1º de julio de 1909- Uruguay Escritor y Periodista |
Balada del ausente
Entonces no me des
un motivo por favor
No le des
conciencia a la nostalgia,
La desesperación y
el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no
alzar mi grito
Rumiar a solas,
gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que
puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz
porque Dios dispuso
Que si Él tiene
compromisos
Si Dios mismo le
impide contestar
Con dos dedos el
saludo
Cotidiano,
nocturno, inevitable
Es necesario
aceptar la soledad,
Confortarse
hermanado
Con el olor a
perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier
regreso
En cualquier hora
cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso
indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al
sombrero enlutado
Golpeando las
rodillas
Que teme a Dios y
se preocupa
Por lo que opine,
condene, rezongue, imponga.
No me des
conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y
lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo
y su secreto de musgo,
Hacia la claridad
dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo,
desarmado
bamboleo mi cuerpo
enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a
una frontera
A un odio inútil, a
su creciente miseria
Y tampoco es
consuelo
Esa dulce ilusión
de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se
disuelve en la espera
Graciosa,
incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y
para siempre.
Mi pie izquierdo en
la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que
comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas
las apuestas:
Eternidad,
infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera
creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre
de los dedos
Como si la hubiera
traído desde allí
Como si la salobre
mentira se espesara
Como si la sangre,
pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo
que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la
distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo,
doy mi vida,
A cambio de vejeces
y ambiciones ajenas
Cada día más
antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo
haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en
el barrote de bronce
Y esperar sin prisa
su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después,
dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El
tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas,
no me inflará las mejillas
Ahí estaré
esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.
De: http://amediavoz.com
Y EL PAN NUESTRO
Sólo conozco de ti
la sonrisa gioconda
con labios
separados
el misterio
mi terca obsesión
de desvelarlo
y avanzar porfiado
y sorprendido
tanteando tu pasado
Sólo conozco
la dulce leche de
tus dientes
la leche plácida y
burlona
que me separa
y para siempre
del paraíso
imaginado
del imposible
mañana
de paz y dicha
silenciosa
de abrigo y pan
compartido
de algún objeto
cotidiano
que yo pudiera
llamar
nuestro
Querida Litty
Desde hace meses
con inusitada
frecuencia
no me deja el
cartera cartas tuyas.
Será amnesia del
hombre
o tal vez las apile
en un rincón limpio
de su cuarto de
soltero
solterón
y algún día me las
traiga
cinta rosa
todas juntas
como un banquete
para el olvidado
hambriento
que puede
imaginarse
desde ahora
una clara catarata
de ternuras y
recuerdos.
De: http://neonadaismo2011.blogspot.com
De Onetti sobre Quiroga
Bareiro Saguier solicitó a
Onetti un texto sobre Quiroga para publicarlo en una revista. Onetti se lo
envió, pero la revista no pudo publicarse. Luego Susy Delgado lo rescató y
publicó en la revisa Takuapú.
Bareiro Saguier
conocía al autor de Juntacadáveres y Dejemos hablar al viento de habérselo
encontrado en diferentes coloquios literarios. El escritor paraguayo recuerda
que la simpatía entre ambos surgió de una humorada, en medio de una charla
informal: «Me vino a la memoria una anécdota que me habían relatado, cuando
Juan Zorrilla de San Martín, autor del celebrado Tabaré, llegó al puerto de
Asunción, allá por 1905. Sucedió que Juan Zorrilla, sorprendido por la multitud
que lo aguardaba en el muelle, consideró oportuno dirigirse a sus admiradores.
Así, aferrado a una de las barandas del buque comenzó su discurso con esta
frase: ‘Paraguay, Uruguay, algo hay…’» La anécdota le hizo tanta gracia a
Onetti que cada vez que lo llamaba desde Madrid a París iniciaba el diálogo con
una frase ya convertida en contraseña: «Barba, algo hay…».
