadro que había
de fusilar a un vencido enemigo.
Por
eso Jembogan nunca pudo explicarse el esbozo de sonrisa que apareció en la faz
de Den Bié Uko, algún tiempo después —poco: las alianzas son frágiles— al
enfrentarse al arbolón donde iba a ser, para lección de propios y extraños,
colgado por los pies.
De: http://leereluniverso.blogspot.com
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