Imagen de Tim Walker |
La zarpa
Padre, las cosas que habrá oído
en el confesionario y aquí en la sacristía… Claro, usted es joven, es
hombre y le será difícil entenderme. De verdad, créame, no sabe cuánto me apena
quitarle el tiempo con mis problemas, pero a quién si no a usted puedo
confiarme ¿verdad?
No sé cómo empezar. Es decir, ¿cómo se llama
el pecado de alegrarse del mal ajeno? Todos lo cometemos ¿no es cierto? Fíjese
usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio, la alegría que sienten
los demás al ver que no fue para ellos alguna de las desdichas que hay en el
mundo…
Bueno, verá, usted no es de aquí, Padre; usted no
conoció a México cuando era una ciudad chica, preciosa, muy cómoda, no la
monstruosidad tan terrible de ahora. Entonces una nacía y moría en la misma
colonia sin cambiarse nunca de barrio. Una era de San Rafael, de Santa María,
de la Roma. Había cosas que ya jamás habrá…
Perdone, le estoy quitando el tiempo. Es que no
tengo con quién hablar y cuando hablo… Ay, Padre, si supiera, qué pena, nunca
me había atrevido a contarle esto a nadie, ni a usted; pero ya estoy aquí y
después me sentiré más tranquila.
Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma
cuadra y con pocos meses de diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos
llevaban juntas a la Alameda, juntas nos enseñaron a hablar y a caminar… Mi
primer recuerdo de Rosalba es de cuando entramos en la escuela de parvulitos.
Desde entonces ella fue la más linda, la más graciosa, la más inteligente. Le
caía bien a todos, era buena con todos. En primaria y secundaria lo mismo: la
mejor alumna, la que llevaba la bandera, la que salía bailando, actuando o
recitando en todos los festivales de la escuela. Y no le costaba trabajo
estudiar, le bastaba oír una vez algo para aprendérselo de memoria.
Ay, Padre ¿por qué las cosas estarán tan mal
repartidas?, por qué a Rosalba le tocó todo lo bueno y a mí todo lo malo? Fea,
bruta, gorda, pesada, antipática, grosera, malgeniosa, en fin…
Ya se imaginará usted lo que nos pasó al entrar en
la Preparatoria cuando casi ninguna llegaba hasta esos estudios. Todos querían
ser novios de Rosalba; a mí ni quién me echara un lazo, nadie se iba a fijar en
la amiga fea de la muchacha guapa.
En un periodiquito estudiantil publicaron –sin
firma, pero yo sé quién fue y no se lo voy a perdonar nunca aunque ahora sea
muy famoso y muy importante–: “Dicen las malas lenguas de la Prepa que Rosalba
anda por todas partes con Zenobia para que el contraste haga resplandecer aún
más su belleza extraordinaria, única, incomparable”.
Qué injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara y si
una nace fea por fuera la gente se la arregla para que también se vaya haciendo
fea por dentro.
A los quince años, Padre, ya estaba amargada, odiaba
a mi mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era siempre amable, buena,
cariñosa, y cuando me quejaba de mi fealdad me decía: “Pero qué tonta, cómo
puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes”.
Era sólo la juventud, Padre. A esa edad no hay nadie
que no tenga una gracia. Mi mamá se había dado cuenta desde mucho antes y
trataba de consolarme diciendo cuánto sufren las mujeres hermosas y qué
fácilmente se pierden…
Aún no terminábamos la prepa – yo quería estudiar
leyes; ser abogada, aunque entonces daba risa que una mujer anduviera metida en
trabajos de hombre – cuando Rosalba se casó con un muchacho bien de la colonia
Juárez al que había conocido en una kermés.
Mientras ella se fue a vivir a la avenida
Chapultepec en una casa preciosa que hace tiempo tiraron, yo me quedé arrumbada
en el mismo departamento donde nací, en las calles de Pino. Para entonces mi
mamá ya había muerto, mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud y mi
hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y quería ser
rico y famoso como Agustín Lara…
Tanta ilusión que tuve y ya ve, me vi obligada a
trabajar desde muy chica, en “El Palacio de Hierro” primero y luego de
secretaria en Hacienda y Crédito Público, cuando murió mi padre y al poco
tiempo mataron a mi hermano en un pleito de cantina…
Rosalba, claro, me invitó a su casa pero nunca fui.
Pasó mucho tiempo y un día llegó a la sección de ropa íntima donde yo trabajaba
y me saludó como si nada, como si no hubiéramos dejado de vernos, y me presentó
a su nuevo esposo, un extranjero que apenas entendía el español.
Estaba, aunque no lo crea, más linda y elegante, en
plenitud como suele decirse. Me sentí tan mal, Padre, que me hubiese gustado
verla caer muerta a mis pies. Y lo peor, lo más doloroso, era que Rosalba
seguía tan amable, tan sencilla de trato como siempre.