Con el correr del
tiempo, la amistad entre ambos escritores fue creciendo y cuando el paraguayo
le solicitó el texto para la revista Río de la Plata, Onetti no dudó. Al
momento del envío, agregó una esquela: «Como ignoro en qué consiste el homenaje
a Quiroga que están programando, me tomo la libertad de hacerte llegar estas
cuartillas que encontré buscando papeles perdidos».
El texto decía así:
La única vez que vi
a Quiroga «in corpore» fue en una esquina de Buenos Aires. Lo había leído
tanto, sabía tanto de él que me resultaba imposible no reconocerlo con su
barba, su expresión adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de que lo
dejaran en paz ya que el destino no lo había hecho. Era inevitable ver,
mientras él esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara había estado
retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando la nariz
insolente y la mirada clara e impasible que imponía distancias. Y cuando
apareció el coche y Quiroga revolcó su abrigo oscuro para subirse, recordé un
verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista Martín Fierro, cuando
Borges padecía felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice, en mi recuerdo:
«El general Quiroga va en coche al muere». Estoy seguro de que en aquel viaje
—al hospital, según supe— él ya sospechaba lo que yo sabía.
Un común amigo,
Julio Payró, muy querido por mí, se carteaba con Quiroga y éste lo visitó
brevemente, a su estilo, cuando bajó de la selva para consultar médicos en
Buenos Aires. Hay quien afirma, audazmente, que a veces, en una por millón, el
paciente tiene un promedio intelectual superior al del médico. Éste fue el caso
de Quiroga. El director del hospital que ya había afilado el bisturí, estuvo
conversando con el enfermo en el jardín del hospital. Quiroga mostró la malsana
curiosidad de enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo sonrisas,
optimismo, circunloquios, engaños mal disfrazados. Quiroga supo que la
operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte.
Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar
los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una
vida compleja y admirable, ahora ya inútil.
Poco después de que
las cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal, Salto, Uruguay, dos
amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron una biografía del
escritor. Me detengo aquí para comprobar y decir que esta biografía
impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores, por amor de
una permanente amistad que se mantenía por cauce postal hasta la muerte del
biografiado, mantiene hoy su característica de única. La tuve, la perdí en vaya
a saber cuál de mis traslados. Ahí, en ella, está todo Quiroga desde los
insinceros, decadentes «Arrecifes de coral» y el derrotado viaje a París hasta
su muerte en el refugio de un hospital. Luego, pasado el tiempo de silencio e
ignorancia que es costumbre otorgar e imponer a los difuntos que importaron, se
sucedieron muchos libros sobre Quiroga y varios críticos e intelectuales de
diversa especie viajaron a la selva misionera con el absurdo propósito de ver
allí algo que se le hubiera escapado al maestro.
Mucho antes, un
gran escritor se instaló durante meses en una casa próxima a la que habitaba el
cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la condición de que las
visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera con un humor propicio.
Para anunciar estos no frecuentes estados de ánimo, el uruguayo izaba una
bandera. Pero ni los pre—muerte ni los pos agregaron nada de importancia a la
biografía de Brignone y Delgado, nunca reeditada —que yo sepa— e imposible de
encontrar ni en librerías de viejo ni en bibliotecas de amigos.
Cuando su obra ya
era definitiva, hechos con cuentos tremendos escritos sin tremendismo, con
cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura,
con un par de mediocres novelas que confirman su insincero aserto de que una
novela es sólo un cuento alargado, aceptó la tentación de bajar a Buenos Aires.
Dejaba detrás las alegres fatigas del machete y la congoja de una muerte
trágica que tal vez, sin quererlo, él mismo había estado conjurando al exigir a
otros el coraje incansable en la lucha con el destino, coraje que él mismo
mantuvo hasta el fin. Este viaje a la capital tuvo forzosamente la calidad de
una visita más o menos larga. Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no
resistió mucho su llamado. Aquel viaje visita tuvo tres consecuencias que, sin
duda, afectaron al escritor con intensidad diversa.
La más importante y
nada literaria fue provocada por la imprudencia de su hija Eglé —maravillosa
persona— al presentarle a una compañera de colegio, muchacha de gran belleza.
Poco tiempo después Quiroga se casó con ella y la llevó, como cazador y presa,
a su casa de la selva norteña. La segunda consistió en una larga temporada de
fiestas y reuniones en las que admiradores y aspirantes a buenos discípulos
rodearon al maestro tanto en su residencia de las afueras, en la localidad de
Vicente López, como en hogares y restaurantes porteños. Aquí el hombre huraño,
tan parco en tolerar visitas y habituado a cerrar las puertas de la casa recia
y humilde que había construido con sus manos, bajó la guardia, supo ser amable,
cordial y receptivo. Confirmaba que su tarea de escritor no había sido vana y
tenía a su lado la hermosura demasiado blanca, demasiado rubia, de su nueva
esposa. Tantos meses de merecida dicha tenían que provocar la tercera
consecuencia.
Ahora una aparente
digresión: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, más o menos un año después
de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a su obra y a su vida. Cáfilas
de criticones, de fracasados, de adictos incurables a la envidia se abalanzaron
con furia a la conquista de espacio en diarios y revistas para atacar al
muerto. Recuerdo que la ola de baba verdosa llegó a tal altura que la revista
Life cedió una doble página a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra
las hienas comecadáveres. Este artículo fue reforzado con un dibujo que
representaba a Hemingway desnudo y muerto, tenazmente visitado por cucarachas,
moscas, toda la sabandija pensable. Tal vez hubiera alguna rata en el festín.
Algo muy parecido
ocurrió con Quiroga vivo. Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente
fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de
enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos
del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los
que ellos, los nuevos y novísimos pergeñaban para deleite propio y de la
pretendida élite en que flotaban. Es decir: que los relatos quiroganos, de
ciudad o selva, que son para mí grabados en metal, exentos de adornos, se
olvidaran para aplaudir acuarelas pintadas en el país de algún abanico. El
maestro cometió el error de darse por enterado y publicó una respuesta que era
desafío y afirmación. Sucedió lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso recuerda
los nombres ni los engendros de los aspirantes iconoclastas.
Todos los cuentos
de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable.
Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del
misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es imposible
descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios. Porque la selva
amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la ferocidad de su
individualismo. Supo de la miserable sobrevida —o persistencia del no morir— de
los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la esterilidad de expresarlos
con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez, raras veces, se les
escapara un «añamembuí» dirigido al patrón invisible y de crueldad cotidiana e
interminable. O al capataz de revólver y látigo; o al destino tan sabio en
torturar y en suprimir explicaciones.
Para el mensú,
mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía forma de
hombre pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire
acondicionado, una compañía que seguiría floreciendo mientras la selva conservara
árboles para hachar y hombres para ir desangrando. El aire acondicionado es
brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga estaba vedada por
policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar
gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas
oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45°
centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a 5º bajo
cero.
Pero la explotación
de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mensú tiene que firmar
un papel, «la contrata», por el que se compromete a trabajar en los obrajes
durante un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el patrón
oculto. Allí no se acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una
cruz, un garabato o con una huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o
paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada «la contrata» los
supervivientes, llenos de sana alegría y libres como pájaros, se embarcan hasta
Posadas, capital de Misiones, para festejar. Los acompaña, cariñoso, un
subcapataz. Allí pasan algunos días y sobre todo, noches. La caña corre, las
mujeres abundan y todas casualmente, se llaman Venérea. El sub simula
acompañarlos en la gran orgía y aguarda con paciencia de buitre. No muchas
horas después todos los mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello.
Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía como les fiaba en el
clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar.
Las deudas de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra contrata. Días
después, los mensú remontan el río, amontonados como animales y vuelven, por
otros dos o tres años, al martirio del infierno breve.
Termino con una
confesión. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga escribe que un
mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace saltar la mano y
el arma con un voleo certero del machete. Luego lo obliga a caminar, chorreando
sangre, hasta que el gringo cae exánime. Entonces el mensú se dirige en busca
de la frontera de Brasil. La violencia me repugnó siempre. Pero mientras leía
el cuento, mis simpatías acompañaban al mensú durante su viaje al destierro.
De: http://revistay.com
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