Le dije que la visitaría en su nueva casa, ahora en
Las Lomas. No lo hice nunca. Por las noches rogaba a Dios no volver a
encontrármela. Todas nuestras amigas se habían casado y comenzaban a irse de
Santa María. Las que se quedaron ya estaban gordas, llenas de hijos, con
maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga con mujeres de ésas.
Para vivir así, Padre, mejor no casarse. Y no me
casé aunque oportunidades no me faltaron, pues para todo hay gustos y siempre
por más amolados que estemos viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que
tiramos ¿verdad?
Se fueron los años y ya sería época de Alemán o Ruiz
Cortines cuando una noche en que estaba esperando mi camión en el centro y
llovía a mares la vi en su gran automóvil, con chofer de uniforme y toda la
cosa. Hubo un alto, Rosalba me descubrió entre la gente y me invitó a subir.
Rosalba se había casado por cuarta vez, aunque
parezca increíble, y a pesar de tanto tiempo, gracias a sus esmeros, seguía
siendo la misma: su cara fresca de muchacha, sus ojos verdes, sus hoyuelos, sus
dientes perfectos…
Me reclamó que no la buscara nunca, aunque ella me
mandaba cada año tarjetas de Navidad, y me dijo que el próximo domingo no me
escapaba, mandaría por mí al chofer para llevarme a almorzar a su casa.
Cuando llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y
aceptó, Padre, imagínese, aceptó. Ya se figurará la pena que me dio mostrarle
mi departamento a ella que vivía entre tantos lujos y comodidades. Por limpio y
arreglado que lo tuviera aquello seguía siendo el cuchitril que conoció Rosalba
cuando andaba también de pobretona. Todo tan viejo y miserable que me dieron
ganas de llorar de humillación, celos y rabia.
Rosalba se puso triste. Hicimos recuerdos de cuando
éramos niñas. Por eso, Padre, y fíjese en quién se lo dice, no debiéramos
envidiar a nadie, porque nadie se escapa de algo, de cualquier cosa mala.
Rosalba no podía tener hijos y los hombres la ilusionaban un ratito para luego
decepcionarla y hacerla buscar otro nuevo. Imagínese, tantos y tantos que la
rodeaban, que la asediaron siempre, lo mismo en Santa María que en esos lugares
ricos y elegantes que conoció después…
Bueno, se quedó poco tiempo; iba a una fiesta y
tenía que vestirse. El domingo se presentó el chofer. Lo espié por la ventana y
no le abrí. Qué iba a hacer yo, la fea, la quedada, la solterona, la
empleadilla, en ese ambiente de riqueza. Para qué exponerme a ser comparada
otra vez con Rosalba. No seré nadie pero tengo mi orgullo, Padre.
Ay, ese encuentro se me grabó en el alma. No podía
ir yo al cine, ver la televisión, hojear revistas porque siempre veía mujeres
hermosas con los mismos rasgos de Rosalba. Así, cuando en mi trabajo me tocaba
atender a una muchacha que se le pareciera en algo, la trataba mal, le
inventaba dificultades, buscaba formas de humillarla delante de los otros
empleados para sentir que me vengaba de Rosalba.
Usted me preguntará, Padre, qué me hizo Rosalba.
Nada, lo que se llama nada. Eso era lo peor y lo que más furia me daba. Es
decir, siempre fue buena y cariñosa conmigo; pero me hundió, me arruinó la
vida, sólo por ser, por existir, tan bonita, tan rica, tan todo…
Yo sé lo que es estar en el infierno, Padre. Y sin
embargo no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Eso último que
le conté, ese encuentro, pasó hace veinte años o más, no puedo acordarme…
Pero hoy, Padre, esta mañana, la vi en la esquina de
Madero y Palma, de lejos primero, luego muy de cerca. No puede imaginarse,
Padre: ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese pelo
color caoba, se perdieron para siempre en un barril de manteca, bolsas,
arrugas, papadas, manchas, várices, canas, maquillajes, colorete, rímel,
pestañas postizas…
Me apresuré a besarla y abrazarla, Padre. Se había acabado ya todo lo que nos separó. No importaba lo de antes y ya nunca más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora por fin Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales.
Me apresuré a besarla y abrazarla, Padre. Se había acabado ya todo lo que nos separó. No importaba lo de antes y ya nunca más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora por fin Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales.
(1) narrador y poeta mexicano nacido en 1939.
(*) Cuento extraído de Pacheco, José Emilio (1979). El
principio del placer. 3era edición. México: Editorial Joaquín Mortiz.
De: teecuento.wordpress.com
30 de junio de 1939- Méjico Escritor, traductor. |
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